Un viaje a Degaña en 1925
Se da el caso en este montañoso y apartado rincón del mundo que moramos de que para ir a pueblos del mismo partido judicial es preciso salir de éste y aun de la provincia, y rodeando medio centenar de kilómetros en automóvil, quedar todavía a catorce del punto de destino, que se han de recorrer forzosamente en caballería si no se quiere apelar, en aras del ejercicio corporal, al tan modesto y vulgar vehículo de San Fernando, echando un pie tras otro.
Hemos salvado el Puerto y descendemos hacia León. La carretera, en múltiples zigzag, va mitigando las diferencias del nivel hasta Caboalles de Abajo. El panorama ha variado por completo; a las jugosas y verdes laderas cubiertas de pradería y castañar, propias del terreno asturiano, suceden los terrenos pedregosos y yermos, cuyas vertientes asoman las bocaminas carboníferas y las escombreras del mineral. El Sil que acaba de nacer en la vertiente del Puerto para caminar muy lejos llevando con sus aguas el prestigio y la leyenda de sus arenas auríferas, mancha aquellas con los lavaderos de carbón.A las casas de tejados de paja, que en las pequeñas aldeas astures de Leitariegos contemplábamos hace un momento, suceden en tierra leonesa las techadas de pizarra, que con la monotonía de su color y sus altas chimeneas y adornos de ambiente inconfundible se edifican en Laciana. Llegamos a la Collada de Cerredo; es preciso dejar el coche y tomar los caballos. El Valle de Degaña, largo y estrecho, por el que nace y discurre el río Ibias, y cuyas laderas están llenas de soberbio arbolado para construcción, refleja otra vez el paisaje asturiano.
Pasamos por las minas de Cerredo; sigue el camino tortuoso el curso del río—kilómetros de pesado viaje bajo el sol casi veraniego y «a bordo» de un penco lugareño que se agita y retuerce hostigado por las moscas — hasta llegar a Degaña. La cortesía no es ajena a estos retirados lugares. Una comisión de notables acude a recibir al Juzgado, cumplimentando. Nos apeamos y realizamos nuestras diligencias. Por la tarde es el regreso, a la puesta del sol, que baña en doradas tonalidades de un espléndido Poniente todo el paisaje. Ya brilla el lucero de la tarde, cuando después de nuestro fugaz paso por tierra leonesa enfilamos de nuevo el gran Valle de Naviego, puerto abajo, de regreso a Cangas. En una aldea del tránsito los mozos y mozas divierten sus ocios de domingo, en esta prima noche, bailando el «son de arriba» en la carretera. De que pasamos, un rapaz arrojó una piedra al «auto”. Conservamos de Degaña una impresión turbia y lejana…La Voz, Madrid, 13 de julio de 1925
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