La Historia se repite
En diferentes entradas escribí aquí:
- que los funcionarios son muy importantes en cualquier Administración, léase estatal, autonómica o local, porque, al haber accedido a sus puestos a través de un sistema basado en los conocidos principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, se presume el ejercicio de sus tareas de una manera imparcial e independiente, al margen por completo de las intenciones políticas de turno;
- que, tras la transición democrática, el poder político decidió “asaltar” la Administración introduciendo poco a poco al empleado laboral hasta generalizarlo, arremetiendo insistentemente contra el funcionario con mecanismos tales como el reparto de importantes cantidades de dinero por productividad mediante criterios subjetivos o la ausencia de una auténtica evaluación del desempeños, por poner solo dos ejemplos, y recompensando al funcionario afecto al partido en el poder, premiándolo con excesiva protección cuando accede a la política (mochilas retributivas, reservas de puestos de trabajo sine die, etc., etc.); y
- que paralelamente, con la llegada de la democracia, se generalizó la figura de los “eventuales” o enchufados, una especie de híbridos entre el funcionario propiamente dicho y el empleado laboral, dado que tanto su nombramiento como su cese son totalmente discrecionales, siendo éste personal el que está copando los puestos de libre designación hasta entonces reservados a los altos funcionarios.
Esta progresiva “desfuncionarización” de la Administración, en mi modesta opinión, no tuvo más finalidad que la de lograr una masa clientelar y de votos cautivos que hubiera sido prácticamente imposible de conseguir con los funcionarios propiamente dichos debido precisamente a sus presumidas imparcialidad e independencia.
Pero se me olvidó aclarar entonces que esto no fue siempre así, pues uno de los grandes problemas de la Administración decimonónica fue el de las denominadas “cesantías”, que consistían en que con cada cambio de Gobierno se producía el cese y recambio de todos los funcionarios públicos o, más gráficamente, acarreaba el “asalto” a la función pública por parte de los seguidores del partido político vencedor, hasta que se tomó la decisión de eliminarlas, lo que no fue fácil, pues a los partidos les costó desprenderse de este sistema de “botín” que les garantizaba que, durante los años que estuvieran en el poder, la Administración y otros poderes del Estado estarían a su entera disposición, tanto si los utilizaban para perseguir el bien común como si los dedicaban a satisfacer intereses de partido o personales.
De ahí que ahora sostenga que, habiendo transcurrido poco mas de un siglo desde la completa desaparición de las “cesantías”, lamentablemente la situación poco a poco va asimilándose a la existente entonces: el poder político quiere manipular a su antojo la función pública.
Y digo esto porque, actualmente, muchos altos cargos de la Administración son designados al margen por completo del funcionariado, y numerosos de los que no son altos cargos acceden a la función pública como eventuales o enchufados, cuya carrera administrativa está ligada a la buena fortuna del partido que hayan elegido.
Nos encontramos así ante una Administración excesivamente frágil ante el poder político y, por ello, no es casual que diversos informes y barómetros nos muestren repetidamente que la confianza de los ciudadanos españoles en su clase política haya decrecido ostensiblemente en los últimos años y sea una de las más bajas de entre los países occidentales. Bien parece que se ha cumplido la vieja profecía de que “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
A todo ello aún hay que añadir que los órganos constitucionales de control, como son el Poder Judicial o el Tribunal de Cuentas, por ejemplo, que en teoría son instituciones independientes del Gobierno del signo que sea y además esenciales (yo diría que imprescindibles) para el correcto funcionamiento de un Estado de Derecho, sin embargo están copadas por individuos procedentes de la arena política o, en otras palabras, por personal altamente ”contaminado”. Un control meramente formal y, por desgracia, absolutamente descontrolado.
En consecuencia, mi ingenua aspiración de que todos los puestos de la Administración sean servidos por empleados públicos, que hayan accedido a sus puestos cumpliendo con los repetidos principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, es una quimera que me acompañará de por vida. Un sueño irrealizable.
¡¡¡Ay de mi güey!!!
Las dictaduras también son estados de derecho. Fuente: Teoría pura de la democracia, Antonio García – Trevijano