Recopilación de escritos publicados en revistas y periódicos acerca de Cangas del Narcea.

De La Coruña a Cangas del Narcea, pasando por Ribadeo, en 1933

Era una hermosa mañana de mediados de agosto. Los magníficos autobuses “exprés” que hacen el viaje La Coruña-Oviedo y Gijón, pasaportábanme por una carretera muy familiar.

Puntos conocidos por todos empezaban a desfilar, El Puente del Pasaje, con su Santa Cristina maravillosa e incomprensiblemente inexplotada en forma, era como la puerta tras la cual quedaba oculta la capital gallega.

Fiestas de San Roque en Betanzos (La Coruña), año 1933.

Pronto el auto discurre veloz tras la histórica Betanzos, atravesando, como si volase, esa hermosa autopista “acharolada”, que es digna entrada de La Coruña.

Y en seguida, después de atravesar pequeños pueblecitos, que los excursionistas herculinos se saben como suele decirse al dedillo, Betanzos. La célebre ciudad del Mandeo, en otros tiempos Brigancio, capital de Galicia. (¡No como ahora se titula tan ridícula como pomposamente Santiago…!) La ciudad de las marismas. La villa de las casitas apiñadas y de las calles cuestas a lo “Vigo”.

Pronto la cuesta de la Sal permite al viajero, desde su altura, el último adiós a La Coruña, que se otea a lo lejos, confundida en el brillar de sus cristales, con los rayos solares de aquella típica mañana agosteña.

Los altos de Guitiriz, con su balneario famoso, con sus caras conocidísimas, porque diríase que en Guitiriz no habitan más que coruñeses, ofrécense a nuestra vista.

Y sigue el paisaje árido, monótono, a veces interrumpido por la vía férrea, con sus paralelas simbólicas de un infinito temido.

Abandonamos la carretera general que nos llevaría a la capital de España y emprendemos, dejando a un lado Bahamonde, la llamada de “la Costa”.

Pronto Villalba, con sus dulces populares ofrece al viajero un refrigerio. También Villalba, con su temperatura, más bien fría, calma un poco el calor que Febo y el motor, aliados, trasmiten a los automovilistas.

Catedral de Mondoñedo en una fotografía tomada en 1925 por Ruth Matilda Anderson.

Y en seguida una bajada peligrosa con curvas impresionantes. Y allá en el fondo Mondoñedo. Y rodeándola la más rica vega, el valle más productivo… y estético, que la Naturaleza pudo crear. Tierras de colores, rojizos, verdes, verdes amarillentos. Facetas y tonalidades diversas, evidenciadoras de una riqueza agrícola magnífica.

Vamos acercándonos. El chofer, como si también él quisiese recrear su vista con la contemplación de aquel paisaje sublime, detiene el coche.

Mondoñedo, desde aquella altura, diríase una Compostela, pequeña, con su catedral en miniatura, con su seminario y sus conventos.

Ciudad antigua esta, que hasta tiene un hermoso acueducto milenario. Y rápidamente, tras pasar Villanueva de Lorenzana, con su gran Ayuntamiento, con su convento de frailes, que elaboran un licor análogo al “Benedictino”, surge ya otra vez el mar.

Pero un mar que podíamos denominar propio. Un mar con murallas. Porque murallas y hermosas pueden considerarse a Castropol, Ribadeo y Vegadeo, que cual tres inmensos brazos rodéanlo en un alarde de buen gusto y de maravillosa y perfecta estética, a la que no le falta un bello castillo, el de “Don Piñelo”, para componer el cuadro.

Ribadeo: Plaza de España, Torre de los Moreno y pazo de Ibáñez. 1933 (ca).

Hacemos un alto en Ribadeo. Todavía se habla gallego. Pero un gallego con “gotas” astures.

Hermosa villa esta. Aspecto ya de población. Limpia, con sus buenos hoteles. Con “botones” que hablan francés e inglés a la perfección y que simbolizan con fidelidad pasmosa al más exacto tipo de “botones” pillín. De “botones” que se procura la propina de los modos más inverosímiles.

Por no faltarle nada de población a Ribadeo, hasta es cara la comida…  Pronto reanudada ya la marcha, ofrécese a nuestra vista la “eterna rival” de la villa que abandonamos: Vegadeo. Con su gran plaza, con su comercio pujante, con su Ayuntamiento y su iglesia, de cúpula granate, recién hecha. Con su río Eb…

Acabamos de atravesar el puente internacional. Ya estamos en Asturias.

Paisaje semejante al gallego. Por ahora sigue el mar.

Castropol, Tapia—con su convento de recia piedra—Navia—con su ría, con sus casas blanquísimas y su jardín, marco de la estatua del gran Campoamor—Luarca—con sus 25 curvas a la entrada, que sirven para que se anhele más llegar a ella, con su Casino Teatro, con su playa y su puerto de “casa de muñecas”.

El acento astur óyese ya con fuerza.

—»Quier peres”, señorito—ofrece insistente una vieja vendedora.
—¿Pero estarán “bones»?—le pregunto contagiado ya por la lengua nativa.
—¡»Home”, claro! Mire, por una “perrona” le doy cuatro.
—¿Y por una “perrina”?
—»Home”. Por una “perrina” no le doy más que dos. ¿Paécenle poques”? ¡Oh!

Puente sobre el río Canero a su paso por Luarca. 1933.

Y no tengo más remedio que comprarle aquellas “peres” de “bota”, como les llama a unas peras pequeñas, con abundante jugo. Dejamos atrás Luarca, y después de pasar Canero. el “pueblín” de los puentes, emprendemos la subida a La Espina. La carretera asfaltada permite ahora subirla con comodidad y rapidez, que hace años parecían imposibles.

Llegamos al alto. Nótase frío. En La Espina, si las nieves no son perpetuas, les falta muy poco.

Dejamos el autobús. Este continúa su dirección hacia Oviedo; y un turismo nos transporta hasta Cangas del Narcea, punto de mi residencia veraniega y lugar donde he tenido la suerte de nacer.

Dos kilómetros del final del viaje divisamos el famoso convento de Dominicos de Corias, monumental edificio de piedra de 365 huecos. Tantos como días tiene el año.

Cangas del Narcea. Calle Mayor y plaza de Rafael Rodríguez en julio de hacia 1933. Fotografía de Ubaldo Menéndez Morodo. Colección de Juaco López Álvarez

Comienza ya el abrupto paisaje y los viñedos cargados hasta los topes de verde y pequeña uva, al moverse con el viento caliente de aquella tarde de verano, diríase que se inclinaban para saludar cariñosamente a uno de sus hijos que retorna, tras larga temporada, al solar patrio.

Ya entramos en Cangas de Narcea, y la estrecha y larga calle Mayor nos hace recordar a la calle Real coruñesa.

El hermoso y nuevo teatro Toreno, el Ayuntamiento, el casi derruido convento de monjas dominicas. Palacio del Conde Toreno, con sus severas líneas señoriales… Todo me alegra, me trae recuerdos de años juveniles.

Ya estamos ante nuestra casa.

¡¡El viaje ha terminado!

Ahora a descansar… y a soñar, también, con La Coruña, “sonriente” y hermosa.


FRANCISCO JIMÉNEZ DE LLANO

A.C.G.: revista mensual ilustrada del Auto-Aero Club de Galicia: afiliado al Automóvil Club de España: A.C.G. – Año IV Num. 41 (Octubre, 1933)


Impresiones de unas fiestas en 1915, por Borí

Este comentario sobre las fiestas del Carmen y La Descarga en Cangas del Narcea, fue publicado en el semanario de noticias de Grado «Mosconia» en agosto de 1915. Lo escribió,  a sus 29 años de edad, el periodista cangués Gumersindo Díaz Morodo «Borí» a petición del abogado gradense Ramón Maqueda, con la finalidad de publicarlo en el mencionado semanario.


DE UNAS FIESTAS

IMPRESIONES

Entre cacho y cacho o cacipiellu y cacipiellu del mosto cangués me pide Ramón Maqueda unas impresiones de las fiestas que en estos días se están celebrando en esta villa de Cangas de Tineo.

Las quiere para MOSCONIA, y en verdad que la petición no es pequeña. Porque ¿qué impresión pueden dejar en mí unas fiestas que vengo presenciando de casi sin interrupción desde hace un cuarto de siglo?

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Procesión de la Virgen del Carmen en la calle de la Iglesia (hoy, calle de don Rafael F. Uría), hacia 1915. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Col.: Juaco López Álvarez

La tradición consagró estos festejos del Carmen, y creo no hay un cangués que no espere con impaciencia el 16 de Julio. Aunque el programa de fiestas mencione unos cuantos días de diversión, los cangueses pensamos especialmente en ese día del 16, y de ese día, en el momento —que también por tradición llamaremos solemne— del regreso en procesión de la imagen Carmelita a su iglesia.

¿Fanatismo?… ¿Qué acaso se espere en tal momento algún milagro de una Virgen de la que tantos y tan estupendos nos cuentan?… Nada de eso, nada de fanatismo. Aquí, como en todas partes, y acaso en mayor número, hay gentes fanáticas, pero en ese día tienen el buen acuerdo de desaparecer, de no dar muestras de vida… A la procesión apenas si acuden tres o cuatro docenas de personas; el público se estaciona por puntos estratégicos que den vista al puente de piedra que ha de cruzar para dejar la imagen en su iglesia, y, llegada la procesión al puente, presenciar el momento solemne, el momento en que miles y miles de cohetes cruzan el espacio en todas direcciones, enlazándose unos con otros, nublando el sol, cohetes disparados por jóvenes y no jóvenes colocados estratégicamente en las cercanías de los ríos Luiña y Narcea.

