Emilio Rodríguez: Poeta espiritual, puro y secreto

Fray Emilio Rodríguez González, dibujando, en el convento de los dominicos de Salamanca, en 1964. Fuente: dominicos.org

Emilio Rodríguez (Villar de Adralés, 1938 – León, 2020) fue un poeta con una producción muy extensa, que se recogió completa por primera vez póstumamente, cuando en el año 2022 fray Bernardo Fueyo Suárez se encargó de editar los dos volúmenes que forman Detrás de las palabras, sacados a la luz por la editorial dominicana San Esteban, de Salamanca.

La formación y el ingenio de este autor le permitieron crear una obra de gran profundidad, con un toque espiritual y múltiples referencias a los lugares en los que se formó como dominico, como poeta y como ser humano. La belleza de sus composiciones reside en que son un testimonio de su visión de este mundo, que nos transmiten las emociones e imágenes que el autor plasmó en un instante que no seríamos capaces de imaginarnos de otra manera.

Emilio Rodríguez González nació en Villar de Adralés (Cangas del Narcea) el 9 de julio de 1938. Sus padres, Emilio y Hermenegilda, eran campesinos que poseían una pequeña explotación agrícola y ganadera, como era común en la zona. Sus primeros años de estudio los cursó en su pueblo natal, y a los 15 años ingresó como alumno interno y aspirante dominico en el cercano monasterio de San Juan Bautista de Corias.

Era el menor de diez hermanos y creció en un ambiente rural, rodeado de imágenes naturales, idílicas, que le marcarán como persona y como poeta. Entre los recuerdos de su juventud podría rescatarse una imagen que, aunque triste, tiene gran fuerza en su obra Como árboles que andan, en la que describe a un “picador” de la mina. La minería, y sus consecuencias en el concejo de Cangas del Narcea, fue un tema de gran impacto entre sus paisanos, y no es de extrañar que Emilio Rodríguez recuerde con cierta amargura esta situación: la de un picador regresando de la mina. El poema dice así:

Emilio Rodríguez, retrato digital impreso sobre aluminio, 70×55 cm, del prolífico artista y singular retratista Florencio Maíllo.

Volvía con la fatiga
doblada sobre el hombro
como un cántico.

Solamente el miedo y la canción
le estaban permitidos.

Tenía las manos escritas
con palabras
que nadie había leído,
que nunca serán consideradas
como nuevas.

Subía por los bancales
masticando la niebla
a bocanadas,
por temor a olvidarse
de que el aire
es vida gratuita.

Tenía la voz oscura
como el viento,
y una larga historia
de raíces
en la piel.

No sabía que algunos días amanece
y que el agua también puede
volverse de colores.

Fue en el monasterio de Corias donde Emilio Rodríguez desarrolló las dos pasiones que lo acompañarán el resto de su vida: la literatura y el dibujo. Su profesor de literatura, con el fin de completar el estudio de la métrica, encargaba a los alumnos pequeñas composiciones personales, y las de Emilio eran tan brillantes que le animó a seguir el camino de la poética.

Después de Corias continuó sus estudios en Caleruega (Burgos), localidad que evocará muchos años después, en el año 2002, en su poemario En absorta luz, dejando constancia del impacto que le causaba la inmensidad cargada de Historia del paisaje castellano: “Silencio en los castillos… / Silencio en las orillas / de aquel río / que pudo describir / tantas batallas”. De Caleruega pasó a Las Caldas de Besaya (Cantabria), trasladándose durante los veranos al santuario de Nuestra Señora de Montesclaros, donde los estudiantes seguían cursos de idiomas, música y literatura. Algo de aquellos instantes atrapa en el poema “Montesclaros”, de su libro Fugaz y permanente (2018): “Ahora en ti descubro / que todos los finales / narran, a su modo, / el tiempo y las veredas”.

Entre 1961 y 1966 estudió en Salamanca, en el convento y facultad de Teología de San Esteban, de donde salió licenciado y ordenado sacerdote de manos del célebre Vicente Enrique y Tarancón.

Años clave para Emilio Rodríguez fueron los que pasó en Pamplona, donde, en 1966, decidió cursar Periodismo. Fue durante este período cuando consiguió su primer éxito literario triunfando en los Juegos Florales celebrados por la Universidad de Navarra con un breve poemario titulado Gustando el sabor del Pirineo.  Esta es una de sus primeras composiciones de cierta envergadura, y sus poemas, concordando con el título, evocan paisajes montañosos, nevados, solitarios, impregnados de un aura de misterio y de tenebrosa calma:

Caballos de andar la niebla
van los aires al sendero.
Está el silencio en cuclillas,
está el silencio o el miedo.

Subida de corazones
donde la nieve es acero,
están los pájaros tibios
del encuentro sin encuentro.

 Tras finalizar los estudios de Periodismo, Emilio Rodríguez fue trasladado en 1970 a Guadalajara, con la tarea de gestionar la imprenta y la Editorial OPE. Fue nombrado subdirector de la editorial, y, además, director de la revista Cruzada misionera, en la cual comenzó a publicar artículos con distintos comentarios sobre situaciones sociales o referentes a la Iglesia. En esa revista publicó también varias composiciones de prosa poética.

A pesar de todo este ajetreo intelectual, no terminó nunca de encontrarse satisfecho con sus tareas en Guadalajara y decidió aceptar una oferta para dirigir la emisora local de la cadena radiofónica COPE en Salamanca. Dedicó estos años al trabajo, pero sin abandonar la producción literaria, bastante prolífica en este tiempo. Escribió en Salamanca Pregunto por el silencio y Como árboles que andan, entre otras obras. En estos libros se encuentran algunos de sus poemas más estimables.

En 1980 promovió la creación de una tertulia literaria que provocó a su vez el nacimiento, en 1983, de la revista Papeles del martes, llamada así por el día en el que esta tertulia tenía lugar. En la tertulia y la revista participó con entusiasmo desde su fundación hasta su muerte, publicando gran cantidad de composiciones en Papeles del martes, entre las que, en el número 29, encontramos un bonito homenaje a su tierra natal: un pequeño conjunto de poemas titulado País de Niebla (Narcea). Aquí describe sensaciones y paisajes de su concejo natal, como el correr de los regatos o el palpitar de las gotas de lluvia sobre las ortigas, pero también, haciendo gala de una profunda comunión espiritual con el paisaje, añade un toque de esa profundidad trascendente que a la naturaleza únicamente le puede aportar el intelecto humano:

Edición completa de la poesía de Emilio Rodríguez.

Aquí se queda el tacto
como guardián silente
de los espinos vivos
donde rige la niebla.

Marcamos territorios
invadidos de ausencia
y nos quedamos quietos
vigilando fantasmas.

Las piedras del pasado
son nuestros asideros
para un vado imposible
del río que nos nombra.

Aquí se esconden todos
los sonidos sobrantes
de los días encendidos
con la noche de espaldas.

Emilio Rodríguez fue cangués de nacimiento, pero también fue salmantino de sentimiento, porque allí tuvo lugar la parte más importante de su vida, la que con más cariño recordaba.

Debido a su relevo, en contra de su voluntad, como director de la COPE, se vio forzado a cambiar su lugar de residencia al ser trasladado en 1991 a la localidad de Parquelagos, en La Navata (Madrid). El poeta sintió enormemente la marcha de Salamanca, donde tenía su ambiente literario, debido a todo lo que dejaba atrás. A esto vino a sumarse a una arriesgada operación provocada por un cáncer. Sin embargo, a pesar de los reveses, Emilio Rodríguez no dejó de lado la parte creativa de su vida, siguió escribiendo y pintando, logrando que en Parquelagos se formara una nueva pequeña comunidad que apoyaba y estimaba su obra, lo que le ayudó a seguir adelante.

En 2010 se editó en Salamanca Mar que huye. Antología 1977-2008, que presenta un estudio de la obra de este autor dirigido por el profesor Antonio Sánchez Zamarreño, quien es, hoy en día, el experto con mayor precisión y visión poética sobre la obra de Emilio Rodríguez.

Habiendo visto publicada su primera antología, en 2019 su salud comenzó a deteriorarse, lo que provocó que en 2020 ingresara en la Residencia Virgen del Camino (León) para recibir los cuidados médicos necesarios. Emilio Rodríguez falleció el 15 de noviembre de 2020, dejando atrás una vida espiritualmente rica y laboriosa y una obra valorada únicamente en los círculos literarios del entorno de la Iglesia en que él la dio a conocer y alejada de lo que se consideran los circuitos convencionales de la literatura. Fue, por tanto, un poeta secreto fuera del círculo de las editoriales eclesiásticas, pero quien se asome a Detrás de las palabras, los dos volúmenes de su poesía reunidos con mimo por fray Bernardo Fueyo Suárez y analizados en cuanto a su poética por María del Sagrario Rollán, comprenderá enseguida que se encuentra ante una obra de sumo interés, con una carga metafísica, una capacidad de reflexión y un acierto en la emoción contenida no tan usada entre los grandes poetas y que bebe de las fuentes de la poesía pura que desbrozaron grandes maestros como Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Claudio Rodríguez, por lo que la poesía de Emilio Rodríguez merece ser leída y difundida.

Artículo relacionado: Emilio Rodríguez (1938-2020), un poeta cangués recuperado

Dos cangueses de La Mancha: Crisanto Rodríguez-Arango y Francisco Antonio Fernández de Sierra (el azote de los franceses)

Crisanto Rodríguez- Arango Díaz (Cangas del Narcea, 1929). Fotografía publicada en prensa con motivo de la toma de posesión de su cargo de Secretario General de la Diputación Provinvial de Toledo en 1975.

Gracias a un artículo publicado en 1971 en la prensa de Ciudad Real por nuestro estimado socio y paisano Crisanto Rodríguez-Arango, hemos logrado rescatar del olvido a otro ilustre coterráneo, un valiente militar de la Guerra de la Independencia con una destacada hoja de servicios a la nación.

El autor del artículo, Crisanto Rodríguez-Arango Díaz, nació en Cangas del Narcea el 17 de noviembre de 1929. El próximo mes celebrará su 95º cumpleaños (desde aquí nuestra felicitación anticipada). Es uno de los cuatro hijos del matrimonio formado por Joaquín Rodríguez-Arango Fernández-Argüelles (Cangas del Narcea, 1895-1966) y Crisanta Díaz Pérez. Su padre, al igual que su abuelo y bisabuelo, desempeñaron el cargo de alcalde de Cangas del Narcea en distintas etapas históricas, desde la restauración borbónica hasta la proclamación de la Segunda República.

Sin embargo, el destino llevó a Crisanto a otras latitudes, residiendo primero en Ciudad Real y luego en Toledo. Pero antes, estudió en la Universidad de Oviedo, donde se licenció en Derecho con el premio extraordinario «Francisco Beceña» en 1952. Tras finalizar sus estudios, fue nombrado profesor ayudante adscrito a la Cátedra de Historia del Derecho y, posteriormente, profesor adjunto de Derecho Romano y Canónico en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo.

En 1954, obtuvo una beca del Consejo Superior de Investigaciones Científicas para ampliar estudios en Roma, en el Instituto Jurídico Español, donde permaneció durante un curso académico. A su regreso a España en abril de 1956, defendió su tesis doctoral, obteniendo el título de Doctor en Derecho con la calificación de sobresaliente por la Universidad de Oviedo. Su tesis fue publicada en los «Cuadernos del Instituto Jurídico» de Roma.

En 1959, ganó las oposiciones de Secretarios de Administración Local de primera categoría, siendo destinado entre 1960 y 1968 al Ayuntamiento manchego de Almodóvar del Campo, y de 1968 a 1975 al de Ciudad Real, que le distinguió con la “estatuilla de Alfonso X el Sabio” y el título de «Concejal honorario”. En 1975, fue nombrado Secretario General de la Diputación de Toledo.

Ha impartido cursos de verano en la Universidad Hispanoamericana de Santa María de la Rábida y en el Centro de Estudios de Peñíscola. Ha publicado trabajos en el Anuario de Historia del Derecho Español y en el Instituto Jurídico Español de Roma, entre otros. Posee los títulos de Licenciado en Ciencias Políticas (1962) por la Universidad de Madrid y de Diplomado en Administración Local por el Instituto de Estudios de Administración Local. Ha sido Presidente del Colegio Provincial de Secretarios, Interventores y Depositarios de la Administración Local de Ciudad Real.

A la derecha, de perfil, Crisanto Rodríguez-Arango, en 1985, junto a los restauradores de la Tarasca de Toledo.

En Toledo, presidió la Junta Pro-Corpus hasta 1985, rescatando elementos tradicionales de las fiestas del Corpus Christi, logrando bajo su mandato la recuperación de la Tarasca que no salía por su mala conservación desde 1964 y de cinco gigantones del siglo XVIII, que pertenecían a la catedral, entre otras muchas cosas. En aquellos años se instituyeron los premios «Tarasca de Honor», hoy consolidados en la ciudad, y también se aumentó el recorrido de la procesión por el toledano barrio de Santo Tomé, en las calles Alfonso XII, Rojas y la plaza del Salvador. En 1995, tuvo el honor de pregonar estas fiestas.

Para aquellos que estén interesados, pueden leer su pregón de alto contenido histórico en el siguiente enlace: Pregón Corpus 1995.

 

El azote de los franceses

A continuación reproducimos integró el artículo de Crisanto Rodríguez-Arango publicado en el periódico Lanza. Diario de La Mancha. Martes, 26 de octubre de 1971


Asturianos en la Mancha: Don Francisco Antonio Fernández de Sierra

Francisco Antonio Fernández de Sierra (Tandes, Cangas del Narcea, 1777 – Almagro, 1828)

La creación de un centro asturiano, en Ciudad Real, pone de relieve las vinculaciones de los oriundos de la verde provincia norteña con los manchegos, nobles y de buen corazón, no exentos de socarronería, que saben dispensar, practicando la antañona virtud de la hospitalidad, las mejores acogidas. Las relaciones entre asturianos y manchegos no son de hoy. Se dice que los padres de San Juan de Ávila procedían de Gijón, ciudad que dio lugar a uno de los apellidos del gran Santo almodovense, y también parece ser que Jovellanos pasó por estas tierras que acaso le inspiraran alguna de sus importantes páginas.

Es de suponer que otros asturianos pasaran, dejando mejor o peor estela, por esta geografía, corazón de España, donde Cervantes iba a situar las hazañas del personaje de ficción de mayor resonancia y más amplia trascendencia de la literatura universal. Una de las figuras mínimas que formarán el mundo de Don Quijote de la Mancha será una asturiana de no muy buena reputación, lo que confirma la aseveración con que iniciamos este párrafo.

En época más inmediata a nosotros, a caballo entre el siglo XVIII y principios del XIX, un asturiano llegó a la Mancha con un limpio historial y, precisamente, en esta región española, habría de destacar por sus hechos meritorios. Nos referimos a don Francisco Antonio Fernández de Sierra.

Nace este astur en Tandes, minúsculo pueblecito entre montañas con su casona señorial, perteneciente a la parroquia de San Martín de Sierra y Santa María de Brañas, en el concejo de Cangas de Tineo, hoy Cangas del Narcea, bien conocido por el autor de estas líneas por haber nacido allí. Don Francisco, a los 17 años, es cadete de la Caballería del Rey, iniciando una carrera militar en la que destacaría con brillantes hechos de armas. Ya graduado como capitán de la Caballería del Rey y, más tarde, como teniente coronel, anda por Alemania, Dinamarca y Francia, regresando a España en 1808,a tiempo para formar parte de la resistencia patriótica contra la invasión napoleónica. Destaca en la lucha contra los franceses: en Talavera, en 1809, avanza solo delante de una compañía, tomando un cañón, dando muerte a catorce artilleros y apresando a un capitán y a un general del ejército imperial; en Puente del Arzobispo, queda cercado por el enemigo, con 40 hombres, rompiendo el cerco y salvando a los 40 hombres y 58 más de infantería que se le unen. Con todos ellos pasa a la Mancha, donde anima las guerrillas de la Independencia, causando considerables bajas en el ejército francés, cuyas unidades en ocasiones, son derrotadas por él y sus soldados. Como guerrillero debió adquirir buena fama, pues en Pedro Alcalde arrebató al francés 1.200 cabezas de ganado lanar y en Valdepeñas les sustrae 38 potros, dando muerte a los cuatro juramentados que los conducían. Y no reseñamos más hechos por no alargarnos en demasía. La hoja de servicios de don Francisco Antonio es muy expresiva.

Todas sus heroicidades le valen, primero el que se le otorgue el hábito de Caballero profeso de las órdenes y caballerías de Calatrava, de San Fernando y de San Hermenegildo, y, después, en 1814, el que se le nombre por el Rey, gobernador político y militar de la ciudad de Almagro, donde reside prácticamente hasta su muerte, en 1828.

Contrae matrimonio, en segundas nupcias, con una dama de rancio abolengo manchego, doña Bárbara Zaldívar y Carrillo, oriunda de Carrión de Calatrava, de la que tiene cinco hijos. A sus actuales descendientes, la Excma. señora doña Elisa Cendrero, viuda de Medrano, agradecemos la oportunidad de haber podido desempolvar los datos biográficos de este astur-manchego que muy bien puede servir de ejemplo y paradigma a quienes, procedentes de Asturias, llegamos a la Mancha y aquí hemos formado un hogar, identificándonos y sintiéndonos como los mismos nativos.

