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De Las Cuadriellas de Ambres a la madrileña Puerta del Sol. El origen cangués del PSOE

Siempre decía mi amigo el abogado Mario Gómez Marcos (q.e.p.d.):
«Todo lo que ocurre en este país [España] se explica desde Cangas»
Cada vez que me ponía un ejemplo no tenía más remedio que darle la razón.
Hoy una vez más, querido Mario, te doy la razón.

 

Casa Labra, taberna tradicional madrileña ubicada en la calle Tetuan, 12 y fundada en 1860 por Juan Berdasco de Las Cuadriellas de Ambres (Cangas del Narcea). Foto: José Manuel Azcona.

Corría el año 1860 y la calle Peregrinos —a la sazón, calle Tetuán— era una de las zonas de Madrid donde la colonia asturiana estaba más asentada. Allí un buen señor, de nombre Juan Berdasco, natural de Las Cuadriellas de Ambres en el concejo asturiano de Cangas del Narcea, fundó una casa de comidas para regocijo de sus paisanos. Ese fue el germen de la vieja y popular taberna Casa Labra que, como tantas otras virtudes de la gastronomía más castiza de la capital, los madrileños se la deben a la mente de un cangués.

Aquella primitiva Casa Labra tuvo que ser trasladada pocos años después de su fundación debido a uno de los acontecimientos más relevantes en la historia de la capital de España, la reforma de la Puerta del Sol. Hasta los años sesenta del siglo XIX, la explanada de Sol no era exactamente una plaza y ocupaba más o menos la mitad de espacio que en la actualidad. La desamortización de Mendizábal propició el derribo de los históricos conventos de San Felipe y Nuestra Señora de las Victorias y la nueva Puerta del Sol se llevó por delante algunas calles aledañas, como parte de la calle Peregrinos. Así las cosas, nuestro paisano Berdasco tuvo que desplazarse unos números más abajo, hasta el 12 de la actual calle de Tetuán, para mantener su negocio.

Entrañable escena campesina en Casa Berdasco de Las Cuadriellas de Ambres, en el Partido de Sierra (Cangas del Narcea), año 1940. Foto: Del álbum familiar.

Pero este no fue el único acontecimiento histórico del que ha sido testigo la más que centenaria Casa Labra. Sin duda el más importante de todos fue el acaecido el 2 de mayo de 1879. Aquel día de primavera y festivo en Madrid, un grupo de personas que abogaban por crear una organización que defendiera y ampliara los derechos de los trabajadores, se reunió en el local de Berdasco para, mientras mantenían una comida, poner en marcha una especie de conspiración política para cambiar la situación de la clase obrera.

Y así fue como entre platos de bacalao especialidad de la casa y vino, muy probablemente de Cangas, dieciséis trabajadores de una imprenta, cuatro médicos, dos joyeros, un científico, un zapatero y un marmolista aprovecharon el aluvión de comidas sociales, que con motivo de la festividad regional del 2 de mayo se celebraban en la ciudad, para pasar desapercibidos de las fuerzas del orden público y fundar el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). No es de extrañar tanto interés en pasar inadvertidos teniendo en cuenta que en aquellos años su actividad hubiera sido considerada ilegal y que el Ministerio de la Gobernación se ubicaba entonces en la Casa del Reloj, a menos de 100 metros del negocio de Juan Berdasco.

Agrupación socialista madrileña celebrando el centenario de la fundación del partido en 1979 delante de Casa Labra.

Entre los tipógrafos se encontraba un joven gallego que tenía contacto con Paul Lafargue, teórico revolucionario marxista y médico, casado con Laura Marx, hija del pensador socialista y activista revolucionario de origen alemán Karl Marx. Este gallego no era otro que Pablo Iglesias Posse a quien sus compañeros eligieron el primer presidente de lo que habría de ser el PSOE, partido político que sería legalizado finalmente en 1881.


Un nuevo artículo de Odón: «Dos sangrías» (1909)

Mozas de Cangas del Narcea, hacia 1915. Fotografía de Benjamín R. Membiela.

Siguen apareciendo, gota a gota, algunos ejemplares de periódicos editados en Cangas del Narcea que no conocíamos. En este caso se trata de un ejemplar de El Narcea, núm. 199, de 13 de noviembre de 1909, dirigido por el maestro Ibo Menéndez Solar. En la crónica local de ese número se escribe sobre los proyectos para construir un cementerio, un matadero y un lavadero, tres aspiraciones de los habitantes de la villa de Cangas, que irán llegando poco a poco en ese primer tercio del siglo XX. En la portada aparece un articulo de Odón Meléndez de Arvas (Carballo, 1851-Cibuyo, 1923), que hoy traemos aquí porque no aparece en la colección de artículos de este periodista local que publicó el «Tous pa Tous» en el libro Artículos periodísticos (1903-1917), en edición de Ángeles Martínez Álvarez.

Odón Meléndez de Arvas fue un maestro de Cangas del Narcea que vivió en el pueblo de Cibuyo y ejerció en la escuela de La Regla de Perandones. Pero, además, fue un activo periodista que colaboró en la prensa que se editaba en Cangas del Narcea y en otras localidades asturianas. Publicó en La Verdad, El Narcea, El Distrito Cangués, del que fue jefe de redacción, y La Voz de Cangas, editados en Cangas del Narcea, y en La Justicia de Grado. Odón era una persona de arraigadas ideas republicanas, que escribió numerosos artículos costumbristas sobre la vida rural y de opinión, siempre defendiendo sus dos grandes intereses y preocupaciones: la instrucción pública y los campesinos. Fue presidente de la Asociación de Maestros de Primera Enseñanza de Cangas del Narcea. Nunca rehuyó la polémica.

En este articulo titulado «Dos sangrías» se lamenta de la emigración a América y del servicio militar con destino a la guerra de África, que sangraba a la juventud canguesa de ambos sexos en aquellos años, y reivindica la importancia de la agricultura y la instrucción publica, imprescindibles para tener una sociedad en paz, prospera y feliz. Curiosamente, algunas de las opiniones de Odón siguen vigentes en la actualidad.


 

DOS SANGRÍAS

 

Hace bien pocos días, paseábamos por la carretera que conduce de Cangas a Ventanueva y vi venir en dirección a la villa unas muchachas –creo que eran seis-; parecían todas menores de veinte años; eran hermosas, como son casi todas las hijas de la montaña; sencillas, también como las costumbres de su pueblo, y en el rostro de todas destacábase el sello de la pureza. No iban contentas; conocíase que habían llorado, y en vano trataban de ocultarlo: sus ojos estaban enrojecidos, y el frote de los pañuelos tardaba en borrar las huellas que marcaran las lagrimas que aquella mañana derramaran. ¡Debieron ser hirvientes y amargas! Algunos pasos más atrás, otra media docena de hombres las seguían, cabizbajos, sin hablarse una palabra.

Pasó ante mí aquella extraña comitiva y por el camino que se llama del Coto apareció otra del mismo modo; en esta iban cuatro muchachas. No pude ya contener mi curiosidad y pregunté a uno de los hombres, que también las acompañaban, que adonde iban aquellas muchachas. – Marchan hoy a La Coruña a embarcar para Buenos Aires, me contestó; deben reunirse en Cangas unas veintidós, con algunas que vienen del río de las Montañas y creo que alguna de Sierra.

Más tarde, pasaron también algunos jóvenes, y otros que no eran tan jóvenes, casados, que dejaban su familia y su patria y se marchaban también a América. Y, por último, un anciano a quien conocía, agobiado por el dolor y los años, pasaba por junto a mi llorando.

– ¿Qué te pasa, hombre?

– Se me marchan hoy dos hijas para Buenos Aires.

– ¿Y por qué las mandas? ¿No sabéis a lo que se exponen esas criaturas por el mundo?

– ¿Y qué quieres? Los años van malos; este año no se coge pan para volver a sembrar y para la renta; y para pasar hambre bastamos los viejos, que ya no podemos ir a ninguna parte. Las muchachas quieren vestirse, va llegando el tiempo de colocarlas, y la tierra no produce para comer después de pagar las contribuciones, las rentas, los intereses … y con ganado de a medias.

Ni tuve que le decir, ni él pudo decirme más; arreciaron las lagrimas, de seguro más amargas que la cicuta, y siguió su camino.

Aquel hombre tenía también un hijo en el Ejército. Acaso a la misma hora en que aquel hijo embarcaba en Cádiz para Melilla, gritando como todos «Viva la Patria», sus hermanas salían para La Coruña maldiciéndola. ¡¡Qué contraste!! Maldiciéndola, si; la miseria las había expulsado del hogar paterno; la Patria no les diera siquiera instrucción. Para la lucha que principiaban a sostener por la existencia, para la conquista del pan, no tenían recurso alguno; y como armas defensivas no llevaban mas que la honradez heredada y los consejos de su padre. ¡Era bien poco! Nada grato llevaban de su patria, mas que los besos que su madre les diera al despedirse. ¡Y por esta patria ingrata, que hace verter tantas lagrimas al pobre, vierte su sangre el hijo del pobre, gritando «Viva la Patria»!

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Cuando los buques cargados de emigrantes españoles llegan a América, otros que emigraron antes burlando las leyes, y que debieran estar en Melilla, preguntarán a los que llegan cómo se baten los tímidos que quedaron (porque es la verdad; los más arrojados y lo más sano de la juventud está en América). Como leones, les dirán; y aquellos jóvenes que huyeron, no del servicio militar, sino también de la miseria, llorarán por no estar en su puesto, porque así es la sangre española.

¡Oh, Patria, por cuantos motivos haces derramar lágrimas! Yo te amo tanto como amé a mi difunta madre; y si algún día tuviera también que dejar el hogar donde nací y renunciar a la hermosura de tu cielo, lo templado de tu clima, la hermosura de tus campos, el canto de tus pájaros, el cristal de tus aguas, o lo que sería peor, que la miseria me hiciese, como a aquel viejo, desprenderme de mis hijas, lanzándolas al mundo, donde acaso la violencia en la bodega de un buque o el hambre en tierra extraña o el engaño perverso, me las llevase a la deshonra, no por eso te maldeciría.

¡Pobre España! Dos sangrías funestas te debilitan: la emigración y la guerra. El pueblo derrama lagrimas junto a los vagones que conducen a los soldados a la guerra. El que piense cuerdamente, las derramará también al ver alejarse un buque cargado de emigrantes, aun cuando en él no vayan sus hijos.