CANGAS DE TINEO, 1915.—Jóvenes y mayores de la localidad celebrando la romería del Carmen junto a una facina de hierba.

Porque estas fiestas se distinguen de otras por el gran consumo de pólvora que en el momento de la procesión se hace. Numerosos individuos, colocados por las huertas cercanas a los ríos, no cesan durante veinte o treinta minutos de disparar cohetes y más cohetes, y cuando se cree que la descarga va a finalizar, las máquinas disparadoras se encargan de poblar una y otra vez el espacio, dando todo ello la impresión de baterías de cañones y ametralladoras disparando hacia lo alto.

Este espectáculo de tanto derroche de pólvora es lo que más hondamente me impresiona anualmente en las fiestas del Carmen, y mentalmente me pregunto si esta costumbre de quemar pólvora en tanta abundancia será o no será una herencia transmitida de generación en generación por los invasores que de Asturias expulsó D. Pelayo.

BORÍ
Cangas de Tineo, 15 de Julio de 1915

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«El Carmen en Cangas del Narcea: Un paisaje literario de Evaristo Valle», 1929

Máquinas de voladores en el Cascarín antes de La Descarga, 16 de julio de 1931

Hermoso recorrido (por la Asturias occidental. Grado, Cornellana, Salas, Corias. Monasterios, iglesias, torreones, hórreos y casonas solariegas a los lados de una carretera espléndida, dorada y terca.

También iban mis amigos Alfredo Fernández y Evaristo Eguren, muy conocido por estos lugares. Él siempre lo ha dicho.- Y sí, es cierto, su popularidad en Salas es evidente. ¡Qué de saludos! ¡Qué cordial y afectuoso momento social! Vímonos, de pronto, en esta villa, rodeados de sus innumerables amistades que nos prestaron útil servicio dando vueltas y más vueltas en busca de las llaves de la Iglesia parroquial… «¿Por dónde andará? ¿Dónde estará el sacristán?» No se oían otras frases. Y nos quedamos perplejos al saber que aquel hombre de súbito aparecido, después de una hora, cargado de moldes de hojalata para hacer quesos, era el sacristán deseado. Supondréis que nuestra finalidad sólo consistía en poder contemplar el sepulcro del eminente asturiano fundador de la Universidad de Oviedo. Así es que después de obtenidas las llaves no nos ocupamos más del sacristán ni de su fachada lamentable.

Y sigamos adelante dejando atrás los redondos y verduscos lomos del puerto de la Espina, monstruo quieto y variante de matiz según la luz de las horas y el capricho de las nubes. Y también dejemos de paso las demás maravillas del camino, entrando de lleno por esta de la Sierpes, que no otra parecía ser, en este día, la calle principal de Cangas del Narcea.

Fiesta del Carmen y de sol sevillano que prometía los mayores lujos para las tracas famosas de la tarde. ¡Oh, qué grandezas! Hay que verse sobre el puente romano, al pie de la Imagen venerada y en el fragor del entusiasmo para concebirlo y comprenderlo.

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La Descarga, hacia 1933

Bajo el cielo vibrante al estallido de doce mil voladores, un calofrío corrió por todo mi cuerpo y me estremecí, entrelazándose mis pensamientos henchidos de poesía y heroísmo. Cada vecino, con máquinas especiales, por las faldas de los montes circundantes, esforzábase con la mecha para precipitar los disparos. Era toda una raza en plena actividad simbólica. Raza admirable que solo mira a su propio corazón. Raza despreciadora de los tesoros americanos por serle los suyos suficientes para vivir dichosa con el vino sabroso de sus viñas. Era todo aquello junto, mil cacerías de jabalíes, cien batallas de Covadonga realizadas a la moderna, y, sobre todo, la tradición y la felicidad de un pueblo hidalgo. La complacencia se inflamaba en los pechos, en este día caluroso de julio, a la sombra de los aleros de los palacios, en las fértiles laderas y en las frescas cuevas donde los cuencos, de mano en mano, repartían alegría. ¡Dichoso pueblo que en estos tiempos frívolos logra un día tan fuerte y encantador! Sí, no hay duda, estos son los descendientes de Don Pelayo.

¡Qué momentos más agradables!… Eguren, en la procesión, se emocionó y exclamó a mi oído: «¡Qué pueblo tan simpático; parecemos príncipes; observa cómo nos miran las chavalas!». Y de nuestros ojos se desprendieron lágrimas de gratitud y dicha.

No era para menos si se toma en consideración el orden de las cosas. Porque primero iban los estandartes, después seis monumentales ramos de los que pendían rosquillas gigantescas, luego nosotros tres con el señor Alcalde, dando escolta a la santísima Virgen del Carmen, y seguía el clero, las músicas, el señorío y la muchedumbre.

También yo me emociono y me pongo romántico donde se mantenga una chispa de sentimiento; y en el rincón de mis recuerdos hoy se añade uno más para que en otras horas de tristeza en mi mente surja Cangas del Narcea y alivie mis penas.

¿A quién tenemos que agradecer este día, uno de los más felices de los muchos que voy viviendo? A una persona hasta este instante desconocida por mí. Hay que ser optimista; porque tras los nublados despierta un amanecer que borra los años y nos devuelve la dicha de la juventud. Esta persona es don Antonio Arce, alcalde de Cangas del Narcea, que se desvivió en obsequio nuestro con suprema amabilidad y cortesía, a la que correspondo humildemente con estas breves líneas en prueba de agradecimiento inefable.

Si el día ha sido dichoso, la noche rivalizó en aquel inmenso robledal de luces, de sombras, de músicas, de bailes, de cenas sobre el césped… ¡Oh, cómo me divertí!… Y, después de bien servidos, en la confusión de la fantástica verbena, perdí a todos mis amigos y me vi bailando, al son de un tambor, estrechando entre los brazos a una hermosísima vaqueira: Y yo le dije: «Bellísima vaqueira, dime, explícame, ¿cómo llegué hasta aquí?» Se echó a reír con la cara iluminada por un farolillo rojo, y al ver el juego de sus ojos exclamé: «¡Esto es París!…» Y siguió riendo mientras decía: «Yo soy pastora, y allá arriba en el monte tengo una choza; ven conmigo, y en el alba te daré de beber néctar de mis cabras…» Abrí los ojos sobresaltado por los latidos de un corazón. Era el motor del auto que se esforzaba subiendo los altos de la Espina. Comenzaba a amanecer. Alfredo y Eguren roncaban en un profundo sueño. El chófer medio soñoliento se fumaba un gran puro, y yo, en el asiento de atrás, pedí a Dios salud para volver en el año próximo y conseguir otro día feliz en Cangas del Narcea.

¡Cangas del Narcea te recordaré siempre! ¿Serás tú la vaqueira?

Evaristo Valle


Publicado en La Prensa, núm. 2.156, Gijón, 21 de julio de 1929


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El regimiento de Cangas de Tineo

Sr. Director de El Carbayón

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Reproducción de soldado con bandera coronela o principal del Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo, 1813

Muy señor mío: Ni yo, ni en general los cangueses, somos amigos de exhibiciones ni de dar a la publicidad nuestros acontecimientos. Cuando tenemos desgracias, nosotros las sufrimos y entre nosotros las lloramos, y cuando alegrías y satisfacciones, también en casa, o sea en la villa, las gozamos, y bien ve usted lo poco que le cansamos con artículos y comunicados, constituyendo raro caso que su ilustre periódico tenga que ocuparse de nosotros, y es caso frecuente que muchas personas de relativa instrucción de esta provincia no sepan que existe un concejo de 24.000 almas con una capital que se llama Cangas de Tineo.

Con nuestro humilde y modesto periodiquín «El Narcea», que es hijo del pueblo y escrito para los que por suerte o desgracia tuvieron que alejarse de sus lares, nos vamos arreglando, escribiendo poco, trabajando mucho y guardando para nosotros y para los nuestros, acontecimientos que con facilidad otros publican aunque solo a ellos atañen.

Pero, Señor Director, hoy creo que debemos hacer una excepción, porque también es verdaderamente excepcional el hecho o hechos que la motivan, y al dar estos a la publicidad no es romper nuestra costumbre como lo sería si de hechos vulgares se tratase, y máxime si los acontecimientos de que hoy voy a dar cuenta, deben ser conocidos para después ser imitados.

[…]

Teníamos aquí, como oro en paño, una bandera, la autentica bandera del Regimiento de Cangas de Tineo que heroicamente tremoló en la épica Guerra de la Independencia. Bandera de mala seda, rota y maltrecha por lo mucho que se tremoló y por la acción del tiempo, que no por los ultrajes inferidos por los soldados de Napoleón; trapo ajado y hecho jirones, pero recuerdo santo, emblema precioso del patriotismo de nuestros abuelos, testigo presencial de tantos hechos heroicos como estos realizaron en defensa de su Dios, de su Rey y de su patria.

Cien años hace que se formó ese Regimiento y se lanzó a la lucha para cubrirse de gloria, y los cangueses queremos conmemorar tan noble acontecimiento y dedicar un cariñoso recuerdo a los que con valor heroico se sacrificaron en aras de la patria, trazando con su sangre el camino que debemos recorrer si caso análogo se vuelve a presentar.