C. ARANGO


Por nuestra parte, y gracias a la valiosa información proporcionada por Crisanto, así como a la transcripción realizada por el historiador manchego José González Ortiz (Puertollano, 1951) de su hoja de servicios, conservada por su última descendiente, Mª Elisa Céspedes Medrado, trastataranieta de este héroe desconocido de la Guerra de la Independencia, hemos elaborado el siguiente resumen de los datos personales y la carrera militar de Francisco Antonio Fernández de Sierra. Este documento sirve como testimonio de la vocación militar de aquella época y de la entrega sin límites a una causa noble, acabar con la francesada, que diría José María de Pereda.

A pesar de los esfuerzos de los franceses, nuestro paisano logró resistir. Sin embargo, de manera paradójica, una mano despiadada y desconocida le suministró el veneno que pondría fin a su vida en 1828, en la histórica ciudad de Almagro (Ciudad Real). En sus últimos años, había fijado su residencia allí tras ser nombrado Gobernador político y militar de la ciudad de Almagro y del Campo de Calatrava por el rey Fernando VII.


Ficha resumen


Manuel Rodríguez Flórez de Uría (Cangas del Narcea, 1929-1989). Reputado futbolista de la cantera canguesa.

Manolo Claret, «Uría», con la camiseta del Caudal Deportivo de Mieres en 1953.

«Manolo Claret» padre de un buen amigo mío fallecido, «Manolín” R. Fontaniella. 
Ambos siempre en mi memoria, nunca en el olvido.

Su nombre completo en el Registro Civil aparece como Manuel Saturio Antonio Rodríguez Flórez de Uría, pero en el mundillo futbolístico era conocido simplemente como «Uría», cangués de nacimiento y huérfano de padre desde los siete años, falleció en su Cangas del Narcea natal a los sesenta años de edad, el último día del año de 1989, tras una mala pasada que le jugó su corazón.

Manolo Claret o Pilolo, como también se le conocía familiarmente en Cangas, era una persona muy querida por todos los cangueses y destacó en su juventud, por ser uno de los jugadores de fútbol más renombrados salidos de la cantera canguesa. Perteneció al Narcea del que más tarde sería entrenador.

Equipo del Narcea el 17 de enero de 1965 en el Campo de la Vega. Colección: Sergio de Limés
De izquierda a derecha:
De pie: Manolo Uría (Pilolo, entrenador), Nisu, Tahoces, Marcos, Alonso, Chichi, Manolín y Peña.
Agachados: Ángel Dupont, Jacinto, César, Juanín y Castro.

En 1948, fichó por el Real Oviedo como amateur siendo cedido al Vetusta, coincidiendo con los inolvidables Falín, Herrerita, etcétera. Posteriormente jugó en el Praviano y después en el Langreano, ambos en Tercera División, finalizando su carrera deportiva en el Caudal Deportivo de Mieres de Segunda División.

En 1953, realizó pruebas con el Real Madrid de la época de Di´Estéfano, Marsal, Gento… Su puesto habitual era de extremo izquierdo, jugador muy técnico, de fácil regate y fuerte chut.

Finalizó su carrera como jugador profesional en el Caudal en un partido contra el Sabadell en el estadio de la Creu Alta al tener una grave lesión en un tobillo el 18 de abril de 1954. Fue en la jornada 29 de la temporada 1953/54, tras 22 partidos como titular y 3 goles en su haber.

A pesar de ser un jugador profesional, en las vacaciones de verano jugaba partidos amistosos con el Narcea, cosa que siguió haciendo unos años después de tener que abandonar irremediablemente el futbol profesional, como se puede comprobar en la siguiente fotografía de 1957.

Pilolo, de pie, segundo por la izda., con el equipo del Narcea en el Campo de La Vega, Cangas del Narcea, en un partido de las fiestas del Carmen, 16 de julio de 1957. Colección de Gil Álvarez Martínez.

 

PADRES Y ABUELO MATERNO

Amparo Flórez de Uría y Díaz y sus hijos: Adela, agachado Manolo (Pilolo o Uría) y Chema Claret, delante de la casa familiar en la calle Mayor de Cangas del Narcea en 1958. Colección: José Alberto Rodríguez Andreolotti.

José Rodríguez Claret, natural de Cangas del Narcea, comerciante y abogado, fue socio fundador del «Tous pa Tous», Sociedad Canguesa de Amantes del País promovida por Mario Gómez en 1926. Contrajo matrimonio en mayo de 1928 en la villa de Cangas del Narcea con la canguesa Amparo Flórez de Uría y Díaz.

Amparo era hija de Manuel Flórez de Uría Sattar, prolífico periodista cangués nacido en 1864 que escribió en varios periódicos de Cangas del Narcea: El Narcea y El Distrito Cangués, fundó y dirigió La Verdad, y colaboró en periódicos de Oviedo, Gijón, Grado, Pravia y Madrid, en los que firmaba con su nombre o con el seudónimo de “Juan de Cangas”. Autor de dos obras lamentablemente perdidas: “Apuntes para la historia de Cangas de Tineo y su concejo” e “Historia del Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo”, basada en las memorias de su abuelo paterno, que había participado en aquel regimiento y fue uno de los pocos voluntarios que regresaron a Cangas al terminar la Guerra de la Independencia en 1814. En los años veinte fue nombrado miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia.

Flórez de Uría era maestro y procurador de los tribunales. Tuvo una vida política intensa. En 1902 era presidente del Comité Municipal Republicano de Cangas de Tineo (así aparece en Las Dominicales. Semanario Librepensador, Madrid, 15 de agosto de 1902). Más adelante perteneció a los comités locales del Partido Reformista y de su sucesor el Partido Republicano Liberal Demócrata del que fue vicepresidente y su yerno, José Rodríguez Claret, fue secretario, ambos partidos liderados por el político asturiano Melquiades Álvarez. Durante muchos años fue concejal del Ayuntamiento de Cangas del Narcea. (Ver Juaco López en: El nombre de la ‘Plaza de La Refierta’ por Manuel Flórez de Uría)

José y Amparo tuvieron tres hijos: nuestro protagonista Manuel, el mayor de los hermanos, que nació en Cangas del Narcea en junio de 1929, José María (Chema) y Adela Rodríguez Flórez de Uría. En el año de la siguiente fotografía, los tres pequeños quedaban huérfanos de padre pues a José Rodríguez Claret lo detuvieron, con el estallido de la guerra civil española, el 18 de julio de 1936 por ser el jefe local de Falange en Cangas del Narcea. Estuvo preso en la villa de Cangas, en el convento de Corias y en Cangas de Onís de donde lo llevaron a Gijón para fusilarlo el 6 de septiembre de 1936.

Hermanos Rodríguez Flórez de Uría (Adela, Manolo «Pilolo» en el centro y Chema Claret), año 1936. Foto Magadán. Colección: José Alberto Rodríguez Andreolotti.

ESPOSA E HIJOS

A principios de los años 60, Manolo Claret se casó con la canguesa Carmen Fontaniella y fruto de este matrimonio nacieron sus tres hijos: María Teresa, mi inolvidable amigo Manolín y Nicolás. Manolín Fontaniella (Fonta) fue un gran amigo mío que nos dejó demasiado pronto, hace ya algo más de diez años, quien, muy a su pesar, no pudo superar una fatídica enfermedad después de varios años de lucha constante. Contaba tan sólo con 47 años y dejaba esposa y dos hijos. El día 26 de abril de 2014, con toda la pena de nuestro corazón, sus familares y amigos le tuvimos que decir adios en la preciosa iglesia románica de Santa María de Doroña, muy cerca de Puentedeume,​ en La Coruña, en la paz de cuyo cementerio descansa desde entonces. Desde aquí envío un cariñoso saludo a Susana, su esposa, y a sus hijos y mi recuerdo para un amigo que siempre estará clavado en mi memoria y en mi corazón, pues, como decía Cicerón: «La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos». Amigo Fonta: ¡Volveremos a vernos!

A la izquierda “Manolín” Rguez. Fontaniella, hijo de Manolo Claret, el 20 de agosto de 1989, junto a un servidor y a otro buen amigo cangués, Manuel Rguez. «Manolón», en el aeródromo de La Morgal (Llanera), esperando para asistir a la multitudinaria misa que iba a celebrar el Papa Juan Pablo II en su visita a Asturias.

 

La amistad que me unía con su hijo hizo que tuviese una estrecha relación con Manuel Rodríguez Flórez de Uría, un hombre discreto pero con una sorna muy canguesa, muy afable, siempre de buen humor pese a las vicisitudes o avatares de la vida, daba gusto conversar con él, sus consejos siempre eran bien recibidos y se notaba que se alegraba viéndonos a nosotros disfrutar sanamente.

Este empleado de banca, primero en la Banca Álvarez Castelao y desde 1967 en la sucursal del Banco Español de Crédito en Cangas del Narcea cuando la banca canguesa pasó a formar parte del grupo BANESTO, siendo aún muy joven, con tan sólo 60 años, debido a una afección cardiaca, falleció en su villa natal, el día de nochevieja de 1989. Cangas perdía así a su relevante futbolista y nosotros a un estupendo consejero, a un gran cangués y a una buena persona. Y como agradecimiento, he querido escribir esta reseña en su memoria desde Villaviciosa de Odón (Madrid) el 12 de septiembre de 2024.


 

El P. Luis Alfonso de Carballo SJ (1571-1635) en los escribanos del concejo de Cangas del Narcea: documentación inédita sobre su primera etapa

El presente artículo incluye la transcripción de varios documentos extraídos de las escribanías del concejo de Cangas del Narcea en los que se contiene inédita información sobre el P. Luis Alfonso de Carballo SJ, famoso literato asturiano. El interés de esta documentación es extraordinario, toda vez que permite perfilar aspectos ya acreditados de su trayectoria y, sobre todo, arroja nuevos datos que hasta el momento permanecían desconocidos, máxime por pertenecer estos a su etapa canguesa.

Este artículo que ahora subimos a la Biblioteca Digital del Tous pa Tous fue publicado en el Boletín de Humanidades y Ciencias Sociales del RIDEA, 196 (2022): 79-122.



 

José Uría y Terrero y José Francisco Uría y Riego presiden el salón de plenos de la casa consistorial

Busto de piedra sobre pedestal de madera de Uría y Riego en el salón de plenos del consistorio cangués.

El Ayuntamiento de Cangas del Narcea ha adquirido dos bustos de José Uría y Terrero y de su hijo José Francisco Uría y Riego realizados por el escultor José Gragera en 1865. Estas dos esculturas han sido colocadas en la cabecera del salón de plenos del ayuntamiento con el objeto de reconocer el papel que tuvieron estas dos personalidades en la historia del concejo de Cangas del Narcea en el siglo XIX, así como por la calidad artística de las dos obras. La propuesta de esta adquisición, que constituye un importante incremento del patrimonio cultural municipal, partió del «Tous pa Tous. Sociedad Canguesa de Amantes del País».

 

Busto en piedra de José Uría y Terrero (Santulaya, fines del siglo XVIII – 1861)

José Uría y Terrero (Santulaya, fines del siglo XVIII – 1861) fue el heredero de la casa de Uría en Santaluya tras el fallecimiento de su padre Antonio Uría Queipo de Llano en 1828. Desde finales del siglo XVIII, los Uría son una familia ilustrada y liberal. En su casa estuvo Jovellanos en 1795 visitando al padre de Uría y Terrero, y éste se casará con María del Riego Sierra-Pambley, prima del general Rafael del Riego. En 1813, durante la corta vigencia de la Constitución de 1812 en plena Guerra de la Independencia, Uría y Terrero ocupará el cargo de alcalde de Cangas del Narcea, siendo la primera persona que ostentó esta denominación al frente del concejo, pues en 1814, con el regreso de Fernando VII y la derogación de la citada constitución, este cargo volverá a denominarse «juez noble». Hasta 1834 no volverá a emplearse el nombre de alcalde. En 1819, Uría y Terrero volverá a ser nombrado juez noble del concejo de Cangas del Narcea.

Con el fin del Antiguo Régimen, que se produce en 1833 con la muerte de Fernando VII, y la llegada del Estado liberal y moderno, Uría y Terrero tendrá un papel importante en el concejo de Cangas del Narcea. Se implica más en política, ocupará la representación del concejo en la última Junta General del Principado de Asturias en 1834 y 1835, y será diputado provincial en la primera Diputación Provincial de Asturias, constituida en 1835 tras la disolución de la anterior institución.

Tuvo también un papel relevante en dos acontecimientos de la historia canguesa. En la dramática hambruna que sufrió Asturias a mediados del siglo XIX, Uría y Terrero fue uno de los encargados de repartir la ayuda de la Junta de Caridad del Principado entre los vecinos pobres de Cangas del Narcea, y fue decisivo, junto a sus hijos José Francisco y Rafael, en la entrega del desamortizado monasterio benedictino de Corias a los dominicos por parte del Estado. En enero de 1860 recibió en Ocaña un poder de fray Mariano Cuartero O.P. (1813-1884) para tomar posesión del monasterio en nombre de la orden dominica, hecho que sucedió el 13 de febrero de aquel año.

 

Buesto en piedra de José Francisco Uría y Riego (Santaluya, 1819 – Alicante, 1862)

José Francisco Uría y Riego (Santaluya, 1819 – Alicante, 1862) fue el primogenito del anterior. Igual que su padre, dedicó su vida a la actividad política adscrito al partido liberal moderado: ocupó diferentes empleos en el Ministerio de la Gobernación, fue elegido diputado en Cortes por el distrito electoral de Cangas del Narcea (desde 1857 hasta su fallecimiento en 1862), y entre 1858 y 1862 fue director general de Obras Públicas. Sus desvelos hacia Asturias y Cangas del Narcea son de sobra conocidos. Gracias a su empeño y trabajo se abrieron importantes carreteras, como la de Luarca-La Espina-Ponferrada, a través del puerto de Leitariegos; la línea de ferrocarril León-Gijón; se construyeron puertos y faros, etc. Sus contemporáneos reconocieron su contribución a la modernización de Asturias y tras su prematura muerte con 42 años le dedicaron importantes calles en Oviedo, Gijón, Luarca y Cangas del Narcea.

Por otra parte, dedicó tiempo y dinero a experimentar sobre el cultivo de plantas forrajeras en Cangas del Narcea con el fin de observar cual era la que mejor se aclimataba al concejo para después difundirla entre los campesinos. En cuanto a la viticultura, fue el primero que vio que cambiando algunas prácticas relacionadas con el cultivo de la vid, la vendimia y la elaboración del vino, en Cangas del Narcea podía producirse un vino de calidad que podría venderse y competir en cualquier mercado. Llevó productos del concejo, jamones y cecina de vaca, a la Exposición General de Agricultura celebrada en Madrid en 1857, por los que obtuvo una medalla de bronce.

 

Busto de piedra sobre pedestal de madera de Uría y Terrero en el salón de plenos del consistorio cangués.

La familia de estas dos personalidades canguesas fallecidas en 1861 y 1862, con pocos meses de diferencia, quiso conservar su memoria y con este fin encargó en 1862 sendos bustos a uno de los escultores más prestigiosos de España en esta clase de trabajos: José Gragera y Herboso (Laredo, 1818 – Oviedo, 1897). Este artista fue una de las figuras más destacadas de la escultura romántica española, desarrolló gran parte de su carrera artística y profesional vinculado al Museo del Prado, donde trabajaba como escultor restaurador, y es autor de numerosos bustos de personalidades de su época e históricas. La Diputación Provincial de Asturias también quiso sumarse a este homenaje y encargó al mismo escultor otro busto de José Francisco Uría del Riego, así como uno más de Jovellanos. Estos cuatro bustos se labraron en mármol de Carrara y se conservan en el palacio de Uría de Santulaya y en la Junta General del Principado de Asturias.

Pero aún hubo otros dos bustos más, en este caso labrados en piedra, de José Uría y Terrero y de José Francisco Uría del Riego que encargaron al mismo escultor Lucía Uría del Riego, hija y hermana de los anteriores, y su marido Nicolás Suarez Cantón. Estos bustos fueron adquiridos posteriormente por Fernando Blanco Flórez-Valdés y José Luis Ferreiro Blanco, parientes de la familia Uría y vecinos de la villa de Cangas del Narcea. Estos dos bustos son los que ahora ha adquirido el Ayuntamiento de Cangas del Narcea a su heredera María Teresa González Ferreiro.


 

Don Rafael el Médico (1904 – 1982)

En 1979 durante la Transición Democrática se cambiaron los nombres de algunas calles y plazas de Cangas del Narcea. A una de las más principales, la antigua calle de la Iglesia, que desde los inicios de la villa en la Edad Media une la calle Mayor con la iglesia parroquial, se le puso el nombre de don Rafael Fernández Uría, suprimiendo el nombre de avenida de Galicia que le habían puesto los vencedores de la Guerra Civil en homenaje a las tropas gallegas que tomaron la villa el 22 de agosto de 1936. La decisión de este cambio lo acordó por unanimidad el pleno del primer Ayuntamiento democrático después de la dictadura franquista, presidido por  José Luis Somoano Sánchez, y a nadie en la calle le sorprendió este nuevo nombre que reconocía a don Rafael el Médico. Él todavía vivía, de modo que pudo disfrutar de este homenaje y agradecerles personalmente a los miembros de la corporación este acuerdo.