La imprevisión y la ignorancia abrieron esas sangrías. La mayor parte de los emigrantes son hijos de labradores. La agricultura, esa nodriza de la humanidad, va secándose, no se la protege; los impuestos, la agobian; rentas odiosas, la estrujan; la usura, la muerde; los poderes públicos, la abandonan; y por esto, los brazos fuertes huyen de ella. A la misma altura se encuentra la instrucción del pueblo; todo para ella es mezquino. Y mientras la agricultura y la instrucción no sean el eje del Estado, todo está perdido. Habrá que pensarlo mucho para confeccionar una ley que redima los foros, y otras que tiendan a la libertad de la tierra, a fin de que ningún brazo se cruce ante un pedazo de terreno yermo. Habrá que pensarlo mucho también si hemos de gastar más de lo que gastamos en instrucción, para que si alguno emigra a América no le espere la suerte que esperaba en otros tiempos a los hijos de Guinea. Todo esto, que puede vendar casi por completo la sangría de la emigración, y si algo quedase podría ser acaso provechoso, hay que pensarlo mucho. Para ir a la guerra fuimos a escape, lo hemos pensado poco.

Y no convenceréis a nadie de la utilidad de la guerra, aun cuando de ella nos quedásemos con la mitad del imperio de Marruecos. España nunca tuvo más hambre que en los tiempos de Felipe II, cuando el sol no se ponía en sus dominios.

No queremos expansiones coloniales, porque hemos probado al mundo que no servimos para ello. Los que hemos perdido un paraíso en la América y en la Australia, no busquemos compensación en las tostadas arenas del África, dijeran lo que quisieran el Cardenal Cisneros y el apolillado testamento de Isabel I.

Gobernad para el pueblo, y ved lo que el pueblo trabajador, que es la mayoría de ese pueblo que gobernáis, dice por boca de un labrador, a quien se le contaban estos días eso que llaman nuestros recientes triunfos en África: «¿Y qué me importan a mí? Más quisiera tener que comer siendo ciudadano de la República de Andorra o súbdito del príncipe de Mónaco, que vasallo hambriento del Káiser o del rey Eduardo».

La miseria y la falta de instrucción en un pueblo pueden llegar hasta consentir en la desmembración de la patria.

Busquemos el bienestar y la riqueza en la agricultura, en la paz y en la instrucción del pueblo; no lo dudéis, que esta duda no pueden abrigarla los entendimientos medianamente ilustrados. La agricultura y la instrucción solo pueden prosperar cuando enmudezcan los cañones y cuando se enarbole el suspirado estandarte de la paz y la libertad. La prosperidad de la industria agrícola debe ser considerada por el hombre político como una de las bases fundamentales del poder del Estado y del bienestar general.

Este es el único camino que no nos conduce a patrias extrañas, ni en el que se encuentra patria chica ni grande, y desde el cual solo veremos a España rica, feliz e indivisible, madre cariñosa de todos los españoles, los que desde el Estrecho al Cantábrico y desde Portugal al Mediterráneo no tendrán otro canto ni otro grito de amor mas que el de ¡¡VIVA ESPAÑA!!

 

ODÓN

(El Narcea, n.º 199, Cangas de Tineo, 13 de noviembre de 1909)

Los últimos de Guinea Ecuatorial eran de Cangas del Narcea. Francisco de Villarmental

Francisco de Villarmental e Higinio de Caldevilla en Guinea.

Hace algunos años, bajo el título: «Hacia el Trópico: José Fernández Rodríguez en Guinea Ecuatorial«, el escritor cangués Alfonso López Alfonso nos relataba en esta misma web la experiencia en Guinea que José le había contado desde su casa de Villacanes en el verano de 2013.

Decía entonces López Alfonso que «sería interesante estudiar cuáles fueron las causas de que unos cuantos cangueses, predominantemente del Río Naviego, pero no solo, se embarcaran con rumbo a Guinea. ¿Quién, cuándo, cómo y por qué fue el primero o los primeros?».

Seguimos sin poder dar respuesta a nada de esto, pero otro colaborador del «Tous pa Tous», esta vez, Enrique RG Santolaya, ha estado con otro de los cangueses que permaneció allí y que vivió, tanto los últimos años de la colonia, como los primeros meses del país independiente.

Guinea Ecuatorial fue un país vinculado a España que se desenvolvió como metrópolis de esta pequeña república del África negra durante cerca de dos siglos (1778-1968). Este período de soberanía hispana no aquietaría el proceso de descolonización auspiciado en el marco de un movimiento global motivado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y al aparecer un gobernador opresor, capaz de apisonar a la urbe y de paso truncar las relaciones con la vieja madre-patria.

El 12 de octubre de 1968 nacía en África un nuevo Estado con el nombre de República de Guinea Ecuatorial. Definitivamente, Guinea Ecuatorial se independizaba de España.

Tras la Independencia de Fernando Poo y el Río Muni, siete mil españoles optaron por permanecer en la recién estrenada Guinea Ecuatorial, pero, ni tan siquiera habían transcurrido seis meses, cuando apresuradamente tuvieron que renunciar a este territorio. Entre ellos, un número importante de cangueses que Enrique RG Santulaya ha bautizado como “los últimos de Guinea Ecuatorial”.



 

De Cerveiriz a Madrid para ser aguador y sereno

Aguadores de cuba o barrica en una de las fuentes reservadas al gremio en la villa de Madrid hacia 1850.

Manuel González fue un campesino del concejo de Cangas del Narcea que marchó a Madrid en torno al cambio del siglo XIX al XX para trabajar de aguador. Nació en 1885 en la aldea de Cerveiriz, perteneciente a la parroquia de Abanceña en el Río del Couto. En la capital conoció la extrema dureza del oficio de aguador de cuba, que a diferencia de otros tipos de aguador eran los que abastecían de agua a los hogares. Todavía, en las primeras décadas del siglo XX, el agua llegaba a pocos barrios madrileños, y hasta la década de los años veinte no se generalizó un sistema capaz de hacerlo subir por las cañerías hasta los pisos altos de las casas. La llegada a Madrid del agua del Canal de Isabel II, en 1858, significó el punto de partida de un ansiado y esperadísimo servicio del que no se beneficiarían muchos barrios madrileños hasta los años setenta del siglo XX.

El aguador de cuba era uno de los oficios más ingratos de Madrid. Había tres tipos de cubas: de 29, de 33 y de 48 litros. El aguador tenía treinta, cuarenta o más vecinos a los que servía una o dos cubas diarias, trasladadas desde la fuente por lo general sobre el hombro izquierdo. Manuel González, como el resto de aguadores, llevaba una herida en ese hombro que luego, abandonado el oficio, se transformaría en una cicatriz que le acompañaría de por vida. Los aguadores entraban y salían de los hogares con absoluta familiaridad, ya que volcaban las cubas sobre tinajas que solían estar en las cocinas y aseos. A su quehacer le denominaban ellos mismos “echar cubas de agua”. Poseían las llaves de las casas madrileñas, por eso las familias exigían que fueran hombres muy honrados y leales, y por eso el oficio era casi monopolio de los asturianos.

Fuente de Pontejos hacia 1904, con los largos caños metálicos para facilitar la aguada.

Formaban uno de los gremios más peculiares de Madrid, por el elevado número que conformaba y por su multitudinaria presencia en las plazas de las ciudad (a veces por centenares; con sus juegos de cartas sobre las cubas, sus cabezadas, sus riñas y sus famosas “tertulias de aguadores”). Más del 90 por ciento procedían de Asturias, y sólo un 5 por ciento de Galicia. Más de un tercio eran nacidos en el concejo de Tineo, y de Cangas del Narcea eran casi un 10 por ciento. El resto eran nacidos en otros concejos asturianos. Manuel González trabajó en la fuente de Pontejos, una de las más populares de Madrid, muy cerca de la Puerta del Sol; una fuente con cuatro caños y casi un centenar de aguadores en 1850.

Manuel González se cambió, a los diez años de estar en Madrid, a otro oficio monopolizado por los asturianos, el de sereno, donde también resultaba un requisito indispensable la honradez. Pero en este caso los serenos procedían en dos terceras partes de pueblos del concejo de Cangas del Narcea. Es decir, los de Tineo eran mayoría en el oficio de aguador y los de Cangas en el de sereno. Éste poseía también multitud de llaves de hogares y comercios y las de todos los portales madrileños. Era un oficio duro por las muchas horas de trabajo que exigía, por soportar condiciones y temperaturas extremas, por el cansancio y sueño que se sufría y por los riesgos que conllevaba la noche madrileña. Manuel tuvo su primera plaza de sereno en la calle del Olivar, próxima a la plaza de Tirso de Molina, y luego pasó a una de las calles mejor valoradas dentro del gremio, la de Preciados, repleta de comercios y en pleno centro de la capital. Y es que el sereno vivía de las propinas de los vecinos y, sobre todo, de los que les daban los dueños de comercios por su especial dedicación a la vigilancia de los mismos. Manuel, como otros serenos, entregó las llaves de las casas y portales que atendía con la llegada de la Guerra Civil, cuando se convirtió en una escena nocturna habitual que las tropas de la capital sacasen a vecinos de sus casas para “darles el paseíllo”. Manuel residía entonces en la calle Santiago, en el Madrid más antiguo, entre el Palacio Real y la Plaza Mayor.

La fuente de Lavapiés (Madrid), hacia 1870, según grabado de Francisco Pradilla y Ortiz, publicado en «La Ilustración Española y Americana».

Manuel González, como la mayoría de asturianos que emigraron a la capital, echó raíces en Madrid, pero sin olvidarse jamás de su Cerveiriz natal, a donde se trasladaba cada verano con su mujer y con su hija, María del Rosario, que actualmente (2017) tiene 92 de años. Rosario recuerda cómo llegaban en autobús a Cangas y desde allí en carro a Cerveiriz, donde tenía que dormir en la panera. Ella y su madre regresaban a Madrid a finales del verano, incluso en octubre, como hacían la mayoría de hijas y esposas de emigrantes. En Madrid, Rosario creció jugando junto al Palacio Real, se formó –como tantas jóvenes- estudiando mecanografía y logró entrar en una empresa consolidada y con gran futuro, como era Telefónica, con un puesto de trabajo en la mismísima Gran Vía.

Madrid, calle Preciados hacia 1907

A Manuel González le debió ir económicamente bien con su plaza de sereno en la calle Preciados. Tuvo mérito, además, que la familia lograse vivir en uno de los enclaves de mayor solera de Madrid, quedando la hija empleada en una empresa tan próspera como la Telefónica.

Este texto se ha realizado a partir del libro Asturianos en Madrid: los oficios de las clases populares (Siglos XVI-XX), escrito por Juan Jiménez Mancha y editado por el Museo del Pueblo de Asturias en 2007, y con el testimonio de oral de María del Rosario González Rodríguez, recogido el 20 de enero de 2017 por José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín, cuyo texto íntegro ofrecemos a continuación.