Del buen deseo de todos y del común sentir surgió una junta, que por unanimidad acordó un programa que una comisión había de llevar a la práctica. Y merece citarse uno de los acuerdos tomados al redactar el programa y fue el que no había de mediar dinero, y que quien fuese necesario había de prestar sus servicios sin remuneración alguna, y tal como se pensó se realizó, y nunca honras fúnebres tuvieron lugar en la iglesia y en el Campo de la Vega, ni se vio procesión más ordenada ni concurrida, ni música más sentida, ni coros mejor armonizados ni más nutridos.

Los días designados para las funciones eran el 14 y el 15 [de julio de 1908], y con la mayor solemnidad se verificaron en esta forma:

Día 14. Procesión cívica en nuestro hermoso Campo de la Vega, misa en el mismo lugar, sermón por un Padre Dominico y retorno hasta la Casa Consistorial para descubrir la lápida conmemorativa dedicada a los héroes del regimiento cangués.

La procesión se encabezaba con el batallón infantil, que marchaba con una marcialidad digna de los cangueses que les precedieron. Seguían los maestros del concejo, modestos y resignados campeones de la instrucción elemental, base de cualquier otra ilustración. Luego, todo el personal de Obras Públicas con banderolas y presididos por el cangués de adopción ingeniero señor Diz Tirado, por el ayudante y el sobrestante.

Continuaba la mayor parte del clero del concejo, clase social que respondió con los PP. Dominicos, a quien presidía el Sr. Rector, como un solo hombre. Cincuenta y dos parroquias tiene el concejo y todos los curas, a quienes mayores deberes no los retienen en sus puestos, acudieron y se distinguieron por sus sentimientos patrióticos y pruebas de admiración a los que tan alto colocaron el nombre de Cangas luchando por la independencia de la patria.

Proseguían los juzgados con sus secretarios, abogados y procuradores. El Ilustre Ayuntamiento iba a continuación con los diputados provinciales y todos sus invitados, llevando la bandera nacional el síndico y la del Regimiento de Cangas el alcalde. Detrás, la banda de música y un numeroso coro de jóvenes tocando y cantando el hermoso himno compuesto a este propósito por el director de la orquesta Sr. Castro y por don Alfredo Flórez. Y finalmente seguía numerosísimo público, que silenciosa y respetuosamente se descubría al paso de nuestra bandera que nos atestiguaba las heroicidades de nuestros abuelos.

Majestuosamente, como dije antes, llegó la procesión al Campo de la Vega, y al aire libre, sobre un tablado, a la sombra de los copudos tilos que solo permitían pasar algunos rayos de sol tamizados por las frondosas ramas, se celebró la misa por el coadjutor de esta parroquia, y un muy Reverendo P. Dominico pronunció un discurso de tonos tan patrióticos, con oratoria tan sublime, que hizo romper en estruendosos aplausos a toda la concurrencia, loca de admiración y entusiasmo […].

A la vuelta, con el mismo orden de ida, se descubrió la lapida conmemorativa y pronunció desde el balcón del Ayuntamiento un corto pero enérgico y florido discurso el Dr. D. Ambrosio Rodríguez.

Los balcones todos de la calle ostentaban hermosas colgaduras y por la noche vistosa iluminación, mientras hacía más ameno el paseo por la calle Mayor la banda municipal tocando en la plazuela de la Refierta.

El día 15, a las diez de la mañana, se celebraron las honras fúnebres en nuestra hermosa colegiata. Los sacerdotes que en la víspera habían asistido a la procesión y misa, y aun muchos otros, concurrieron este día. Dijo la misa el Padre Rector de Corias y la cantó la capilla del convento, acompañada por su organista, todo con la severidad y pompa que estos actos requieren. El señor cura de Cangas predicó un hermosísimo sermón que aún superó a los mejores que tan justa fama de orador sagrado le dieron […].

El pueblo de Cangas, Sr. Director, se mostró esta vez, como lo hace siempre en todo asunto importante, a una altura bien digna de ser imitada: honró a los muertos, rogó al cielo por ellos y prometió solemnemente imitarles y enarbolar su bandera en todo caso que lo requiera la defensa de su Dios, de su santa libertad y de su tan querida patria.

Estos acontecimientos eran los que yo quería dar a la publicidad por medio de su tan ilustrado periódico para que vean en Oviedo y en el resto de la provincia, y fuera de la provincia también, que Cangas, como los demás pueblos asturianos, trabaja y lucha por su vida presente, pero sabe glorificar a quienes perdieron la suya  muriendo la muerte de los héroes.

Y termino haciendo especial mención de don Manuel Flórez Uría y don Bernardo Villamil que fueron los organizadores, y el primero iniciador también, de todos los actos de este centenario, y mención del alcalde don Nicolás de Ron, que desde el primer momento hasta el último contribuyó con todo su poder al esplendor que alcanzaron las fiestas.

José Gómez y López-Braña


(El Carbayón, 27 de julio de 1908)


 

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El Centenario de la Independencia en Cangas de Tineo

Sr. Director de El Popular:

Grabado de la gloriosa Batalla de La Albuera en la que participó el Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo el 16 de mayo de 1811. Archivo y Biblioteca de la Diputación de Cáceres

Mi querido amigo: A las diez de hoy dio principio en ésta villa la fiesta patriótica que la Comisión compuesta por los simpáticos cangueses D. Manuel Flórez (verdadero organizador), D. Abel Valle y D. Bernardo Villamil, organizó para conmemorar brillante y dignamente la fecha del Centenario del Bautismo de Sangre que en la batalla de Rioseco, recibió el bravo y heroico regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo, el día 14 de Julio de 1808.

Este regimiento peleó durante los seis años de duración de la guerra contra el invasor francés y tomó la más activa parte en la batalla de Tolouse, donde en carga a la bayoneta llegó hasta diez pasos de las tropas francesas obligándolas a retirarse en precipitada fuga.

A la hora antes citada se organizó la procesión cívica la que componían todas las clases sociales de esta importante villa y en la que figuraban en primer lugar el batallón infantil, niñas y niños de las escuelas públicas, peones camineros del concejo con banderolas, siguiendo después las comisiones oficiales por el orden siguiente:

Ayuntamiento presidido por el Alcalde don Nicolás del Ron, que era portador de la laureada Bandera del Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo, Juzgados de Instrucción y municipal, militares residentes en este villa, RR. PP. Dominicos de Corias y Clero parroquial del Arciprestazgo, seguían el Orfeón y Banda municipal de música, cerrando la comitiva el pueblo en masa.

Llegada la procesión al Campo de la Vega al Orfeón y Banda ejecutaron un precioso himno dedicado a los héroes del citado regimiento cuya composición es debida en la letra de don Alfredo Flórez y la parte musical, llena de aires guerreros y admirablemente armonizada es obra del ya muy afamado compositor y director de la banda municipal D. José de Castro.

Seguidamente dio principio la misa de campaña, celebrando el Santo Sacrificio el virtuoso coadjutor de esta parroquial don Benigno Fernández. Este siempre imponente acto llenó hoy mi alma de santo entusiasmo, pues en el campo y viendo reflejarse en los semblantes de los fervientes católicos de Cangas de Tineo la sumisión y la fe ardiente que en su corazón rebosaba, se electrizaba mi cuerpo y bendecía una y mil veces el Santo Nombre de Dios.

Grabado de la gloriosa Batalla de La Albuera en la que participó el Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo el 16 de mayo de 1811. Archivo y Biblioteca de la Diputación de Cáceres

La parte más sublime de la fiesta fue la oración pronunciada por el sabio y precaro hijo de Santo Domingo R. P. Sanz, director da la «Revista del Rosario» y profesor del Colegio de Vergara.

Dio principio a su discurso el Padre Sanz, con un exordio tan hermoso y lleno de tonos de humildad, que antes de darle fin se había apoderado totalmente del numeroso auditorio que le escuchaba, teniéndole pendiente de su elocuente y arrebatadora palabra.

Entrando en materia (y permítaseme la frase) se remontó al principio de la invasión de los agarenos, haciendo historia de la guerra de la Reconquista, pero al hacer la descripción de la pelea en, Covadonga, lo hizo con tal entusiasmo y con tan arrobadora elocuencia que todos los oyentes sin excepción prorrumpieron en calurosos y atronadores aplausos. El R. P., imponiéndose a tanta multitud, continúo su inapreciable sermón, reseñando como lo haría el mejor historiador, toda la guerra contra el moro hasta sepultarle allende del Estrecho. Tuvo párrafos preciosísimos haciendo historia de la guerra de la Independencia, pero estuvo sublime al cantar las glorias del pueblo español en 1808, que defendía (dice el Padre Sanz, lleno de entusiasmo) que defendía a su Dios, a su Patria y a su Rey, sin que éste y su Gobierno extendieran en su diestra la espada y se pusiera al frente de su pueblo, como lo hicieron Pelayo en Covadonga, Fernando en Granada y Carlos V en Flandes. Nuevamente se oyen los aplausos, pues es tanto el entusiasmo que es imposible contener las manos y éstas exteriorizan lo que el corazón siente.

Termina el P. Sanz, su oración con un patriótico himno a la Bandera que cobijó a los valientes cangueses en sus triunfos y deseando que si llega el caso los españoles de hoy sepamos seguir el ejemplo de nuestros abuelos no permitiendo que el invasor nos arrebate nuestra Fe, ni se enseñoree de nuestra Patria, pues como los héroes de 1808 a 1814 y derramando si fuera preciso la última gota de nuestra sangre.

Organizada nuevamente la procesión cívica se dirigió a la Casa Ayuntamiento, donde el Alcalde señor Ron tras breves y elocuentes frases descubrió una lápida conmemorativa, para perpetuar la memoria del laureado Regimiento de Cangas de Tineo.

