La Princesa Encantada de «La Cartuja» en Cangas de Tineo

Cangas del Narcea y La Cartuja vista desde el barrio de Santa Catalina, hacia 1901.

Este cuento ambientado en Cangas del Narcea (Asturias) y más concretamente en La Cartuja y el río Luiña, fue publicado el 3 de marzo de 1901 en El Globo n.º 9.219, que como diario liberal-demócrata, en el periodo finisecular se convertiría en cómodo refugio de la “aristocracia” de la generación del 98, según señala Gómez Aparicio, resaltando la incorporación a su redacción de Pío Baroja y Azorín. En este caso, el firmante de La Princesa Encantada es AMADER, pseudónimo del abogado cangués Ángel Martínez de Ron, a la postre, un importante colaborar de la revista La Maniega. Boletín del Tous pa Tous. Por esta revista, y más concretamente por su número 22 de septiembre-octubre de 1929 sabemos que el autor era también el propietario de La Cartuja. La noticia dice así: «Regresó a la corte, después de disfrutar durante el verano de las frescas brisas del Luiña, en su posesión de la Cartuja, don Ángel Martínez de Ron, con su señora e hijas Isabelita y Soledad.»

 

CUENTO
LA PRINCESA ENCANTADA

En la parte occidental del Principado de Asturias se halla la villa de Cangas de Tineo, situada en la confluencia de los ríos Luiña y Narcea, que se unen a su vez con el Nalón; y en la parte Sur de dicha villa, entre la carretera de Castilla y el citado río Luiña, existe una vetusta posesión, denominada «La Cartuja», rodeada de viñedos, hortalizas, prados y árboles frutales, en su generalidad manzanos, que producen óptimo fruto.

¿Que por qué se llama «La Cartuja»? Ni el caserón perteneció a aquella monástica institución, ni fue posesión de ningún padre de la Orden, ni propiedad de alguna rica hembra que dicho apodo llevara. No se ha encontrado hasta la fecha nada que justifique la denominación, a menos que la soledad, el aislamiento, el silencio y la placidez que respira aquel rincón y la presencia en él, durante la época veraniega, de algunas personas que verdaderamente desean «veranear», hayan dado motivo al bautizo. Todo allí es antiguo; pero bien conservado, y, sobre todo, confortable.

Los alrededores ofrecen panoramas tan variados como hermosos, algunos de los cuales son designados por las crédulas gentes del campo como teatro de extraordinarios acontecimientos, mezcla de verosímiles y fantásticos, zurcidos quizá en las crudas noches de invierno, junto a la chimenea, al resplandor incierto de añosas leñas, entre sus crujidos y chisporroteos, y corregidos y aumentados de generación en generación.

Uno de estos acontecimientos es digno de relato.

Es el caso que, según la tradición, existió en «La Cartuja», hace muchos siglos (no se sabe cuántos) una noble y linajuda familia, compuesta de un matrimonio con un hijo y una hija, que, dada la calidad real de su procedencia, recibían estos últimos los nombres de Príncipe Rodulfo y Princesa Elena.

Constituían la familia más feliz en muchas leguas a la redonda de esta comarca, porque, además de los derechos que tenían sobre los habitantes de la región, disfrutaban pingües rentas y se hallaban rodeados de una numerosa servidumbre de ambos sexos, atenta siempre a adivinar hasta los más pequeños caprichos de sus señores para acudir con presteza a satisfacerlos.

Esto, aparte del gran cariño y afecto que se profesaban entre si los individuos que la componían viniendo con ella a completar la mayor felicidad posible en esta vida.

Pero como todas las dichas terrenas concluyen, llegó un día en que todos experimentaron la primera tristeza con la separación del príncipe Rodulfo, que, habiendo optado por la carrera de las armas, tuvo precisión de acudir a donde el deber militar le llamaba.

Pasaron años sin que Rodulfo pudiera regresar a su casa solariega; y entre tanto, ocurrió que la princesa Elena, que era un ideal de hermosura, se enamoró perdidamente, con la fuerza de los mejores años, de un gallardo mozo llamado Arcadio, que había venido a casa de su padre con un importante mensaje sobre arreglo de fronteras señoriales.

Tanto como ella, se enamoró el galán, no pudiendo resistir al esplendor de belleza de la princesa Elena. Desgraciadamente, las excelentes cualidades físicas que adornaban al mancebo no correspondían con las de su alma, y abusando de la confianza que le dispensó tan noble familia, burló a la inocente niña, abandonándola luego a su desesperación.

Este fue el segundo disgusto enormísimo que sufrió tan distinguida familia, y no pudo sustraerse de comunicar acontecimiento tan lamentable al príncipe Rodulfo, el cual, enterado del nefasto suceso, pidió reales licencias, que, obtuvo, a sus monarcas y jefes, para regresar a su país a fin de vengar y lavar con sangre la ofensa recibida.

Orgulloso por sus gloriosas victorias, que le proporcionaron las más altas distinciones y condecoraciones, se hallaba satisfecho de sí mismo, y sólo le atormentaba la sed de venganza contra el ladrón de la honra de su familia, que a manera de culebra de fuego se enroscaba en su corazón.

Inmediatamente envió un mensaje de reto al indigno seductor de la bella Elena, el cual contestó en forma aceptando el desafío, que tuvo lugar en un campo, límite de las dos regiones señoriales, y a presencia de innumerables vasallos de ambas partes.

