Inicio hoy una serie dedicada a los delitos que puede cometer la clase política en el ejercicio de sus cargos y, en consecuencia, a los delitos en que pueden incurrir los políticos cuando trabajan para la Administración como concejales, alcaldes, directores generales, consejeros, secretarios de Estado, ministros, etc., etc..
Me referiré solo a los delitos mas frecuentes, de los que en España, por desgracia, hay miles de precedentes.
Quizá el delito mas habitual sea la prevaricación administrativa, que es el delito que cometen las autoridades y funcionarios públicos cuando dictan resoluciones arbitrarias a sabiendas de su injusticia.
Se trata de proteger el recto y normal funcionamiento de la Administración, con sujeción al sistema de valores instaurado en la Constitución, que sirve de punto de partida para cualquier actuación administrativa: obligación de la Administración de servir con objetividad a los intereses generales, con pleno acatamiento de la Ley y el Derecho; y sometimiento al principio de legalidad de la misma actividad administrativa.
A efectos penales el concepto de funcionario público es muy amplio, pues comprende a todos los que participan en el ejercicio de funciones públicas.
Nuestra Jurisprudencia no sólo exige, como requisito del delito, que la Resolución sea jurídicamente incorrecta, sino que además no sea sostenible mediante ningún método aceptable de interpretación de la ley, es decir, no es suficiente con que la Resolución sea ilegal, supuesto remediable ante los Tribunales del orden contencioso-administrativo, sino que para darse el delito de prevaricación es necesario que esa ilegalidad sea palmaria, patente, evidente o esperpéntica.
Y precisamente porque es un delito que afecta a los políticos (que, como todos sabemos, son los que aprueban en el Parlamento las leyes que luego los Tribunales de Justicia tienen que aplicar), ellos ya se han cuidado de que no esté castigado con pena de prisión sino únicamente con penas privativas o restrictivas de derechos: la de inhabilitación especial para empleo o cargo público y la de inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo, en ambos casos por tiempo de 9 a 15 años.
Porque la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público lo que hace es privar definitivamente al condenado, durante el tiempo que dure la condena, de aquél empleo o cargo sobre el que recayere, es decir, que si el condenado por prevaricación es un alcalde ésta pena lo que hace es impedirle de 9 a 15 años volver a serlo pero no quita que el sujeto en cuestión pueda ocupar cualquier otro puesto en la Administración (consejero, diputado -regional o nacional-, senador, etc., etc.).
Y porque la pena de inhabilitación especial para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo lo que supone es impedir que el condenado, durante el tiempo que dure la condena, pueda presentarse a unas elecciones, esto es, que no podrá ser concejal, diputado -regional o nacional- o senador de 9 a 15 años pero si ocupar cualquier otro puesto en la Administración (asistente, asesor, “gabinetero”, director general, consejero, secretario de estado, ministro, etc.).
Dicho en otras palabras: el delito de prevaricación de las autoridades y funcionarios públicos tiene el “privilegio” de ser un delito que no solo no está castigado con pena de prisión sino que, además, no impide al condenado continuar prestando servicios en otros cargos de libre designación de cualquier Administración Pública. ¡¡ Una verdadera tomadura de pelo !!!
Pero es más, para huir de la “justicia popular”, el delito de prevaricación es uno de los excluidos del Tribunal del Jurado, es decir, que los políticos también han decidido que a ellos no los juzguen los ciudadanos sino los jueces profesionales, hasta el punto de que el Tribunal del Jurado no conocerá de este delito ni siquiera aunque el mismo resulte conexo a otro que sí sea de su competencia. ¡¡¡ Una prerrogativa de muy difícil justificación !!! Algo parecido hizo Augusto (63 ac – 14 dc), el primer emperador romano, cuando la corrupción campaba a sus anchas a lo largo del Imperio, proclamando algo así como que «de ahora en adelante el pueblo de Roma juzgará los delitos que yo diga y a las personas que yo quiera». Pero, claro, esto fue hace mas de dos mil años.
Y, a mayor abundamiento, si el cargo público tiene la condición de aforado (en España hay miles de ellos), entonces tampoco será investigado por un Juzgado de Instrucción, como el resto de los mortales, sino por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma respectiva o incluso por el Tribunal Supremo, según los casos, y esto, en mi opinión, contradice radicalmente el principio de igualdad, transmitiendo a los ciudadanos la imagen de que la Justicia no es igual para todos y de que los políticos presuntamente corruptos gozan de un estatuto jurídico “privilegiado” y diferente al de cualquier ciudadano, que puede ser directamente investigado por un Juez de Instrucción.
Los políticos con cargo público, tan «listos» a veces, para no incurrir en este delito lo que suelen hacer es no dictar Resoluciones en los asuntos comprometedores, sino abstenerse de ello, obsequiando así al ciudadano con el silencio administrativo que, como ya expliqué aquí recientemente en otra entrada del mismo nombre, supone la existencia de un acto presunto, es decir, una ficción a la que la ley anuda una serie de efectos: existe un acto administrativo, aunque el mismo no sea expreso.
Dicho en otras palabras: aunque el cargo público no haya dictado Resolución expresa, la ley considera que si ha «dictado» Resolución presunta.
Y por eso, porque al final sí que hay Resolución, es por lo que los Magistrados del Tribunal Supremo, que son unos juristas muy pero que muy competentes, hace ya unos pocos años que han decidido tomar cartas en el asunto para tratar de combatir esta perversión de los políticos. Y así han acudido a la figura de la prevaricación omisiva o prevaricación por omisión, que se da en aquellos casos en los que la autoridad o funcionario se vea impelido al dictado de una resolución, bien porque exista una petición de un ciudadano y su silencio equivalga legalmente a una denegación de la misma (silencio administrativo negativo) o bien porque exista una norma que de forma imperativa le imponga la adopción de una Resolución expresa y sin embargo no la dicte.
Así es el Estado de Derecho.
¡¡¡Ay de mi güey!!!