Calle de la iglesia en plano del s. XVIII y calle Rafael Fernández Uría en la actualidad.

Desde aquel cambio de callejero han pasado más de cuarenta años y hoy, muchos vecinos de Cangas que lean su nombre en la calle no sabrán quien fue este hombre bueno. Por este motivo, y porque creo que la vida de una persona que fue ejemplar para la comunidad no debe de olvidarse, he escrito esta semblanza.

 

DON RAFAEL EL MÉDICO
(1904 – 1982)

Juaco López Álvarez

Don Rafael nació en el palacio de los Uría en el pueblo de Santolaya, una familia hidalga con palacio y escudo de armas desde el siglo XVI, cuyos miembros tuvieron un gran protagonismo en la vida local desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX. Su tatarabuelo, Antonio Uría Queipo,  fue un ilustrado en cuya casa estuvo el mismísimo Jovellanos, y su bisabuelo, José Uría Terrero, y su abuelo fueron destacados liberales en la Cangas decimonónica. El abuelo, Rafael Uría del Riego (1820-1901), fue ahijado del famoso general Rafael del Riego, primo carnal de su madre, del que tomó su nombre, y, como su hermano José, al que están dedicadas las calles Uría de varias poblaciones asturianas, militó en el liberalismo y participó en la revolución de septiembre de 1868, que provocó la caída de Isabel II. Ambos hermanos fueron muy activos en política y ostentaron cargos importantes. José, a nivel nacional, fue diputado a Cortes por el distrito de Cangas del Narcea y director general de Obras Publicas, y Rafael, a escala más local, fue diputado provincial y alcalde de Cangas del Narcea. Este abuelo de don Rafael fue una persona muy singular; un audaz empresario que invirtió en la explotación de madera en Ibias, en ferrerías en Allande, en un alto horno en Navia y en la compraventa de montes y tierras, pero al que todos estos negocios le salieron mal. Se casó con Evarista Flórez-Valdés. Tuvieron cinco hijos: Carlos (1858-1900), Rafael (1859-1933), José, Antonio (1864-1927) y Blanca. Como ninguno de los varones se casaba decidieron que la única hermana, Blanca, debería de hacerlo para asegurar la continuidad de la casa. Se casó en 1901 con Antonio Fernández Fernández, vecino de la parroquia de Santolaya, de la casa de Cueiras, un hogar de campesinos acomodados, que, como no era el primogénito, es decir, no iba a heredar casi nada, había emigrado a Madrid. Allí, según tradición familiar, trabajó como sereno y sirviendo en la casa del duque de Alba, dos ocupaciones muy habituales entre los cangueses en la Corte. Era un hombre serio y organizador, que mantuvo la casa de Uría en unos tiempos en los que estas casas de terratenientes estaban desapareciendo. En los años veinte obtuvo premios en concursos de ganado. Fue concejal del ayuntamiento de Cangas del Narcea en 1927 y en abril de 1931 salió elegido en la candidatura republicana. Militó en el partido de Izquierda Republicana. El matrimonio tuvo cuatro hijos: María, que murió de tuberculosis con 16 años en diciembre de 1917, Rafael, Julia y Nieves. La madre falleció joven, en mayo de 1915, con 46 años de edad.

Edificio nº 5 en la Cava de San Miguel, Madrid, donde residió en sus años de estudiante de medicina don Rafael.

Don Rafael nació en Santolaya el 8 de septiembre de 1904. Estudió en la escuela de Cangas del Narcea con doña Jovita Rodríguez y don Ibo Menéndez Solar. Hizo el bachillerato interno en el Colegio de los Dominicos de Oviedo y al acabar se fue a Madrid a estudiar medicina en la Universidad Central. Como en la familia no sobraba el dinero, se alojaba en una pensión de la calle de la Cava San Miguel, número 5, junto a la plaza Mayor, donde en invierno estudiaba envuelto en una manta. Terminó la carrera en junio de 1929, con veinticinco años, y se presentó ese mismo año a oposiciones a tocólogo (según La Maniega, 23, noviembre-diciembre, 1929), aunque no sabemos con qué resultado.

La intención de este joven licenciado en medicina siempre fue la de volver a Cangas y establecerse aquí. Nunca tuvo deseos de quedar en Madrid o ejercer la profesión fuera de Cangas. Por eso en 1930 está instalado en Cangas y en mayo de 1931 es nombrado «médico interino del Juzgado de Primera Instancia de Cangas del Narcea».

Es uno de los fundadores del Partido Republicano en Cangas del Narcea en septiembre de 1930. Forma parte de la primera junta directiva, que esta integrada por trece hombres, que son profesionales, empresarios, comerciantes, industriales  y tres obreros. Algunos de ellos son también, como don Rafael, descendientes de liberales y republicanos del siglo XIX, como Gumersindo Díaz Morodo «Borí», Genaro Flórez González-Reguerín, Santiago García del Valle o Mario de Llano. Don Rafael es nombrado secretario. Este partido obtendrá unos buenos resultados en las elecciones municipales de abril de 1931, aunque no las ganará. Sin embargo, con la proclamación de la República el 14 de abril se hará cargo de la alcaldía su presidente Mario de Llano.

Don Rafael se casó en 1934 con Milagros Rodríguez Muñiz, hija del confitero Eduardo Rodríguez Francos y Florentina Muñiz Méndez. Tuvieron una hija, Blanca.

Don Rafael y su esposa Milagros en 1934. Fotografía Art Roca (Madrid).

Con el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y la entrada del ejercito franquista el 22 de agosto de ese mismo año, es destituido de su puesto de médico forense y encarcelado. Entra en la cárcel el 9 de septiembre y al día siguiente también detienen a su padre por sus ideas republicanas. Dos días después les comunican que para salir de prisión tienen que pagar una multa de un millón de pesetas, una cantidad extremadamente alta en comparación con las multas que se ponen a otros presos en esas misma circunstancias. Horrorizados por lo que están viviendo con las sacas de presos, que son fusilados en las cunetas, y teniendo en cuenta que carecen de ese dinero deciden entregar como aval todos sus bienes para salir de la cárcel. Según Tano Ramos, que está investigando la represión franquista en Cangas del Narcea, esta multa exorbitada fue la consecuencia de un hecho en el que se vio involucrado don Rafael. En septiembre de 1936 los franquistas matan de noche a Pepín Ordás, vecino de Ambasaguas, y su madre, Esperanza, se entera a la mañana siguiente cuando le lleva el desayuno a la cárcel; va hasta el cuartel de la Guardia Civil, sede de la comandancia militar, y allí increpa a los guardias gritándoles: «¡Asesinos, criminales!», en un estado de gran nerviosismo. Cuando llega a su casa, su hija Mercedes, viendo su estado de ansiedad, avisa a don Rafael que acude a atenderla. En ese momento llegan dos guardias civiles a detener a la madre, pero sale don Rafael a la puerta y les dice que mientras la enferma esté bajo su custodia no se la pueden llevar. Los guardias no volvieron más, pero don Rafael fue encarcelado esa misma tarde del 9 de septiembre. Con el aval de sus propiedades, él y su padre son liberados el 11 de septiembre.

Volverán a ser detenidos el 2 de abril de 1937, pero al día siguiente consiguen cumplir el arresto en su domicilio. Son juzgados en un consejo de guerra el 17 de abril. Don Rafael sale absuelto, gracias a las declaraciones favorables de personas afines al nuevo régimen. En cambio, su padre es condenado a ocho años de cárcel, que cumplirá en la Isla de San Simón (Vigo); saldrá en libertad tres años después, en abril de 1940, y fallecerá al poco tiempo.

Don Rafael coincidió en la cárcel de Cangas con Pepe Llano y Pepe Álvarez Castelao, otros dos republicanos de familias pudientes de la villa. En ese tiempo se incorpora al léxico de la familia de don Rafael el dicho: «en esta vida vale más ser el paño que la tijera», que le dice doña Balbina Castelao Gómez a Milagros, la mujer de don Rafael, refiriéndose a que vale más pasar penalidades uno mismo que ser tú la causa de esas penas en otras personas. Será una sentencia muy repetida en la familia, donde se valora la bondad sobre todas las cosas.

La represión franquista también afectó a otros miembros de la familia de don Rafael: a sus dos cuñados, también médicos y republicanos. El marido de su hermana Julia, Alfredo del Coto, natural de Tineo y amigo íntimo del republicano José Maldonado (1900-1985), alcalde de Tineo entre 1931 y 1933, estuvo exiliado durante ocho años en Francia. Y el marido de Nieves, Primitivo Suárez, fue fusilado el 19 de abril de 1937 en el cementerio de Arayón, al día siguiente de dictarle la sentencia de pena capital tras un veloz consejo de guerra.

Ante este estado de cosas, don Rafael vivió muy atemorizado durante estos años de guerra y postguerra, pero no rendido. Trabaja por su cuenta como médico en Cangas del Narcea, y hace a escondidas algunas salidas nocturnas para atender a fugados en el monte o represaliados políticos, corriendo un gran riesgo. Una vez le llamaron para asistir al parto de una mujer fugada con su marido y lo llevaron, desde La Regla de Perandones a Veiga de Hórreo, con los ojos tapados para que no supiera donde estaban escondidos. También atendió a finales de los años cuarenta al padre de los Manzaninos, José Fernández, que estaba escondido con dos hijos en la bodega de la casa de su hija Lola, en Ambasaguas.

Cangas del Narcea. Calle de la Iglesia (actual, calle Rafael Fernández Uría) y esquina de la calle Dos Amigos, 1965.

Era un hombre de pocas palabras, pero preciso y certero en sus diagnósticos. Una de las anécdotas que se cuenta de él es la de un paisano que lo describió del siguiente modo: «Falar, fala pouco, pero cavilar, muito cavila». Tenía un carácter similar al de su tío Antonio y al de otros Uría de la familia. De este tío se escribió a su muerte que era un «hombre recto, de carácter amable, ecuánime y sencillo en extremo, era querido por todo el mundo y respetado en sus juicios y apreciaciones, ya que gozaba de fama de buen calculista y pensador profundo y certero». Y también que era «tan bueno, tan pacífico, que en los sesenta y dos años de su vida jamás ha reñido con nadie, ni levantado una voz más alta que otra» (La Maniega, 6, febrero de 1927). Así era también don Rafael.

En 1947 es rehabilitado por el régimen franquista y reingresa a su cargo como médico forense. Lo destinan al juzgado de Belmonte de Miranda, pero solicita una excedencia porque no quiere marchar de Cangas. Seguirá dedicado a la medicina privada hasta 1950 en que vuelve a ocupar el puesto en el juzgado de Cangas del Narcea. Pasado el vendaval de la guerra y la represión, vuelve don Rafael a una vida rutinaria. Se traslada en 1959 a vivir al primer piso del número 2 de la calle Dos Amigos (hasta entonces había vivido en la calle de La Fuente), a una de las primeras casas de pisos que se levantaron en la villa en aquel tiempo.

No era una persona de bares ni de vida pública. Él mismo se declara en 1937 «de carácter apocado y hombre muy casero». Era miembro de la Sociedad de Artesanos encargada de La Descarga, pero tenía pánico a los voladores. Le gustaba la soledad y se entretenía a menudo jugando a los solitarios con la baraja. También le gustaba la naturaleza, los paseos por el campo y bañarse en el río, y era conocido su miedo a los perros. Amigo de la conversación y la tertulia, pero con pocas personas. En los años cuarenta y cincuenta se reunía en la rebotica de la farmacia de Peñamaría (actual farmacia Pereda) con  su propietario, Joaquín Peñamaría, y el médico Manolo Gómez y su hermana María, y en los setenta iba a casa del abogado Mario Gómez del Collado en las tardes de invierno. El anfitrión era hermano de Grato, otro fundador del partido republicano y estudiante de medicina, que fue fusilado en Luarca por los franquistas en 1937 con 27 años de edad. En aquellas tertulias privadas se hablaba de todo.

Placa profesional del médico don Rafael.

Don Rafael, gracias a su buena memoria, era un gran narrador de historias y anécdotas que le habían sucedido a él en el ejercicio de su profesión como médico. Muchas de esas historias eran el resultado del contraste entre la vida y la mentalidad urbana y la rural, entre el licenciado en medicina, comprensivo y bueno, y la cultura de los campesinos marcada por las creencias populares, la tradición y la subsistencia.

Heredó el palacio de sus antepasados en Santolaya, y lo cuidó con esmero y perseverancia, en tiempos en los que el destino habitual de estas casonas era el abandono. Supo, además, transmitir a su hija y a sus nietos el interés por este patrimonio. Hoy, es uno de los pocos palacios que existen en Asturias que sigue en manos de la misma familia que lo construyó. En 1976 el historiador Alberto Gil Novales (1930-2016), especialista en el Trienio Liberal, les dedicó a don Rafael y a don José Suárez Faya, párroco de Cangas del Narcea, su libro Rafael del Riego. La Revolución de 1820, día a día (Editorial Tecnos, Madrid), calificándolos de «entusiastas de su tierra y de su historia». Don Rafael, que llevaba el nombre de su abuelo, que a su vez, como ya dijimos, se lo debía al mítico general del liberalismo español, colaboró con Gil Novales buscando información sobre el general Riego:

Y el inteligente y simpático don Rafael Fernández Uría, médico de Cangas a quien este libro va dedicado, me comunicaba en carta del 26 de febrero de 1975 que al indagar en Tuña (casa natal del general) sobre la existencia de documentos a él relativos, se le contestó «que sí era cierto que los había antes de la guerra civil, pero que el temor a represalias, durante ésta por su tenencia, les hizo ocultarlos en el campo, con la consiguiente desaparición», datos que comprobé yo mismo en una visita posterior a Tuña.

Don Rafael se jubiló en 1974. Se le organizó una comida de despedida en la que leyó un discurso que hemos encontrado en el archivo de Mario Gómez del Collado y que acompañamos a esta semblanza. Siguió atendiendo a sus conocidos y a las familias de sus antiguos correligionarios políticos hasta casi el final de sus días. En los últimos años, durante la Transición Democrática, como otros muchos de aquellos viejos republicanos y liberales españoles de los años treinta, fue un gran admirador de Adolfo Suárez y de su reforma política. Murió el 4 de enero de 1982.

En 1989, Nieves López, vecina de Cangas del Narcea, le dedicó un poema en la revista La Maniega, nº 48 (Cangas del Narcea, enero-febrero, 1989):

«Don Rafael»

¡Ay! que médico, Dios mío,
tuvimos en este Cangas,
trabajador, listo, bueno,
nada egoísta, con garra.

Recorrió todos los barrios,
sin cobrar una peseta,
con viento, frio y nieve,
alumbrando con linterna.

Ayudó a curar los maquis,
recorrió montes y vegas,
trajo al mundo niños pobres,
hijos de huidos de guerra.

A este hombre inigualable,
entregado a su carrera,
solo le imponía respeto
un perro en la carretera.

Era parco de palabras
y una vez una mujer
dijo de él, una frase
que demostró su valía:
«Don Rafael fala pouco,
cavilar, muito cavila».


Rafael Fernández Uría, año 1980.

Minuta para el acto de despedida
(de Rafael Fernández Uría, médico forense)

DOS PALABRAS nada más, contando con vuestra benevolencia y agradeciendo a unos y a otros la asistencia y presencia en este acto. Dos palabras cargadas de emoción por el significado y por las circunstancias que se me imponen.

AMIGOS TODOS. Siempre he sentido gran satisfacción en estas reuniones de hermandad y de compañerismo, como en San Raimundo de Peñafort, Santa Tasa y tantas otras; y gran sentimiento, en mayor o menor grado, con ocasión de despedidas de amigos funcionarios, de tantos como nos dejaron con su marcha durante años. Y hoy, por fuerza de la edad y de la reglamentación del caso, me toca a mí despedirme.

Se ha dicho, por voces autorizadas, que la jubilación encierra dos direcciones: una, la confortable, de lograr el deseado descanso después de muchos años de tarea profesional, con sus placeres y sinsabores inevitables; y otra, la desagradable, por sensación del retiro, es decir, de agotamiento, de incapacidad y si se quiere de complejo, al verse el jubilado en campo tan distinto y desacostumbrado, el ocio al fin. Pero yo creo, sin embargo, que en mi caso podré sobrellevar esta situación satisfactoriamente con la compañía de mi esposa e hijos, y con la ilusión del desarrollo y encauzamiento de mis nietos; y, además, porque sin ambiente extraño, como natural de estas tierras, seguiré entre vosotros viviendo en el mismo marco, contando con vuestra amistad y compañía, y con mayor o menor proximidad. Así pues, nada de incapacidad ni de complejo, sino con optimismo; a vivir se ha dicho y desde luego a vuestra disposición.

Guardo entrañable recuerdo de los compañeros médicos que me han precedido en el cargo, de los jueces y funcionarios judiciales que durante tantos años me han auxiliado o me hicieron más llevadera y menos ardua mi función forense, y de los profesionales del derecho y de la medicina con quienes he mantenido y mantengo, más que por méritos propios por deferencia inmerecida hacia mi persona, afable y sincera relación y colaboración. A todos mi mejor recuerdo y más sincera gratitud.