Descubierta ésta y desde el balcón central de la Casa Consistorial dirigió la palabra al pueblo el famoso Dr. D. Ambrosio Rodríguez, muy conocido en Gijón, y en elocuentes y sinceras frases hizo un patriótico discurso que terminó de llevar el entusiasmo al espíritu del público terminándose el acto con vivas a España, a la Religión y a Cangas de Tineo y su Regimiento.

Suyo siempre amigo

Adolfo


(El Popular, 16 de julio de 1908)


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Tres artículos de Gumersindo Díaz Morodo Borí publicados durante la Guerra Civil en el periódico republicano El Diluvio, de Barcelona

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Cabecera de un ejemplar de 1 de junio de 1938 del periódico izquierdista El Diluvio

En el año 2009, con la imprescindible ayuda de Juaco López Álvarez y la del Ayuntamiento de Cangas del Narcea, me encargué de recoger en libro una selección de crónicas periodísticas de Gumersindo Díaz Morodo Borí (Cangas del Narcea, 1886 – Salsigne, Francia, 1944), un peculiar escritor, furibundamente republicano, que con un estilo ágil y directo se enfrentó abiertamente a los caciques y al clero de su tiempo desde las páginas de El Distrito Cangués, periódico que tuvo en propiedad, y desde las de otras publicaciones con las que colaboró y en las que quedaron dispersos sus escritos. El libro se tituló Alrededor de mi casa y se completaba con las cartas que Constantino Suárez Españolito le había enviado a Borí con el fin de que éste le informara sobre escritores y artistas cangueses para incluirlos en su Escritores y artistas asturianos. Lo que Alrededor de mi casa pretendía era rescatar del olvido y poner al alcance de todos al escritor local más explosivo, raro, apasionante y apasionado que hemos tenido.

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Cabecera de un ejemplar de 15 de julio de 1938 del periódico izquierdista El Diluvio

Pese a que Borí murió en 1944 en Francia, en el exilio, mientras preparábamos el libro no fui capaz de encontrar ningún escrito suyo publicado después de 1928. El 20 de junio de aquel año salía en El Progreso de Asturias -una revista de la emigración editada en Cuba- un artículo en el que se hacía eco del cambio de nombre de la villa, que el año anterior había dejado de llamarse Cangas de Tineo para convertirse en Cangas del Narcea, y en el que recordaba cariñosamente al notario Rafael Rodríguez González, antiguo compañero de escuela fallecido poco antes. Precisamente con ese artículo se cerraba la selección de crónicas del libro. Cuando Alrededor de mi casa estuvo por fin impreso, a una de las primeras personas que se lo llevé fue a mi antiguo profesor y generoso amigo Antonio Fernández Insuela. Yo estaba muy contento con el resultado y se lo entregué con esa tonta euforia de quien se cree que ha hecho algo importante. Él lo recibió con la alegría del maestro que a pesar de los años transcurridos comprueba, más allá de los resultados prácticos, que sus enseñanzas despertaron interés. Después de darle el libro estuvimos un rato largo hablando de Borí, de la revista Asturias y de José Díaz Fernández (Aldea del Obispo, Salamanca, 1898 – Toulouse, Francia, 1941), de quien Insuela estaba reuniendo todos los artículos que el escritor había publicado en El Diluvio, un periódico izquierdista de Barcelona en el que Díaz Fernández colaboró mucho durante la II República y la Guerra Civil. Me sorprendió ese hecho porque por aquellos días yo también había empezado a trabajar sobre Díaz Fernández, al que, junto a Borí, me había encontrado entre las páginas de la revista Asturias de La Habana, y nos despedimos celebrando la coincidencia.

Algún tiempo después, Antonio me avisó de una nueva coincidencia: Mientras rescataba los artículos de José Díaz Fernández en El Diluvio se había encontrado con que en aquel periódico también había colaborado, al menos en tres ocasiones, Gumersindo Díaz Morodo, Borí. Ese descubrimiento asentaba sólidamente lo que hasta entonces, para quienes nos hemos ocupado de su vida, no era más que una hipótesis: que como tantos otros republicanos había abandonado el país vía Cataluña al final de la Guerra Civil. Antonio puso a mi disposición los tres artículos que Borí publicó en El Diluvio durante los meses de febrero y marzo de 1938, en una sección que se titulaba “Visiones de guerra”, y comprobé con agrado que proyectaban algo de luz sobre su trayectoria durante la contienda, de la que no sabíamos nada.

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Cabecera de un periódico de 8 de noviembre de 1934, época en que El Diluvio retomó durante unos meses el nombre de El Telégrafo.

El Diluvio fue un diario de pensamiento federalista que, según informa Antonio Checa Godoy en Prensa y partidos políticos durante la II República, era, tras La Vanguardia, el más vendido en Barcelona de los que se editaban en castellano. Empezó a publicarse en 1858 como El Telégrafo –nombre que retomará brevemente en octubre de 1934, cuando, como buena parte de la prensa de izquierdas, se vea suspendido- y en 1879 pasa a llamarse El Diluvio. Durante la II República tiraba unos 50.000 ejemplares y siguió publicándose hasta el final de la Guerra Civil.

Borí nos proporcionó con sus crónicas canguesas una visión combativa del concejo en el primer tercio del siglo XX, y aunque los artículos que publicó en El Diluvio se alejan de Cangas del Narcea, mantienen intacto su estilo punzante, agresivo y algunas veces también excesivo, a mi juicio razón suficiente para transcribirlos aquí como natural prolongación de Alrededor de mi casa. El lector se dará cuenta además de que el azar, que no se cansa de enredar las cosas, nos regala todavía una coincidencia más, puesto que el primero de los tres artículos, publicado el miércoles 9 de febrero de 1938 y titulado “Se acabó el cuento”, se lo dedicó Borí a José Díaz Fernández.


La Viña: una montaña, un bosque, un río

Memoria de la vida en un pueblo de Cangas del Narcea de los que cuelgan en las montañas entre las que discurre el Coutu

Un hórreo en la braña de La Viña

Si hay topónimos con capacidad de evocar, La Viña es, sin duda, uno de ellos. Le permite al viajero imaginar a un grupo de monjes benedictinos del monasterio de Courias penetrando río del Coutu arriba para inaugurar, vertebrar y nombrar un mundo nuevo. Hoy día sería casi imperdonable para quien se acerque al concejo de Cangas del Narcea dejar de visitar alguno de los pueblos que cuelgan como higos maduros de las angostas montañas que se asoman al río del Coutu, porque este río, secreto y virginal, atesora una belleza intensa. Han mejorado en él lo que debe mejorar en todos los sitios: las comunicaciones, en el sentido de que los vecinos de estos pueblos tienen una carretera con buen firme y trazado todo lo bueno que permite la orografía, además de multitud de pistas que ascienden desde el río a las aldeas situadas en las laderas o en lo alto de las montañas, y han cambiado también, como en todo el campo asturiano, los usos de las tierras de labor, prácticamente abandonadas salvo las huertas cercanas a las aldeas y los prados más llanos, donde pueden trabajar las máquinas. Pero sigue habiendo en este itinerario como un resorte que nos lanza hacia atrás en el tiempo. Cuando nos adentramos en la quietud del río del Coutu comprobamos que todavía es posible llegar a vislumbrar la esencia de lo que fuimos.

La Viña, aldea del concejo de Cangas del Narcea, situada a 580 m de altitud en las inmediaciones de la carretera AS-29, en el valle del río del Coutu

La Viña es una aldea a la que se llega zigzagueando la carretera que transcurre pegada al río desde el pueblo de la Riela de Perandones. Después de Augüera la ruta se ondula como una habilidosa serpiente y las montañas caen a plomo sobre ella. Al dejar atrás ese tramo -que incluye un túnel poco iluminado- el viajero se asoma a una breve vega, acariciada en su fertilidad por la alegría cantarina del río. En mitad de esa pequeña vega está la iglesia de Veigalagar, que da servicio y cementerio a todos los pueblos de la parroquia -La Viña, Veiga d’Horriu, L’Artosa, Combu y Munasteriu-. Ascendiendo la ladera izquierda que da a la vega podrían haber puesto aquellos monjes benedictinos de los que hablábamos al principio sus viñas.

Algunos de los habitantes de la zona se sienten agredidos y abandonados por la Administración

Boda de María Lago y José Antonio Collar, en Veigalagar, en 1971

Pudo haber viñas en La Viña, pueblo bien orientado al sol del que posiblemente saldría un vino aceptable. Pero si las hubo, hace ya muchos años que no las hay. Ahora lo singular de esta aldea, que se articula en torno a un reguero en la parte baja de la ladera, es el buen estado de conservación de sus casas y el desarrollado sentido de la propiedad privada que tienen sus habitantes -casi por cualquier camino puede encontrar el viajero carteles que indican «propiedad privada», «fincas privadas» y cosas por el estilo-, seguramente exacerbada por el modo que han tenido la Administración y el Gobierno autonómicos de sacar adelante el parque de las Fuentes del Narcea e Ibias. El sentir de algunos de los habitantes es de abandono y agresión: «Mi casa es privada, como la tuya en la ciudad -le dicen al viajero-, y creemos que eso hay que respetarlo. Del mismo modo, son privados nuestros montes, no porque nos lo hayamos inventado, sino porque tenemos escrituras y documentos que lo demuestran. También lo es nuestra braña, a la que tanto os gusta subir. Que alguien viene educadamente a visitarla o a estudiarla, pues, bueno, estupendo, será bien recibido, pero que la gente no se crea que tiene aquí el mismo derecho que nosotros o más que nosotros. Si yo me meto en tu casa en la ciudad, la ley me sanciona. Pues esto es lo mismo. Lo que pasa es que ahora parece que quieren encerrarnos aquí como a los indios en la reserva y decirnos cómo tenemos que hacer lo que llevamos haciendo cientos de años. Y por eso no vamos a pasar sin oponer resistencia».