Texto íntegro de la entrevista realizada a María del Rosario González Rodríguez

Localidad: Madrid capital (Barrio de Palacio)

Informante: María del Rosario González Rodríguez, de 92 años de edad.

Fecha de la recopilación: viernes 20 de enero de 2017.

Recopiladores: José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín.

  1. Datos familiares: nació en Madrid, calle de Santiago, 24 antiguo y 18 moderno. Hija de Manuel González ¿Collar? (Cerveiriz, concejo de Cangas del Narcea, Asturias, 1885 – Madrid, 1949) y de María de los Dolores Rodríguez, fallecida a los cinco meses de nacer Rosario. En la lápida de su madre había un retrato que besaba de niña, cuando iba al cementerio. Su padre casó en segundas nupcias, cuando ella tenía año y medio, con María…
  2. Informes sobre Cerveiriz: Cerveiriz era una aldea, ni siquiera era una aldea, era una casa sola a siete kilómetros de Cangas. En aquella casa había de todo: una panera donde guardaban el grano y los alimentos, había un lagar, había animales, y una casa muy grande. La casa estuvo habitada hasta hace poco por un pariente mío, pero ahora creo que está cerrada. Yo creo que antiguamente se debió llamar el Regueiro de Cerveiriz. Está metida en lo más hondo del camino. En la cocina, que era muy grande, había una cocina de hierro, de las que tenían tanque para el agua caliente, y mi padre la mando subir de Cangas en el carro, que también había carro en aquella casa.
  3. Informes sobre la llegada a Madrid de su padre como aguador [1]: mi padre se vino a Madrid cuando era muy joven, y se vino a Madrid sin conocer a nadie. Él vino a “echar cubas de agua” de aguador que decían entonces. En aquella época Madrid no tenía agua en las casas, y entonces estaban los aguadores que subían a las casas el agua. La subían en una cuba de metal, que yo no sé cuánto cabría en ella, pero sí sé que pesaba mucho cuando estaba llena. Y de subir las cubas de agua tenía él una cicatriz en el hombro izquierdo, que la tuvo toda su vida. Él estaba en la fuente de Pontejos, que entonces no estaba como está ahora, y cada uno tenía su demarcación, no era coger el agua y subirla donde quisieras. Estaba todo distribuido, y a mi padre le tocó ahí, en Pontejos.
  4. Informes sobre su padre y el oficio de sereno: a los diez años de estar en Madrid como aguador, como aquello era muy duro empezó a ser sereno, que había muchos serenos entonces asturianos en Madrid, y muchos eran de Cangas. Empezó primero en la calle Olivar, que sale de Magdalena y baja a Lavapiés y luego ya estuvo en la calle Preciados, y ahí estuvo mucho tiempo. Al venir la guerra, como mi padre y todos los serenos tenían por la noche las llaves de los portales, pues decidieron dejarlas en la Alcaldía del barrio, porque ya sabes que a muchos iban a buscarlos por la noche para darlos el paseo… y claro, el sereno tenía que abrir el portal, y aquello era muy comprometido.

Los serenos trabajaban sin sueldo, ganaban sólo las propinas que les daban los vecinos y trabajaban todo el año salvo que buscara un suplente. En Navidad era cuando más propinas les daban y también les daban aguinaldo, buen aguinaldo. Mi padre llevaba una especie de chuzo, de madera con una daga en la punta de arriba, cubierta con cuero, abajo era de madera y por eso sonaba cuando daban con ella en el suelo; también llevaba una gorra de plato y también como un guardapolvo, que en invierno era de más abrigo.

  1. Informes sobre su vida escolar: primero fui a una escuela nacional que había en la calle Lazo, y luego iba a una academia que la directora era francesa, que estaba en la calle San Felipe Neri, y allí iba como becada, como si dijéramos. Allí había un sacerdote que ejercía en San Ginés, y cuando había comuniones, íbamos las mayores a cantar a la iglesia. Luego, durante la guerra, iba a clases particulares a casa de una señorita, que la madre se llamaba Rosario, como yo; y aquella fue la que me encauzó, me enseñó que había que firmar siempre igual, y les dijo a mis padres que, si podían, debían darme estudios porque estaba capacitada para estudiar. Al terminar la guerra, fui a una academia de mecanografía a la calle Pontejos… y luego entré en Telefónica.
  2. Informes sobre su Guerra Civil: la guerra la pasé toda en Madrid. Ya iban a desalojar nuestra casa en la calle Santiago, porque detrás había una trinchera, pero antes acabó la guerra y ya no nos evacuaron. Una noche, me acuerdo que estaba prohibido encender luz por la noche, y una noche vieron desde abajo, en la calle Santiago, una rendija de luz, porque teníamos la luz encendida, y empezaron a decir: ¡esa luz, esa luz!, y tiraron un tiro que dio en el balcón, que allí está todavía la señal.
  3. Informes sobre su vida laboral: yo trabajé siempre en Telefónica, no tuve otro trabajo. Entré en la oficina porque no daba las medidas para los cuadros de las telefonistas, por eso entré en la oficina. Fui ascendiendo hasta llegar a ser jefe de negociado. Trabajé siempre en el edificio de Telefónica, en la Gran Vía, pero en los últimos años estuve en otro sitio, en la calle…
  4. Informes sobre su infancia: yo jugaba siempre en la Plaza de Oriente, con mis primas, jugábamos a la comba, al corro… pero yo no era muy cantarina, y no recuerdo bien. Me acuerdo que íbamos a la Puerta del Príncipe para ver si salía alguien de la Familia Real, o los políticos. Y me acuerdo también de las amas de cría, porque las familias pudientes traían mujeres de Asturias y de León, y las vestían con unos trajes de amas de cría, que eran muy vistosos y eran las que alimentaban a las criaturas.
  5. Informes sobre sus viajes a Asturias en la infancia: como el sereno no tenía sustituto, mi padre tenía que buscar una persona para poderse ir a su pueblo. Entonces nos íbamos en verano a Cerveriz, y estábamos allí la madre y yo, a lo mejor hasta octubre. Íbamos en un autobús que salía de Madrid hasta Cangas, y luego subíamos en el carro a Cerveriz. Yo me acuerdo que dormía en la panera, y una vez me caí al suelo, porque la panera está en alto.

    Autores: Juan Jiménez Mancha, José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín

Juan González Marqués, honra de la emigración canguesa en Argentina

De derecha a izquierda, Juan González Marqués, Jose Antonio Nespral y Juaco López en la puerta del centro asturiano de Buenos Aires en septiembre de 2012

El pasado 8 de julio murió en Buenos Aires Juan González Marqués, tenía 86 años y había nacido en casa El Gaiteiro del pueblo de L.labachos / Labayos, en la parroquia de Bimeda. Juan fue uno de los muchos emigrantes cangueses, hombres y mujeres, que en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado fueron a la República Argentina. Allí también fueron sus hermanos Benjamín y Antonio. Los tres pertenecieron a la última oleada de emigrantes españoles a América, pues a partir de 1960 la inmensa mayoría de los trabajadores que marcharon a ganarse la vida fuera irán a Suiza, Alemania, Bélgica, etc.

La emigración no era algo nuevo en esta casa, sino un hecho habitual a lo largo de su historia. Y era algo asumido por sus miembros. En agosto de 1959 le escribe la madre de Juan, Aurelia Marqués, desde Labayos a Buenos Aires lo siguiente: “Aquí todos tienen trabajo. Las niñas con las vacas y los niños, a trabajar con los padres, también están bien esclavos, como tuvisteis vosotros y tuvimos todos, porque es un país este que no vale más que para arrebatar la gente”. La madre sabía bien de que hablaba. Tres de sus hermanos estaban en Argentina desde los primeros años del siglo XX y todas las generaciones de la familia habían dado emigrantes. Antiguamente iban a Madrid. Unos antepasados de Juan en el siglo XVIII fueron Francisco y Juan Collar, hijos de Juan Collar y Ana Alfonso, que emigraron a Madrid, y desde allí mejoraron la capilla de Labayos y fundaron en ella la Cofradía del Carmen en 1736. Francisco Collar, que murió en Madrid en 1757, era miembro de la Congregación de N. S. de Covadonga de Naturales del Principado de Asturias en Madrid, establecida en 1743, que fue el antecedente de los centros asturianos que se crearon a partir de fines del siglo XIX en Madrid, América y en todo el mundo.

La ayuda de los emigrantes, así como la de algún tío cura, hicieron que la casa de El Gaiteiro se convirtiera en una casa de campesinos de cierto acomodo, lo que permitió mandar a varios de sus hijos a América.

Juan González Marqués fue el pequeño de cuatro hermanos. Su padre, José, era de Casa Seguro de Pixán y su madre, Aurelia, era de casa El Gaiteiro de Labayos. A los cuatro meses de nacer murió su padre y los hermanos se criaron con su madre y su abuelo Benjamín. En la casa solo quedará el hermano mayor, José, y los otros tres emigrarán para Argentina en los años cuarenta. Juan marchó para Buenos Aires en 1948, con 18 años de edad. Su primer trabajo fue en una carnicería en el Mercado de Las Heras. Después montó con su hermano Benjamín una empresa de distribución de cascos o casquería, y más tarde, hacia 1971, los tres hermanos establecieron una granja de huevos que distribuían ellos mismos; la empresa se llamaba “Río Narcea”. Juan también compró campos en Mar del Plata y allí criaba ganado vacuno. Jubilados los hermanos, Juan continuó con la granja y amplió el negocio, con la ayuda de sus hijos Javier, Alberto y Laura, al cultivo del viñedo y la producción de vino, árboles frutales y la cría de ganado para carne en las provincias de Mendoza y Entre Ríos. Esta empresa se llama “Asturcón S.A.”. Con sus hijos trabajó y colaboró hasta el mismo día de su repentino fallecimiento.

Su tiempo también lo dedicó a los demás, en su caso colaborando activamente con el Centro Asturiano de Buenos Aires y el Centro Cangas del Narcea de esta misma ciudad. En esto lo acompañó también su hermano Benjamín. La emigración asturiana desarrolló unas cotas de solidaridad en América y con Asturias que serán difíciles de superar en la historia. A estos emigrantes, bien colectivamente bien individualmente, les deben muchos pueblos de Asturias la escuela, la fuente, el camino o la carretera, etc., y muchas familias la mejora de la vivienda, la compra de ganado o tierras, etc., en definitiva, el haber salido de pobres. A las asociaciones fundadas en América se debe que el desarraigo de los emigrantes fuese menos traumático y su integración en el nuevo país más fácil, así como una asistencia sanitaria y una beneficencia más que digna. Juan fue un emigrante muy comprometido durante toda su vida con estos dos centros. Tuvo cargos de responsabilidad en diferentes juntas directivas del Centro Asturiano y cuando por edad había dejado estos cometidos, fue reclamado por José Antonio Nespral para formar parte de una de las últimas juntas. No es de extrañar, porque Juan hacía realidad ese lugar común que atribuye a los asturianos las cualidades de honradez, bondad, lealtad y trabajo.

