La realidad y el deseo de Venancio García Pereira
El Muséu del Pueblu d’Asturies, en su incansable labor por mantener a buen recaudo nuestro patrimonio cultural y nuestra historia, acaba de publicar Cuadros y escenas criollas de Villaguay (Argentina), escritos por el médico Venancio García Pereira en 1894. Desde el punto de vista intelectual, el libro, inédito hasta ahora, fue el pretexto para el contacto entre las dos orillas de un océano, y por tanto sale a la luz en edición de Juaco López Álvarez, director del Muséu del Pueblu d’Asturies, con la ayuda de Raúl Jaluf, responsable del Museo Histórico Municipal de Santa Rosa de Villaguay, y con textos explicativos del propio Juaco López y de Manuela Chiesa, investigadora, y Miguel Ángel Federik, abogado y poeta, ambos de ese municipio argentino de la provincia de Entre Ríos.
Detrás de cada hallazgo suele haber una pequeña novela, a menudo digna de contar. Juaco López visitaba en la infancia la casa de los padrinos de un hermano suyo en el barrio de El Corral, en Cangas del Narcea. Años más tarde, ya adulto y responsable del museo, recibe una llamada de unos anticuarios por un lote procedente de Cangas del Narcea. En el lote descubre unos cuantos papeles de aquellas personas que visitaba en la infancia, ya fallecidas, y entre ellos algo más: “Los documentos que más llamaron mi atención fueron dos novelas manuscritas en unos cuadernos, fechadas en Madrid en 1876, y otros tres cuadernos más pequeños con escritos realizados en Villaguay en 1894, todos ellos firmados por Venancio García Pereira”.
¿Y quién fue este hombre? Venancio García Pereira nació en el seno de una familia conservadora y profundamente religiosa en el barrio de El Corral, de la por entonces Cangas de Tineo, en 1857. En 1873, después de cursar los estudios secundarios, marchó a Madrid a estudiar Medicina, carrera que acabaría en Santiago de Compostela en 1879. Aficionado a la literatura, dejó escritas algunas novelas y empezadas otras, todo, salvo lo que se incluye en los apéndices de este libro, rigurosamente inédito. En Galicia casó con Efigenia, y en 1885, con 29 años y sin su mujer, que no lo acompañó y con la que después no tuvo ningún contacto, se fue a la República Argentina, donde durante una década, mientras se lo permitió una salud quebrantada prematuramente, ejerció de médico en Villaguay. Murió en Buenos Aires el 1 de mayo de 1896.
A Villaguay, en pleno monte de Montiel, en el corazón de la provincia de Entre Ríos, llegó Venancio para quedarse, algo sumamente extraño entre los emigrantes de su tiempo, a los que más bien movía el deseo de ganar dinero y volver a su patria. Impulsado por cierto idealismo romántico y quizá algo bohemio, un médico español, con posibilidades de ganarse bien la vida cerca de casa, se fue a un pueblo remoto, con una farmacia, un café y poco más de mil habitantes. Uno de esos pueblos que tienen algo de la mítica salvaje del western, con parroquianos procedentes de mil lugares en busca de una nueva vida y a los que nunca se les pregunta por su pasado; un pueblo con calles en construcción, casas a medio hacer y un reducido cuartucho donde se aloja la redacción del periódico local recién inaugurado. Venancio, un tipo bien original, tiene además la peculiaridad de que en este cuaderno habla de lo que le rodea. Por sus correspondencias se puede reconstruir parte de la vida de algunos emigrantes, pero estos Cuadros y escenas criollas son un texto raro para la época en España. Este médico, con la incansable curiosidad del niño, la paciencia del entomólogo y la precisión del buen novelista -Émile Zola es el único escritor que cita- se interesa por el territorio en que se ha instalado y por las gentes que lo habitan. Los observa, muchas veces desde la barrera, porque las cacerías o las domas de caballos son peligrosas para quien no está acostumbrado a ellas; anota lo que hacen, pone especial atención en el lenguaje -el cuaderno está salpicado por una cantidad considerable de palabras argentinas que el autor explica en nota-, viaja con ellos, describe el paisaje, explora el campo, aprende; y con ellos disfruta de alguna farra y asiste a un velatorio que le llama la atención por su carácter festivo. Como buen médico, se desquicia con sus supersticiones, en concreto con aquellas en que entran en juego los curanderos o la higiene poco recomendable -se comen los piojos porque creen que los libra del mal de ojo-, y como buen filántropo atiende a los pobres y aguanta estoicamente que casi todo el mundo le deba dinero por sus servicios: “Hace nueve años que trabajo y mucho; no soy rico, hay muchos que me deben la vida y casi todos dinero, y tengo dos amigos”. Como explica Juaco López, en los Cuadros y escenas criollas Venancio “se paseará por todos los distritos rurales de Villaguay, describiendo el monte, el río Gualeguay, las lagunas, los árboles y arbustos, los animales, las aves, los peces, los insectos, así como las costumbres del país: el consumo de mate, la vida en la pulpería con sus juegos y carreras de caballos, los apartes o recogida y selección del ganado, las hierras u operación de señalar y marcar el ganado, la caza y la pesca”. Y también la sociedad de Santa Rosa de Villaguay, entre la que se movió cotidianamente y con la que parecía tener una relación ambigua, mezcla de resentimiento y atracción.