Ecce Homo en La Riela de Perandones, en los años setenta

Oyendo a algunos vecinos el viajero se da cuenta de que hay un choque muy fuerte entre lo que ellos sienten como libertades propias y el cambio de enfoque que el Gobierno y la Administración pretenden imponer orientando la zona al turismo sin preocuparse en exceso de preguntarles a los principales afectados, las personas que desenvuelven día a día su existencia en este medio. El viajero trata de explicar que no es necesariamente mala la regulación en ese ámbito porque puede proteger el patrimonio natural y cultural sin, lógicamente, afectar a la propiedad, y al tiempo puede servir para dinamizar algo la economía local. Trata de sacar adelante esos razonamientos, pero la cosa está tan enquistada que pronto desiste de su propósito y se la envaina dándose cuenta de que esta no es su guerra.
 

Machadora en La Viña en los años 70

El viajero ha venido a descansar y se mueve lánguido y paciente entre las casas y los hórreos. Sube y baja, atraviesa un pequeño puente sobre un reguero, contempla un molino de agua y también los restos ruinosos de una casa. Alguien le dice que aquella casa se llamaba de Juan Lago y entonces se interesa por el resto de los nombres de las casas: Xabiel, Chaguín, Meirazo, Cabanas, Vicente, Julián, Quiroche, Campichín y quizá alguna otra. Revolotean y alegran el cielo las oscuras golondrinas, que ya han vuelto trayendo el calor y el recuerdo de cuando la juventud, en otros veranos, corría en tropel a bañarse al río y entre todos anegaban el pozo l’Umeiru, en el que ahora -el viajero lo sabe porque desciende hasta allí- abundan los renacuajos, y tiene un aspecto bastante abandonado.
 

Joaquín y Amada, con un toro

A la braña de La Viña se puede subir por un cómodo camino transitable para vehículos todoterreno y tractores o por el camino tradicional, que atraviesa las tierras de labor del pueblo y enfila la montaña. El viajero, a las cuatro de la tarde, en pantalón corto, con una botella de agua, una gorra, un bastón y con el sol dejándose caer a plomo sobre su espalda compone una estampa bastante risible. Observándolo cualquiera diría que Chico Marx intenta imitar a José Antonio Labordeta, pero pese a su aspecto no se amilana y comienza a subir por el camino más ancho, que parece más descansado, aunque seguramente es bastante más largo. La ruta no es corta y resulta empinada, sin embargo le agrada comprobar, a medida que sube, que pese a dejar atrás fresnos y castaños, el robledal sigue acompañando al reguero prácticamente hasta el lugar donde se encuentran las cabañas, antaño refugio de pastores y ganado mientras aprovechaban los pastos de verano.

Emigrante de La Viña

Tras las vueltas y revueltas del camino llega sudoroso a la braña, en la que aún se pueden ver vacas y de la que le sorprende que casi todas las cabañas y hórreos -si, la braña de La Viña es famosa porque tiene hórreos- siguen en pie y, además, en bastante buen estado. Saca la cámara y mientras toma algunas fotos repasa mentalmente las algo más antiguas que le enseñaron en el pueblo antes de subir. Recuerda una en la que un hombre y una mujer posan orgullosos junto a un gran toro, recuerda fotos de boda en la iglesia de Veigalagar, otras en las que se mostraba el trabajo y algunas en las que aparecían los parientes emigrados a Madrid o América. También recuerda un puñado de ellas con grupos de personas en comidas campestres, procesiones, celebraciones, romerías… Entonces cae en la cuenta de que no ha visto ninguna fotografía de la braña, y piensa que le hubiera gustado ver aunque fuera una sola de este lugar hace cuarenta o cincuenta años. Se sienta un poco, descansa, disfruta del sosiego y cuando le parece, sencillamente se pone de nuevo en marcha, deshaciendo el camino. Ya cae la tarde y el sol incendia de naranja intenso las montañas anunciando buen tiempo para mañana. El viajero desciende y mientras lo hace piensa que si ahora pudiera contemplarse desde fuera, salir de sí mismo y mirarse desde el cielo, a vista de pájaro, sería apenas un punto en el hermoso lienzo que compone el paisaje.

La Nueva España, jueves 2 de febrero de 2012

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El Escorial asturiano. El monasterio de San Juan de Corias, 1925

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Courias / Corias y río Narcea, hacia 1922. Colección del Museo del Pueblo de Asturias (Fondo de El Progreso de Asturias)

El pueblecillo de Corias, en donde radica el aludido convento encuéntrase en la carretera de Ponferrada a La Espina, en la provincia de Oviedo, de cuya capital dista 98 kilómetros, y en el partido judicial y Ayuntamiento de Cangas de Tineo, de cuya capitalidad le separan sólo dos kilómetros, que constituyen delicioso paseo.

Consta de tres barriadas: la principal, o del Convento, como se la llama, situada sobre la carretera comunicándose con ella por el puente romano que figura en una de las fotografías; puente que, a pesar de ser uno  o los innúmeros que en la región abundan, caracterízase por el elegante y sobrio trazado arquitectónico de su arco único, que, sin llegar al atrevimiento del típico de Onís o a la estructura original del de Ambas o Entrambasaguas, en Cangas de Tineo, cuya proyección vertical y desarrollo es en curva, tiene mérito sobrado.

Otras dos barriadas son la del Palomar, situada detrás del convento, y colgada en una ladera, por lo que es bien apropiada su denominación, y la de Regla de Corias, al otro lado del Narcea —río importante en la comarca, muy abundante en truchas, anguilas y salmones—, y en la que radica la parroquia.

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Monasterio de San Juan Bautista de Courias / Corias (Cangas del Narcea), hacia 1915. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección de Juaco López

El partido judicial de Cangas de Tineo, situado en la parte más occidental de Asturias, lindando con León—del que le separa el elevado puerto de Leitariegos o Lazariegos, con su laguna y el pico o cueto de Arbas, desde el que se divisan inmensos territorios — y con Lugo, es harto montañoso y accidentado. Cubre en invierno sus cimas la nieve y llueve abundantemente; pero de abril a noviembre disfruta de clima delicioso, que haría del mismo punto incomparable de veraneo y excursiones turísticas si tuviera mejores vías de comunicación, ya que hoy no cuenta con ferrocarril alguno, suspirando toda la comarca por la pronta realización del proyectado Pravia-Cangas-Villablino, que facilitaría no sólo la vida de relación, sino la económica de la región.

En efecto, numerosos viñedos producen ricos caldos, que en nada desmerecen de los más acreditados de Burdeos, por su delicado «bouquet». Bosques enormes, maderables fácilmente, de calidad excelente, como los de Muniellos. Canteras de mármol, minas de carbón, en suma, productos los más variados, sin contar la gran riqueza ganadera, no pueden explotarse ni encontrar salida fácil ni remuneratoria por falta de vías férreas, ya que el arrastre por carretera es penoso y de gran coste.

De sus bellezas naturales no hemos de hablar; bástenos saber que forma parte de Asturias la incomparable para idearnos sus verdes y jugosos prados, sus castañares y arboledas, los altos picos de las montañas, en que prende la niebla, dejando ver entre sus jirones caseríos y aldeas a los que parece imposible llegar.

Copiaremos sólo lo que un dominico ilustre, el padre Alberto Colunga, dice en su «Historia de Nuestra Señora del Acebo», imagen muy venerada, y cuyo santuario situado en alta montaña, próxima a Cangas y Corias, es visitadísimo en piadosa romería el 8 de septiembre:

«Los manantiales da agua limpia brotan abundantes en toda la sierra de los Acebales, y los habitantes los aprovechan con cuidado para regar sus prados, una de las principales fuentes de la riqueza de la comarca. Cuando los rayos del sol primaveral acaban por derretir las capas de nieve que cubren las montañas, y la tierra comienza a sentir, después de los rigores del invierno, los influjos del calor solar, la hierba crece en abundancia por doquiera, los «vaqueiros» suben de la ribera con tus ganados, y conviértese en algazara y contento la soledad y tristeza  del invierno. Las cumbres y las brañas se llenan de ganados; las chozas medio arruinadas por la furia de los elementos durante los meses de ausencia se reparan y animan, y a la clara luz que ilumina el cielo y a las suaves brisas que templan la atmósfera responden  los esquilones de los ganados, las músicas y cantares de los pastores que guardan sus haciendas.»

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Entrada en la fachada principal del monasterio de San Juan Bautista de Courias / Corias (Cangas del Narcea), hacia 1925. Colección de Juaco López Álvarez

Data la fundación del célebre monasterio del siglo XI, en los años 1032 a 1044. Habitando en sus posesiones señoriales —de cuyo torreón o castillo, próximo al convento, apenas quedan vestigios— los condes D. Piñolo Jiménez y doña Aldonza Muñoz, avisados en sueños por celestial visión, determinaron edificar un vasto monasterio, que cedieron a la Orden Benedictina, y que, andando los tiempos, enriquecido por la piedad de sus señores y la hidalga liberalidad de sus reyes, llegó a extender su jurisdicción absoluta en muchas leguas a la redonda, constituyendo la inmensa posesión un verdadero coto cerrado, con total independencia, hasta Felipe II.