Pero donde Juan se sentía más a gusto y donde iba todas las semanas (los sábados era cita ineludible) era al Centro Cangas del Narcea, en Beruti 4643, barrio de Palermo, Buenos Aires. Allí estaba en casa, porque ese lugar es la parroquia número 55 del concejo de Cangas del Narcea. En “el Cangas”, jugando a las cartas y hablando de las cosas de Cangas, se entienden todos perfectamente. Juan fue presidente de este centro y miembro de varias juntas directivas. El centro se fundó en 1925 y muchas veces le escuché contar que la causa de su creación fue que los cangueses de Buenos Aires, que eran muchos, estaban hartos de los comentarios despectivos de numerosos emigrantes del centro y oriente de Asturias sobre su habla, sus bailes, su juego de bolos, sus frisuelos… y, al final, decidieron fundar un centro propio en el que se bailaba el Son d’Arriba, se tocaba el pandeiro, se jugaba a los bolos del occidente de Asturias y se empleaban palabras del asturiano occidental sin necesidad de oír la perorata de que eso era gallego.

Lo curioso es que casi cien años después el asunto todavía pervive. Parece que en la emigración, del mismo modo que se acrecienta el interés por la tierra de origen, también se refuerzan los tópicos, que son difíciles de desterrar de la conciencia del emigrante. Y así, en septiembre de 2012 estábamos visitando el edificio del Centro Asturiano de Buenos Aires y Juan se encontró con un conocido, emigrante procedente del centro de Asturias, y no pasó un minuto y ya le estaba recordando que los de Cangas del Narcea somos gallegos.

Juan vivió en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado los años dorados de estos dos centros en los que había numerosos socios y muchas actividades en las que participaba multitud de gente. Es la época en la que el Centro Cangas del Narcea amplia sus instalaciones, gracias al esfuerzo de sus socios. Son los años en que esos salones se llenan hasta arriba durante las fiestas y donde los campeonatos de bolos juntan a equipos que vienen de diferentes ciudades del país. En estas fiestas se fraguan numerosos matrimonios entre emigrantes procedentes de España y sobre todo de Asturias, y no son raras las bodas entre vecinos de la misma parroquia o concejo. Juan se casó con Hortensia Berlanga, de Vega de Espinareda en El Bierzo (León). Su vida entre emigrantes es muy similar a la que cuenta el periodista Jorge Díaz Fernández en Mama (2002), una crónica novelada de su propia familia emigrada a Buenos Aires; su madre era de Almurfe (Belmonte de Miranda) y su padre de Barcia (Valdés), y los dos se «tropezaron» por primera vez en una fiesta del Centro Cangas del Narcea.

Hoy, el estado de estos centros ha cambiado radicalmente. No han sabido, o no han querido, o no han podido enganchar a las generaciones más jóvenes y sus enormes salones están casi vacios y solo los ocupan unos pocos jubilados que pasan el tiempo jugando a las cartas. Sobreviven de alquilar estos salones para celebraciones privadas. Las boleras están vacías la mayor parte del año. La necesidad de buscar una solución a esta situación y el futuro del patrimonio del Centro Cangas del Narcea era una gran preocupación para Juan, que siempre recordaba el esfuerzo que había costado a los cangueses levantar la sede social de la calle Beruti.

La misma preocupación le causaba el estado de los pueblos del concejo de Cangas del Narcea. Él, que había conocido la vida de estos pueblos en los años cuarenta, años de mucho trabajo y miseria, y que conocía bien la ganadería argentina, le parecía incomprensible lo que veía en Cangas del Narcea a fines del siglo XX, donde, con tanta riqueza para la cría de ganado, las casas se abandonaban y la producción agropecuaria no acababa de ofrecer una mejora sustancial en la vida de los campesinos y seguía anclada al pasado. No entendía como no se hacían masivamente las concentraciones parcelarias para poder cerrar grandes superficies de tierra y criar ganado en semilibertad; no entendía como no se plantaban árboles maderables de calidad y en cambio la administración plantaba en laderas solanas numerosos árboles que no se cuidaban y se morían al cabo de un par de años en su totalidad. No entendía nada, solo constataba en sus visitas estivales a Labayos y otros muchos pueblos del concejo que visitaba, en los que vivían sobrinos o viejos amigos emigrantes, que aquello no mejoraba y que el futuro era muy oscuro.

No creía mucho en el Estado. Juan decía que no le debía nada al Estado español, porque hasta los 18 años que marchó de España el Estado nada había hecho por él y los suyos. El sueldo del maestro lo pagaban los vecinos de Labayos, la traída del agua era cosa de los vecinos, los caminos los abrían y limpiaban los vecinos, y todo era así. El Estado solo aparecía para reclutar a los jóvenes para hacer el servicio militar y cobrar la “contribución”.

En 1973 regresó a Cangas del Narcea y se instaló en la villa con toda la familia. Cogió el traspasó de la Carnicería de Juanín, en la calle Mayor, cerca del Mercado y puerta con puerta con la panadería La Astorgana. Dos años después volvieron todos para Buenos Aires. El año pasado hablando sobre esta aventura, comentaba que no acertaba a saber que lo movió a volver a América. Creía que a la larga, y teniendo en cuenta las vicisitudes de la economía argentina, les hubiera ido mejor en España, al menos la vida hubiera estado exenta de tantos sobresaltos. Este ir y volver, cambiar y experimentar, define bien su carácter inquieto y emprendedor.

Era un hombre tremendamente sociable, un gran conversador de habla pausada, al que le gustaba contar historias de antes, de la emigración y del estado de las cosas de los pueblos de Cangas y de las sociedades de emigrantes. Creo que fue el último lector asiduo de los artículos y los libros de Mario Gómez. Le tenía una gran admiración por haber fundado en 1926 la Sociedad “Tous pa Tous” y la revista La Maniega, y por haber conseguido la unidad de los cangueses en Cangas y en la emigración. Esto era lo que más admiraba de él. A menudo recordaba artículos suyos, que leía en su casa de Buenos Aires. Su abuelo, Benjamín Marqués, de Labayos, había sido socio fundador del Tous pa Tous y en Casa El Gaiteiro, cuando él era un niño, había muchos ejemplares de La Maniega, que se editó entre 1926 y 1932.

Desde hace un par de décadas, con sus hijos al frente de la empresa familiar, Juan venía todos los años a Cangas del Narcea. Alquilaba un coche y no paraba. Visitaba a emigrantes retornados, familiares, asistía a fiestas, celebraciones… Este mes de agosto de 2016 también pensaba volver a Labayos. Aunque su cuerpo se haya quedado para siempre en América, su alma seguro que está en el cielo de Cangas del Narcea.

Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Chafán de la plazoleta entre las calles Don Ibo y Las Huertas, con la placa a la memoria de Marcelino Peláez

Publicamos aquí una breve biografía escrita por nuestra compañera Mercedes Pérez Rodríguez con motivo del homenaje a Marcelino Peláez y leída por ella misma en el acto a la memoria de este emigrante cangués. En una de las esquinas de la plazoleta existente en Cangas del Narcea, entre las calles maestro Don Ibo y Las Huertas, el Tous pa Tous descubrió una placa de bronce a su memoria. Días después, hemos sabido que el Ayuntamiento de Cangas del Narcea, a petición del Tous pa Tous y por decreto de alcaldía de 24 de septiembre de 2015, acordó incoar expediente para dar el nombre de “Marcelino Peláez Barreiro” a la citada plazoleta.


Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Desde mediados del siglo XIX y hasta 1930, cincuenta millones de europeos emigraron a ultramar. Unos 350.000 eran jóvenes asturianos, la mayoría entre 15 y 17 años.

Unos pocos se enriquecieron y algunos de ellos favorecieron a su tierra natal bien por altruismo bien por interés social o económico.

Marcelino Peláez emigró a Argentina donde sus comienzos debieron de ser muy duros. Por Amalia Fernández, hija de un administrador suyo, sabemos que tenía un almacén de Ramos Generales en San Agustín, a unos 100 Km de Mar de Plata. Estos comercios vendían de todo, generaban mucho dinero y no estaban exentos de peligros porque tanto los gauchos como los indígenas eran “gente muy brava». Marcelino Peláez invirtió en tierras sobre las que gestionó la fundación de núcleos de población como Mechongué.

Los indianos o “americanos”, edificaron palacetes y panteones para uso propio y financiaron obras públicas como traídas de agua, casinos, iglesias, hospitales, asilos, boleras, lavaderos, y favorecieron especialmente la educación de los jóvenes, construyendo escuelas, dotándolas de materiales didácticos y comedores escolares, incentivando a los maestros y premiando a los mejores estudiantes.

La construcción de una escuela era una tarea que implicaba al Estado, al Ayuntamiento, a los vecinos y a los emigrantes. La intervención de los emigrantes adoptó varias fórmulas:

  • Las sociedades de instrucción, cuyo ejemplo es la Sociedad de los Naturales de Boal, nacida en La Habana en 1911, que construyó a sus expensas más de veinte escuelas en el concejo de Boal.
  • La colecta, en la que además de participar los emigrantes enriquecidos lo pudieron hacer otros menos favorecidos por la fortuna.
  • La individual, en la que un «americano» financiaba la escuela; destaco a Pepín Rodríguez, uno de los propietarios de la fábrica de tabaco «Romeo y Julieta», de La Habana, quien constituyó una fundación que no solo construyó el edificio sino que también se preocupó del proyecto didáctico, de la dotación de materiales y profesorado.

Se calcula que unas doscientas noventa y cuatro escuelas asturianas se beneficiaron del capital de los emigrantes.

Pese a lo dicho, encontrar capital para estos fines no era tarea fácil, como señalaba Carlos Graña Valdés en carta abierta en La Maniega en diciembre de 1928, “el número de personas que se desprenden de cantidades de dinero para ayudar a sus aldeas a construir sus edificios se cuenta por los dedos”.

¿Qué hace tan peculiar el caso de Marcelino Peláez? El hecho de que no solo costeó la escuela de su pueblo natal, Ounón, como hicieron muchos «americanos», sino que también colaboró en la construcción de la escuela de otros pueblos, donando 1.000 pesetas para todas las escuelas que se construyesen en cualquier pueblo del concejo y 25.000 para las escuelas graduadas de la villa. Es el único caso en Asturias.