La vida de todo hombre es un enorme interrogante, un enigma sin resolver, un cúmulo de contradicciones. La de éste, desde luego, no es ninguna excepción. Un hombre conservador y muy religioso escoge como profesión la medicina. Quiere el tópico decimonónico que en cada pueblo español haya dos bandos enfrentados: el del cura y los conservadores, por un lado, y el del médico o el boticario y los liberales, por otro, pero claro, éste, como todos los tópicos, solamente es verdad a medias, y Venancio tiene algo de los dos bandos. Sus ideas sobre la enseñanza no son las de la Institución Libre de Enseñanza, pero su espíritu responsable y ecuánime no quita su parte de culpa a los sacerdotes: “La caridad evangélica y la humildad cristiana son letra muerta para estos traficantes de conciencias que jamás bautizarán ni casarán a un individuo, por pobre que este sea, si antes no se agenció del dinero suficiente para entregarlo al cura por el sacramento que descarada y cínicamente le vende”.
Un médico se fue a un pueblo pequeño y exótico al otro lado del mundo, lejos de casa, dejando en Galicia a la mujer de buena familia con la que se había casado, pero, como se deduce de alguna carta reproducida en la introducción, lo hizo con ciertas aspiraciones. Lo más probable es que esas aspiraciones no fueran profesionales. Puede que más bien fueran literarias, una manera romántica de cargarse de experiencias y tener cosas sobre las que escribir, un poco a lo Lord Byron. Pero cómo saberlo. Además, el cuaderno en el que escribió estos Cuadros y escenas criollas -el título es del editor, tomado del cuaderno- está dedicado a su cuñado, y en esa dedicatoria manifiesta que su único objetivo es procurarle un rato de distracción. Sin embargo, el último capítulo, titulado “Por las Raíces“, donde narra un viaje por el distrito de ese nombre, comienza: “No se alarmen inútilmente mis lectores”, lo que indica que en su subconsciente anidaba el deseo de tener algún lector más que su cuñado. Por último, como se deduce de una carta que Gerónima Arteaga de Montiel le envía a Dolores García, hermana de Venancio, tras el fallecimiento de éste, el médico seguramente fue un gran filántropo. Se comportó con profesionalidad y diligencia en su trabajo, atendió a los pobres y en aquel pueblo le están agradecidos -una placa en su honor da fe de ello-. Y también acogió a un niño huérfano. Pero hay una duda en el aire, y la primera en plasmar esa duda es su propia hermana, que lo había acompañado algún tiempo en Villaguay, había estado con él, se había ocupado de sus asuntos tras su muerte y debería conocer bien esos pormenores. No obstante, pregunta, y la pregunta que hace no es muy tranquilizadora: ¿No será ese niño hijo de mi hermano? La respuesta, por el contrario, le permitió vivir tranquila.
Todos somos hojas arrastradas por el viento, y mientras nos arrastra creemos que siempre lo hará hacía adelante, en una carrera imparable y constante en la que la realidad irá acoplándose como un fino guante de piel a nuestros deseos, pero no es así. Bien contada, cualquier vida es un interesante relato, aunque algunas tienen ingredientes más propicios que otras para captar la atención del lector. La de Venancio García Pereira, con sus certezas y sus incertidumbres, sus búsquedas y sus hallazgos, sus luces y sus sombras, sus inquietudes, su amor por la naturaleza, su atención a los más necesitados, su incesante espíritu aventurero, su casa a medio construir en Villaguay, quizá metáfora de su existencia, y su temprana muerte, es de las que merecen ser contadas. Y en este libro se cuenta con la misma precisión y el mismo garbo con que él explicó las costumbres de los habitantes de “esa exigua parcela del mundo”.
Hola. Faltan algunos datos, como que el doctor tuvo 3 hijos (2 varones y 1 mujer con la planchadora del pueblo) y aunque no los reconoció formalmente, sí, les dio su apellido.
En los datos del censo de Villaguay de 1895 ya figura su primer hijo Ramón, a cuentas, mi abuelo.
Gracias por plasmar la vida de Venancio en tan bellas palabras sólo agregué la parte que faltaba, la de Cayetana, la madre de sus hijos
Abrazo
Andrea