El desgobierno de lo público

En una entrada anterior (“Distribución de los empleados municipales”) escribí que en la plantilla del Ayuntamiento de Cangas del Narcea existían tres funcionarios con habilitación nacional, que son el secretario general, el interventor y el tesorero o depositario, y que se denominan así porque, a diferencia del resto de los empleados municipales, éstos tres puede desempeñar su trabajo en cualquier Ayuntamiento de España de su misma categoría.

Por las características e importancia de las funciones que ejercen, y por su cualificación y especialización, merecen una atención especial, señalando al respecto la normativa legal vigente que son funciones públicas necesarias en todas las Corporaciones locales, cuya responsabilidad administrativa está reservada a funcionarios de administración local con habilitación de carácter nacional, las siguientes:

  • A la secretaría le corresponden las funciones de fe pública y el asesoramiento legal preceptivo.
  • A la Intervención le competen la fiscalización de la gestión económico-financiera y presupuestaria, así como la contabilidad municipal.
  • Y a la tesorería le atañen las funciones propias del manejo de los fondos municipales y la recaudación.

Tradicionalmente, éstos funcionarios, dentro de sus respectivas esferas de acción, incurrían en responsabilidad si no advertían a la Corporación las manifiestas infracciones legales en que pudieran incurrir con sus acuerdos. Dichos funcionarios podían advertir la ilegalidad de los acuerdos que pretendieran adoptarse, mediante nota en el expediente, antes de dar cuenta a la Corporación. Podían asimismo solicitar que un expediente o propuesta quedara sobre la mesa hasta la próxima sesión, cuando por la índole del asunto tuviera duda sobre la legalidad del acuerdo. Si, no obstante la advertencia del Secretario o del Interventor, según los casos, fuese tomado el acuerdo, aquellos funcionarios estaban obligados, bajo su responsabilidad, a remitir al Gobernador Civil de la provincia, en plazo de tercer día, certificación del acuerdo adoptado y de la advertencia formulada. Si se tratare de acuerdos relativos a materia económica sería también notificado el Delegado de Hacienda.

Lógicamente, no había alcalde o concejal que se atreviera a tomar decisiones en contra de la advertencia de ilegalidad de los funcionarios con habilitación nacional, porque entonces la prevaricación estaría servida.

Pero, sorprendentemente, con la llegada de la democracia la advertencia de ilegalidad fue suprimida y los alcaldes y concejales empezaron a campar a sus anchas, con las nefastas consecuencias de todos conocidas.

Mi admirado Don Alejandro Nieto García, catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid y expresidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, explica todo esto magistralmente en su magnífico libro “El Desgobierno de lo público” (Editorial Ariel, Barcelona 2008) bajo la rúbrica “Autonomía sin responsabilidad”. Dice así el Prof. Nieto García:

La Constitución de 1978 dio un vuelco al régimen municipal al establecer una autonomía que por primera vez en la Edad Moderna era un autonomía auténtica y efectiva (o casi). La novedad aquí no era ya un aumento sensible de las competencias locales, sino algo mucho más importante, a saber: la eliminación de las tutelas administrativas superiores. Porque en la actualidad —y salvo excepciones rigurosamente contadas— las decisiones municipales ni son tuteladas a priori por otra administración pública ni tampoco controladas a posteriori, pues sólo se mantienen los controles judiciales y del Tribunal de Cuentas.

Se trata, por tanto, de una autonomía irresponsable y tal es la primera causa del desastre municipal, dado que autonomía sin responsabilidad ni control es puro desgobierno.

Los controles externos que se mantienen no son efectivos. La inoperancia de los tribunales de cuentas (estatal y autonómicos) es tan notoria que no vale la pena insistir en ello. Y la intervención de los tribunales ordinarios es tan lenta y costosa que sólo opera en casos excepcionales, pues resulta difícil imaginar que un propietario acuda a los tribunales para impugnar una ordenanza reguladora de los vados en las aceras públicas. Esto es legalmente posible, desde luego, pero son mecanismos pensados para supuestos excepcionales, cuando hay detrás grandes intereses o asociaciones poderosas capaces de hacer frente a las demoras y gastos que estos recursos exigen.

Lo más lamentable de esta historia es el hecho de que al iniciarse la Transición los ayuntamientos se encontraban aceptablemente controlados como consecuencia de una operación taumaturgia que había tenido lugar durante la Dictadura de Primo de Rivera[1] y que había cortado una tradición inveterada de corrupciones impunes y caciquismos inmunes. La solución —inspirada por Maura[2] y desarrollada por Calvo Sotelo[3]— fue muy sencilla y consistía fundamentalmente en el establecimiento de tres clases de funcionarios (los «Cuerpos nacionales» de secretarios, interventores y depositarios), encargados de controlar la limpieza legal y contable de las corporaciones. Un mecanismo nada nuevo ciertamente, puesto que siempre y en todo lugar existe con un nombre u otro, pero que ahora iba a ser efectivo por primera vez debido a la circunstancia de tener asegurada su independencia al no depender ni su nombramiento ni su sueldo de la corporación vigilada. Porque es claro que si es el ayuntamiento quien los nombra y fija sus retribuciones, nadie puede exigir independencia al controlador si depende económicamente del controlado. Tal era, por tanto, el secreto de los Cuerpos Nacionales de Calvo Sotelo, ya que su nombramiento y su sueldo provenían del Estado, quien les dejaba las manos libres para vigilar estrechamente a la corporación en que estaban destinados.