El médico, por sagrado deber y verdadero honor, debe llevar la salud a los más recónditos lugares, en todo tiempo, y me queda la satisfacción de haber pateado todo el territorio del concejo y casi del partido [judicial], incluso en años en que las grandes dificultades de comunicación, y de carencia de personal y de medios auxiliares, constituían verdadera penuria. También debe el médico auxiliar a la Justicia y al necesitado; en lo primero, mi función de forense ha sido cumplida en cuanto ha estado a mi alcance, y en lo segundo, puedo contar sin vanidad y sin vanagloria, que también he llegado muchas veces, con desinterés económico y con todo interés profesional, hasta la cama del pobre tanto como a la del rico. Esto queda para mí, con especial recordación y satisfacción.

Podría contar infinidad de anécdotas profesionales, de tantos años, ya que el anecdotario es un resumen de la vida y un historial de cada persona o circunstancia, y todo ello vendría a cuento, puesto que al fin me voy retirado de mis funciones, y no sin dejar huella de mis actos. Pero no quiero excederme de estas dos palabras, ni tampoco silenciar algunos recuerdos al respecto. Me decían que casi tendría tantos conocimientos como un abogado, porque veían en mi despacho muchos libros. Que por ser yo, persona de pocas palabras, acertaría o no con la enfermedad del paciente, pero por lo menos mucho cavilaba, es decir, mucho pensaba en la dolencia; aunque la verdad es que, terminado el reconocimiento y la prescripción facultativa, ningún pensamiento me quedaba, como no fuese por la dificultad del regreso a casa. Que podía ir tranquilo hasta el pueblo de residencia del enfermo, porque no había perros por el camino y que si alguno aparecía el acompañante se encargaría de tornarlo; porque cierto es que los perros, mastines por lo regular, y pese a su lealtad al hombre, no me inspiraban gran seguridad, y porque, sin alarde alguno, confieso que el miedo es libre. Y al paisano que me acompañaba en el trayecto solían preguntar los labradores desde sus fincas de labor, que contemplaban nuestro paso: – «¿Para quién va?», y el acompañante contestaba: «Para fulano de tal, de tal pueblo que está de plumonía»; pero tantas veces preguntaban, que el paisano familiar del enfermo, ya cansado de atender, en cuanto veía que uno se acercaba, sin esperar a la pregunta, decía que «va para fulano, de tal pueblo y de tal casa, que está en la cama», y así sucesivamente.

En una de tantas autopsias practicadas, me decía uno de los presentes: – «Tenga cuidado de que todo lo que salga caiga en tierra sagrada» (se refería al terreno del camposanto o cementerio). Y en otra ocasión advertían: «Que no se toque en el muerto hasta que venga la justicia. Y ¿qué es la Justicia?, pues la Justicia debe ser ese rabañau de xente que vien de cuando en cuando a ver las fincas».

Las demás anécdotas, siempre interesantes igualmente, quedan en el archivo de la memoria. Y así llego a punto de terminar.

Yo deseo a todos los presentes la mejor suerte en sus respectivos cometidos y que puedan llegar a la jubilación, al retiro o al descanso con el mismo bienestar que afortunadamente me acompaña.

Agradezco a todos, repito, la asistencia y presencia en este acto, que embargando de emoción mis palabras, tan solo me deja ya decir, con la esperanza y con la ilusión posible: hasta luego.

Y levanto mi copa como brindis de despedida y como símbolo de gratitud. A todos mil gracias y un cordial abrazo.

 

Cangas del Narcea, septiembre de 1974.


Gracias al magnetofón de Mario Gómez del Collado, en la fonoteca del «Tous pa Tous» conservamos el final de este discurso de la propia voz de don Rafael. Un estupendo colofón a esta semblanza. Escuchemos aquí a nuestro protagonista.

 

 


Ambrosio Rodríguez y su obra

El doctor Ambrosio Rodríguez (Sorrodiles, Cibea, 1852 – Madrid, 1927) es el autor de este pionero y excelente estudio sobre la higiene de los trabajadores y las enfermedades de los jornaleros, que se publicó en Gijón en 1902; tiene 448 páginas. El libro está muy bien editado y lleva una cubierta hecha por el pintor gijonés Juan Martínez Abades. Ambrosio Rodríguez fue un profesional muy reconocido y amigo de eminentes médicos de su tiempo, como su maestro Federico Rubio y Galí y el mismísimo Santiago Ramón y Cajal. Estudió y vivió en Madrid, París, Berlín, Buenos Aires y Gijón, y viajó por numerosos países de Europa y América. Nunca dejó de tener relación con Cangas del Narcea, y siempre estuvo preocupado por su estado y porvenir. En la necrológica que le dedicó la revista La Maniega en junio de 1927 se dice: «Difícilmente habrá habido nadie que haya superado al doctor Ambrosio como amante de Cangas; a donde no dejó de ir un solo año, hasta que en 1915 perdió la vista, cuya desgracia le hizo pasar lleno de tristeza los últimos años de su vida».


AMBROSIO RODRÍGUEZ Y SU OBRA
Por Ovidio Fernández Arbas

El médico Ambrosio Rodríguez, en Buenos Aires, 1887. Fotografía de Chute & Brooks.

Ambrosio Rodríguez y Rodríguez (Sorrodiles de Cibea, Cangas del Narcea, 1852 – Madrid, 1927), estudió la carrera de medicina en Madrid, siendo discípulo del doctor Federico Rubio en el Instituto de Terapéutica Operatoria, especializándose en Tocología y ampliando estudios en Francia y Alemania. Fue médico de sala del Hospital de la Princesa, desempeñando el cargo de director de publicaciones. Ejerció la medicina en Buenos Aires durante unos años, retornando al ejercicio privado de la misma con la prestación de servicios para diferentes sociedades de socorros. En 1902, ya establecido desde hacía años en Gijón, escribirá su obra Contribución al estudio de la higiene de los trabajadores y enfermedades de los jornaleros. En ese mismo año regresaría a Madrid, donde será el médico personal de la familia de Santiago Ramón y Cajal, con quien le unirá una profunda amistad desde entonces y hasta el final de sus vidas.

Con su Contribución… hará irrupción en el panorama médico y científico de su momento la primera monografía dedicada por entero al abordaje de los riesgos laborales, resultando ser, a juicio de dos de los más prestigiosos historiadores de la salud laboral, «el primer tratado hispánico original sobre higiene y medicina industrial».

Estamos, sin exageración alguna, por vez primera ante un texto que, de forma pionera y seminal aúna descripciones, conceptos y reflexiones que muchos años después irían conformando en España el moderno constructo preventivo bajo el rótulo de seguridad y salud laboral.

Así, en esta obra tendrá cabida, desde la higiene industrial y la problemática que acompañaba a los espacios laborales y productivos a los planteamientos de seguridad y protección, todo ello enfocado desde muy diversos ángulos. Del mismo modo, la ergonomía hará su presentación en forma de higiene postural, adaptación hombre-máquina, el tratamiento de los microtraumatismos o la propia fatiga muscular y cognitiva. Asimismo, será notable su empeño por ofrecer un muy amplio recorrido por la legislación sociolaboral, especialmente extranjera, y ello sin descuidar en modo alguno los componentes temáticos propios de una medicina del trabajo: heridas y su tratamiento, primeros auxilios, cuidados y práctica clínica, etc.

En su obra, no obstante, también encontrará acomodo la que venía siendo la tradicional preocupación por la higiene pública, al igual que por aquellos aspectos relacionados más directamente con las condiciones de vida del propio trabajador: alimentación, vivienda, higiene corporal o alcoholismo y, al mismo tiempo, su preocupación por la denominada Cuestión Social en forma de consideración y naturaleza de las huelgas, la justificación de los salarios o la jornada de trabajo.

 

El carácter pionero y precursor de Contribución…

  • La Higiene laboral implica ahora a todos los agentes que intervienen en la misma: su obra estará dirigida para ser usada por “alumnos de medicina, obreros, jefes de taller, empleados de sanidad, fábricas, canteras y talleres, establecimientos industriales y sociedades de socorro”. La higiene obrera ya no se concibe como una serie de instrucciones y consignas que solo conciernen a los trabajadores.
  • La higiene del trabajo no será ya tan solo higiene de carácter industrial, es decir, la que afecta a un obrero proletario de la industria o taller. El jornalero, el campesino o el trabajador en cualquiera de sus múltiples formas encuentra aquí, de igual forma, las consideraciones preventivas pertinentes con respecto a su labor particular. La prevención de los riesgos laborales es concebida por Ambrosio Rodríguez como algo propio a la esfera del mundo del trabajo en su sentido más general y no circunscrito, como básicamente resultaba hasta entonces, a concretas actividades laborales.
  • Las consideraciones morales acerca de las actitudes de los trabajadores ya no se solaparán de continuo tras cada consejo o recomendación preventiva; ahora la prevención discurrirá buscando un plano más técnico y científico.
  • La prevención del accidente o de la enfermedad profesional será tratada desde una perspectiva eminentemente cualitativa, persiguiendo eliminar o evitar el daño o lesión, frente al discurso de la higiene tradicional basado principalmente en la idea de modificar cuantitativamente -aminorando, disminuyendo o atenuando- las condiciones nocivas de trabajo y los riesgos que lo solían acompañar.
  • La prevención de riesgos se entiende ahora desde una óptica integradora. Toda ciencia o disciplina que contribuya a estudiar posibles mejoras en las condiciones de trabajo debe ser incluida en el campo preventivo. De esta manera su obra contiene un examen detallado del mundo de los riesgos laborales desde los múltiples ángulos que le era posible contemplar en su tiempo y de los medios para hacerles frente: condiciones de seguridad a través de instrucciones y resguardos de protección personal tanto individuales como colectivas, tratamiento de los riesgos debidos a explosiones o a exposición a riesgos biológicos, higiene toxicológica, industrial, medicina del trabajo, ergonomía o legislación protectora.
  • Las medidas y consideraciones preventivas son expuestas, en la obra de Ambrosio Rodriguez, no tan solo persiguiendo evitar la irrupción súbita del accidente o lesión. Ahora se perseguirá, además de proteger de posibles traumatismos y accidentes fruto de riesgos mecánicos o físicos, salvaguardar al trabajador de riesgos patológicos de aparición lenta y cristalización paulatina: las temidas enfermedades profesionales. Y todo ello dentro de un horizonte madrugador en el que se estaría prefigurando un tercer nivel dentro del campo de la prevención: el de la comodidad y bienestar del obrero en su tarea, es decir, el moderno concepto de satisfacción laboral.

 

Algunas otras consideraciones acerca de esta obra

El Tratado de Ambrosio fue objeto de reconocimiento institucional relativamente pronto; por Real Orden de 18 de abril de 1906 (Gaceta de Madrid de 25 de abril de 1906) el Ministerio de Instrucción Pública, previo informe favorable de la Academia de Medicina, ordenaba la adquisición de 250 ejemplares del mismo para las diferentes bibliotecas públicas del Estado, con el fin de divulgar las nociones de higiene industrial que este contenía. De igual forma, tras la publicación de su Tratado diferentes higienistas recogieron bien pronto en sus obras, desde la admiración y respeto, temáticas y consideraciones plasmadas por Ambrosio en su Contribución…

Esta obra significará el cambio de signo en las higienes industriales del momento, desvinculando la higiene industrial, como rótulo genérico, de las higienes públicas e inscribiéndola de manera autónoma en la cultura española de la seguridad y salud en el trabajo. Sin embargo, todavía estaría sometida a la potente inercia del higienismo industrial decimonónico en alguno de sus recorridos.

Además, su título Higiene de los trabajadores y enfermedades de los jornaleros, en lugar de higiene industrial connota sin duda una nueva dirección en la que la imagen de espacio o ambiente se deslizará hacia la persona del trabajador y este en todas sus representaciones: industrial, jornalero, minero, campesino, albañil, etc., etc.

En otro orden de cosas, y atendiendo a sus valores estéticos y pedagógicos, son de destacar varias cuestiones. Una primera serían sus contenidos visuales. El Tratado contiene abundantes láminas, ilustraciones, estampas, grabados, dibujos, fotografías, figuras, tablas y alegorías simbólicas de cada oficio, las cuales poseen indudablemente un formidable valor informativo y formativo, suponiendo una auténtica novedad en las publicaciones de este tipo. En este sentido, su autor cuidó primorosamente la edición de su obra, siendo de resaltar que la misma portada se debió al pintor asturiano Juan Martínez Abades, en la pintura de título  «En la fragua», en lo que supone una alegoría al mundo del trabajo.

Por último, y como valor sentimental para los que somos sus paisanos, entre las páginas de la Contribución… no dejamos de encontrar referencias a nuestra tierra, bien sea en concretas experiencias suyas como médico (labradora en Villacibrán, escrófula en Rengos), accidentes en Gijón o artículos publicados en El Eco de Occidente, periódico de Cangas de Tineo.


 

Eugenia Astur, una mujer entre dos mundos

Enriqueta García Infanzón, conocida por el seudónimo Eugenia Astur nació en la villa Tineo el 10 de marzo de 1888, y allí falleció el 10 de enero de 1947

Enriqueta García Infanzón (Tineo, 1888-1947), que firmaba con el seudónimo de Eugenia Astur, escribió siempre desde una orilla propia que a un tiempo la mantenía al margen de los entresijos del mundo y le permitía calibrarlos e interactuar con ellos. Criada en el seno de una familia hidalga entre Tineo y Luarca, dos importantes villas del occidente asturiano, su ocupación fundamental fue la de cualquier muchacha con las mismas circunstancias en aquel tiempo: imbuirse de una buena educación católica y prepararse para el matrimonio. Enriqueta, que mostró interés por las artes plásticas y la literatura desde la infancia —en su estudio sobre el general Riego, confiesa que desde los tiempos en que era una chiquilla “con la imaginación presa aún en la quimera de hadas y dragones”, se nutría de las lecturas de la biblioteca de su abuelo—, pertenecía a la misma generación que autores como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Ramón Pérez de Ayala, y, lo que seguramente es más importante, que autoras como Elena Fortún, Carmen Baroja o Matilde Ras.

Durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando Enriqueta G. Infanzón empieza a tener cierta proyección pública con sus primeras novelas, comienzan también a vislumbrarse las demandas largamente postergadas de los movimientos en favor de la emancipación femenina. Los peinados a lo garzón, los vestidos ceñidos o la sustitución del corsé por el sujetador eran conquistas estéticas que traslucían un cambio de mentalidad en una parte de la sociedad. En España, un grupo de escritoras que amalgamaba varias generaciones, desde las que como Isabel Oyarzábal Smith eran más o menos coetáneas de la Generación del 98 hasta las más jóvenes Concha Méndez, Magda Donato, María Teresa León o Constancia de la Mora, pertenecientes a la del 27, publicaban en los periódicos y participaban en las actividades del Lyceum Club de Madrid, alumbrado y  presidido por María de Maeztu en aquellos años veinte. Sin duda, por sensibilidad, Enriqueta García Infanzón podía haber pertenecido a ese mundo, un mundo que, sin embargo, miró desde su apartada orilla en la villa de Tineo y con el que no llegó a estar de acuerdo al no sentirlo propio, pero un mundo también hacia el que se sentiría atraída, como deja entrever la lectura de su entrada biográfica en Escritores y artistas asturianos, obra que pergeñó el destajista de la cultura Constantino Suárez, Españolito. En esta entrada, como muchas otras escrita por la propia interesada —José Maldonado, quien fuera el último presidente de la Segunda República en el exilio, buen conocedor de Enriqueta por ser también tinetense, indica que la entrada sobre ella en Españolito es “inconfundiblemente autobiográfica” —, se dice que había una enconada “resistencia familiar” a que Enriqueta escribiera para el público, lo que la llevaría a editar sus obras cuando ya había sobrepasado los 30 años y bajo el seudónimo de Eugenia Astur.

Publica su primer cuento en 1917, en La lectura dominical, y su primera novela corta, significativamente titulada Memorias de una solterona, en 1919. Su firma se puede encontrar poco después en revistas de la emigración, como Asturias, de La Habana, y en periódicos como el ovetense Región o el gijonés La Prensa, pero no será hasta finales de los años veinte y principios de los treinta, coincidiendo con ese momento de esplendor intelectual que cuaja en la Segunda República, cuando su proyección intelectual llegue al máximo reconocimiento que alcanzó. Durante esta etapa publica en los diarios madrileños del tándem progresista José María Urgoiti — José Ortega y Gasset, tanto en el matinal El Sol como en el vespertino La Voz, pero en un momento en que esa impronta progresista había dado un giro tras perder Urgoiti la propiedad de ambos. Será también durante estos años cuando al fin saque a la luz una obra que llevaba realizando desde mediada la década de 1920, pero que no se publicará, debido a la situación política, hasta 1933. Esta obra se hizo realidad gracias a los papeles y cartas personales de Rafael del Riego encontrados en un archivo familiar, fue sufragada por la Diputación de Oviedo  y alabada mucho antes de su publicación por personajes de la talla intelectual de Fermín Canella o Álvaro de Albornoz. Se tituló Riego (Estudio histórico-político de la Revolución del año veinte), y por el aporte de fuentes primarias sigue siendo un libro de referencia para el análisis de ese periodo histórico. El 12 de octubre de 1935, durante la Fiesta de la Raza recibe en Oviedo el premio asignado al tema “Fermín Canella, su vida y sus obras”, que ganó junto con Benito Álvarez Buylla. Sin embargo, el leve refulgir pasa pronto, porque llegaron luego la guerra civil y los tristes años de posguerra, que supusieron para Enriqueta un largo silencio. Desde entonces, publica poco y cuando le ofrecen colaboraciones —lo hace por amistad Jesús Evaristo Casariego, durante los años de posguerra director del diario El Alcázar en Madrid— da largas o declina amablemente.

