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Tres artículos de Gumersindo Díaz Morodo Borí publicados durante la Guerra Civil en el periódico republicano El Diluvio, de Barcelona

“¡Parapitu…!”

De regreso del viaje a Rusia se lamentaba el camarada González Peña de la errónea opinión que en naciones extranjeras se tiene respecto al dinamitero, o sea al que en esta lucha emplea exclusivamente la dinamita como procedimiento de ataque.

No es sólo en determinados sectores del extranjero en donde el error está extendido. En la misma España, y aun dentro de la zona antifascista, al dinamitero se le considera como a individuo que inconscientemente lanza los cartuchos de dinamita, sin noción alguna de lo que hace, sin más método ni guía que el afán de destruir.

Es la misma opinión que a últimos del pasado siglo y primeros del actual se tenía de libertarios o anarquistas, a quienes los dibujantes presenciaban con largas y desmarañadas melenas e hirsutas y descuidadas barbas con todo el aspecto de seres repulsivos o patibularios. Fue necesario la bomba de Morral y poco después el proceso y fusilamiento de Ferrer para que el vulgo rectificase en algo sus errores de visión.

El dinamitero –y concretamente me refiero al dinamitero asturiano- es ni más ni menos que el camarada minero que en las profundidades de la tierra abre barrenos, carga con dinamita y provoca la explosión. Por lo tanto, para él la dinamita es la “herramienta” del oficio, así como para el albañil es la paleta o la llana; para el carpintero, la garlopa o el serrucho, o el dedal y la aguja para el sastre. Es su usual “herramienta” de trabajo y, como práctico en su maneje, es lógico que en momentos de lucha la prefiera al fusil o a la ametralladora, aunque sepa muy bien a lo que se expone frente a las armas de precisión o automáticas, puesto que para el ataque tiene que proceder sin subterfugios, de frente y a poca distancia del enemigo. Son, pues, los dinamiteros verdaderos héroes en esta lucha de independencia española.

* * *

Les vi actuar por primera vez en el glorioso octubre del 34, en circunstancias para mí muy críticas. Las tropas de Ochoa, moros y legionarios, pugnaban por entrar en Oviedo. Los nuestros apenas si disponían de muy contadas municiones. Pero salieron los dinamiteros, y era de ver cómo aquellas salvajes fuerzas mercenarias huían aterrorizadas ante el ataque frío y metódico de los portadores de dinamita. El espectáculo era verdaderamente sorprendente, y a la vista de tanto heroísmo me olvidé de mí mismo. No faltaban visiones macabras. De entre aquellos luchadores que llevaban en la cintura las cargas de dinamita ocurrían casos de desaparición fulminante, ya fuese por imprudencia o por el choque de bala contra el explosivo que portaban…

Y ahora, en esta guerra, he convivido con ellos los primeros meses de lucha. Procedían de Mieres, de las minas, naturalmente. Al principio me asustaba al ver la familiaridad de trato al explosivo, y sobre todo cuando con los dientes fijaban el fulminante al apretado paquete de cartuchos. Les exponía mis temores, pero parecían no entenderme. La dinamita era para ellos la “herramienta” del oficio.

De todos aquellos dinamiteros llamó desde un principio mi atención un camarada alto y esquelético, con pómulos salientes, verdadera reencarnación quijotesca. Ignoro su verdadero nombre; se le conocía por el remoquete de “Parapitu”. En las horas que le dejaban libres sus ocupaciones de preparar cargas de dinamita o de prestar guardia fusil en mano, le veía invariablemente con algún niño en brazos, cantándole y procurando dormirle cual pudiera hacerlo la más cariñosa madre.

Pero en los amaneceres veraniegos del Naranco, en aquellos incomparables amaneceres en que la niebla descolgándose del “Pico del Paisano” cubre la levítica ciudad de Oviedo, de la que sólo emerge, en ocasiones, cual barquichuelo en lago de espuma, parte de la torre de la catedral ovetense; en aquellos clarear del día en que me arrastraba por las terrazas del Sanatorio recogiendo las vainas de los cartuchos disparados durante la noche para su recarga en Trubia, raro era que al lado mío no se deslizase la larga figura de “Parapitu”, oteando al campo enemigo, y procurando, cual yo, hacerse invisible a las cercanas ametralladoras fascistas.

Al otear “Parapitu” las posiciones enemigas, su obsesión la constituía un grupo de cuatro o cinco unidas casitas situadas frente al “Merendero del Naranco”, edificio ocupado por guardias civiles y sólo separado de las casitas por el ancho de la carretera. Durante el día esta carretera quedaba dominada bajo el fuego de nuestros fusiles y ametralladoras; pero durante las noches el enemigo se pasaba de una a otras edificaciones, hostilizando nuestras avanzadillas. “Parapitu” quería poner fin a estas correrías fascistas. Me parecía completamente imposible evitar lo que ocurría. ¿Cómo acercarse a escasos seis metros de la fuerte posición enemiga? Ante mi argumentación “Parapitu” se limitaba a sonreír… Y pocas noches después me despertaron violentas explosiones cercanas. Salí a la terraza. Nada. Mirando al frente o cerco de Oviedo podía verse lo mismo de todas las noches: los fogonazos de fusil, ametralladora, bombas y dinamita, o sea lo corriente en la lucha. Pero al amanecer, y al deslizarme, según costumbre, por la terraza, un impulso irresistible me hizo ponerme en pie. ¡Las casitas habían sido voladas!… Mi sorpresa duró poco. Un tirón de una pierna me hizo caer de bruces. Allí estaba “Parapitu”, oponiéndose a mí imprudencia y oteando el campo enemigo. Le señalé las desmonchas edificaciones. Su respuesta fue sonreírse nuevamente, sonrisa suya que parecía de niño.

Así son nuestros dinamiteros.

* * *

El mismo día que salí de esa posición del Naranco se había atacado a la «Casa Negra» y «Parapitu» resultara herido en una pierna, herida a la que no daba importancia. Algún tiempo después supe que otra bala traspasara la cabeza de aquel dinamitero en quien reencarnara Alonso Quijano, el Bueno.

G. Díaz Morodo (“BORI”)

El Diluvio, martes, 22 de marzo de 1938.

 

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