El encuentro fue reñido y sangriento; pero como el príncipe Rodulfo se hallaba más habituado al manejo de las armas, logró tender a sus pies a su adversario, cubierto su cuerpo de innumerables heridas.

Lavada ya la ofensa, volvió el príncipe a la guerra, dejando a sus padres en el más triste desconsuelo, y sobre todo a su hermana, que sufría horriblemente la pérdida del ser amado y la ausencia de Rodulfo.

La desgraciada Elena no hallaba alivio a sus males, que la atormentaban en extremo, y vagaba desorientada por la finca de «La Cartuja», derramando abundantes lágrimas, con las que regaba todos los sitios que recorría.

Una tarde en que sentía los más acerbos dolores en su corazón, fue, sin darse cuenta, hasta un punto peñascoso, al pie del cual existe un pozo de gran profundidad, formado por una excavación en el cauce del mencionado río Luiña.

Se sentó en una peña, y con la amargura de su triste situación, contemplaba abstraída la extraordinaria cantidad de agua que tenía a su vista, sólo comparable con las lágrimas por ella vertidas, y como queriendo encontrar lenitivo a sus penas en aquel sitio, el más retirado de la posesión.

De repente, su calenturienta imaginación hízole ver que salía de las aguas una vieja de aspecto horripilante, con la cabellera suelta y enmarañada, los ojos saltones, como queriendo salirse de sus órbitas, la boca inmensamente grande, los brazos escuálidos, y cuerpo extenuado; que montaba en una escoba que la servía de barquilla y que se le acercó, le dijo:

—Estoy enterada, Elena, de las grandes amarguras que sufrís, siendo el mayor dolor que os aflige la pérdida de vuestro Arcadio, que, a pesar de su mal comportamiento, le amáis aún. ¿No es verdad?
—Con toda mi alma, con todo mi corazón —contestó la princesa—
—Luego—prosiguió la vieja—tendríais gran contento en volverle a ver, ¿no es cierto?
—Desgraciadamente eso no es posible —replicó la princesa— porque le mató mi hermano en noble lucha y en vindicación de mi honra…
—Sí es posible —insistió la vieja— y si queréis volver a verle tan arrogante y gallardo como antes, no tenéis más que arrancar un cabello de mi cabeza.

Elena, loca con idea tan halagüeña, alucinada con el vehemente deseo de ver de nuevo a aquel a quien tanto amaba, sin reflexionar sobre el asunto, alargó su delicada y trémula mano y arrancó a la vieja el misterioso cabello que había de surtir tan maravillosos efectos.

Instantáneamente la princesa quedó convertida en una trucha, y dando un enorme salto cayó sobre las aguas, desapareciendo en ellas, en pos de la vieja, que la guiaba por aquellas inmensas profundidades.

La desaparición de la princesa causó tan hondo sentimiento a sus padres que quedaron postrados por el dolor. Pusieron en movimiento los poderosos elementos de que disponían para averiguar su paradero, sin haber conseguido el objeto deseado.

En esta situación de verdadera tristeza recibieron la fatal noticia de la muerte de su hijo, ocurrida en una colosal batalla que se había librado, y en la cual había demostrado su valor sin límites; y no pudiendo resistir a este nuevo golpe de la fatalidad que hacía tiempo les perseguía, fallecieron en el mismo día víctimas de la inmensa pena.

Muchos comentarios se hicieron en la comarca respecto a los acontecimientos ocurridos en «La Cartuja» pero donde más se fijó la atención pública, fue en el maravilloso encantamiento de la princesa Elena.

Referían las gentes que habían pasado por las inmediaciones del pozo, que desde entonces se llamó «Pozo de la Encantada», que oían a medianoche gritos y relatos que partían del fondo de las aguas. Parece ser que la princesa, en tales momentos, manifestaba lo que le había ocurrido con la vieja, y que queda ya relatado, agregando que la había llevado a un palacio de encantamiento, donde, después de cruzar soberbios y suntuosos salones, la condujo a un recinto verdaderamente maravilloso donde, en efecto, vio a Arcadio, sin que pudieran hablarse ni comunicarse sus afectos de modo alguno, siendo un verdadero tormento el que sufrían, que al parecer era la consecuencia del maligno encantamiento.

Pedía, por lo tanto, la princesa, que la libraran de aquel horrible sufrir, a fin de conseguir su desencantamiento.

Tal horror produjo en los habitantes lo relatado, que nadie se atrevía a aproximarse al «Pozo de la Encantada»; horror y verdadero miedo que no se han extinguido.

Como consecuencia de ello, los alrededores de aquel sitio estaban tan cubiertos de arbustos, zarzas y malezas, que hacían imposible penetrar hasta él.

Conocedores varios jóvenes de aquella villa de la fantástica historia, y con objeto de completarla, emprendieron el verano último grandes trabajos, con el fin de procurar a todo trance el desencantamiento de la princesa; principiaron haciendo un camino para poder llegar al misterioso sitio; luego hicieron un examen detenido para ver si hallaban algún vestigio que les sirviera de guía; y, por último, demostrando un valor nada común, puesto que la mayor parte de la gente se asustaría sólo de la idea de acercarse a dicho punto, se resolvieron a lanzarse al líquido elemento bañándose diariamente en el temido «Pozo de la Encantada», y nadando por debajo de las aguas, hicieron observaciones con todo detenimiento por el peñascoso suelo, sin que, a pesar de estos esfuerzos extraordinarios, hayan podido dar… ni con la princesa… ni con la trucha.


 

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