El primer abad fue Dom. Arias Gromar, después obispo de Oviedo, y el último, fray Benito Briones, ejerciendo el cargo entre ambos ciento ocho. En 1835 los benedictinos de Corias hubieron de dejar la abadía. En 1860, un Real decreto del Ministerio de Ultramar cedió a la Orden de Predicadores el monasterio de Corias, extendiendo el entonces juez de Cangas de Tineo, D. Álvaro Peláez, acta a favor del procurador general de aquélla de la posesión.

Aun dada la exageración hiperbólica que representa llamar a Corias «el Escorial de Asturias», fuerza es reconocer su relativa importancia y mérito. Constituyendo un cuadrado regular, de unos cien metros de lado, con dos enormes patios centrales, de los que uno es el claustro, en el que está el cementerio de los religiosos; tiene severo y elegante aspecto la construcción, que, por el color de la piedra, semeja mármol rosa. Tiene 865 huecos; tantos como días del año.

La Iglesia, hermosa y bien proporcionada, tiene al lado de la Epístola el enterramiento de sus fundadores, y enfrente, el del rey D. Bermudo y su esposa, doña Osinda. En la parte baja del altar mayor hay dos relieves, que representan: uno, la aparición del cielo a los condes, y otro, el comienzo de los trabajos para la edificación del monasterio, en el que los ángeles desbrozan el terreno.

El coro, con dos magníficos órganos, guarda una preciosa ágata y un Cristo de marfil traído de Filipinas. Espléndidos libros corales sufrieron depredaciones durante las vicisitudes de las órdenes religiosas en el pasado siglo. Una monumental imagen de San Juan Bautista, en piedra, perteneciente antes a la fachada del convento; otra en madera — una Virgen del siglo XIII—y las imágenes de San Pío V y Santo Domingo en marfil, son, juntamente con un bello, retablo en madera policromada, existente en la sacristía, joyas escultóricas de un valor considerable.

Un gran bosque de algunos kilómetros de extensión circunda el monasterio, como resto de sus grandes posesiones antiguas.

En la villa de Cangas citáremos, para terminar, la casa-palacio de los condes de Toreno, entre otras muchas que ostentan en la fachada escudos nobiliarios, y la Colegiata de la Magdalena, fundada en el siglo XVII por el obispo D. Fernando Valdés, presidente que fue del Consejo de Castilla, cuyos restos descansan en el altar mayor, iglesia que es sólida y de buenas proporciones.

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Un viaje a Degaña en 1925

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Carretera de Cangas a El Puertu: El Pontón, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez

En una mañana de junio emprendimos un viaje a Degaña. Madrugamos. El sol apenas había traspuesto en su orto las altas montañas astures, reflejando sus primeros rayos en los altos prados y herbazales de las montañas del Poniente, cuando trepidaba el motor del Dodge que nos conducía por la pronunciada cuesta que la carretera que de Cangas de Tineo parte ha de sostener durante kilómetros y kilómetros para alcanzar la divisoria de la cordillera cantábrica en el puerto de Leitariegos, límite entre León y Asturias.

Se da el caso en este montañoso y apartado rincón del mundo que moramos de que para ir a pueblos del mismo partido judicial es preciso salir de éste y aun de la provincia, y rodeando medio centenar de kilómetros en automóvil, quedar todavía a catorce del punto de destino, que se han de recorrer forzosamente en caballería si no se quiere apelar, en aras del ejercicio corporal, al tan modesto y vulgar vehículo de San Fernando, echando un pie tras otro.

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En 1925 los últimos catorce kilómetros hasta Degaña se tenían que recorrer andando o en caballería. Fotografía de la época. Colección Álvarez Pereda.

Hemos salvado el Puerto y descendemos hacia León. La carretera, en múltiples zigzag, va mitigando las diferencias del nivel hasta Caboalles de Abajo. El panorama ha variado por completo; a las jugosas y verdes laderas cubiertas de pradería y castañar, propias del terreno asturiano, suceden los terrenos pedregosos y yermos, cuyas vertientes asoman las bocaminas carboníferas y las escombreras del mineral. El Sil que acaba de nacer en la vertiente del Puerto para caminar muy lejos llevando con sus aguas el prestigio y la leyenda de sus arenas auríferas, mancha aquellas con los lavaderos de carbón.

A las casas de tejados de paja, que en las pequeñas aldeas astures de Leitariegos contemplábamos hace un momento, suceden en tierra leonesa las techadas de pizarra, que con la monotonía de su color y sus altas chimeneas y adornos de ambiente inconfundible se edifican en Laciana. Llegamos a la Collada de Cerredo; es preciso dejar el coche y tomar los caballos. El Valle de Degaña, largo y estrecho, por el que nace y discurre el río Ibias, y cuyas laderas están llenas de soberbio arbolado para construcción, refleja otra vez el paisaje asturiano.

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Barrio de Degaña en 1927 en el que destacan las cubiertas de paja de centeno. Fotografía: Fritz Krüger. Colección: Museo del Pueblo de Asturias.

Pasamos por las minas de Cerredo; sigue el camino tortuoso el curso del río—kilómetros de pesado viaje bajo el sol casi veraniego y «a bordo» de un penco lugareño que se agita y retuerce hostigado por las moscas — hasta llegar a Degaña. La cortesía no es ajena a estos retirados lugares. Una comisión de notables acude a recibir al Juzgado, cumplimentando. Nos apeamos y realizamos nuestras diligencias. Por la tarde es el regreso, a la puesta del sol, que baña en doradas tonalidades de un espléndido Poniente todo el paisaje. Ya brilla el lucero de la tarde, cuando después de nuestro fugaz paso por tierra leonesa enfilamos de nuevo el gran Valle de Naviego, puerto abajo, de regreso a Cangas. En una aldea del tránsito los mozos y mozas divierten sus ocios de domingo, en esta prima noche, bailando el «son de arriba» en la carretera. De que pasamos, un rapaz arrojó una piedra al «auto”. Conservamos de Degaña una impresión turbia y lejana…

La Voz, Madrid, 13 de julio de 1925

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Los sábados en la villa de Cangas de Tineo (1925)

Son los sábados en esta villa canguesa y cabeza de partido, desde la que mandamos estas crónicas a LA VOZ, los días de mercado.

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Mercado en La Veiga, hacia 1915. Fotografía Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

La particular situación geográfica y distribución de la población en estas comarcas norteñas, que hace desaparecer la unidad que en Castilla representa el Municipio, agrupación de familias en un solo poblado, por la diversidad de caseríos y aldeas, repartidas en parroquias, muchas de las cuales integran un Concejo, impone la celebración del mercado semanal.

Además, suelen celebrarse varias ferias anuales: la de La Cruz de Mayo, la de los Santos, San Andrés y otras de menor entidad, que se diferencian de los mercados en la mayor diversidad de productos materia de las transacciones y en la gran cantidad de compradores y vendedores que a ellas concurren.

«Una feria quita dos mercados», dice un proverbio de estas tierras, y, efectivamente, cuando una se celebra, desaparecen los dos mercados más próximos, absorbidos por la mayor importancia de la misma.

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Día de mercao en la plaza de La Oliva o plaza Mayor de Cangas del Narcea, en 1905. Fotografía de don Mario Gómez, fundador del Tous pa Tous.

Los sábados hay gran animación desde primera hora de la mañana. Este día no son sólo las aldeanas más próximas que surten de leche a la villa las que circulan. Llegan gentes de todos los contornos, llevando sus productos a vender los más, otros a comprar, los menos. Esto se explica, porque el aldeano vende más que compra; cuenta en su casa con patatas, hortalizas, castañas, leche y pan, base de su alimentación.

Él hace también su matanza anual, que le da tocino, embutidos —la rica «morciella»— y algunos perniles, éstos para vender cuando reúne unos cuantos. Tiene también gallinas, que dan huevos, y a alguna se le retuerce el pescuezo cuando hay enfermo para la puchera. Tiene membrillos en el pequeño huerto y quizá colmena, que con su miel le dará postre para algún extraordinario.

Un pequeño molino muele de forma rudimentaria y primitiva el pan de centeno, que él mismo elabora. Unas docenas de vides cultivadas penosamente le ofrendan vino para todo el año. Sus ovejas le dan lana, que hilada en la antigua rueca, servirá después de prensada para hacer en su día tosco paño para sus vestidos.

Nada le falta. De ahí que se explique cómo el aldeano —aquí llamado «paisano»— venda más que compre, pues poco necesita. Él, en cambio, vende su ganado vacuno, sus «xatos», venta que inspiró al inolvidable maestro «Clarín» su famoso cuento regional titulado «Pinín». Trae también los «gochus» — puercos —, huevos, manteca, manzanas, castañas, miel, etc.

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Calle Mayor, a la derecha el comercio de El Siglo XX, hacia 1915. Fotografía Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

Forman pintoresca caravana cabalgando en sus rucios o pollinos, según la categoría y cuadra del jinete, arreando el ganado, que marcha perezoso, como la «follarda» del cuento de Alas, añorando quizá en su bovino interior, el establo que no volverá a ver.

Sitúanse todos en el lugar denominado «La Vega», donde a mediodía del sábado puede escogerse entre centenares de hermosas cabezas de ganado.

Hacen sus tratos, compran, venden. Mercan las gentes en los tenderetes de la plaza de la Iglesia. Tal cual aldeana penetra en ésta para dar gracias «al su San Antón», que guardó el ganado, permitiendo se criase lucido y hermoso, y que hoy le deparó buen comprador para el «xatu».

