La canción del Narcea (1925)
Las muchachas del barrio suelen servir en las casas de la villa; las mujeres asisten, lavan o cuidan en su “casina” un “huertín” y un “jato”. Los hombres trabajan a jornal, y en los días que éste falta o en los ratos de descanso pescan truchas en el Narcea. Tal cual rapazón de diabólico mote las pesca siempre aun en veda, y además descomunales merluzas, en posesión de las cuales alborota el barrio —¡vino de Cangas, qué ruidosos haces a tus libadores!—, poniendo en jaque a los municipales, y sintiendo ánimos de matoncillo.
Pues bien; todo esto lo contemplo desde mi ventana, abierta a un paisaje maravilloso, de ensueño “Quitapesares” llamo a mi alta galería y a mi habitación en ésta, y a fe, lector que me honras siguiendo benévolo mis crónicas, que si conocieras el vasto horizonte que desde ellas domino, quedaría suspenso tu ánimo, habituado a la llanura seca, ardiente, monótona de Castilla.
Luego, siempre me arrulla la canción del río. Corren sus aguas mansas y suaves, dejándose dominar por los campesinos para regar prados y mover molinos vetustos de tosco y primitivo artefacto. Frente a la villa, y debajo precisamente de mi elevado mirador, ruge un poco atrevido, cantando y partiéndose en blancas espumas al correr por los peñascos vecinos. Pero vemos que es fanfarrón y sencillo cuando aquel muchacho que se baña, arrojándose a profundo pozo, sale indemne nadando, sin que se lo trague, o cuando el maestro del pueblo saca una gran trucha de libra con su caña, semejante a un ballenato.
Sin embargo, el Narcea y su eterna canción murmuradora me parecieron tristes una vez. Finaba este invierno, y un día de cielo gris y triste, de cierzo helado presagiador de nieve, de aguas chorreantes en montañas y caminos por doquiera, hube, cumpliendo deberes judiciales, de trasladarme al cementerio de un pueblo no lejano, para presenciar una autopsia.
Llaman aquel camposanto “de Puchanca”. Es una diminuta península asentada sobre rocas, a tres o cuatro metros de altura sobre el río, y dirigida contra la corriente del Narcea. Así parece la proa de un navío que navega hendiendo con fuerza las aguas que, locas y arrolladoras, baten la roca.
Nunca vi lugar más encantador y delicioso, aunque la triste tarde de marzo y las circunstancias que allí me llevaban no dejasen propender mucho el ánimo a fantasías poéticas. A mi recuerdo vino la famosa barca de Caronte, que surca el lago de lo infinito desconocido, con los muertos, que deben pagar el óbolo a su barquero.
Yo pensaba en los bellos cementerios mundanos y lujosos que conozco en grandes capitales: el coruñés, el Père Lachaise de París, los de Milán y Florencia. ¡Cuán distaban de aquel humilde y pequeño que tenía delante! Pero ¡qué emoción delicada embargaba el ánimo en aquel apartado rincón astur y en plena Naturaleza! ¡Qué mejor sitio que aquel para descansar siempre sobre aquella roca viva, barca de la eternidad, que lamen y arrullan las aguas cantarinas del Narcea, bello río asturiano!
Empezó a caer nieve. El forense, al aire libre y bajo aquella, manejaba rápido y seguro el bisturí, en aquel cuerpo de mujer, aún joven y hermosa, poco antes codiciado, y que un accidente había tronchado en flor. Cuando —¡la ley falta!— el escoplo golpeado por un mazo hendía aquel cráneo para abrirlo mientras escuchaba su sordo y angustioso sonido sentí una desolación, una angustia infinita, la misma que en el momento supremo debemos experimentar en los linderos de la Vida y de la Muerte…
Por eso aquel día me pareció triste como nunca y plañidera la canción del Narcea, que siempre resuena alegre debajo de mi ventana, junto a la que escribo esta crónica.
La Voz, Madrid, 30 de julio de 1925
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