Apreciemos la importancia de esa cantidad si la comparamos con otras, así para la construcción de la escuela de Naviego el Ayuntamiento puso 1.975 pesetas, la Sociedad Cangas del Narcea de Buenos Aires 1.250 pesetas y la mayoría de las donaciones solía ser de 50 pesetas.

Los pueblos beneficiados por Marcelino Peláez fueron Porley, Villar de Lantero, Santa Marina, San Pedro de Culiema, Bergame, Naviego, Linares del Acebo, Agüera del Couto, Carballo, Bimeda, Llano (con 2.000 pesetas), Santa Marina, San Cristóbal, Araniego, Carballedo, Acio y Caldevilla de Acio, etc. Disponía el concejo de Cangas del Narcea en 1931 de cincuenta y cinco escuelas, más once que estaban en construcción y esperaban llegar a las noventa en cuatro años.

Marcelino Peláez Barreiro detectó el problema de la escasa instrucción, del analfabetismo; según La Maniega en abril de 1929 en Ounón de 34 habitantes, 21 eran analfabetos, y quiso remediar esta penosa situación favoreciendo la construcción de escuelas. ¿Qué pensaría de la situación actual, cuando la despoblación aboca a muchas de estas escuelas rurales al cierre y aún presentan dificultades para impartir una enseñanza de calidad en igualdad de condiciones para todos los alumnos?

La generosidad de Marcelino Peláez no se limitó al terreno educativo, también donó importantes cantidades al Hospital Asilo de Cangas, a los pobres de Ounón y contribuyó a pagar el plano de la villa en 1930. Y sin alardear de ello, numerosos testimonios lo califican de hombre modesto; el médico Manuel Gómez en 1930 alaba su discreción: “su mano izquierda no sabe lo que la derecha hace”.

Podemos preguntarnos si tanto altruismo fue correspondido por los cangueses. Desde el Ayuntamiento de Cangas del Narcea parten dos muestras de agradecimiento:

  • Una el 9 de julio de 1930, la Corporación presidida por Joaquín Rodríguez-Arango, acordó ofrecer a Marcelino Peláez Barreiro un álbum artístico como expresión de agradecimiento de todo el concejo. Firman en él el alcalde, los concejales, y muchos maestros y escolares. Este entrañable y sencillo homenaje, costeado por suscripción popular y conservado por sus descendientes, puede verse reproducido en la Web del Tous pa Tous.
  • El otro tuvo lugar durante el pleno del 14 de mayo de 1932, cuando se hace público el agradecimiento y se acuerda dar el nombre de Marcelino Peláez a la mejor de las calles que se abran en el centro de la villa tras el derribo del convento de dominicas. Este acuerdo nunca se llevó a cabo porque la memoria de los pueblos y de sus representantes suele ser débil.

El Tous pa Tous. Sociedad Canguesa de Amantes del País descubre hoy esta placa, un monumento público que refresca la memoria del pueblo mostrando sus valores, y ha solicitado al Ayuntamiento que a esta pequeña plaza se le dé el nombre del “benefactor de las escuelas de Cangas del Narcea”, del apodado por Gumersindo Díaz Morodo «Borí» como “sembrador de cultura”, de Marcelino Peláez Barreiro.

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Álbum de Homenaje a Marcelino Peláez en 1931

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Detalle de la placa que va en la cubierta del álbum

En 9 de julio de 1930, el Ayuntamiento de Cangas del Narcea, presidido por Joaquín Rodríguez-Arango, acordó ofrecer a Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953) un álbum como expresión de agradecimiento de todo el concejo por su colaboración en la construcción de casas-escuela, pues “desde hace varios años viene concediendo un donativo de 1.000 pesetas para cada casa-escuela que se construya en este concejo y que levantó a sus expensas un buen edificio escolar en Onón, pueblo de su nacimiento”.

Con tal fin, el ayuntamiento abrió una suscripción popular. Los donativos podían entregarse en las confiterías de Milagros Rodríguez y Joaquín López Manso, y en los comercios de Vicente Oliveros, Evaristo Morodo, y Morodo y López. Se recaudaron 600 pesetas. La relación de donantes puede verse en los números 27 a 35 de la revista La Maniega de 1930 y 1931. Fueron muy numerosas las donaciones de maestros y padres de alumnos de los pueblos favorecidos por la generosidad de Marcelino Peláez: Cangas del Narcea, Cibuyo, La Regla, Pousada de Rengos, San Pedro de Arbas, Villacibrán, Carballo, Villategil, Gedrez, Santa Marina, Carballéu, Pousada de Besullo, Las Montañas, Bimeda, Biescas, Acio y Caldevilla, Sillaso, Mieldes, Leitariegos, Naviego, Porley, Vallado, Valleciello, San Pedro Coliema, etc.

El álbum fue obra de Tomás F. Bataller (Madrid, 1891-Oviedo, 1962), artista especializado en dibujar diplomas, títulos y esta clase de álbumes honoríficos. En las primeras páginas aparece el retrato de Marcelino Peláez y dibujos de su casa natal y la escuela de Ounón, así como de una vista de la iglesia de Cangas del Narcea y el palacio de Omaña desde el río. A continuación aparecen las firmas del alcalde (Mario de Llano) y los concejales de la corporación el 14 de abril de 1931, de los miembros de la comisión que se encargó de la suscripción popular y de los maestros de las escuelas que él ayudó a construir y de algunos niños de cada escuela.

El álbum lo conservan sus descendientes en Cangas del Narcea.

Hacia el Trópico: José Fernández Rodríguez en Guinea Ecuatorial

José Fernández Rodríguez, en su casa de Villacanes, el 26 de julio de 2013

José Fernández Rodríguez, en su casa de Villacanes, el 26 de julio de 2013

Cuentan que los bueyes tiraron tan fuerte que a Mariano Mora, de casa Castán, en el pueblo de Chía, del aragonés valle de Benasque, se le rompió el arado cuando estaba un día labrando la tierra, y agarró tal cabreo que allí dejó bueyes, arado y campo. Se fue a casa y con cuatro trapos hizo un hatillo que colocó en el extremo de un palo para descender la montaña hasta alcanzar Barcelona. Desde allí, con la ayuda de los padres claretianos con los que había estudiado, llegó a la isla de Fernando Poo, en Guinea Ecuatorial, donde se estableció fundando una empresa de cultivo y exportación de cacao y desde donde pronto comenzó a reclamar ayuda de familiares y vecinos ribagorzanos del valle de Benasque, que fueron llegando para trabajar en el cacao y la madera. Mariano Mora, por cierto, se convertiría en el primer representante de una saga, la de la casa Mora-Mallo, propietaria de algunas de las fincas más importantes de la isla y que adquiriría fama dedicándose al cultivo del cacao.
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A la memoria de Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Retrato de Marcelino Peláez Barreiro hacia 1930

La próxima placa del Tous pa Tous destinada a recordar a alguna persona relevante se dedicará a Marcelino Peláez Barreiro y se colocará en el pueblo de Ounón.

¿Quiénes recuerdan hoy a este señor? La respuesta, sin dudarlo, es: muy pocos, casi nadie. ¡Terrible, el problema de memoria que tenemos en este país!

Marcelino Peláez fue un emigrante a Argentina que en los años veinte y treinta del siglo XX promovió la mejora de la educación en el concejo de Cangas del Narcea. Construyó y dotó a sus expensas la escuela de Ounón en 1920, y ofreció mil pesetas o más (que en aquel tiempo era mucho dinero) a todos los pueblos del concejo que levantasen una casa escuela. Este ofrecimiento lo cumplió repetidas veces y donó dinero para las escuelas de Porley, Villar de Lantero, Santa Marina, San Pedru Culiema, Bergame, Naviego, Linares del Acebo, Agüera del Couto, Carballo, Bimeda, Llano, etc.

El Ayuntamiento de Cangas del Narcea acordó ponerle su nombre a una calle de la villa, pero ese acuerdo nunca se llevó a efecto. Nuestro hombre había nacido en Ounón en 1869, emigró muy joven a la Argentina, donde le fueron bien las cosas, y murió allá, en la ciudad de Mar del Plata, en 1953. En 1921, Gumersindo Díaz Morodo, “Borí”, en un artículo publicado en la revista Asturias, de La Habana, lo calificó como “sembrador de cultura” y escribió sobre él lo siguiente:

CRÓNICA CANGUESA: SEMBRADOR DE CULTURA

Innumerables veces me lo tienen reprochado, en incontables ocasiones me tienen repetido que “no sirvo” para dedicar loas; que de mi pluma, que dicen mojarse en hiel, siempre sale la crítica lacerante y punzante, con intenciones de destruir lo que toque; que si en alguna ocasión tengo que aplaudir algún acto que aplauso merezca, salgo del paso con cuatro líneas, refiriendo escuetamente el acto aplaudible, sin meterme en comentarios.

Así hablan mis censores: ¿Tienen o no razón en sus censuras? Acaso la tengan y acaso no la tengan. Porque, más que en mí, ¿no estará la culpa en el ambiente que me rodea, o, mejor dicho, en los actos de las personas de quienes me veo precisado a hablar una y otra vez? ¡Qué mayor satisfacción para el cronista si pudiese llenar continuamente cuartillas y más cuartillas repletas de loas! Pero de loas merecidas, porque para “las otras”, para las de bombo y platillos, para esas… no sirvo.

¿Qué adónde voy con este raro exordio? Voy a remediar una injusticia; que injusticia y muy grande implicaría silenciar determinados actos dignos del mayor encomio. Voy a hablaros de un “americano” como vosotros, de un alma altruista que desde hace años está haciendo en beneficio del concejo más, mucho más que hicieron en un siglo todos los politicastros que padecimos. Voy, en fin, a descubriros a un sembrador de cultura: don Marcelino Peláez, nacido en el pueblo de Onón.

¿No os suena ese nombre, verdad? No es extraño que para la mayor parte de vosotros sea desconocido. Muy niño emigró a la Argentina don Marcelino, lanzado a la ventura sin más bagaje que sus arrestos de luchador. Y en lucha estuvo años y más años; e indudablemente en el largo período de emigración palparía miserias y más miserias, presenciaría incontables tragedias y padecería no poco, aleccionándose diariamente en los propios dolores y en los dolores ajenos.