No publicará ninguna otra obra en vida. Póstumamente, en 1949 aparece editado por La Nueva España y bajo el impulso de la hermana de la autora, Milagros García Infanzón, el drama teatral La Roca Tarpeya, que ya desde el título —hace referencia al lugar que en la Roma republicana se utilizaba para ajusticiar a asesinos y traidores— tiene una clara intención política. Se trata de una obra en tres actos, bien estructurada y que se lee actualmente como curiosidad histórica por la carga anticomunista que contiene. La acción se desarrolla en su parte fundamental en un país llamado Eslavia, fácilmente identificable con la Unión Soviética estalinista. La trama consiste en el viaje que una joven, llamada Alejandra, pretende realizar a ese país en compañía de su maestro Segismundo. Un viaje al que se opone Román, el pretendiente de Alejandra. El viaje se lleva a cabo, pero únicamente en el sueño que Alejandra tiene la misma tarde en que debe partir. En aquel país, Alejandra se desencanta por completo del sistema político-social del que estaba prendada. Y será víctima de los excesos del estalinismo, que la encasilla como una española “que con sus coqueterías de mujer meridional consigue excitar a estudiantes y profesores”. Además, en 1991 la editorial Azucel reúne, con prólogo de Jesús Evaristo Casariego y un ilustrativo epílogo de Rafael Lorenzo sobre el entorno familiar y social que rodeó a Eugenia Astur en Tineo, lo esencial de su obra breve: el cuento Rosina y las novelas cortas Memorias de una sol­terona y La mancha de la mora —recopiladas por primera vez en volumen en 1921—. En el año 1998, con una presentación de Cecilia Meléndez de Arvas, se editó el trabajo que le habían premiado en Oviedo en 1935: Fermín Canella, su vida y sus obras. Y en el año 2000, de nuevo Cecilia Meléndez de Arvas, edita Epistolario de Eugenia Astur. Por otra parte, en la Biblioteca de Astu­rias, adquirida al médico luarqués Fernando Landeira, se conserva parte de la correspondencia de Enriqueta García Infanzón, entre los años 1921 y 1938, que con­tiene cartas del egregio Armando Palacio Valdés, del li­terato valdesano Casimiro Cienfuegos, del político José Maldonado o de Carlos Canella Muñiz. De esta correspondencia merecen especial atención las cartas entre Casimiro Cienfuegos y Eugenia Astur, que desvelan un amor clandestino en el que lo literario y lo personal se fueron mezclando para terminar en ruptura. Y en las últimas décadas se han ocupado de glosar la figura de Enriqueta G. Infanzón autores como Senén González Ramírez o Manuel Fernández de la Cera.

Portada de la novela de Eugenia Astur, «Dos mujeres»

Pero habíamos dejado a Enriqueta G. Infanzón escuchando desde su orilla, con cierto distanciamiento, el rumor de ese riachuelo del feminismo que comenzó a asomar en España tras la Primera Guerra Mundial. Pertenece por edad a una generación que sale a Europa y tiene en Ortega su vigía intelectual, que introduce las vanguardias y comienza, por tanto, a remozar la literatura y el arte de las generaciones anteriores, aquellos ya viejos estandartes del Modernismo y el Noventayocho. Sin embargo, Eugenia Astur, tanto a nivel estético como estilístico parece más próxima a esas generaciones precedentes que a la suya. El lector de la novela Dos mujeres, se verá al punto envuelto por un estilo en ocasiones un tanto arcaizante, que bebe de los clásicos españoles —con ese uso y abuso de la posposición del pronombre personal a la forma verbal, como “hacíale”, “servíale”, de los reflexivos, etc.— y también bebe de la sonoridad propia de la lengua asturiana e, ineludiblemente, de la fuente de la novela galante al más puro estilo Eduardo Zamacois. Pero no solo, porque en la novela Dos mujeres, más allá de la carcasa puramente argumental, en la que el joven ingeniero Javier Nadal se debate entre dos amores —excitante, inteligente, oscuro y felino el uno; candoroso, tierno y virginal el otro—, en la reconstrucción del trasfondo histórico, que abarca desde la Dictadura de Miguel Primo de Rivera hasta la Revolución de Octubre de 1934, la autora se muestra muy informada de lo que sucedía en cada uno de aquellos momentos que vivió directamente. Era muy consciente de lo que se hablaba en las tertulias de los cafés madrileños, de lo que pensaban algunos destacados políticos y de por dónde iban las tendencias artísticas. Y todo lo ve con ese distanciamiento un tanto british, una pizca altanero y tendente al conservadurismo, que le proporciona la mirada desde su orilla. En este sentido hay una mezcla de personajes, reales unos —el dibujante Bagaría, el periodista Félix Lorenzo, el escritor Gabriel Alomar—, imaginarios otros y ocultos bajo nombres en clave algunos que son claramente identificables —como ese Pepe Ruiz Pérez que es sin duda José Díaz Fernández, autor de las novelas El blocao y La venus mecánica, al que muy probablemente conocía la autora; o Alvarado, tras el que se encuentra Álvaro de Albornoz, ministro de Fomento durante la Segunda República y fundador junto a Marcelino Domingo del Partido Republicano Radical Socialista—. A estos últimos se los muestra con distanciado cariño y hay para con ellos como una reconvención de maestra enfurruñada con lo que están haciendo sus alumnos. Una impresión que seguramente se hace palpable porque la novela está escrita una vez pasados los acontecimientos.

Tan contradictoria como todo ser humano, Enriqueta G. Infanzón fue una mujer moderna y de su tiempo, que luchó por su independencia intelectual y consiguió tenerla, pero a la vez, su educación sentimental la ancló a un mundo en que la mujer que tenía un fracaso amoroso se quedaba para vestir santos o solterona, según las expresiones que un tanto despectivamente se utilizaban entonces para designar esa situación civil. El fracaso amoroso se trasluce en una de sus primeras novelas cortas: Memorias de una solterona, en cuyo aviso “al lector” Eugenia Astur confiesa no ser capaz de enfrentarse al público con su propio nombre, seguramente, entre otras razones que arguye, por la carga autobiográfica de la novela, en la que entre los amoríos de una rica señorita de la villa de Arganda (sin duda, Tineo) y un sentimental joven madrileño, se interpone la hija, a la sazón mas bien fea, de un indiano con posibles. Al decir de quien la conoció bien, es decir, de nuevo José Maldonado, que le escribe al editor José Antonio Mases en 1984 para excusarse de no hacer el prólogo solicitado para la reedición facsímil del libro sobre Riego, algo así pudo ocurrirle a Enriqueta: “Podría haber contado que un fracaso sentimental —que no hay por qué ocultar a estas alturas— cambió brusca y radicalmente el rumbo de quien había centrado sus aspiraciones en la plácida o monótona existencia de un matrimonio burgués; porque, en efecto, esa peripecia no sólo no amilanó a quien sufría sus consecuencias, sino que hizo surgir de ella un derivativo que le dio un nuevo sentido a su vida, el de dedicarse en serio a la creación literaria, actividad que, hasta entonces, sólo había constituido para ella un pasatiempo”.

Estamos ante una autora que desde su orilla se debatió entre el conservadurismo propio de su entorno familiar y un liberalismo de corte democrático que acabaría por desencantarla. Alguien que desde su orilla consiguió independencia intelectual sin dejar nunca atrás el mundo familiar que la marcó desde la cuna, que escribió alejada del bullicio y el éxito rotundo, inmersa en su vida de pequeña villa interior, con sus cotilleos, sus convenciones y su figurar socialmente, pero siempre con un ojo puesto en aquello que la llevaba mas allá de esas constreñidas fronteras y la conectaba con la ancha realidad exterior, dedicándole esfuerzos a algo para lo que estaba indudablemente dotada y le ayudaba a ver el mundo de otra manera: la literatura. Estamos ante una autora entre dos mundos que, inmóvil, observó siempre la realidad desde la orilla del río, haciéndose cargo del discurrir imparable del torrente de aguas que renuevan incansablemente el mundo para que jamás se bañe nadie dos veces en el mismo río. Estamos ante una autora muy consciente de que la escritura es ese sentir solitario, ese estar solos en la orilla contemplando un universo propio que nadie mas puede ver. Estamos, en fin, ante una autora que comenzó a publicar tardíamente, no puso demasiado empeño en una carrera que pudo ser más exitosa y dejó varias obras inéditas —entre ellas, al parecer, las novelas La cruz de la victoria, Casamolín y El último hidalgo; las obras de teatro El secreto de Budha y Amoríos reales; o el ensayo Palacio Valdés y las mujeres de sus novelas—. Una de esas obras inéditas, no mencionada ni por la información editorial que solían traer los libros sobre la obra de los autores en esos años veinte y treinta, ni por quienes se han ocupado hasta el momento de Enriqueta G. Infanzón, es la novela Dos mujeres, que acaba de ver la luz.

A la memoria de Agustín Jesús Barreiro Martínez (1865-1937), naturalista, antropólogo e historiador de la Ciencia de la Naturaleza

Agustín J. Barreiro con el birrete de doctor en 1909.

La biografía de este hijo de la desaparecida Casa Barreiro, de Cibuyu (Cangas del Narcea), que fue una autoridad en el estudio de la historia de la ciencia española, puede leerse en varias publicaciones, tanto en papel como en internet. Sobre él escribieron personalidades como Ignacio Bolivar (1850-1944), catedrático de Entomología y director del Museo de Ciencias Naturales, en su contestación al discurso de ingreso de Barreiro en la Real Academia de Ciencias en 1928; Constantino Suárez (1890-1941) en Escritores y artistas asturianos (Madrid, 1936), en donde además enumera todas sus publicaciones hasta 1934; Ignacio Acebal que escribió “La obra científica del P. Agustín Barreiro” en la revista Archeion, 22 (1940); Jesús Álvarez Fernández OSA que redactó su biografía y enumeró sus obras para el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia, y Eduardo Hernández Pacheco (1872-1965), catedrático de Geología de la Universidad de Madrid, y Emiliano Aguirre, catedrático de Paleontología, en sendos prólogos a la historia de El Museo Nacional de Ciencias Naturales (1711-1935) que escribió Barreiro. Nosotros vamos a hacer un breve resumen de su biografía.

Agustín Jesús Barreiro nació en 1865. Sus padres fueron Manuel Barreiro  y Josefa Martínez. Fue el mayor de cinco hermanos: dos emigraron a Argentina (uno trabajó de cocinero en un ballenero) y otros dos se quedaron en el pueblo. Él, después de estudiar en la escuela de Cibuyu, marchó con 15 años a Valladolid al Colegio de Agustinos Filipinos donde se ordenó en 1882. No fue el primer religioso de la familia: tenía una tía monja y un tío canónigo. Después continuó sus estudios teológicos en La Vid (Burgos) y El Escorial. El 16 de septiembre de 1889 está en Barcelona, camino de Filipinas, y desde allí escribe a su casa:

El día 20 del presente embarcaremos con dirección a Manila 24 compañeros y connovicios agustinos, acompañados de religiosos recoletos y franciscanos. […] El buque en donde haremos el viaje se llama “San Ignacio”. Si desea algún encargo para fray Antonio Fuertes o para mi tío me lo hace presente por carta al convento de San Pablo de Manila Agustinos Filipinos.

En Filipinas estuvo cinco años, que fueron determinantes para este joven de Cibuyu. El descubrimiento de la exuberante naturaleza de aquellas islas, y el contacto con una cultura tan diferentes a la que dejaba atrás, hizo que se aficionase al estudio de las ciencias naturales y la antropología. Aprendió la lengua nativa  y fue destinado a la provincia de Pampanga, al norte de Manila. El 29 de junio de 1891 escribe a su casa desde Lubao:

[…] desde aquí adelante en lugar de Lubao escribirán a Floridablanca, que es un pueblecito inmediato a este, a donde supongo pasaré como párroco dentro de unos días. En este pueblo de Floridablanca no hay convento o casa parroquial, como en los demás pueblos, aunque sin embargo se dispone de una casita de madera cubierta con tejido de vipa, que es una hoja con que suelen cubrir los indios sus casas después de colocarla en forma conveniente para que no gotee cuando llueve. En cuanto a los sirvientes, suelen escogerse muchachos indios que después de educados sirven regularmente. La comida, sobre poco más o menos, es la que se da en nuestros colegios de España, pues aquí se puede disponer de pan, carne y pescado bueno o por lo menos regular. Tengo una ventaja en ese pueblo y es que a corta distancia del mismo se hallan el padre con quien he aprendido idioma, y un compañero y condiscípulo mío con quien puedo pasar el rato casi todos los días.

De Floridablanca pasó a las parroquias de Candaba, San Luis, San Fernando y San Simón. En 1894 regresó a España y se dedicó a la enseñanza de las ciencias naturales en colegios de agustinos. Como carecía de título universitario, estudió el bachillerato en el instituto de Valladolid y la carrera de Ciencias Físico-Naturales en la Universidad de Salamanca, obteniendo la licenciatura en la Universidad Central de Madrid en 1902 y doctorándose en esta misma universidad en 1909 con la tesis: “Estudio psicológico y antropológico de la raza malayo-filipina desde el punto de vista de su lenguaje”. Impartió clases en la Universidad de Valladolid como auxiliar de cátedra. En 1914, por problemas de salud, abandonó la enseñanza y se trasladó a Madrid, donde se dedicará plenamente a la investigación.

Se especializó en el estudio de la zoología de invertebrados y la antropología, pero a partir de los años veinte se centró en el estudio de la historia de las ciencias de la naturaleza en España, reivindicando el papel que habían tenido los estudiosos en esta materia y las expediciones científicas españolas en América, Extremo Oriente y África, sobre todo en los siglos XVIII y XIX. Lamentablemente parte de las colecciones de estas expediciones se había perdido por abandono y los resultados, en la mayoría de los casos, nunca se habían publicado. Como escribió Ignacio Bolivar en 1928: “Podría decirse en verdad que ningún otro país gastó más ni contribuyó menos a la bibliografía científica. […] ¡Cuánta labor, cuánta inteligencia y cuánto dinero malgastados inútilmente!”. El mérito de Barreiro fue dar a conocer los trabajos de estos investigadores olvidados y relegados. Buscó la información, que estaba dispersa en archivos, museos o el Jardín Botánico, así como en las familias de los investigadores. Su gran obra en este ámbito fue la Historia de la Comisión Científica del Pacífico (1862 a 1865), editada por el Museo Nacional de Ciencias Naturales y la Junta para Ampliación de Estudios de Investigaciones Científicas en 1926, y la publicación en 1928 del diario de esta expedición escrito por Marcos Jiménez de la Espada.

Otra de sus grandes aportaciones fue la Historia del Museo Nacional de Ciencias Naturales, fundado en 1771, al que él llamaba “nuestra casa solariega”. El libro se publicó póstumamente en 1944, con un extenso prólogo de Eduardo Hernández Pacheco, y se reeditó aumentado en 1992, con una larga introducción de Emiliano Aguirre. Es una obra que todavía hoy sigue siendo imprescindible para conocer el devenir de esta institución hasta 1935, así como el desarrollo de las ciencias naturales en España, pues desde el siglo XVIII su estudio estuvo muy ligado a este museo.

Barreiro será uno de los pocos historiadores españoles en este campo. En 1932, el historiador de las ideas científicas Francisco Vera (1888-1967), “republicano, masón y teósofo”, en un artículo sobre “La enseñanza de la historia de las ciencias en España” destaca solo a cinco personas:

En este orden de ideas quiero destacar cinco nombres: José A. Sánchez Pérez, profesor del Instituto-Escuela de Madrid, y los catedráticos universitarios José M. Millás Vallicrosa y Francisco Cantera, de Madrid y Salamanca, respectivamente, en las ciencias exactas y físico-químicas, y el académico P. Agustín Barreiro y el profesor Francisco de las Barras en las naturales, quienes allegan meritísimos materiales para el conocimiento de la historia de la Ciencia española (Archeion, XIV, págs. 91-93)¹

Agustín J. Barreiro, 1923. Fotografía de ‘El Adelanto’, 24 de junio de 1923.

Además de dedicarse a la investigación, Barreiro realizó una ingente labor para difundir el olvidado trabajo de aquellos naturalistas españoles que él estudiaba. Dio muchas conferencias en ciudades españolas y asistió a numerosos congresos de Ciencias (Sevilla, Valladolid, Bilbao, Barcelona, Oporto, Coimbra, Lisboa, Salamanca). En una noticia sobre el Congreso de las Ciencias de Salamanca que publicó El Adelanto, el 24 de junio de 1923, se dice sobre Barreiro:

El padre Barreiro tiene su mejor cualidad en el ardor y entusiasmo por comunicar a todos su ciencia. Es un misionero de la ciencia, pues expone por ella su vida, sacrificando más de una vez su salud.