Pasean las mozas por la calle Mayor, sonrientes y felices un día, requebradas por los zagalones, con sus pintorescos atavíos. Y al atardecer marchan todos para su aldea, mientras la villa queda un poco sola y cae la noche sobre valles y montañas.

La Voz, Madrid, 5 de marzo de 1925

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La canción del Narcea (1925)

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Cangas del Narcea. Los barrios de Ambasaguas o Entrambasaguas y El Cascarín, en julio de hacia 1901.

Este hermoso pueblo de Cangas tiene un barrio ideal. Llámanlo del Cascarín, y compuesto de casas modestas y alegres, en las que mora gente pobre y jornalera; tiéndese perezoso por las laderas empinadas de un pequeño monte, situado entre dos ríos, el Narcea y el Luiña, y sin determinarse —un poco cansado— a llegar a la cumbre de aquel, ni atreverse tampoco en su timidez a descender a las orillas del río, por temor quizá a que le acusen los que le motejan de aldeano de querer entrar en la villa con humos de señorío.

Las muchachas del barrio suelen servir en las casas de la villa; las mujeres asisten, lavan o cuidan en su «casina» un «huertín» y un «jato». Los hombres trabajan a jornal, y en los días que éste falta o en los ratos de descanso pescan truchas en el Narcea. Tal cual rapazón de diabólico mote las pesca siempre aun en veda, y además descomunales merluzas, en posesión de las cuales alborota el barrio —¡vino de Cangas, qué ruidosos haces a tus libadores!—, poniendo en jaque a los municipales, y sintiendo ánimos de matoncillo.

Pues bien; todo esto lo contemplo desde mi ventana, abierta a un paisaje maravilloso, de ensueño «Quitapesares» llamo a mi alta galería y a mi habitación en ésta, y a fe, lector que me honras siguiendo benévolo mis crónicas, que si conocieras el vasto horizonte que desde ellas domino, quedaría suspenso tu ánimo, habituado a la llanura seca, ardiente, monótona de Castilla.

Luego, siempre me arrulla la canción del río. Corren sus aguas mansas y suaves, dejándose dominar por los campesinos para regar prados y mover molinos vetustos de tosco y primitivo artefacto. Frente a la villa, y debajo precisamente de mi elevado mirador, ruge un poco atrevido, cantando y partiéndose en blancas espumas al correr por los peñascos vecinos. Pero vemos que es fanfarrón y sencillo cuando aquel muchacho que se baña, arrojándose a profundo pozo, sale indemne nadando, sin que se lo trague, o cuando el maestro del pueblo saca una gran trucha de libra con su caña, semejante a un ballenato.

Sin embargo, el Narcea y su eterna canción murmuradora me parecieron tristes una vez. Finaba este invierno, y un día de cielo gris y triste, de cierzo helado presagiador de nieve, de aguas chorreantes en montañas y caminos por doquiera, hube, cumpliendo deberes judiciales, de trasladarme al cementerio de un pueblo no lejano, para presenciar una autopsia.

Llaman aquel camposanto «de Puchanca». Es una diminuta península asentada sobre rocas, a tres o cuatro metros de altura sobre el río, y dirigida contra la corriente del Narcea. Así parece la proa de un navío que navega hendiendo con fuerza las aguas que, locas y arrolladoras, baten la roca.

Nunca vi lugar más encantador y delicioso, aunque la triste tarde de marzo y las circunstancias que allí me llevaban no dejasen propender mucho el ánimo a fantasías poéticas. A mi recuerdo vino la famosa barca de Caronte, que surca el lago de lo infinito desconocido, con los muertos, que deben pagar el óbolo a su barquero.

Yo pensaba en los bellos cementerios mundanos y lujosos que conozco en grandes capitales: el coruñés, el Père Lachaise de París, los de Milán y Florencia. ¡Cuán distaban de aquel humilde y pequeño que tenía delante! Pero ¡qué emoción delicada embargaba el ánimo en aquel apartado rincón astur y en plena Naturaleza! ¡Qué mejor sitio que aquel para descansar siempre sobre aquella roca viva, barca de la eternidad, que lamen y arrullan las aguas cantarinas del Narcea, bello río asturiano!

Empezó a caer nieve. El forense, al aire libre y bajo aquella, manejaba rápido y seguro el bisturí, en aquel cuerpo de mujer, aún joven y hermosa, poco antes codiciado, y que un accidente había tronchado en flor. Cuando —¡la ley falta!— el escoplo golpeado por un mazo hendía aquel cráneo para abrirlo mientras escuchaba su sordo y angustioso sonido sentí una desolación, una angustia infinita, la misma que en el momento supremo debemos experimentar en los linderos de la Vida y de la Muerte…

Por eso aquel día me pareció triste como nunca y plañidera la canción del Narcea, que siempre resuena alegre debajo de mi ventana, junto a la que escribo esta crónica.

La Voz, Madrid, 30 de julio de 1925


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El puerto de Leitariegos (1925)

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El Puertu, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

Asturias tiene respecto del Sur, o sea con León, dos puntos naturales de comunicación, cuyo acceso es más fácil que en cualquier otro de la colosal barrera, que por esta orientación aísla y defiende a la provincia: tales son Pajares y Leitariegos, ambos puertos de montaña en la cordillera cantábrica.

De Pajares ya escribí en marzo último una crónica con las impresiones de su tránsito nevado en ferrocarril. Además, harto conocido es por la mayoría de los lectores, si no “de visu”, por las múltiples descripciones que en guías, mapas, obras literarias, etc., se hacen de él, como merece.

Pero hoy quiero dar a conocer este otro paso de Castilla al mar, poco conocido, y que tiene gran importancia, no sólo turística y alpinista para el viajero y aficionado al deporte de montaña, sino comercial y estratégicamente considerado.

Se encuentra, lo mismo que Pajares, en el mismo límite de Asturias y León, partidos judiciales de Cangas de Tineo, en aquella provincia y de Murias de Paredes, en ésta. A unos cien kilómetros de León, en carretera, treinta y tantos de Cangas, y apenas 15 de Villablino, vía férrea más próxima, en la terminal del ferrocarril minero que de Ponferrada parte.

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La Laguna, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

El puerto mismo, su interesante laguna, que recuerda mucho la grande de Peñalara, en el Guadarrama, y el altísimo Pico o Cueto de Arbas, uno de los puntos de triangulación principales para el mapa nacional, y bastante más elevado —como la laguna— que el mismo puerto, se encuentran dentro de Oviedo.

Antes existía un pequeño municipio, que integraban cuatro aldeas: El Puerto, Brañas de Arriba y de Abajo y Trascastro, hoy incorporado en su totalidad a Cangas por no tener medios de vida independiente ni razón de existencia.

Lamento no poderos dar una sensación gráfica por la fotografía de lo que la Casa-Ayuntamiento de Leitariegos, sita en Brañas de Arriba, era; un verdadero y pequeño mechinal o cubil, sin más luz que la de la puerta, y en la que existían unas antiguas cadenas, pesadísimas y emplomadas, para sujetar a los presos que había de juzgar la Inquisición, y el privilegio de doña Urraca de Castilla concediera a los habitantes del Puerto en pago de ciertos servicios que en su viaje o tránsito por el mismo le prestaron.

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Brañas d’Arriba y Cueto Arbas, hacia 1920. Fotografía Benjamín R. Membiela. Col. Juaco López Álvarez.

El tal privilegio, interesantísima obra de arte y documento histórico, obligaba a dichos habitantes a tener una hospedería para caminantes, y a salir en los duros días invernales de inclemencia nevada a buscar a aquellos que se hubieran perdido en el difícil paso, a cambio de la exención del servicio militar y tributos.

Difícil en extremo, en cuanto que hoy día cubre la nieve totalmente las casas, comunicándose por túneles unas con otras, y habiendo de hacer en otoño grandes provisiones de boca los vecinos para sí, y para el ganado vacuno que con ellos mora y teniendo pozos en aquéllas. Yo mismo, ya 10 de mayo último, no he podido forzar el puerto en automóvil por la nieve acumulada, y que caía en aquella fecha primaveral.

Grandes pilastras de piedra, de unos cuatro metros de altura, sirven, hacia la vertiente de León, para marcar la carretera, y aun así desaparecen en ocasiones en los aludes y ventisqueros o «traves” que la nieve compacta y la ventisca forman.

Sin embargo, tan bello y adecuado paraje para el alpinismo es casi totalmente desconocido para sus aficionados y practicantes, doliéndome en extremo a mí, antiguo «skieur», tal abandono e indiferencia, que he intentado vencer publicando en «Vida Leonesa», órgano de la Sociedad Cultural Deportiva de León, un artículo sobre la materia, llamando la atención de los deportistas leoneses sobre Pajares y Leitariegos como centros alpinos.

El Club Alpino Español, que tanto fomenta el deporte de montaña, la Sociedad Peñalara, la Deportiva Ferroviaria, que organiza excursiones colectivas a centros montañosos y alpestres, habrían de quedar satisfechas si, aprovechando algunas festividades —como mínimo dos días—, visitara algún grupo de sus miembros esta región y el puerto antedicho.

Estratégica y comercialmente, el puerto de Leitariegos es la vía natural de León y todo su antiguo reino y del de Extremadura y Portugal, hacia el Norte y el Cantábrico, buscando la salida en Pravia.

Un ferrocarril, el Villablino-Cangas-Pravia, continuación del de Ponferrada a Villablino, con categoría de estratégico en el trozo hasta Cangas, y secundario de aquí al mar, se halla proyectado ha largo tiempo, sin que por ahora se considere próxima su construcción, con grave perjuicio de los intereses de León y Asturias, y de los generales del Estado.