Venció a la adversidad, y derrochando energías consiguió labrarse una regular fortuna. Y hastiado de tanto bregar, buscando algo del merecido descanso, retornó al nativo solar, sin suponer que aquí también tendría mucho que luchar, lucha acaso peor que en las pampas argentinas; lucha contra el abandono, la rutina y la incultura. Vio que en su pueblo continuaba todo igual, en estancamiento mortal; que si hacía cuarenta años, cuando emigró, la escuela en que aprendió las primeras letras se hallaba instalada en infecta cuadra, en el mismo o aun peor local continuaba. Tendió la vista en derredor, y en todos los pueblos del concejo se le presentó el mismo cuadro de desolación: el mismo abandono y la misma incultura. Los niños de hoy, los emigrantes de mañana, continuarían la triste historia de rodar por las Américas sin conocer las más rudimentarias nociones de instrucción, condenados así a una vida de esclavos, como si sobre todos pesase una maldición.

Vio claramente la causa del mal, y no vaciló. Se dirigió al Ayuntamiento y expuso su proyecto, un bello proyecto suyo. Anunció que se proponía construir en su pueblo un edificio para escuela, y que daría una subvención de mil o más pesetas a cada uno de los pueblos del concejo que quisieran levantar casa escolar.

El caciquismo que entonces padecíamos acogió con indiferencia los proyectos del señor Peláez. No les convenía a estos politicastros que se construyesen escuelas. La escuela implica instrucción, cultura, y de terminarse con el analfabetismo, se terminaba también con el reinado del caciquismo.

Onón / Ounón, Cangas del Narcea hacia 1920. Inauguración de la Escuela Pública construida a expensas de Marcelino Peláez que también dotó a la escuela del material y menaje necesario para su funcionamiento. Foto: Benjamín R. Membiela.

Ante esta hipócrita y encubierta oposición caciquil –oposición que más tarde quedó vergonzosamente demostrada—, tampoco se arredró don Marcelino, que tiene temple de acero, como buen serrano. En su pueblo, y al lado de su humilde hogar, empezó la construcción de un elegante y adecuado edificio para escuela, inaugurado recientemente, y de cuya obra podéis formar idea por las fotografías que acompañan a esta crónica. Al mismo tiempo concedía importantes subvenciones a los pueblos que se comprometían a levantar edificio escolar, gastándose en todo esto no pocos miles de duros.

Así es don Marcelino: un apóstol de la instrucción, un sembrador de cultura. Vosotros, los cangueses que por las Américas os halláis, ¿no os creéis en el deber de solidarizaros con esta obra del señor Peláez? Nadie mejor que vosotros sabe –pues la experiencia os lo enseñó— que sólo en la instrucción se hallan las armas capaces de vencer en la lucha por la vida. Si por las actuales circunstancias de crisis económica no podéis por el momento demostrar vuestra solidaridad en forma material, es decir, contribuyendo a extender el apostolado de don Marcelino, podéis, sí, demostrarle vuestra adhesión espiritual, con el alma y el corazón. Que dondequiera que exista una agrupación canguesa figure en cuadro de honor el nombre de don Marcelino Peláez.

Julio, 1921.


(Asturias, nº 365, 14 de agosto de 1921)


Las fotos de Balito, 1930-1932

Ubaldo Menéndez Morodo, ‘Balito’, a bordo del vapor ‘Veendam’, 1930

Ubaldo Menéndez Morodo (Cangas del Narcea, 1902-1968), conocido como «Balito», era un cangués alegre y muy sociable. Aficionado a compartir viajes y comida con sus amigos, en los años treinta fue un activo miembro de la sociedad excursionista canguesa «La Golondrina» y uno de los fundadores de la peña «El Arbolín».

En los años veinte emigró a México, donde también estaba su hermano José. En ese país trabajó en la fábrica de papel San Rafael, localizada en el municipio de Tlalmanalco a 50 kilómetros de la ciudad de México, que en aquel tiempo era la más importante del país y de toda Hispanoamérica. En ella trabajaba de escribiente en las oficinas de la empresa. La fábrica todavía existe.

En México se aficionó a la fotografía y en aquella fábrica tomó muchas imágenes de sus compañeros de trabajo, del equipo de fútbol de la empresa, en el que él jugaba, de indios o personajes singulares, de fiestas, comidas, viajes, etc.

A comienzos de 1930 vino a Cangas a pasar unas largas vacaciones. Viajó por Asturias, Madrid y Barcelona, y también por el concejo en compañía de Mario Gómez. Hizo muchas fotografías de la villa de Cangas y de los pueblos, algunas de las cuales se publicaron en la revista La Maniega. Como buen fotógrafo aficionado captó imágenes de lugares y rincones que ningún otro fotógrafo tuvo la curiosidad de tomar. Muchas de sus fotografías de la villa pueden verse en el Álbum de fotografías del Tous pa Tous.

En junio de 1931 regresó a México y a fines del verano de 1932 estaba de vuelta en Cangas del Narcea, para no volver a salir de aquí nunca más. Se casó en este tiempo con Estefanía Avello Díaz (Cangas del Narcea, 1904-2003), la recordada «Fanía». No tuvieron hijos.

Con la muerte de don Mario Gómez en el mes de abril de 1932, el final de La Maniega y la guerra civil, Balito perdió la afición por la fotografía. Pero de aquellos años de fotógrafo compulsivo quedaron un par de álbumes, que hoy pertenecen a la familia Menéndez Liste, en los que aparecen las fotografías de México y Cangas del Narcea, los dos mundos donde Balito fue feliz.



Todas las Crónicas canguesas, 1916-1928, de Borí, en la web del Tous pa Tous

José Fuertes, ‘Fanxarín’, presidente de la Sociedad de Artesanos; José Álvarez (sentado), presidente del ‘Club Cangas de Tineo’ de La Habana, y Borí en Cangas del Narcea en el verano de 1917. Fotografía de Benjamín R. José Fuertes, ‘Fanxarín’, presidente de la Sociedad de Artesanos; José Álvarez (sentado), presidente del ‘Club Cangas de Tineo’ de La Habana, y Borí en Cangas del Narcea en el verano de 1917. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Col. Juaco López.

Incorporamos a nuestra Hemeroteca las «Crónicas canguesas» que escribió Gumersindo Díaz Morodo, Borí (Cangas del Narcea, 1886 – Salsigne, Francia, 1944), para las revistas Asturias y El Progreso de Asturias, de La Habana, entre 1916 y 1928. El Tous pa Tous ha decidido realizar esta edición facsimilar y digital coincidiendo con la colocación de una placa a la memoria de este periodista republicano el próximo sábado 30 de noviembre.

Estas crónicas cubren un vacío en el periodismo cangués. Entre 1882 y 1916 hubo casi siempre en Cangas del Narcea uno o dos periódicos locales. En ese año dejan de publicarse y no volverá a haber otra publicación periódica canguesa hasta La Maniega (1926 – 1932). De este modo, las crónicas enviadas por Borí a estas revistas nos permiten mantenernos al día de lo que sucedió en Cangas del Narcea en aquellos años.

Entre 1914 y 1928, Borí fue el corresponsal en Cangas del Narcea de estas dos revistas gráficas semanales que se editaban en la isla de Cuba. Sus primeras colaboraciones aparecieron en 1914 en Asturias y eran noticias muy breves, unas meras notas de sociedad, que se publicaban sin su nombre; la primera crónica que aparece con la firma de Borí se publica el 23 de julio de 1916 y está dedicada a El Acebo. Cuando esta revista dejó de editarse comenzó su colaboración con El Progreso de Asturias, donde escribió con regularidad hasta 1925, año en que decide dejar de enviar sus crónicas ante la imposibilidad de decir lo que piensa debido a la censura impuesta a la prensa por la dictadura de Primo de Rivera. Solo volverá a romper su silencio en 1928 para dar cuenta de la muerte de su amigo el notario Rafael Rodríguez González.

La revista Asturias salió a la calle entre 1914 y 1921; la inició y dirigió el periodista José María Álvarez Acevedo, natural de Boal. El Progreso de Asturias fue fundado en 1919 por Celestino Álvarez, nacido en Villanueva (Boal), que fue su director hasta su desaparición en 1960. Ambas revistas gozaban de cierto prestigio entre la numerosísima colonia de emigrantes asturianos en aquella isla. En ellas, en especial en Asturias, colaboraban conocidos escritores asturianos (Marcos del Torniello, Fabricio, José Díaz Fernández, Constatino Cabal, Bernardo Acevedo Huelves, Carlos García Ciaño, Alfonso Camín, María Luisa Castellanos, Adolfo Posada o Leopoldo Alas Argüelles) y periodistas locales que hacían las labores de corresponsales en los concejos: uno de estos fue Borí.

Portada de la revista ‘Asturias’ de La Habana en la que colaboró Borí

La relación de Borí con Cuba y la emigración fue muy estrecha. Su padre había sido uno de los primeros cangueses en emigrar a aquella isla, de donde retornó en 1869; en Cangas del Narcea le apodaron El Guajiro. Sus tres hermanos varones emigraron a Cuba y Tampa (EE. UU.), y él mismo fue emigrante en La Habana entre 1900 y 1902. De allí regresó a Cangas del Narcea  enfermo y sordo. Además, tuvo muchos y buenos amigos emigrantes. Borí sentía gran admiración por todos ellos y estaba convencido que los “americanos” serían un motor de progreso y renovación de la conservadora sociedad canguesa: “de los emigrantes vendrá la regeneración de la provincia asturiana”. El aprecio era mutuo, porque los emigrantes le respetaban mucho y tenían gran confianza en él, y por ello en 1920 el «Club Acebo de Cangas de Tineo» de La Habana le nombra delegado en el concejo.

Portada de ‘El Progreso de Asturias’ de La Habana en la que colaboró Borí

En las «crónicas canguesas» de Borí aparecen las noticias de todos los acontecimientos que sucedieron en Cangas del Narcea en aquellos años: la epidemia de gripe de 1918; los asesinatos del Navarro y otras muertes violentas; la construcción del Teatro Toreno, cuyo proyecto, realizado por el arquitecto Leopoldo Corujedo, estuvo expuesto en el escaparate del comercio “El Siglo XX”; la vida política local en un tiempo en el que Cangas del Narcea era la cabeza de un distrito electoral para diputado a Cortes que comprendía los concejos de Somiedo, Grandas de Salime, Ibias, Degaña, Leitariegos y Cangas. También en estas crónicas se da cuenta del acontecer diario y cíclico de la población: el tiempo atmosférico, el precio de los productos en el mercado de los sábados, las ferias, las cosechas, la recogida de castañas y los accidentes durante el vareo de los árboles, la vendimia y la feitura «o sea la operación de extraer el vino de las grandes o pequeñas tinas donde fermentó», las fiestas y romerías, el Carnaval, la Pascua y sus bollas, y el registro civil: en todas las crónicas aparece la relación de nacidos, casados y muertos del concejo.