Su trabajo fue reconocido por la Real Academia de las Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, que lo eligió como miembro de número en 1927. Su elección fue una noticia destacada en la prensa, pues era el primer religioso que entraba en esta academia fundada en 1847. Su discurso de ingreso trató sobre su amada Filipinas y el papel de los españoles en su conocimiento: «Características de la fauna y de la flora filipinas y labor española en el estudio de las mismas».

Esa labor de divulgación y promoción de las ciencias también la hizo en otras sociedades científicas, a las que perteneció y en las que participaba activamente. Fue socio fundador de la Sociedad Española de Antropología, Prehistoria y Etnografía, creada en 1921, en la que fue elegido presidente en 1926; miembro de la Real Sociedad Geográfica Española y de la Sociedad Española de Historia Natural, y fundador y presidente de la Asociación de Historiadores de la Ciencia Española, fundada en 1934.

Fue una persona muy respetada. Los que lo conocieron dijeron de él que era modesto, asequible y de trato amable. Eduardo Hernández-Pacheco lo calificó como “hombre sabio y bueno” y el diario El Adelanto lo definió como de “carácter comunicativo y sencillo, afable y simpático en extremo, vive en relación y amistad con los más sabios de España, estimado y ponderado aun por lo que en religión tienen ideas opuestas” (24 de junio de 1923). En Región, de Oviedo, con motivo de su entrada en la Real Academia de Ciencias, escribieron lo siguiente:

En España, el mérito extraordinario del P. Barreiro está para los científicos muy por encima de cualquier otra consideración, cuando militan en campo opuesto al suyo. […] y han sido principalmente figuras de las izquierdas las que ahora le han llevado a la Academia, dispensándole un honor que se concede por primera vez a un sacerdote.

Mantuvo estrecha relación con Asturias y con Cangas del Narcea. Fue socio del “Tous pa Tous. Sociedad Canguesa de Amantes del País” desde su fundación en 1926 y hasta su disolución en 1932, y en el boletín de esta asociación, La Maniega (1926–1932), se informaba puntualmente de sus éxitos y publicaciones. Enviaba todos sus libros a la biblioteca del colegio de segunda enseñanza de Cangas del Narcea, al que también donó varias colecciones de ciencias naturales. Asimismo, ayudaba a los cangueses emigrados en Madrid, que no eran pocos. La Maniega da noticia de todo ello en 1927, con motivo de su nombramiento como académico:

Cuando el padre Barreiro se ve más asistido por el éxito en sus publicaciones jamás se olvida de que en la escuela de Cibuyo aprendió a leer, y de todas aquéllas manda ejemplares dedicados a nuestro Colegio de segunda enseñanza [de Cangas del Narcea]. El Tratado de Historia Natural, el de Higiene Humana, el estudio comparativo de la raza malayo-filipina, el del origen de la raza de las Islas Carolinas, el comparativo de las lenguas aborígenes, polinesias y americanas, la Historia de la Comisión científica al Pacífico, están, pues, al alcance de los cangueses. A nuestro Colegio ha donado algunas colecciones mineralógicas y raros ejemplares madrepóricos.

De la vida religiosa de nuestro eximio paisano sólo sabemos que ha ejercido en la Orden los más delicados cargos. Su gran virtud, su claro don de consejo, su abnegación asistiendo a los enfermos trascienden en los más dilatados contornos de [iglesia del] Beato Orozco en los barrios de Salamanca y Pardiñas, y son muchos los cangueses en Madrid que a él acuden cuando se ven agobiados por sus cuitas, sus problemas o su desamparo. Las penas de los cangueses, la cultura canguesa, el bienestar cangués le merecen atención preferente, y justo es, por eso, que el concejo conozca y dedique loores al hijo que tanto vale y tanto le ama. (La Maniega, núm. 9 , agosto de 1927, 10-11).

El padre Barreiro falleció en Madrid el 25 de marzo de 1937, durante la Guerra Civil, refugiado en la embajada de Chile. Tenía 72 años de edad.

Ahora, el 12 de julio de 2020, casi cien años después de publicarse aquellas palabras en La Maniega, un nuevo Tous pa Tous va a colocar una placa a su memoria en el pórtico de la iglesia parroquial de Cibuyu para que sus vecinos y los que se acerquen hasta allí conozcan y recuerden quién fue Agustín Jesús Barreiro Martínez, un hijo de Casa Barreiro de Cibuyu (Cangas del Narcea), naturalista, antropólogo y, sobre todo, historiador de las ciencias de la naturaleza.


¹ Citado por José M. Cobos Bueno, “La Asociación Española de Historiadores de la Ciencia: Francisco Vera Fernández de Córdoba”, Llull, 26 (2003), 57-81.


Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937): el último y olvidado defensor de Manila

Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937), el último defensor de Manila.

Faustino Ovide González nació en 1863 en el pueblo asturiano de Villategil, del concejo de Cangas del Narcea. Herrador de oficio, se incorporó a filas en 1883, y tras cumplir el servicio militar, decidió quedarse en el Ejército. Su hoja de servicios tiene poca relevancia hasta que en 1895, y siendo ya sargento, pidió destino a Filipinas, lo que le valió el ascenso a segundo teniente.

Primero estuvo en la indómita Mindanao, pero ante la insurrección en Luzón fue destinado a Manila. Desde entonces y al frente de su sección luchó denodadamente en numerosos encuentros con los rebeldes, siempre en vanguardia o flanqueo, cuando no en operación independiente. Aquello le costó perder su caballo en una acción y ser herido de arma blanca en otra, pero le valió el ascenso a primer teniente y recibir nada menos que cuatro Cruces del Mérito Militar de primera clase con distintivo rojo. Había apresado, entre otros, un cañón y una ametralladora enemigos.

En 1898 seguía en Manila, destinado en la misma unidad que los heroicos defensores de Baler, el 2º de Cazadores. Durante el asedio de la ciudad por las tropas de Aguinaldo se volvió a destacar en la defensa de las líneas, y especialmente en la del Blocao número 14, lo que le valió una nueva Cruz Roja y la de María Cristina, entonces sólo inferior a la Laureada.

El 13 de agosto de 1898, las tropas norteamericanas iniciaron el asalto a la ciudad. El teniente Ovide estaba en reserva con su sección, pero, ordenada la retirada de los puestos de primera línea, y como en su sector fuera ésta precipitada, comprometiendo la de otras tropas adyacentes, se le ordenó volver a ocupar una posición prematuramente abandonada y aún no ocupada por el enemigo.

Sin embargo, al avanzar vio que ya la defendían tropas americanas. Sin arredrarse por ello y por la retirada general, consiguió reconquistarla, y haciéndose fuerte en ella, resistió largo tiempo los ataques enemigos hasta que al final, temiendo ser desbordado por los flancos y con una herida de bala en la boca, ordenó la retirada, que se efectuó en orden y combatiendo. Al llegar a las inmediaciones de la ciudad, se le avisó que ésta hacía tiempo que ya había capitulado, por lo que tuvo que cesar la resistencia.

Al heroico oficial y a su pequeña tropa les rindió honores hasta su enemigo, las tropas americanas del general Greene, quien felicitó a Ovide personalmente por su conducta. Fue recompensado poco después con la Gran Cruz de Carlos III, tal vez algo parcamente.

Faustino Ovide llegó a teniente coronel en 1919, retirándose seis años después. Fallece en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años.


Fuente: Revista Española de Defensa nº 127. Septiembre, 1998


Más información sobre nuestro héroe en los siguientes enlaces:

En memoria de un héroe [Faustino Ovide González]

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

Quizás para muchos aquella lejana Guerra de Cuba y Filipinas de 1898, la de las batallas de nuestros abuelos, suene a ecos lejanos extraídos del viejo libro de la Historia y tan solo siga viva en los recuerdos gracias a elocuentes frases como aquella de “más se perdió en Cuba” y otras por el estilo, tantas veces utilizadas en el lenguaje coloquial.

Lo cierto es que, en los últimos años del turbulento siglo XIX, España, casi sin querer, se vio sumida en una guerra contra una potencia, por entonces emergente y con claros afanes expansionistas, como eran los Estados Unidos de América que supuso la pérdida de los últimos vestigios del viejo Imperio español conquistado no con pocos sacrificios desde finales del lejano siglo XV.
Cuba, Puerto Rico y Filipinas constituían los últimos rescoldos de aquel amplísimo Imperio forjado, a lo largo de siglos, por la decidida acción de miles de españoles, muchos de ellos anónimos, que lograron situar a España a la cabeza de las naciones de la tierra.
1898, un año fatídico, vino a poner el epílogo a un siglo atestado de guerras y acciones de armas que abarrotan las páginas de nuestra Historia. La Guerra de las Naranjas contra portugueses; la Guerra contra los ingleses que dio al traste con la flota española en Trafalgar; la heroica de la Independencia contra Napoleón; la de emancipación en todos los frentes de los Virreinatos de Hispanoamérica; la invasión de los llamados “cien mil hijos de San Luis”; tres guerras civiles; la de África de 1859-60; la Campaña del Pacífico y junto a ellas acciones tan poco conocidas como la expedición a Dinamarca, formando parte de un ejército que defendía los intereses napoleónicos; la realizada a Italia para defender los derechos papales; la nueva anexión de Santo Domingo; la expedición a Méjico o la de la Cochinchina, jalonaron, junto a pronunciamientos, contra pronunciamientos de toda índole y movimientos cantonales, un siglo que se antoja de muy complicada comprensión y que sin duda abonó el terreno para sucesos posteriores que tuvieron como escenario el pasado siglo XX.

Y así, el final del siglo, quiso depararnos la última de las desagradables sorpresas que ponía fin, como queda dicho, al viejo Imperio en que “jamás se ponía el sol”.

Tal vez por razón de relativa proximidad o simplemente por el hecho de una mayor presencia del elemento peninsular en aquella isla, lo cierto es que la pérdida de Cuba se mantiene más fresca en nuestros recuerdos que aquella otra, coetánea, del lejano archipiélago filipino casi siempre olvidado o al menos pasado por alto.

De aquel archipiélago, conquistado definitivamente en 1564 por el insigne marino vasco Miguel López de Legazpi y bautizado así en honor a Felipe II, tan solo se recuerda, con cierta frescura, la batalla naval de Cavite y la heroica epopeya de Baler, inmortalizada en la película “Los últimos de Filipinas”. Sin embargo, en esta campaña, como en muchas otras en las que se batieron las armas de España, son muchos los testimonios de heroísmo legados para la Historia por hombres y mujeres, en muchos casos de identidad anónima y en otros conservados tan solo, para la memoria, en los polvorientos legajos de viejos y casi olvidados archivos.

Sin duda, en este último apartado, podemos incluir al protagonista del presente trabajo, el que fuera Capitán del Cuerpo de Seguridad D. Faustino Ovide González quien, con su valentía y arrojo, supo escribir una brillante página en nuestra Historia patria de finales del siglo XIX.

En agosto de 1896 estalla la insurrección tagala en Filipinas. Allí, en aquellas lejanas tierras del extremo oriente, un puñado de no más de 13.000 soldados, la mayoría indígenas, guarnecía el vasto territorio formado por el archipiélago filipino y las islas Guam, Carolinas y Marianas. Un total de 7.000 islas habitadas por 7.000.000 de almas y con muy poca presencia peninsular.

El hecho de que estallase esta insurrección puso en alerta a las autoridades españolas del archipiélago que no escatimaron esfuerzos ni celeridad en solicitar refuerzos, tanto de hombres como de medios y material, a la metrópoli; sin embargo, la prioridad en atender la guerra de Cuba, iniciada con anterioridad, impidió finalmente el envío de los efectivos necesarios, pudiendo solo remitirse unos 30.000 soldados, a todas luces insuficientes para atender un territorio extenso y complejo.

Pese a todo, como es sabido para quien conozca medianamente el devenir de esta página de la Historia, la primera fase de la Campaña concluyó con una precaria victoria para las armas de España; victoria que se vio algo más afianzada tras el pacto con el caudillo local Aguinaldo a quien se le llegó a indemnizar para que se exiliase del archipiélago, trasladándose a la colonia inglesa de Singapur.

Intereses de los Estados Unidos de un lado, derivados de sus claros deseos de expansión, y de otro el temor de las potencias occidentales a que Japón afianzase su hegemonía en la región, hicieron que la vista se desviase hacia la posesión española de gran importancia estratégica como se demostraría años más tarde.

Así, tras lograr, como fue habitual en esta guerra, el interesado favor de los ingleses, utilizando contra lo dispuesto en los acuerdos internacionales las bases de Hong Kong y Singapur, los norteamericanos alistaron la llamada Escuadra de Asia al mando del Comodoro Dewey e incluso establecieron contacto con Aguinaldo y los suyos, ganándolos, al menos inicialmente, para la causa yanqui.

La Escuadra americana, compuesta por 7 buques de guerra, desplazaba un total de 19.000 Tm., disponiendo de un armamento de 53 cañones de grueso calibre, entre 203 y 127 mm, y otros 57 de menor calibraje, atacó en Cavite a la española del Almirante Montojo que alineaba un total de 10 buques – 7 cruceros y 3 cañoneros – desplazando todos ellos 14.000 Tm., pero con una potencia de fuego sensiblemente menor ya que tan solo disponía 40 piezas, de entre 160 y 90 mm de calibre, y otras 43 de calibres menores.

Un conglomerado de buques alguno de ellos de casco de madera, como el Crucero “Castilla”; otros de casco de hierro pero sin protección de ningún tipo, como los Cruceros “Reina Cristina” —buque insignia de Montojo—, “Juan de Austria” y “Antonio de Ulloa” o el Cañonero-torpedero “Marqués del Duero” y finalmente otros, protegidos, como los cañoneros, pomposamente denominados cruceros de 3ª clase, “Isla de Cuba” e “Isla de Luzón” e incluso algunos inútiles como el Crucero “Velasco”, formaban aquella Escuadra de muy escaso valor militar. Pese a todo, la mayoría de nuestros buques eran relativamente de reciente construcción, entre 1875 y 1887, si bien con un estado de conservación muy deficiente dado lo penoso de sus largas misiones de patrullaje por las costas de archipiélago y el natural desgaste sufrido con ocasión de la Campaña iniciada dos años antes.

La situación militar tampoco era mucho mejor. El Capitán General Primo de Rivera, había solicitado a Madrid el envío urgente de piezas de artillería para la defensa de la costa, material que jamás llegó. Por ello, para la defensa de Manila, principal objetivo de la Campaña, solo pudo disponer de 37 piezas, las de mayor calibre unos obuses Ordóñez de 24 cm, insuficientes para equilibrar la potencia de fuego embarcada de los americanos.

Tras la derrota de Cavite y el relevo del Capitán General, Manila quedó cercada hasta el 14 de agosto, fecha en la que capituló su Guarnición compuesta por algo más de 9.000 hombres.

Y aquí, en este instante de la historia particular de esta Campaña, surge nuestro héroe; Faustino Ovide González, un asturiano nacido en Villategil (Cangas del Narcea), el 15 de febrero de 1863 que sienta plaza, como Soldado “por su suerte” —como reza su Hoja de servicios—, el 26 de junio de 1883, siendo destinado al Regimiento de Infantería de La Reina nº 2, por aquel entonces de guarnición en Jerez de la Frontera.

A partir de aquí comienza su particular carrera militar que le lleva a varios destinos, Regimiento de Infantería de Reserva Arcos nº 18; Regimiento de Infantería Extremadura nº 15; Regimiento de Infantería Canarias nº 42 y Batallón Disciplinario de Melilla desde cuya plaza, un 15 de noviembre de 1895, salé destinado para el lejano archipiélago filipino, incorporándose en Manila, a principios del año siguiente, al Regimiento de Infantería de Línea Joló nº 73 de guarnición en aquel territorio ultramarino pero ya con las divisas de 2º Teniente logradas el 27 de julio de ese mismo año.

Implicado directamente en la campaña militar contra la sublevación tagala, participa, desde 1896 en numerosos combates, primero como Oficial destinado en la 2ª Línea del Tercio nº 20 de la Guardia Civil y más tarde como 1º Teniente del Batallón de Cazadores Expedicionario nº 2, empleo que alcanzó, por méritos de guerra, el 28 de noviembre del mencionado año 1896.

Su brillante Hoja de servicios nos acerca al historial personal de un hombre que supo afrontar con bravura su responsabilidad desde puestos de notable riesgo en una circunstancia histórica totalmente adversa. Desde noviembre de 1896 en que entra en combate no cesa su actuación en campaña hasta la definitiva pérdida del archipiélago dos años más tarde, demostrando en todas cuantas acciones participa un valor y aplomo que le hizo acreedor a alguna de las más altas condecoraciones de cuantas concedía España en aquellos años.

De las múltiples acciones de guerra en las que participó y que figuran en su Hoja de servicios, destacaremos solamente las más relevantes:

Los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre de 1896 combate, al frente de su Unidad de la Guardia Civil, en el puente de Zapote. Esta acción como, queda dicho, le valió el ascenso a 1º Teniente por méritos de guerra.