La fórmula era teóricamente impecable y, lo que es mejor, se asentó rápidamente en la práctica de tal manera que, apoyados incondicionalmente por el aparato estatal, estos funcionarios pudieron cortar en seco las tentaciones locales de corrupción y caciquismo. Este éxito, no obstante, arrastró su perdición. Porque, apenas iniciada la Transición democrática, la primera exigencia de las fuerzas locales consistió en ser liberadas de este control eficaz y bien sabían cómo hacerlo: sujetar de nuevo a los funcionarios a través de nombramientos y sueldos discrecionales, de tal manera que así pudiera la corporación estar segura de su debilidad, de que habían de cerrar los ojos ante las irregularidades so pena de ver disminuidas sus retribuciones y, además, de que sus eventuales advertencias de ilegalidad no tuvieran efectividad alguna. En estas condiciones el control resultaba imposible ya que es inimaginable que alguien ponga reparos a quien le ha nombrado y, además, le paga. Y por si esto fuera poco, para evitar eventuales comportamientos heroicos, sus funciones se degradaron, puesto que se les privó de muchas atribuciones y, sobre todo, desaparecieron las consecuencias de los informes críticos. Es decir, que la corporación puede hoy adoptar acuerdos contrarios a los informes técnicos sin que ello provoque intervención alguna por parte de otra administración superior, ya que, como se ha dicho antes, eso sólo lo pueden hacer los jueces y nunca de oficio. Todo lo cual se  envolvió bajo el pomposo rótulo de «autonomía municipal», que quiere decir autonomía irresponsable, y que es la cifra suprema y emblemática del desgobierno.

Así es como se ha llegado irremediablemente a la autonomía irresponsable actual en la que toda ilicitud, toda arbitrariedad y toda corrupción tienen acomodo. No existe anomalía alguna que justifique una intervención administrativa externa ni preventiva ni correctora, a reserva de una intervención judicial lenta, costosa e imprevisible.

Como era de suponer, la política de esterilización de los funcionarios de los cuerpos nacionales no se detuvo aquí. Porque inmediatamente se dieron cuenta los políticos de la comodidad que suponía tener en su mano a todos los funcionarios y no sólo a aquellos. La consecuencia ha sido el desmantelamiento implacable de todo el aparato, de tal manera que los funcionarios están siendo sustituidos progresivamente por laborales y, lo que es más importante, todos los cargos de importancia están ocupados por individuos de «confianza política», con lo que se garantiza su fidelidad servil, aunque sea a costa de su capacidad técnica. Las consecuencias del nuevo sistema saltan a la vista: el personal ejecuta las órdenes sin discutir su legalidad ni criticar su eficacia, pero sobre todo con estos cargos se alimentan las huestes de los partidos políticos: es el esperado botín de la conquista por cuya adquisición y conservación se lucha desesperadamente con arreglo a la vieja tradición feudal.

En fin, lamentable. Porque, como dice el refranero popular, de aquellos polvos vienen estos lodos.

Y por cierto, este libro del Prof. Nieto García, que recomiendo vivamente a todo el mundo, debería de ser de lectura obligada en todos los institutos de enseñanza media de España.


[1] La dictadura de Primo de Rivera fue el régimen político que hubo en España desde el golpe de Estado del capitán general de CataluñaMiguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923, hasta la dimisión de este el 28 de enero de 1930 y su sustitución por la «dictablanda» del general Berenguer. Ha sido considerada como «el primer ensayo de institucionalización consciente del nacionalismo español» autoritario cuyo instrumento fue el Ejército, fuertemente corporativo y militarista.

[2] Antonio Maura y Montaner (Palma de Mallorca, 2 de mayo de 1853-Torrelodones, 13 de diciembre de 1925) fue un político españolpresidente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII; entre 1903 y 1904, entre 1907 y 1909 —el gobierno largo de Antonio Maura—, en 1918, en 1919 y entre 1921 y 1922. Maura, que hasta 1902 —año de ingreso en el Partido Conservador— perteneció a la facción gamacista del Partido Liberal, fue también ministro de Ultramar entre 1892 y 1894, ministro de Gracia y Justicia entre 1894 y 1895 y ministro de Gobernación entre 1902 y 1903.

[3] José Calvo Sotelo (Tuy6 de mayo de 1893Madrid13 de julio de 1936) fue un político y jurisconsulto españolministro de Hacienda entre 1925 y 1930, durante la Dictadura de Primo de Rivera. En un exilio autoimpuesto evitó ser juzgado por sus responsabilidades como ministro de la dictadura durante los primeros años de la Segunda República; no obstante fue elegido diputado en todas las legislaturas, incorporándose a su escaño tras una amnistía durante el bienio radicalcedista en 1934. Destacó como líder de las fuerzas que pretendían la instauración de una monarquía autoritaria corporativista,​ a través del partido Renovación Española, aunque no mantuvo muy buena relación con las otras fuerzas de la derecha: la mayoritaria, partidaria de contemporizar con la República (CEDA) y las más próximas al fascismo, como Falange Española.

Mario Gómez Marcos (Cangas del Narcea, 1960 - 2023)
Abogado
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