En las noticias que envía Borí a La Habana se le otorga un papel destacado a los emigrantes. Menciona los nombres de los que vienen de América a pasar una temporada a Cangas del Narcea e informa de su regreso y del barco en el que van a hacer el viaje, y cuando puede da la relación de todos los jóvenes que emigran para allá. El número de estos era tan grande que llega a escribir: “De todos los pueblos salen caravanas de emigrantes para ambas Américas. Imposible es para el cronista recoger los nombres de todos los que se marchan” (Asturias, 23 de diciembre de 1917).

Las crónicas están escritas con noticias breves y un estilo directo y sencillo. Su lectura no cansa y cuando empiezas a leerlas te enganchan y se leen de corrido. Tienen un tono coloquial, de charla o de carta que escribe un amigo contándole a otro lo que sucede en el pueblo. En este sentido, las crónicas también sirven para conocer las desventuras de su autor, que él cuenta a sus «amigos» emigrantes. Borí conoce bien los intereses de aquellos cangueses que residían en América y con sus crónicas trató de satisfacer la necesidad de información que por su lugar de origen tienen todos los que están fuera.

En algunos casos las crónicas van acompañadas de fotografías realizadas por Modesto Montoto, que era el fotógrafo oficial de la revista Asturias; por los fotógrafos cangueses Modesto Morodo y en especial Benjamín Rodríguez Membiela, autor de la mayor parte de las fotos que se publican en ese periodo, y del propio Borí.

Miramontes Ciencia Tecnología Cultura ha producido la edición digital de «Crónicas canguesas, 1916-1928», que lleva un índice e incorpora OCR para la búsqueda de palabras en el texto. Esta edición se ha hecho a partir de revistas originales que pertenecen al Muséu del  Pueblu d’Asturias, Alfonso López Alfonso y Juaco López Álvarez, y ha sido patrocinada por Mª José, Juaco, Pedro y Alejandro López Álvarez.


Descargar: icon “Crónicas canguesas, 1916-1928” de Borí (113.41 MB)


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Búsqueda de familiares en Cangas del Narcea desde Montevideo

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Ricardo Antonio Casas Bagnoli (Montevideo, 20 de abril de 1955) es un cineasta uruguayo, documentalista, director y productor de cine.

Ricardo Casas Bagnoli vive en Montevideo, es nieto de una canguesa que emigró a comienzos del siglo XX a América y después de ver el documental «El Viejo Rock», de Pablo Sánchez Blasco, que trata sobre un emigrante asturiano en América, le surgió la necesidad de conocer a su familia en Cangas del Narcea. Recurre al TOUS PA TOUS y nos escribe desde la capital de Uruguay la siguiente solicitud:

Mi abuela paterna se llamó Esperanza González Fuertes y nació en Cangas del Narcea el 17 de noviembre de 1894. Vino joven a Montevideo, tuvo a mi padre en 1917. No conozco a mi familia asturiana y me gustaría saber de ellos. Yo hago cine y me está surgiendo un deseo de hacer un documental sobre mi familia española.

Espero ese contacto. Gracias.

Según la certificación literal de nacimiento que hemos obtenido en el Registro Civil, esta señora nació el 13 de noviembre de 1894 a las cinco de la madrugada (el 17 de noviembre fue inscrita en el Registro Civil) y es de Veiga / Vegaperpera, aldea perteneciente a la parroquia de La Riela / La Regla de Perandones en el concejo de Cangas del Narcea. Sus padres, bisabuelos de nuestro solicitante, fueron José González Fernández de Veiga / Vegaperpera y Joaquina Fuertes de Rebol.las también perteneciente a la parroquia de La Riela.

Para aportar información al respecto pueden utilizar nuestro buzón: Mensajes a: EL PAYAR

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La realidad y el deseo de Venancio García Pereira

El Muséu del Pueblu d’Asturiesalt, en su incansable labor por mantener a buen recaudo nuestro patrimonio cultural y nuestra historia, acaba de publicar Cuadros y escenas criollas de Villaguay (Argentina), escritos por el médico Venancio García Pereira en 1894. Desde el punto de vista intelectual, el libro, inédito hasta ahora, fue el pretexto para el contacto entre las dos orillas de un océano, y por tanto sale a la luz en edición de Juaco López Álvarez, director del Muséu del Pueblu d’Asturies, con la ayuda de Raúl Jaluf, responsable del Museo Histórico Municipal de Santa Rosa de Villaguay, y con textos explicativos del propio Juaco López y de Manuela Chiesa, investigadora, y Miguel Ángel Federik, abogado y poeta, ambos de ese municipio argentino de la provincia de Entre Ríos.

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Página del manuscrito de ‘Cuadros y escenas criollas de Villaguay’ de 1894

Detrás de cada hallazgo suele haber una pequeña novela, a menudo digna de contar. Juaco López visitaba en la infancia la casa de los padrinos de un hermano suyo en el barrio de El Corral, en Cangas del Narcea. Años más tarde, ya adulto y responsable del museo, recibe una llamada de unos anticuarios por un lote procedente de Cangas del Narcea. En el lote descubre unos cuantos papeles de aquellas personas que visitaba en la infancia, ya fallecidas, y entre ellos algo más: «Los documentos que más llamaron mi atención fueron dos novelas manuscritas en unos cuadernos, fechadas en Madrid en 1876, y otros tres cuadernos más pequeños con escritos realizados en Villaguay en 1894, todos ellos firmados por Venancio García Pereira».

¿Y quién fue este hombre? Venancio García Pereira nació en el seno de una familia conservadora y profundamente religiosa en el barrio de El Corral, de la por entonces Cangas de Tineo, en 1857. En 1873, después de cursar los estudios secundarios, marchó a Madrid a estudiar Medicina, carrera que acabaría en Santiago de Compostela en 1879. Aficionado a la literatura, dejó escritas algunas novelas y empezadas otras, todo, salvo lo que se incluye en los apéndices de este libro, rigurosamente inédito. En Galicia casó con Efigenia, y en 1885, con 29 años y sin su mujer, que no lo acompañó y con la que después no tuvo ningún contacto, se fue a la República Argentina, donde durante una década, mientras se lo permitió una salud quebrantada prematuramente, ejerció de médico en Villaguay. Murió en Buenos Aires el 1 de mayo de 1896.

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Venancio García Pereira en Paraná, 1890

A Villaguay, en pleno monte de Montiel, en el corazón de la provincia de Entre Ríos, llegó Venancio para quedarse, algo sumamente extraño entre los emigrantes de su tiempo, a los que más bien movía el deseo de ganar dinero y volver a su patria. Impulsado por cierto idealismo romántico y quizá algo bohemio, un médico español, con posibilidades de ganarse bien la vida cerca de casa, se fue a un pueblo remoto, con una farmacia, un café y poco más de mil habitantes. Uno de esos pueblos que tienen algo de la mítica salvaje del western, con parroquianos procedentes de mil lugares en busca de una nueva vida y a los que nunca se les pregunta por su pasado; un pueblo con calles en construcción, casas a medio hacer y un reducido cuartucho donde se aloja la redacción del periódico local recién inaugurado. Venancio, un tipo bien original, tiene además la peculiaridad de que en este cuaderno habla de lo que le rodea. Por sus correspondencias se puede reconstruir parte de la vida de algunos emigrantes, pero estos Cuadros y escenas criollas son un texto raro para la época en España. Este médico, con la incansable curiosidad del niño, la paciencia del entomólogo y la precisión del buen novelista -Émile Zola es el único escritor que cita- se interesa por el territorio en que se ha instalado y por las gentes que lo habitan. Los observa, muchas veces desde la barrera, porque las cacerías o las domas de caballos son peligrosas para quien no está acostumbrado a ellas; anota lo que hacen, pone especial atención en el lenguaje -el cuaderno está salpicado por una cantidad considerable de palabras argentinas que el autor explica en nota-, viaja con ellos, describe el paisaje, explora el campo, aprende; y con ellos disfruta de alguna farra y asiste a un velatorio que le llama la atención por su carácter festivo. Como buen médico, se desquicia con sus supersticiones, en concreto con aquellas en que entran en juego los curanderos o la higiene poco recomendable -se comen los piojos porque creen que los libra del mal de ojo-, y como buen filántropo atiende a los pobres y aguanta estoicamente que casi todo el mundo le deba dinero por sus servicios: «Hace nueve años que trabajo y mucho; no soy rico, hay muchos que me deben la vida y casi todos dinero, y tengo dos amigos». Como explica Juaco López, en los Cuadros y escenas criollas Venancio «se paseará por todos los distritos rurales de Villaguay, describiendo el monte, el río Gualeguay, las lagunas, los árboles y arbustos, los animales, las aves, los peces, los insectos, así como las costumbres del país: el consumo de mate, la vida en la pulpería con sus juegos y carreras de caballos, los apartes o recogida y selección del ganado, las hierras u operación de señalar y marcar el ganado, la caza y la pesca». Y también la sociedad de Santa Rosa de Villaguay, entre la que se movió cotidianamente y con la que parecía tener una relación ambigua, mezcla de resentimiento y atracción.

La vida de todo hombre es un enorme interrogante, un enigma sin resolver, un cúmulo de contradicciones. La de éste, desde luego, no es ninguna excepción. Un hombre conservador y muy religioso escoge como profesión la medicina. Quiere el tópico decimonónico que en cada pueblo español haya dos bandos enfrentados: el del cura y los conservadores, por un lado, y el del médico o el boticario y los liberales, por otro, pero claro, éste, como todos los tópicos, solamente es verdad a medias, y Venancio tiene algo de los dos bandos. Sus ideas sobre la enseñanza no son las de la Institución Libre de Enseñanza, pero su espíritu responsable y ecuánime no quita su parte de culpa a los sacerdotes: «La caridad evangélica y la humildad cristiana son letra muerta para estos traficantes de conciencias que jamás bautizarán ni casarán a un individuo, por pobre que este sea, si antes no se agenció del dinero suficiente para entregarlo al cura por el sacramento que descarada y cínicamente le vende».

