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Tres artículos de Gumersindo Díaz Morodo Borí publicados durante la Guerra Civil en el periódico republicano El Diluvio, de Barcelona

“¡Por su madre, camaradas…!”

Lo leí hace ya una porción de días, pero se trata de una de esas noticias sobre las cuales el comentario es siempre actualidad. Y el caso concreto es que en un pueblo de la zona no invadida por los facciosos se halla instalada y asistida con todo esmero, cuidada con mimo, una ancianita de setenta años que resulta ser, ni más ni menos, que la madre del felón y asesino Aranda.

Nuestra sorpresa fue grande al saber que esa viejecita residía en territorio no dominado por Aranda ni por sus traidores compañeros. Quien tantas madres sacrificó en Asturias, ¿llegó a olvidarse de la suya propia? ¿Cómo suponer que existiesen individuos de tan baja condición moral que por ansias de dominio llegasen a vender a quien les dio el ser? El tipo queda retratado de cuerpo entero.

Es el «caso Aranda» el caso típico del militar de la escuela jesuítica, sin vergüenza y sin honor, que supone que todos los miembros son buenos si conducen a determinado fin. Recordemos su actuación en Asturias. Ya bastante antes del movimiento militarista inició su política de falsía, de engaño, pretendiendo demostrar a los partidos de izquierda que nadie le aventajaba en defensa de la República. Y así, con ese ambiente de «buen republicano», respaldado por el asesinado ex gobernador Rafael Bosque, llegan las fechas de la sublevación fascista. Fechas del 17, 18 y 19 de julio del 36, en las que Aranda aun jura «por su honor militar» defender el régimen que el pueblo se había dado. Pero tan pronto como consigue –también con engaños- meter en Oviedo a la casi totalidad de la guardia civil de la provincia, se quita la máscara y ordena el alevoso asesinato de los jefes de las fuerzas de asalto y de numerosos obreros que al cuartel acudían a recoger las ofrecidas armas. Simultáneamente, detención  e incontables muertes de personas de izquierda que, fiadas en su palabra, cometieron la candidez de quedarse en sus casas, y libertad y armamento a los derechistas que días antes fueran encarcelados.

Es indudable que la traición de Aranda influyó mucho en la caída del Norte. Su felón proceder, de engaño a todos, impidió que desde un principio nos perteneciese Oviedo, y que con las fuerzas y el material guerrero allí acumulado se acudiese en defensa de Irún, al mismo tiempo que se podía atacar por Galicia y León, puesto que lo de Gijón carecía en conjunto de importancia o acaso no se hubiese presentado. Es decir, se quedaba en situación de ser martillo en vez de ser yunque.

Hay algo incomprensible en la traición de Aranda, algo que no debemos silenciar. Había pasado ya más de un mes de lucha y en el palacio de la Diputación de Oviedo, podíamos ver izada aún la bandera republicana. ¿Cómo se hallaba tremolando allí la enseña de un régimen que querían derrocar? No se comprende el por qué, dado el carácter antirrepublicano del movimiento fascista no fuese arriada inmediatamente la bandera tricolor, y menos comprensible resulta teniendo en cuenta que a esos cien metros de la Diputación, en un elevado edificio en construcción, aparecía una bicolor, de gran tamaño. ¿Es que Aranda pretendía seguir el doble juego de republicano y monárquico fascista? El tiempo nos pondrá en claro este enigma. La enseña republicana no fue retirada por los fascistas; desapareció de la Diputación en uno de los bombardeos por nuestra aviación. No volvió a ser izada, naturalmente.

* * *

En las cercanías de Oviedo, en sus aledaños, en el monte Naranco, alguien, en esos días, se acordó de la madre de Aranda. Fue un perturbado, un pobre loco, que se hallaba en el Sanatorio del Centro Asturiano. Vida de borrasca en Cuba le había puesto en ese estado. Era un loco tranquilo, inofensivo, al que nuestros milicianos procuraban provocar. Se llevaba bien con todos. Acudía a mí, buscando protección, cuando se veía demasiado asediado. Le gastaban bromas graciosísimas. Véase una muestra.

Una mañana en que me hallaba ordenando libros para la biblioteca de aquellos milicianos, irrumpió en mi habitación en un estado de agitación grandísima. Se mesaba el pelo y se daba golpes en la cabeza, costándome no poco trabajo tranquilizarle. A preguntas mías se limitó a presentarme un sobre con un papel dentro, diciéndome que aquella carta la había dejado caer allí, para él, un avión fascista. Leí el escrito y no pude contener la risa. Se le anunciaba que una amiga suya había dado a luz dos niños y que tenía que presentarse en el Juzgado para reconocer a los críos. Ante mi regocijo aumentó su excitación. Todo se le volvía lanzar «¡No! ¡No! y ¡No!» Le rogué se explicase, y después de muchos rodeos salió diciendo que lo de la carta era un infame embuste fascista porque… porque… ¡¡hacía más de dos años que no veía a esa su amiga…!!

Como se ve, disparaba mejor que una carabina.

Hablarle de Aranda era llevarle al paroxismo. Discutiendo con los milicianos sobre la clase de muerte que debía dársele, propuso que fuese a palos, ofreciéndose a ser el ejecutor de la justicia. Se aceptó su oferta, y una noche de luna llena, preparada la comedia, se le avisó que Aranda había caído prisionero y llegara, por tanto, el momento de hacer justicia con el traidor. Sin titubeo alguno, y provisto de un grueso garrote, siguió a los autores de la broma hasta un cercano caserío. Allí se hallaban otros milicianos rodeando a un compañero, al supuesto Aranda. Se acercó el perturbado garrote en alto. Los bromísticos muchachos se preparaban para evitar el contundente golpe. Pero no fue necesario. El grueso palo cayó de las manos del que lo esgrimía, al mismo tiempo que hincado de rodillas imploraba lloroso:

-¡Por su madre, camaradas; por su madre no le matéis!

El infeliz perturbado había presentido a esa ancianita cuidada y mimada que, ignorante de la felonía de su hijo, lloraría desconsoladamente su muerte. Y aquellos muchachos milicianos, que a todas horas del día y de la noche se jugaban alegremente la vida, se sintieron conmovidos ante la invocación del loco y se apresuraron a dar fin a la farsa, retornando silenciosos al punto de partida.

* * *

Nuestro aplauso al Gobierno por su humanitario proceder con la madre de Aranda, proceder que estamos seguros no agradecerá el hijo, quien acaso hubiese preferido fuese fusilada para tratar así de justificar su felonía y hacer también «méritos» fascistas. Hace muy bien la República con esa ancianita. Pero creemos no estaría mal que ella se enterase del proceder de su hijo. Y, conocida por ella la verdad, si no reconoce en tal individuo al que llevó en su vientre y parió con dolor de sus entrañas, ahí precisamente estaría el mayor castigo al traidor, felón y asesino ex coronel.

G. Díaz Morodo (“BORI”)

El Diluvio, miércoles, 2 de marzo de 1938.

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