Días más tarde, concretamente el 15 de diciembre, ataca a una partida de insurrectos causándoles cinco muertos y ocupándoles abundante material y tan solo once días después, el 26, tras vadear de madrugada, con 30 hombres, el río Zapote, ataca por sorpresa un campamento enemigo, causándoles grandes bajas e interviniéndole gran cantidad de armamento y municiones de boca y guerra.

A lo largo de 1897 participa en todos los combates verificados en su sector, destinado siempre en puestos de extrema vanguardia. Destaca aquí los habidos el 11 de febrero en que, con una fuerza de 36 hombres, ataca a una numerosa partida de insurrectos a los que causa enormes bajas y pone en fuga. Tan solo cuatro días más tarde, el 15, participa en la toma de la localidad de Pamplona.

Por estos combates de febrero se le concede su primera Cruz de 1ª Clase, con distintivo rojo, al Mérito Militar. Posteriormente es recompensado con su segunda Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, también con distintivo rojo, por la toma de Pamplona acaecida, como queda dicho, dentro del conjunto de operaciones desarrolladas en el precitado mes de febrero.

El 4 de junio de ese año sufre una herida con arma blanca al hacer personalmente un prisionero durante una refriega con una partida de insurrectos seguidores de Aguinaldo.

El 7 de julio de ese mismo año de 1897 le conceden su tercera Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, con distintivo rojo, esta vez pensionada, por la toma de Bacoor y el 5 de diciembre se le recompensa con la cuarta Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, igualmente con distintivo rojo, por los combates habidos el 22 de agosto anterior.

El 23 de agosto de 1897. Pasa destinado a Manila donde el Capitán General le asigna el mando de una columna compuesta por 180 hombres para operar en las provincias de Cavite y Laguna. En una de estas acciones logra el apresamiento de un importante cabecilla tagalo, tras el ataque que ejecuta sobre un campamento enemigo en que recupera abundante material entre el que se encuentra una ametralladora y una lantaca (pieza de artillería de avancarga de pequeño calibre originaria de la región de Malasia y ampliamente empleada por los rebeldes filipinos).

Continuando con las operaciones en días subsiguientes, logra igualmente la captura del cabecilla insurrecto, Miguel Hernández, conocido como el Rey de Pamplona y Bayanán, así como de su ayudante y de otro jefe insurrecto de nombre Jorge Soriano.

Ya en la última fase de la campaña, concretamente el 4 de junio de 1898 pasa destinado a su Compañía, asumiendo el mando en plena retirada de la Unidad hacia Manila, logrando hacerse fuerte con ella y sosteniendo durísimos combates desde una trinchera que ordenó construir y defendió hasta el siguiente 24.

El 29 de junio pasa destinado a la 5ª Compañía y se hace cargo del mando del blocao nº 14, vacante por baja de su titular, donde se defiende de los duros ataques enemigos, sufriendo e infringiendo numerosas bajas. Distinguiéndose especialmente el día 18 de julio cuando el enemigo, en abrumador mayor número, pretende tomar la posición por él defendida y que logra rechazar.

El 13 de agosto, iniciados los bombardeos por parte de los buques de la Armada norteamericana, se le ordena retirarse sobre Manila. Tras recibir la orden, de forma voluntaria, se queda al mando del último escalón donde permanece cuando se le comunica que debe recuperar una trinchera, ocupada por los norteamericanos, con el fin de proteger el repliegue de las Fuerzas propias.

Recibida la orden, ataca con tal ímpetu y bravura la posición americana que logra desalojarlos, dejando en la huida varios muertos. El mismo sufre su segunda herida de guerra al recibir un balazo en el labio inferior, manteniéndose, pese a todo, al frente de su Unidad que, con un nutrido fuego de fusilería, apoya la retirada de nuestros Soldados hasta las mismísimas puertas de Manila donde recibe la orden de rendirse ya que la Plaza lo había hecho con anterioridad.

Placa de primera Clase Orden Militar de Mª Cristina creada en 1889

Concluida esta brillante acción es felicitado personalmente por el General Greene del Ejército norteamericano quien, poniéndose al frente de sus hombres, le rinde honores de guerra por su valeroso comportamiento. Por esta acción recibió, por R.O. de 19 de abril de 1899 la Cruz de 1ª clase de María Cristina y por R.O. de 24 de julio del mismo año la Cruz de Carlos III.

Repatriado a la península, pasa destinado a la Comisión liquidadora de los Cuerpos de Filipinas.

En 1900 recibe su quinta Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, con distintivo rojo y pensionada, por las acciones derivadas de la defensa de Manila. También ese año se le concede la Medalla de la Campaña de Filipinas con los pasadores de Luzón y Mindanao.

Su vida transcurre en diferentes destinos como la Zona de Reclutamiento de Gijón, el Batallón de Cazadores de Ibiza nº 19 hasta su ascenso a Capitán, por antigüedad, que se produce el 18 de diciembre de 1906.

En estos años recibe la Medalla de Alfonso XIII; la Cruz de San Hermenegildo y la Medalla de Plata de los Sitios de Gerona.

En enero de 1911 pasa destinado, como Capitán, al Cuerpo de Seguridad de guarnición en Barcelona donde permanece hasta 1917 en que es ascendido a Comandante por antigüedad.

Destinado en Barcelona, en su Zona de Movilización, más tarde Regimiento de Infantería de Reserva Barcelona nº 32, recibe en 1916 la Placa de la Orden de San Hermenegildo.

Con fecha 31 de mayo de 1919 es ascendido al empleo de Teniente Coronel en la reserva y en 1925 pasa a la situación de retirado donde le perdemos la pista.

Lamentablemente no hemos logrado su historial como Oficial del Cuerpo de Seguridad que, a buen seguro, estará igualmente jalonado de hechos dignos de ser mencionados para evocar su recuerdo. Por lo poco que podemos descubrir en su historial militar, creemos que durante su permanencia en el Cuerpo de Seguridad tan solo estuvo destinado en Barcelona, no pudiendo precisar en las Unidades en que prestó sus servicios.

Lo cierto es que nos encontramos ante uno de esos personajes, la mayoría de las veces anónimos, que con su trabajo diario escriben, con letras de oro, las páginas más brillantes y gloriosas de los Cuerpos de los que forman parte. Tal vez, Faustino Ovide se hizo merecedor a ser recompensado con la Real y Militar Orden de San Fernando, máxima condecoración militar que se concede en España, sin embargo no fue así y su heroica estela se pierde en la nebulosa de la Historia de la que hay que rescatarlo entre legajos y libros con sabor a viejo.

Digamos, por último, que una buena iniciativa para afianzar un poco más nuestro espíritu de Cuerpo, como herederos de las tradiciones e historiales de la Policía Española, sería recuperar para la memoria colectiva cuantos hombres, integrados en nuestras filas, han sabido escribir, como Faustino Ovide, páginas de gloria para la Historia de la Patria.

COMENTARIO UNIFORMOLOGICO:

En la foto que ilustra el presente trabajo, el Capitán Faustino Ovide, aparece con uniforme del Cuerpo de Seguridad en su modalidad de invierno, de color tina oscuro, con tresillos a la granadera en sus bocamangas. El uniforme es igual que el de Infantería diferenciándose por las cifras con las iniciales del Cuerpo que lleva en cuello y frontis de la gorra, este orlado de laureles, así como por el color de las divisas, botones e hilo de las hombreras que son de color blanco, todo ello en aplicación del Reglamento de Uniformidad de 1908 y las modificaciones habidas en 1911.

En cuanto a la condecoración que luce en su pecho y que se reproduce en dibujo, se trata de la Placa de la Orden Militar de María Cristina de 1ª clase, para Oficiales. Esta Orden fue instaurada en 1889, en Ley Adicional a la Constitución del Ejército de 19 de julio de dicho año. La condecoración, que lleva en su interior la leyenda “al mérito en campaña”, constituía la segunda en importancia tras la Real y Militar Orden de San Fernando al no haberse instaurado todavía la denominada Medalla Militar. En la fecha en que le fue concedida al protagonista del presente trabajo tan solo se otorgaba a Generales, Jefes y Oficiales, 3ª, 2ª y 1ª clase respectivamente; a partir de 1913 comenzó a otorgarse a Suboficiales y no fue hasta 1925, tras su reinstauración ya que dejó de concederse entre 1918 y el año citado, en que por R.D. de 9 de julio, se concedió también a Tropa, apareciendo igualmente la figura de Cruz colectiva. Esta condecoración dejó de concederse con el advenimiento de la II República, siendo restablecida en 1937 con el nombre de Cruz de Guerra.

Esta Cruz de 1ª clase se representa mediante una Placa de ráfagas de color plata, de unos 9 cm. de diámetro, sobre las que se superpone una cruz, rodeada de laurel, y cuatro espadas que se unen en el centro, todo de bronce mate, con lises de oro en los brazos inferior y laterales y una corona real y un rectángulo, de oro brillante los dos, en el superior. Sobre la cruz un escudo rodado y cuartelado con dos castillos y dos leones, la granada entada y escusón borbónico con tres flor de lis, con bordadura azul con el lema “al mérito en campaña”.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

  • Archivo General Militar de Segovia
  • Manual del Cuerpo de Seguridad. Madrid 1908
  • Los Uniformes del Reinado de Alfonso XIII. L. Grávalos y J.L. Calvo. Quirón Ed. 2000
  • La Guerra del 98. A. Rodríguez González. Ed. Agualarga 1998
  • Buques de Guerra Españoles 1885-1971. Aguilera y Elías. Ed. San Martín 1972
  • El Buque de la Armada Española. Ed. Silex 1999
  • La Construcción Naval Militar Española 1730-1980. M. Ramírez Gabarrús. E.N. Bazán 1980

Artículo publicado en la revista Policía por José Eugenio Fernández Barallobre, Inspector (J) de la Policía Nacional desde 1979, Alférez R.H. del Cuerpo de Infantería de Marina y Diplomado en Criminología por la Universidad de Santiago de Compostela.  Es autor del blog: Una historia de la Policía Nacional.

[Faustino Ovide González] El último defensor de Manila en 1898

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

La historia militar de España abunda en personajes que, protagonizando hechos de lo más encomiable, apenas han sido recordados con posterioridad a los acontecimientos. A paliar en lo posible una de estas injusticias dedicamos el presente trabajo, que nos permitirá, de paso, ofrecer algunas noticias sobre una de las campañas menos conocidas de nuestro Ejército, y la tan honrosa como heroica carrera de un hombre salido de las filas de tropa.

Unos modestos inicios

Nuestro protagonista, Don Faustino Ovide González, nació en la pequeña aldea asturiana de Villatejil, dependiente del ayuntamiento de Cangas del Narcea, el 15 de enero de 1863, siendo sus padres Don Francisco Ovide Menéndez y Doña Rosalía González Rodríguez, de bien modesta condición.

Nada sabemos de sus primeros años salvo que el 26 de junio de 1883 le corresponde ser soldado “por su  suerte”, como se decía entonces, constando entonces que se hallaba avecindado en Madrid, teniendo el oficio de herrador. El joven recluta, tras librarse por sorteo de Ultramar, fue destinado al Regimiento de Infantería de La Reina, n° 2, de guarnición en Jerez, y dentro de éste a la primera compañía del primer batallón, jurando bandera en agosto de aquel año. El 1 de junio de 1884 es ascendido a cabo segundo y el 1 de abril del 85 asciende a cabo 1°, recibiendo la licencia indefinida por Real Orden de 14 de julio. Allí hubiera acabado su servicio, de no ser porque, tras dejar correr los meses veraniegos en su pueblo natal, D. Faustino pidió y obtuvo el reingreso, contando como fecha de antigüedad desde el 1 de noviembre.

El 24 de mayo de 1886 ascendió a sargento 2°, pasando al segundo batallón del mismo regimiento, con el que se traslada a Ceuta el 21 de junio de aquel año, permaneciendo en dicha plaza hasta el 7 de julio de 1888, todo ello en unos difíciles años en que menudearon los incidentes con los marroquíes, e incluso se temió  que la frágil salud del Sultán terminara haciendo inevitable una intervención militar española ante el subsiguiente caos en el país vecino.

El 25 de junio de 1888 se reengancha por segunda vez, continuando en el mismo regimiento y en sus destacamentos de Algeciras y Tarifa hasta junio de 1890.

Los años siguientes son de rápido paso por varias unidades: el Regimiento de Los Arcos n° 18, el de Extremadura n° 15 y el de Canarias n° 42, con el destino de escribiente en todos ellos, hasta su pase en noviembre de 1894, cuando apenas se han apagado los rescoldos del reciente conflicto de Melilla, al Batallón Disciplinario de esta plaza, no por sanción sino por destino regular, hasta fines de octubre de 1895.

Para entonces ya ardía la insurrección separatista en Cuba, por lo que, aprovechando los incentivos ofrecidos a los suboficiales, el sargento Ovide solicitó un tan prometedor como peligroso destino a la isla, recibiendo así el ascenso a 2° teniente por orden de 3 de octubre, a contar desde 27 de julio anterior. Gracias al ascenso y tras el preceptivo permiso, Don Faustino contrajo matrimonio el 11 del mismo en Cádiz con Doña África Blanco Lladó. Una Real Orden del día 16 dejaba sin efecto el destino anterior, cambiándolo a las mucho más lejanas Filipinas, embarcando en Barcelona el 15 de noviembre en el vapor de la Compañía Trasatlántica “Isla de Panay” y desembarcando en Manila el 14 de diciembre.

Poco imaginaba entonces el recién ascendido teniente que el archipiélago filipino iba a ser el escenario de sus hazañas, que iban a cambiar espectacularmente su hasta entonces honrosa pero tranquila y modesta carrera militar.

El Ejército y la Armada en Filipinas

Resulta sorprendente lo escaso de los recursos militares con los que España defendía de agresiones externas y mantenía el orden interno en un territorio tan extenso como era Filipinas, un archipiélago de más de siete mil islas, poblado por más de 7 millones de habitantes, de los que apenas unos pocos miles habían nacido en España. Y a ese ya extenso territorio, aún con zonas poco exploradas y menos cartografiadas, se añadían los archipiélagos de Marianas,  Carolinas y Palaos.

Para guarnecer todo aquello la fuerza real se reducía a unos 13.291 hombres, (unos 16.700 según plantillas teóricas), incluyendo todos los cuerpos, servicios e institutos armados hasta Guardia Civil y Carabineros. De ellos, sólo 4.269 eran europeos, constituyendo en general los mandos hasta suboficial y cabos inclusive, siendo la tropa y algunos sargentos y cabos indígenas. El soldado filipino era muy estimado por su sobriedad, valor y resistencia, resultando especialmente indicado para operar en aquellos territorios, selváticos y accidentados, sin resentirse del clima y de las enfermedades que diezmaban a los europeos, así como de una habilidad proverbial para la guerra anfibia a la que le obligaba la multitud de islas.

El núcleo fundamental de la fuerza estaba compuesto por siete regimientos de infantería: Legazpi, Iberia, Magallanes, Mindanao, Bisayas, Joló y Manila, con numeración respectiva y correlativa del 68 al 74. Existía además  sólo un regimiento de caballería, de Lanceros de Luzón, con un único escuadrón. La artillería constaba de un regimiento de plaza, por excepción europeo en su totalidad, aunque solía utilizarse en misiones de infantería. La artillería propiamente dicha se encomendaba a un regimiento de montaña, articulado en dos grupos de 3 baterías con seis piezas cada una. Otras unidades eran un batallón de ingenieros y diversas tropas de maestranza, Estado Mayor., etc, entre las que destacaban algunas compañías disciplinarias.

Por su parte la Armada sumaba más de tres mil hombres, con menor proporción de indígenas, salvo en los cañoneros y unidades menores, en que constituían toda la dotación salvo el mando,  oficiales y maquinistas. Los buques  en 1895 eran cinco pequeños cruceros, una veintena de cañoneros (incluidos los fluviales y lacustres), tres transportes y diversas unidades menores y auxiliares. Su papel era transcendental, no ya sólo en sus específicas misiones, sino como  transporte obligado para las tropas del Ejército en un medio insular y con escasas o nulas vías terrestres de comunicación, apoyando sus acciones con la artillería, o coadyuvando en las operaciones anfibias con los trozos de desembarco de los buques.

En suma, aunque muy profesional y preparada, una fuerza tan limitada que apenas podía cumplir misiones policiales y de mantenimiento del orden interno, lo que para las Filipinas del XIX era ya decir mucho.

En la rebelde Mindanao

Lo cierto es que aquella pequeña fuerza, aunque apenas fuera necesaria en muchas de las principales islas por la sumisión pacífica de sus habitantes, tuvo una enorme tarea en dominar las zonas refractarias a la dominación española, especialmente en el sur y oeste del archipiélago, en que una importante población musulmana basaba su modo de vida en la piratería y en la esclavitud de indígenas paganos o cristianos. Tras una lucha secular, se había conseguido pacificar Joló, y entre 1889 y 1894, los capitanes generales Weyler y Blanco habían conseguido lo propio en la gran isla de Mindanao. Y cuando aún continuaban allí las últimas operaciones, nuestro biografiado fue destinado a Iligán, prestando sus servicios en el regimiento de tropas indígenas Joló n° 73, teniendo el honor de ser designado abanderado del regimiento. Allí tuvo su bautismo de fuego, en operaciones al parecer sin mayor relevancia, pero que le hicieron acreedor al pasador de Mindanao en su medalla de campaña de Filipinas.  Pero ya en septiembre de 1896 tuvo que volver el regimiento a Manila, y con él nuestro todavía flamante teniente, ante una necesidad mucho mayor.

