Función pública: un totum revolutum que no beneficia a nadie

Los empleados públicos son todas aquellas personas que desempeñan para las Administraciones Públicas (estatal, autonómica y local) funciones retribuidas al servicio de los intereses generales.

En una ocasión anterior (“Evolución de la plantilla municipal”) señalé que, según la vigente normativa legal[1], en España los empleados públicos se clasifican en:

  • funcionarios de carrera, que es el supuesto normal, y que son los que tienen su plaza en propiedad;
  • funcionarios interinos, que son los que están simplemente de paso, porque desempeñan con carácter excepcional las tareas propias de los anteriores;
  • personal laboral, ya sea fijo, por tiempo indefinido o temporal; y
  • personal eventual, esto es, los enchufados, una especie de híbridos que están exentos de todo lo que aquí expondré, puesto que tanto su nombramiento como su cese son completamente libres por aquello de que el dedo que te dio el puesto de trabajo será el dedo que en su momento te lo quitará.

Pero llegados a este punto es preciso detenerse en el porqué de esta situación o, más exactamente, en la razón por la que, desde hace años y bajo la misma denominación de empleados públicos, conviven en la Administración española las figuras del funcionario y del laboral.

Los funcionarios se crearon en el siglo XIX con el fin de separar el poder político de la estructura burocrática y, además, dotar a esta última de la debida profesionalidad y estabilidad, todo ello con el propósito de lograr una eficacia e independencia desconocidas hasta entonces, lo que dio lugar a una organización racional y ordenada, compuesta de diferentes cuerpos de funcionarios que accedían a sus puestos a través de un sistema basado en los conocidos principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, lo que garantizaba que los funcionarios pudieran ejercer sus tareas de una manera imparcial e independiente, al margen por completo de las intenciones políticas de turno.

Este sistema, que se mantuvo así inalterablemente durante más de cien años, sin embargo, comenzó a hacer aguas en los años ochenta del pasado siglo (al poco de finalizar la transición democrática), momento a partir del cual, y bajo los más dispares argumentos, se ha expandido en la Administración, básicamente en la autonómica y en la local, un proceso casi imparable y absorbente de laboralización de la función pública.

Hasta entonces la presencia de personal laboral al servicio de la Administración había sido siempre residual y subsidiaria, pero poco a poco fue normalizándose, lo que generó una dualidad de regímenes jurídicos que fue motivo de no pocas discusiones, polémica ésta que el Tribunal Constitucional zanjó definitivamente señalando salomónicamente que nuestra Constitución, aun cuando prefiera un modelo funcionarial, permite su convivencia con el personal laboral.

El paulatino desmantelamiento de los pilares de la función pública tradicional, en mi modesta opinión, no ha tenido más finalidad que la de lograr una masa clientelar y de votos cautivos que hubiera sido prácticamente imposible con los funcionarios debido a su presumida imparcialidad e independencia.

El proceso lo explica magistralmente, como siempre, el Prof. Nieto García[2] al señalar que el legislador ha ido poco a poco erosionando la figura funcionarial y magnificando la de los laborales, difuminando progresivamente, hasta casi desaparecer, las diferencias entre ambos grupos de empleados públicos. Los funcionarios han perdido su nota característica de la inamovilidad, mientras que los laborales la están adquiriendo paulatinamente. Unos y otros realizan ya prácticamente las mismas tareas (con la salvedad de las pocas que todavía siguen reservadas en exclusiva a los funcionarios) y sus retribuciones han sido equiparadas.

Y de aquellos polvos vienen estos lodos: se ha pervertido el sistema y los funcionarios públicos son actualmente una especie a extinguir. Los políticos prefieren mucho más a los laborales por su supuesta docilidad. ¡¡¡Sin comentarios!!!

Buena prueba de la laboralización del empleo público es que a nivel estatal alcanza actualmente un promedio del 23,40%, siendo mayoritaria en la Administración Local, donde el porcentaje es del 54,34%, más de la mitad, que se dice pronto, pero esta proporción nacional es ampliamente superada en el caso del Ayuntamiento de Cangas del Narcea donde, de un total de 169 empleados públicos, resulta que 65 son funcionarios y los 104 restantes laborales, lo que quiere decir que éstos son ya nada menos que el 61,54% de la plantilla.

La misma normativa citada al principio dispone también que los sistemas de selección de los empleados públicos, tanto funcionarios como laborales, son los siguientes:

  • oposición, consistente en pruebas que podrán consistir en la comprobación de los conocimientos y la capacidad analítica de los aspirantes, en la realización de ejercicios que demuestren la posesión de habilidades y destrezas, en la comprobación del dominio de lenguas extranjeras y, en su caso, en la superación de pruebas físicas;
  • concurso-oposición, mediante pruebas similares a las anteriores, pero incluyendo la valoración de méritos de los aspirantes, bien entendido que sólo se podrá otorgar a dicha valoración una puntuación proporcionada que no determinará, en ningún caso, por sí misma el resultado del proceso selectivo; y
  • concurso o valoración de méritos, que consistirá únicamente en eso, en evaluar los méritos de los aspirantes.

Por razones obvias, el sistema normal es el de oposición, siendo absolutamente excepcional el de concurso o valoración de méritos, reservado prácticamente a las promociones internas.

Pues bien, salvo que la memoria me falle, no conozco prácticamente ni a un solo empleado público laboral que haya accedido a su puesto de trabajo superando alguno de esos procesos selectivos y, en consecuencia, cumpliendo con los repetidos cuatro principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad.

Se da así una extraña paradoja o, mejor dicho, una doble discriminación que, como todas, es injusta:

  • de un lado, los empleados públicos laborales son equiparados de facto a los funcionaros, con olvido por completo de su distinta reglamentación profesional y su diferente sistema de acceso a la función pública; y
  • de otro, los empleados públicos laborales gozan de un estatus que para sí quisieran los trabajadores de las empresas privadas (un ejemplo lo expuse en “Empleados públicos: cosas veredes”) pues, como todos sabemos, la Administración no funciona precisamente con los criterios de eficiencia, etc. propios de las mismas.

En conclusión, la función pública española necesita urgentemente de una amplia reforma en beneficio del interés general y quizá sea ahora, una vez vencida la pandemia y en el fragor de sus calamitosas consecuencias, cuando la misma deba de acometerse con rigor.

Portugal (cuyos habitantes son hoy gráficamente denominados “los nuevos nórdicos del sur”), la acometió hace años a instancias de la troika comunitaria y hoy es un ejemplo a seguir.

¡¡¡ Ay de mi güei !!!


[1] Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público.

[2] “El Desgobierno de lo público”, Editorial Ariel, Barcelona 2008.

Mario Gómez Marcos (Cangas del Narcea, 1960 - 2023)
Abogado
2 comentarios
  1. José Luís Rodríguez Mera
    José Luís Rodríguez Mera Dice:

    Estaría bien efectuar una clasificación colocando a todos los trabajadores municipales y chiringuitos agregados con expresión del año de su oposición.

    Responder

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