El día que dichosamente circule acrecentará enormemente la riqueza de estas provincias, y facilitará el conocimiento del hermoso puerto de Leitariegos o Lazariegos.

La Voz, Madrid, 11 de septiembre de 1925

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El paraíso del silencio (1919)

Crónica estival publicada en el  periódico La Correspondencia de España – Madrid, domingo 7 de septiembre de 1919


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EL PARAÍSO DEL SILENCIO

Camináis con nosotros por una angosta carretera, que envidiosa del río, arrebatóle parte de su cauce para hundirse también en el profundo tajo de la montaña, y desliza su blancura al margen de las aguas, que corren a nuestra vera y salpican con sus retozos las paredes de la enorme brecha. Arriba, de la faz de la meseta herida y a los bordes del abismo, cuelgan las enredaderas silvestres, repletas de campanillas de cobalto que fortalecen su colorido con la luz del Sol; y unos pajarillos de pechuga rojiza y cenicienta, como la roca viva del acantilado, revolotean a nuestro paso, asustados quizá por la presencia de estos huéspedes inesperados.

La mañana, que está espléndida, convida a la expansión campestre, y dilátase el espíritu por estos apacibles rincones de los valles asturianos, escondidos entre los pliegues de las sierras y de las colinas, y no turbada jamás su paz infinita por las luchas humanas, aunque sean épicas las locuras y trágicas las convulsiones. La tranquilidad reina en derredor nuestro. Apoyado en el pretil de un puente, con gesto de tristeza, implora caridad un pobre anciano de blanca melena y luenga barba. A su cuidado va un rebaño de ovejas, que al trepar por los peñascos agitan sus esquilas, y llega apenas a nosotros el tintín; porque al igual de los cantares de otros pastores mozos y lejanos, es rumor moribundo en aras de la distancia.

Pasan las horas con inusitada rapidez, como diluidas en la corriente, y bien pronto nos sorprende el monasterio de San Juan de Corias, con sus interminables filas de ventanas y balcones —tantos como días tiene el año, al decir de las gentes—; con su mole inmensa de mármol y granito, que pesa sobre un área de ocho mil metros cuadrados y da la sensación de una obra de leyenda, adornada con todos los más bellos ritos que haya podido forjar la tradición cristiana.

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Monasterio de San Juan Bautista de Corias (Cangas del Narcea), hacia 1919.

Ciertamente que no caben mayor exuberancia ni prodigalidad en las galas que acumuló la Naturaleza en torno del monumento. Las aguas potables de manantiales y de arroyos, que corren presurosas entre los árboles frutales y los bosques frondosos, y la situación incomparable del edificio, que se yergue en medio de un valle salpicado de viñas y caseríos, de praderías y arbolado, aúnan el más delicioso conjunto que puedan apetecer quienes sepan gozar de la vida del campo y aprecien esos encantos en toda su intensidad.

Chirría la puerta, mientras gira perezosamente sobre su goznes, y nos franquea el paso a los claustros, que están desiertos, pero bañados por torrentes de luz, que penetra también a chorros, como haces de oro y púrpura, por las filigranas de los ventanales para dibujar caprichosas siluetas en las paredes del fondo, donde se alinean las celdas, que aparentan dormir el augusto sueño sepulcral.

Un religioso de cara angulosa, y tan pálido como la blanca estameña de los hábitos que viste, pero afable y culto, nos guía por el laberinto de pasillos, y con palabra dulce, reposada, nos explica una lección de historia local, a la par que conocemos las dependencias del convento con todas las preciadas joyas que atesora.

Fue fundado el monasterio de San Juan de Corias a principios del siglo XI y a expensas de una cuantiosa fortuna legada con tal fin a los monjes benedictinos por los condes doña Aldonza y D. Piñolo de Ximénez, quienes después de perder a todos sus hijos y la esperanza de nuevas sucesiones, hicieron testamento por el año 1044, concediendo todas sus dilatadas heredades y haciendas desde el río Duero hasta el mar Océano, y desde el río Eo hasta el Deva, para que después de la muerte de ambos se llevase a cabo su deseo.

En 1763 un incendio destruyó toda la antigua abadía, y entonces se pensó en levantar el monumental monasterio que hoy contemplamos y que habitan los frailes dominicos. Comenzadas las obras algunos años más tarde por el abad fray Isidoro Estébanez, continuaron sin interrupción hasta el 1809, que se llevaron á feliz término; largo plazo si se cuentan los meses y los años, pero no tan exagerado, si nuestra atención advierte con algún esmero el ímprobo trabajo que representa.

Hubo un día en que las risas infantiles gorjeaban por los claustros como trinos de pájaros. Decían mal con la austera tranquilidad del convento. Acaso por esto los frailes dejaron de educar gente extraña, y ya no moran en este recinto aquellos heraldos de la alegría, que en sus recreos y con su juvenil algazara inundaban de vida los patios, como si el Narcea, que lame de continuo los cimientos del coloso, desbordase sus pacíficas aguas para arrastrar todo lo arcaico y todo lo legendario, y traer en el seno de su corriente las piedras preciosas que cimentaron el orbe donde bulle todo ajetreo mundanal.

Pero en sus amplias galerías, en sus huertos poéticos, en todos sus lugares, tiene el monasterio de Corias la más inefable atracción, y desde este aislamiento, que lejos nos parecería cruel ostracismo, renegamos de la inexorabilidad de nuestro sino, porque muy fácilmente el vivido ideal de un delirio exquisito pretende naturalizarse en el imperio de la consciente realidad. En este paraíso del silencio los ruidos sociales no penetran y no turban su tranquilo bienestar; habla el alma a solas, consigo misma, y no topa otros testigos de su charla que aquellos sentimientos que procura añorar. Nuestra voz resuena en el abismo del ser, y en su místico letargo el espíritu siente nacer un mundo nuevo con imágenes e impresiones de coloración caprichosa, ajenas por completo a las plásticas concepciones del mundo real.

El monasterio de Corias, Escorial asturiano, alcázar de resignados, refugio de solitarios, es hoy paraíso de silencio en esta tierra de potentados, y cuando el quejumbroso tañido de sus campanas rasga los aires, parece estremecerse el espacio en todos los contornos, para salir de las entrañas del bosque legiones de duendes en mágico aquelarre, firmes jinetes en el indomable corcel de los tiempos y ansiosos de desandar la vida para brindarnos las desnudeces de añejas costumbres pésicas.

Todo es misterio. Los profanos visitantes nos sentimos contagiados de la frialdad de los muros, y se extravía nuestra imaginación en vagos soliloquios por la intrincada espesura del pasado, que revive al soplo de estas brisas monacales saturadas de mirra, de incienso, de laurel. Y desfilan ante nosotros las visiones, y recordamos los sueños de Arquíloco cuando dormía en la más elevada meseta de los Alpes y veíase adorado con rítmicas contorsiones por las hijas de Licambo, bajo la influencia de las nómadas…

Y pasa la tarde. Cuando salimos del convento cierra ya la noche. La luz del Sol desfallece en ámbares cloróticos, y en el terciopelo celeste tiemblan como florecillas de hielo las estrellas. Entre los crespones de las sombras se oculta ya el monasterio de Corias, pero todavía perdura en nuestro ánimo largo rato la impresión que os brindamos.

GIRALDO DE RAVIGNAC
Luarca y septiembre de 1919.


 

«Crónicas Canguesas» (1910-1928) de Borí

Alrededor de mi casa. Crónicas canguesas (1910-1928), es un libro de Gumersindo Díaz Morodo «Borí» en el que se recogen 35 artículos y crónicas publicados en los periódicos La Justicia y El Distrito Cangués y en las revistas Asturias y El Progreso de Asturias. Alfonso López Alfonso es el autor de la biografía de Borí y editor de la obra; Juaco López Álvarez, firma una introducción en la que se reconstruye el mundo familiar y social en el que desarrolló su vida este periodista cangués. Esta publicación ha sido sufragada por el Ayuntamiento de Cangas del Narcea.

Borí nació en Cangas del Narcea en 1886 y murió exiliado en Salsigne (Francia) en 1944. En nuestra web puede leerse una breve biografía de este republicano rebelde, que durante cerca de veinte años se dedicó a escribir artículos políticos y crónicas de la vida canguesa, que constituyen hoy un testimonio directo imprescindible para conocer la vida social, cultural y política de Cangas del Narcea en las primeras décadas del siglo XX. Sus artículos muestran a un hombre preocupado por lo que sucedía alrededor de su casa y también por los grandes problemas de su tiempo. Borí era un escritor capaz de un amplio registro que abarcaba desde el artículo de opinión puro y duro hasta las crónicas viajeras o la semblanza emotiva. Casi hace un siglo que Borí escribió algunos de los artículos que se recopilan en este libro y muchas cosas han cambiado en Cangas del Narcea, pero hay en ellos algo que se mantiene muy vivo y nos alcanza de lleno.

Como deferencia para los lectores de la web del Tous pa Tous publicamos dos de los artículos de Borí recogidos en este libro: «Pláticas cuaresmales: ¡Meditemos!» (1912) y «Por tierras de occidente: Santiso» (1917). El primero es una muestra de artículo político en el que describe desde el punto de vista de un republicano, la lucha entre el liberal Felix Suárez Inclán y el conservador Luis Martínez Kleiser en las elecciones a diputado a Cortes por el Distrito de Cangas del Narcea en 1912 y el segundo es una crónica sobre el barrio de Santiso en Cangas del Narcea y su fiesta dedicada al vino.