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Placa de bronce dedicada en 1929 a Venancio García (1857 – 1896) en el Hospital de Villaguay

Un médico se fue a un pueblo pequeño y exótico al otro lado del mundo, lejos de casa, dejando en Galicia a la mujer de buena familia con la que se había casado, pero, como se deduce de alguna carta reproducida en la introducción, lo hizo con ciertas aspiraciones. Lo más probable es que esas aspiraciones no fueran profesionales. Puede que más bien fueran literarias, una manera romántica de cargarse de experiencias y tener cosas sobre las que escribir, un poco a lo Lord Byron. Pero cómo saberlo. Además, el cuaderno en el que escribió estos Cuadros y escenas criollas -el título es del editor, tomado del cuaderno- está dedicado a su cuñado, y en esa dedicatoria manifiesta que su único objetivo es procurarle un rato de distracción. Sin embargo, el último capítulo, titulado «Por las Raíces«, donde narra un viaje por el distrito de ese nombre, comienza: «No se alarmen inútilmente mis lectores», lo que indica que en su subconsciente anidaba el deseo de tener algún lector más que su cuñado. Por último, como se deduce de una carta que Gerónima Arteaga de Montiel le envía a Dolores García, hermana de Venancio, tras el fallecimiento de éste, el médico seguramente fue un gran filántropo. Se comportó con profesionalidad y diligencia en su trabajo, atendió a los pobres y en aquel pueblo le están agradecidos -una placa en su honor da fe de ello-. Y también acogió a un niño huérfano. Pero hay una duda en el aire, y la primera en plasmar esa duda es su propia hermana, que lo había acompañado algún tiempo en Villaguay, había estado con él, se había ocupado de sus asuntos tras su muerte y debería conocer bien esos pormenores. No obstante, pregunta, y la pregunta que hace no es muy tranquilizadora: ¿No será ese niño hijo de mi hermano? La respuesta, por el contrario, le permitió vivir tranquila.

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Casa comenzada a construir por Venancio García en Villaguay en 1895, que él no vio terminada

Todos somos hojas arrastradas por el viento, y mientras nos arrastra creemos que siempre lo hará hacía adelante, en una carrera imparable y constante en la que la realidad irá acoplándose como un fino guante de piel a nuestros deseos, pero no es así. Bien contada, cualquier vida es un interesante relato, aunque algunas tienen ingredientes más propicios que otras para captar la atención del lector. La de Venancio García Pereira, con sus certezas y sus incertidumbres, sus búsquedas y sus hallazgos, sus luces y sus sombras, sus inquietudes, su amor por la naturaleza, su atención a los más necesitados, su incesante espíritu aventurero, su casa a medio construir en Villaguay, quizá metáfora de su existencia, y su temprana muerte, es de las que merecen ser contadas. Y en este libro se cuenta con la misma precisión y el mismo garbo con que él explicó las costumbres de los habitantes de «esa exigua parcela del mundo».

Detener el tiempo

Un artículo de Alfonso López Alfonso en la revista de literatura Clarín está dedicado a Benito Correa, vecino de Pousada de Rengos, que fue guardia civil, emigrante en Venezuela, Francia y Australia, dueño del Bar Correa en Cangas del Narcea, y aficionado a la pintura y la fotografía. Hoy, después de una existencia llena de sobresaltos, aventuras y viajes, lleva una apacible vida en el Río de Rengos. Todas las imágenes que acompañan el texto fueron realizadas por él en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.

Arando en el Cortinal, Posada de Rengos, hacia 1949

DETENER EL TIEMPO

Alfonso López Alfonso

El deseo de detener el tiempo únicamente podemos verlo cumplido en las fotografías. Las viejas fotografías nos fascinan porque en ellas se produce el milagro de poder contemplar la carcasa de un mundo que ha desaparecido. Con los años se deja de ser joven y, como en el poema de Gil de Biedma, también se comienza a comprender que envejecer, morir, es el único argumento de la obra. Con el tiempo, de nosotros únicamente quedan los restos del naufragio, entre ellos unas cuantas imágenes anónimas y destartaladas colocadas en montoncitos por los rastrillos dominicales. Las viejas fotos son un reloj parado justo cuando quien las realizó activó el obturador de la cámara para atrapar ese instante, algo que seguramente nadie podría lograr nunca escribiendo, aunque pusiera muchas cuartillas en el empeño. No sé si una imagen vale más que mil palabras, aunque supongo que todo depende de qué imagen estemos hablando y también de qué palabras, pero lo que sí sé es que por muy bueno que sea un escritor no podrá llegar nunca a describir con entereza y precisión lo que cabe en una imagen.

El Cortinal, Posada de Rengos hacia 1950

Las fotografías presentan seres y objetos congelados y tienen por ello una clara ventaja para el espectador respecto a la literatura, y es que venga de donde venga el que contempla puede absorber directamente lo que está viendo y ponerlo en contacto con sus emociones y experiencias sin necesidad de intermediarios, algo que lógicamente la fotografía comparte con la pintura. Una fotografía de Diane Arbus o un cuadro de Vermeer dirán algo a un espectador que los contemple en un pueblo perdido de Oklahoma o a quien lo haga en París, en Lisboa o El Cairo; Shakespeare, sin traductores, no podría hacerlo. Esto es una observación de Perogrullo que nos conviene tener presente a quienes escribimos porque, más allá de consideraciones artísticas, es doloroso saber que cualquiera con una cámara o unos pinceles en la mano ha de sacarte ventaja.

El Cortinal, Posada de Rengos, hacia 1950

Las fotos antiguas, como documentos que hablan de la sociedad a la que pertenecieron, no necesitan parabienes estéticos, sencillamente se acercan a nosotros poniéndonos en contacto con lo que fuimos y nos interesan más cuanto más cerca nos tocan. La foto del abuelo en la guerra, la de papá en la mili, la del tío afortunado que disfrutó unas vacaciones en Canarias hace veinte o treinta años, puede revolver más el corazón de quien la tiene en la mano que todas las que hizo en su vida Cartier-Bresson. Hay algo evanescente y emocionante en todos los fotógrafos anónimos que desempeñan algún papel en nuestra vida. Lo comprendo al conocer a Benito Correa, que durante muchos años se ocupó meticulosamente de disparar su cámara allá por donde iba. Fue un niño de la guerra nacido en la localidad extremeña de Herrera de Alcántara, en la Raya entre España y Portugal. A finales de los años cuarenta se hizo Guardia Civil y vino destinado a una de las zonas más remotas de una región remota para conocer a Delfina, que se convertiría en su mujer.

El Poulón, Posada de Rengos, hacia 1957

Se afincó en este destino y se casó en Pousada de Rengos (Cangas del Narcea), donde vive hoy apaciblemente en una casa con vistas envidiables. Pero su vida está llena de sobresaltos, aventuras y viajes. Después de casarse dejó la Guardia Civil y anduvo medio mundo para ganarse la vida: Venezuela primero, en solitario, sin la familia, donde estuvo cerca de siete años; Francia después, donde pasó aquel mes de mayo de 1968; tras eso, todavía, más de veinte años en Australia. En los años sesenta, a su regreso de Venezuela y antes de partir hacia Rosult, en Francia, montó en Cangas del Narcea un bar de estilo flamenquista que se llamó Bar Correa. En él hizo con pasodobles y chotis las delicias de los señoritos de la villa a la salida de misa.

Josefa Ramos Rey, hacia 1967

Hoy Benito Correa disfruta de un merecido descanso en una casa que algo tiene en su diseño de híbrido entre rancho y mansión. Quien se acerque hasta la casa La Mata en Pousada de Rengos puede encontrarlo todos los días del año dedicado con empeño oriental a las flores de su jardín y a los ensimismados pensamientos producto de los largos paseos. Es un hombre de aspecto apacible, de voz apacible, de conversación apacible. Si preguntan les hablará de lugares lejanos, de su trabajo como recepcionista de un importante hotel en Caracas, por donde pasaban militares de alta graduación, presidentes y toreros, de las fábricas francesas, de las cocinas de los restaurantes australianos, de las travesías en barco, de los transbordos en avión, de su primera salida, cuando la familia fue a despedirlo al puerto de Vigo;

La Bouba, Posada de Rengos, hacia 1950

y también hablará de una infancia marcada por la crueldad de la guerra y la pérdida de un hermano, de su cariño por Herrera de Alcántara, por el Tajo y por los vecinos portugueses de Castelo Branco, que alcanzaba a ver desde la otra orilla del río; pero sobre todo hablará de la afición que tenía al dibujo, para el que mostraba condiciones, y a hacer fotografías sin parar, con las que sin duda algo salvó de lo que fuimos.

Rectoral de San Luis del Monte, hacia 1950

Benito Correa nunca hizo ni pretendió hacer fotos que valieran más de lo que valen. No es un fotógrafo profesional, pero los momentos de la vida cotidiana que captó los ha convertido el runrún del tiempo en documentos. Sus fotografías, en general, interesan mucho porque dan fe de un mundo cuya realidad se ha ido devanando hasta sumirse en la inexistencia. Hay fotos de gente trabajando en el campo, de los días de fiesta, de comuniones, de escolares, de todo un poco.

Rectoral de San Luis del Monte, hacia 1953

En ellas aparecen edificios que ya no existen, como la casa rectoral de San Luis del Monte, al lado de la ermita del mismo nombre en una montaña cercana a Pousada de Rengos, y también nos damos cuenta al observarlas de que no están cosas que se hicieron después, en especial las instalaciones de los lavaderos y oficinas de las empresas mineras en el entorno de Veiga de Rengos, hoy bien visibles, pero que no aparecen en las fotos tomadas desde el Cortinal por Benito Correa a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta.

Rosult, Departamento del Norte, Francia, hacia 1967

Qué decir de lo que sugieren esas fotos de los escolares y las comuniones, tantas caras cargadas de curiosidad, de incertidumbre, de candidez, de jovialidad. Infantiles, pero también majestuosas, aparecen aquí expectantes, repletas de futuro, las caras de esos dos niños que en el corredor de casa Mario observan al fotógrafo sumergidos en un claroscuro caravaggiesco. Las toscas tablas del suelo, el abrigo colgado, la ropa tendida, la cesta, el balde, la escoba, todos componentes de una casa que, como vemos por la rudimentaria lavadora que aparece en primer plano en el margen derecho de la foto, empieza a modernizarse.

San Luis del Monte, hacia 1953

Muchas de las fotografías de Benito Correa son escenas de la vida campesina, todas son hijas de su tiempo, pero hay una que condensa y llena de significado ese tiempo. Está tomada en el puente de Ventanueva, seguramente con motivo de alguna visita importante, y en ella aparece —fiel metáfora del control moral y físico que se practicaba en los tiempos que corrían— un puñado de curas y guardias civiles. Sotanas y tricornios, símbolos de unos años en que era norma, como enseñan estas fotografías, la segregación por sexos en las escuelas y en los que abundaban las procesiones y las misas concurridas. Estas fotos de Benito Correa nos fascinan por su capacidad de sugestión, por la facilidad que dan a las imaginaciones románticas para lanzarse hacia lo irreversible: el pasado; dan fe de un mundo extinto y tienen por tanto algo de mágicas, pero también son testigos documentales del mundo del que venimos y al que quiera dios —si es que existe— no volvamos.

(Artículo publicado en Clarín. Revista de nueva literatura, nº 90, noviembre-diciembre 2010).