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Tres artículos de Gumersindo Díaz Morodo Borí publicados durante la Guerra Civil en el periódico republicano El Diluvio, de Barcelona

“Se acabó el cuento”

Para J. Díaz Fernández

Tarde dominguera del próximo pasado agosto. Por estrecha vereda bajaba de la altiplanicie en que tiene su asiento –o su asiento tenía el aeródromo de Llanes-. En la hondonada un pueblo, Adrín por nombre; un pueblo como tantos otros de la antes riente Asturias oriental. El mejor solar del pueblo, ocupado, naturalmente, por la iglesia, edificio escaso de luces, pero recio en sus muros, cuya única puerta de entrada aparecía cerrada, al igual que sus similares enclavadas en el resto de la provincia no dominada por los moros y fascistas.

Pero así como otros edificios iglesias se hallaban completamente olvidados, ésta de Adrín tenía continua vigilancia. Una pregunta mía fue contestada en sentido afirmativo. El tal edificio se hallaba destinado a depósito de municiones para la aviación. No obstante, la entrada me fue franqueada. En la nave se hallaban ordenadas, por ringleras, las mortíferas granadas. Con algo de repugnancia examiné aquel material de guerra. Soy un entusiasta de la aviación, por lo que significa como avance del progreso; pero aplicada a la guerra, sembrando ciegamente la destrucción y la muerte, la considero poco noble y hiere las fibras más sensibles de mi humanismo. Al salir de lo que fuera templo parroquial llamó mi atención un dibujo, no mal hecho, que aparecía en una de las desnudas paredes. Representaba a Cristo clavado en la cruz con el siguiente pie: «Se acabó el cuento». Sin duda alguno de los centinelas se entretuvo dibujando, y ante la frialdad de aquella nave, falta en absoluto de todo simbolismo religioso, dio por realizado su anhelo de redención espiritual, dando por terminado el cuento de Cristo.

Desgraciadamente, el «soldado desconocido» autor del dibujo y del pie se precipitó en su suposición. El cuento no ha terminado, ni vemos por ahora su próximo fin. Cuento macabro, cuento de miedo que ha hecho correr por todas partes ríos de sangre. Desde que al emperador Constantino se le ocurrió hacerse solidario de los histerismos de la pecadora de Magdala, el mundo se convirtió en campo de lucha, tratando de imponerse el cuento unos a otros, o sirviendo el cuento de pretexto para tiranizar y esclavizar los pueblos y destruir razas.

La Iglesia, en determinado día de cada año, hace como que da fin al cuento, pero inmediatamente lanza nueva edición. Y el argumento del Cristo expirante en una cruz se repite uno y otro año y uno y otro siglo. Pero no obstante la aparatosidad del anual relato, sin duda se temió que la continua repetición sin variación cansase a las gentes, y nos salió Iñigo con la piltrafa sanguinolenta, elevándola a dogma, iniciándose nuevas guerras en pro de la defensa del órgano sanguíneo, o del poder de sus definidores. Aun muy recientemente se leía en un periódico navarro la petición al “generalísimo” para que se impusiese en toda la España por ellos sojuzgada la adoración al Corazón de Jesús, haciéndole figurar en todas partes, incluso en el escudo nacional. Yo propongo a esos selváticos el escudo que más se adapta a su ideología y actuación: una cabeza de burro con grandes e inhiestas orejas y entre éstas la piltrafa sangrienta, y como corona el bonete jesuítico, y al fondo el lema «Ya reino en la España fascista».

El cuento no termina, no. Para sostenerlo en España provocaron los traidores militares esta guerra de invasión extranjera, en la que tantos horrores se están presenciando. Y el alto y bajo clero que se dice cristiano y español declara la guerra santa, y para sostener, sin duda, su mayor santidad, se abarragana con el Islam, cubriendo de bendiciones, escapularios y medallas a los violadores, ladrones y asesinos de mujeres y niños españoles.

Para sostener el cuento se han cometido y se siguen cometiendo en esta lucha de independencia miles y miles de asesinatos por los que se dicen adoradores de Cristo, sin respeto a la edad ni al sexo; crímenes de repugnancia selvática, cual el perpetuado en la persona de tu anciano padre, acusado de haberte engendrado. Pero crímenes muy de acuerdo con la destrucción de toda progenie de «rojos» preconizada por el energúmeno obispo dominico Menéndez Reigada, paisano mío.

Para recordar que el cuento no se acabó somos millones los españoles que nos hallamos desplazados de los puntos de nuestras actividades, sin familia, sin hogar, habiendo quienes han pasado hambre y frío, y cubiertos de harapos, cuando no de miseria. Se hace necesario que el cuento termine. En el yunque de la tragedia y del dolor y entre arroyos de sangre se está forjando una nueva Iberia. Y en esta nueva República de Libertad, Amor y Trabajo, que tantos dolores nos cuesta, ¿va a permitirse que el cuento macabro siga enseñoreado de la vida nacional? Cuentos como ese, cuentos de miedo, sólo debieran ser tolerados en la intimidad del hogar. Es la única solución que tenemos si queremos evitarnos nuevas y cruentas luchas civiles. Preparemos a los niños de hoy, a los hombres del mañana, para que ellos, por sí, conscientes de su gran misión, pongan al cuento el consabido final: «colorín, colorado…»

G. Díaz Morodo (“BORI”)

El Diluvio, miércoles, 9 de febrero de 1938.

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