La insurrección tagala

Articulados en la sociedad secreta de inspiración masónica Katipunan, los tagalos de Luzón, hasta entonces fieles al dominio español, se alzaron en agosto de 1896, siguiendo el ejemplo cubano del año anterior. Las escasas tropas españolas, diseminadas en aquel enorme territorio en numerosas y pequeñas guarniciones, pronto se vieron ante una situación crítica, y en la misma Manila no había más que tres mil hombres disponibles. La insurrección, bien planeada y seguida mayoritariamente por la población indígena de muchas provincias, consiguió dominar pronto la casi totalidad de las provincias de Manila y Cavite, de donde era originario su principal líder militar, Emilio Aguinaldo, cayendo pronto en su poder incluso localidades importantes como Noveleta y Cavite Viejo, y declarándose el estado de guerra en provincias como Bulacán, Pampanga, Nueva Écija, Tarlac, La Laguna y Batangas, extendiéndose rápidamente la contienda.

Para el capitán general, D. Ramón Blanco, la situación era casi desesperada: con la mayor parte de sus escasas tropas comprometidas en la pacificación de Mindanao, y aunque, como ya hemos dicho, fueron llamadas inmediatamente, los indígenas ya no eran fiables en la nueva lucha  (muy distinta de la librada hasta entonces contra sus enemigos religiosos y étnicos: los piratas moros del sur), aunque se pudieron alistar algunos tercios de voluntarios. El propio Blanco sufrió alguna derrota personal al intentar liberar las asediadas guarniciones, lo que le desacreditó ante una opinión que ya juzgaba lentas y poco idóneas sus  reacciones a la revuelta.

Ante la magnitud de la rebelión y sus primeros éxitos, se reveló indispensable enviar desde España un crecido número de tropas peninsulares. Pero el país estaba ya agobiado por el  tremendo esfuerzo que debía realizar en Cuba paralelamente, y que  había exigido el envío al Caribe de casi doscientos mil hombres. Los regimientos peninsulares habían agotado sus posibilidades de movilización, por lo que hubo que crear unidades provisionales, los llamados “batallones de cazadores”, con entrenamiento y cuadros de mando improvisados, así como muy escasas tropas de artillería, caballería (un único escuadrón también provisional) e ingenieros.  Las únicas tropas regularmente organizadas y encuadradas de las que se pudo disponer, y por ello mismo las primeras en llegar como refuerzo, fueron los dos regimientos de Infantería de Marina, verdadera reserva estratégica del último imperio ultramarino español. El total de los refuerzos procedentes de España sumó 25.456 entre generales, jefes, oficiales y tropa, y ello sólo entre septiembre y diciembre de 1896, llegando posteriormente algunos otros contingentes menores, lo que supuso un último pero muy notable esfuerzo para el agotado país.

Con ellos llegaba en diciembre el esperado relevo para Blanco, el general Don Camilo García de Polavieja, que se hizo cargo de la capitanía general del archipiélago el día 13, imprimiendo desde entonces a las operaciones la actividad y el éxito que solían acompañar a aquel gran militar español.

Las primeras distinciones

Pero ya antes de la llegada de Polavieja el segundo teniente Ovide se había destacado: tras su vuelta a Manila, solicitó el pase a la Guardia Civil, figurando desde entonces en el 20° Tercio,  uno de los tres existentes en Filipinas, con un total de unos 3.500 hombres (teóricos en plantilla) incluyendo los poco más de trescientos de la Veterana, siendo indígenas en cada compañía los números, cuatro cabos y un sargento, y el resto de los mandos europeos.

De nuevo al mando de tropas casi exclusivamente indígenas, se le dio el mando de una sección que formaba parte de la segunda línea del Tercio en Las Piñas. Con ella concurrió a los combates de los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre entre los puentes de Baucusay y Zapote, mereciendo por su comportamiento el ascenso a primer teniente. El 15 de diciembre, al hacer reconocimiento con su sección, batió una partida de insurrectos, a la que causó cinco muertos vistos y recogió varias armas de fuego y blancas. El día 26, y a las 3’30 de la madrugada, vadeó el río Zapote, línea que separaba el territorio rebelde del controlado por los españoles, y atacó por sorpresa un campamento enemigo, al que causó muchos muertos vistos y recogió buen número de armas y municiones, al que prendió luego fuego. El propio Polavieja envió un telegrama de felicitación al teniente por su audacia y por convertir su labor defensiva en una ofensiva victoriosa.

El año 97 le sorprendió en el mismo tipo de operaciones y en el mismo escenario: intentando evitar que el enemigo traspasara la línea del Zapote, y contraatacando en su territorio, rechazándole e incluso haciéndole pasar a la defensiva. El 11 de febrero, se señaló al mando de sólo 36 hombres, al rechazar y perseguir hasta los barrancos de Tong Tong a una fuerza muy superior armada incluso con algunas “lantacas”, pequeños cañones de avancarga de manufactura local. El día 15 del mismo mes, sirvió como “práctico” (guía), de la columna que atacó y tomó la localidad de Pamplona, sirviendo con su sección en la extrema vanguardia en labores de reconocimiento, lo que le valió ver confirmado su reciente ascenso. El 17, mereció la felicitación del jefe de la columna, general Galvis, por su perfecta retirada  pese a ser batido por sorpresa y a sólo cuarenta metros desde un reducto aspillerado del  enemigo.

Aquellos hechos le valieron sus dos primeras Cruces Rojas de primera clase del Mérito Militar con distintivo rojo, por reales órdenes de 27 de abril y 11 de noviembre, premiando respectivamente su papel en la toma de Pamplona, y la retirada descrita.

Nuevas distinciones

Pero aquellas cruces no serían las únicas, como pronto veremos. El 18 del mismo mes perdió su caballo en una emboscada, al conducir un convoy a Pamplona, y los combates, tanto de día como de noche, tanto destacado del resto como formando parte de la columna del general Barraquer, se suceden a diario. En una de ellos, el día 24 y tras desalojar al enemigo de sus posiciones sobre el Zapote, explotó el éxito persiguiéndole tan estrechamente que logró entrar en el pueblo de Bacoor, reconquistándole, lo que le valió su tercera Cruz Roja por orden de 7 de julio.

Su valor personal estaba más que acreditado en todos estos combates, pero por si faltaba alguna duda, resultó herido de arma blanca el 4 de junio al hacer personalmente un prisionero, tras batir a una partida enemiga. Tras una estancia en el hospital que sólo duró del 9 al 16 de aquel mes, volvió al combate.

El 22 de agosto, y al mando de 24 guardias, persiguió y derrotó por completo a una partida enemiga que había atacado el pueblo de Muntim, cogiéndole armas y haciéndole 14 muertos  en Parong Diablo. Aquello le valió su cuarta Cruz, concedida por orden de 6 de  diciembre.

Polavieja estaba más que satisfecho con la labor del teniente Ovide, por ello le llamó a Manila  al día siguiente y le dio el mando de una columna de 180 hombres (los efectivos de una compañía reforzada) para operar en la provincia de Cavite en combinación con otras. No se equivocaba el general, pues al aumentar la fuerza al mando del teniente, aumentaron los éxitos de éste, al derrotar en Palifarán una importante fuerza enemiga, a la que aparte de las bajas, capturó una lantaca y una ametralladora, así como un importante cabecilla, cayendo después en sus manos sucesivamente los llamados Miguel Hernández “Rey de Pamplona”, su ayudante y el jefe   Jorge Soriano.

Una frágil paz y una nueva guerra

Polavieja había vencido a la insurrección, a costa de unos 300 muertos y unos 1.300 heridos en las fuerzas españolas en una durísima campaña de poco más de tres meses. Sólo quedaba poner fin a la tarea exterminando las últimas y dispersas guerrillas enemigas. Pero las ya agotadas fuerzas españolas precisaban refuerzos para acabar con la insurrección, refuerzos que el general estimó en no menos de 20 batallones, algo más de 20.000 hombres. Sin embargo, en la ya agotada España nadie quiso oír hablar de un esfuerzo suplementario. Un desairado Polavieja dimitió de su puesto alegando motivos de salud, embarcando para la Península el 15 de abril de 1897, y siendo relevado en su mando por Don Fernando Primo de Rivera, al que se le encargó que terminara la contienda por medio de un pacto que ofreciese un dorado exilio a los líderes independentistas. Y ya en diciembre de 1897 el pacto, llamado de Biacnabató, fue un hecho.

Que la paz conseguida era muy frágil resultó sin embargo pronto evidente: los insurrectos sólo esperaban mejor situación para volver a la carga y la intranquilidad y los choques aislados persistieron. Pero no podemos saber lo que hubiera finalmente ocurrido pues un nuevo factor entró en juego al estallar la guerra con los Estados Unidos a fines de abril de 1898.

Como es bien sabido, la escuadra del comodoro Dewey entró en la bahía de Manila y destruyó en la mañana del 1 de mayo a la del contralmirante Montojo, fondeada ante el arsenal de Cavite, apoderándose después de esta base. La escuadra americana no disponía de fuerzas de desembarco, pero Dewey se había entrevistado poco antes con el exiliado Aguinaldo, haciéndole vagas promesas de conceder la independencia al pueblo filipino si volvía a levantar la bandera de la rebelión. Así, y poco después de la derrota de Cavite, llegó a Filipinas en un buque americano Aguinaldo, acompañado de todo su estado mayor, no tardando en reactivar la rebelión, ahora ayudada por todos los medios por los estadounidenses.

Para colmo de males, y en tan críticos momentos, se había producido el relevo de Primo de Rivera por el general Don Basilio Augustín, poco ducho en las realidades filipinas y que pronto se vió desbordado por los hechos: temiendo perder el control de todo Luzón, persistió en dejar al ejército repartido en numerosas pequeñas guarniciones, que no tardaron en ser aisladas unas de otras y asediadas por el enemigo, mientras que la capital y centro administrativo y militar del archipiélago, Manila, debía hacer frente a la doble amenaza de la escuadra enemiga y del ejército rebelde en mala situación. Ésta empeoró aún más al caer en manos de los insurrectos la entera provincia de Cavite, rindiéndose el general Peña con sus casi tres mil hombres tras una heroica pero deslavazada resistencia el 8 de junio, al fracasar el socorro de dos columnas salidas de la capital, con  sólo unos mil hombres en total.

La defensa de Manila

La moral en la capital era muy baja, pues sólo se disponía de unos nueve mil hombres para su defensa, que tenían que guarnecer un circuito defensivo de no menos de 15 kilómetros. El total volvía a incluir no sólo tropas del Ejército, sino de Carabineros, Guardia Civil y hasta los supervivientes de la desgraciada escuadra de Montojo,  pero además, buena parte de estos hombres eran indígenas, de dudosa fidelidad, no faltando pronto las traiciones y deserciones. Desde el 1 de junio los combates se harían incesantes.

 Para entonces el teniente Ovide había dejado la Guardia Civil y había recibido destino en el 2° batallón de cazadores (casualmente la misma unidad que formó el heroico destacamento de Baler), no tardando en participar en el primer combate serio del sitio. El 5 de junio unos cinco mil rebeldes atacaron las defensas de la capital en la zona defendida por el Tercio indígena de Bayambang, pensando que así sería más fácil la victoria. Inevitablemente, la defensa cedió, y tuvo que enviarse una columna al mando del capitán de fragata Don Juan de la Concha, comandante que había sido del crucero “Don Juan de Austria” hundido en Cavite, y formada entre otras unidades por marinería de la escuadra. En ella formaba el teniente Ovide, quien tras participar en el combate, se incorporó a la compañía de su mando, que venía retirándose ante la presión enemiga en el escenario de sus antiguas hazañas: entre Las Piñas y el río Zapote. Tomando el mando de la unidad sobre la marcha, Ovide decidió tan rápida como certeramente que la retirada podía convertirse en desastre y que no se podía perder la línea defensiva del río, por ello ordenó atrincherarse en aquel mismo lugar, rechazando los sucesivos ataques hasta el 24 de junio. Su conducta le hizo  merecedor de la ¡quinta! Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo rojo, ahora pensionada, concedida por Real Orden de 25 de abril de 1900.

El “blockhaus” n° 14

La excesivamente amplia línea defensiva en torno a Manila, de unos 15 km de desarrollo, estaba guarnecida por sólo las dos terceras partes de los defensores, debiendo el resto atender al frente marítimo amenazado por la escuadra enemiga, mantener el orden en la ciudad (donde pronto faltaron los víveres y hasta el agua al ocupar los rebeldes los depósitos de Santolán que la surtían) y constituir una reserva para acudir a los puntos del perímetro amenazados por los más de cincuenta mil insurgentes, dotados de fusiles modernos por los americanos, de las habituales lantacas y de no pocos cañones encontrados en el arsenal de Cavite. Los atrincheramientos, debido al terreno bajo y encharcado eran simples parapetos de sacos de arena y  troncos, sufriendo mucho los soldados por el clima, tan tórrido como húmedo. Recaía así todo el peso de la defensa en quince blocaos o casas fuertes, situadas a unos mil metros uno de otro. Pero tales construcciones no estaban ideadas para aguantar el fuego de los cañones  de que disponían los asaltantes, aunque la escasa y anticuada artillería de la plaza resultó decisiva para frustrar los ataques, llenar los huecos de la línea defensiva y contrabatir las piezas enemigas. Dos de los blocaos, los números 14 y 15, pronto se hicieron tristemente famosos, pues al estar situados al final de la línea, al sur y enfrente de Cavite, principal base enemiga, debieron sufrir lo peor de los embates.

Y como parecía ya costumbre, el teniente Ovide se vio implicado en lo más recio de la pelea, al relevar  el 29 de junio al comandante del n° 14, herido en uno de los bombardeos y asaltos que continuamente sufría la fortificación. El 18 de julio el enemigo lanzó su más fuerte ataque, dispuesto a tomar la posición, llegándose al cuerpo a cuerpo por la posesión de aquel ya ruinoso blocao. El hecho le valió al teniente Ovide la concesión de la Cruz de María Cristina de primera clase por su valor y acertadas disposiciones, condecoración entonces sólo inferior a la Laureada, y que lo fue por Real Orden de 19 de abril de 1899.

El ataque norteamericano

Mientras se sucedían estos combates, empezaron a llegar las fuerzas expedicionarias americanas desde principios de julio, pronto encuadradas en una división al mando del general Anderson, articulada en dos brigadas, al mando de los generales McArthur y Greene. Aunque incluían moderna artillería de campaña y de sitio, su nivel no era muy alto, tratándose generalmente de unidades de la Guardia Nacional con algunos regimientos regulares de profesionales. Tales tropas tardaron en entrar en acción, y cuando lo hicieron no se les confió grandes tareas, indudablemente se prefería que españoles y filipinos se desgastaran mutuamente.

El 5 de agosto el general Augustín, cuyo mando había sido muy criticado, fue sustituido por el segundo jefe, Jaúdenes, pero la moral era ya muy baja en Manila, pues se sabía que la expedición de socorro del almirante Cámara había recibido órdenes de volver a España tras la derrota de la escuadra de Cervera el 3 de julio ante Santiago de Cuba y la posterior capitulación de aquella plaza. Manila parecía ya perdida y sólo se esperaba el asalto final. Pero en una cosa estaban de acuerdo españoles y americanos: en impedir que las tropas de Aguinaldo entraran en la capital, los primeros por temor a que se entregaran a la venganza y el pillaje, los segundos porque ya planeaban quedarse con el archipiélago y no querían dar mayor relieve a sus circunstanciales aliados. Así que en la mañana del 13 de agosto, las únicas tropas que atacaron fueron las de Anderson.

El plan de ataque no podía ser más sencillo: tras una preparación artillera, las tropas de infantería atacarían la línea española al sur de la ciudad, línea que sería batida de flanco y retaguardia por la escuadra americana, que poco tendría que temer de las anticuadas piezas de costa que defendían Manila. La resistencia española era prácticamente imposible en tales circunstancias y apenas quedaban opciones salvo una honrosa defensa seguida de una pronta capitulación para evitar bajas innecesarias.

La suerte, pues, estaba echada, y no parece fuera una ocasión muy propicia para lucirse, pero el teniente Ovide, consiguió de nuevo hallarse en el ojo del huracán, y dejar  constancia de su valor y decisión. Según el relato de su Hoja de Servicios, los hechos sucedieron así:

“…roto el fuego por la escuadra americana sobre nuestras líneas avanzadas y ordenada la retirada por el jefe del sector, se quedó voluntariamente mandando el último escalón. Recibida orden de recuperar una de las trincheras abandonadas al objeto de detener al enemigo y para proteger la retirada de otras fuerzas, retrocedió con treinta hombres y al observar que ya estaba ocupada por fuerzas  americanas, atacó a éstas con tal ímpetu que las obligó a abandonarlas precipitadamente, dejando varios muertos, en cuyo ataque resultó herido de bala en el labio inferior con fuerte contusión en la dentadura, siguiendo no obstante al mando de la fuerza, sosteniendo vivísimo fuego para detener al enemigo y salvar la retirada de estas fuerzas, hasta llegar próximo  a las murallas de  Manila, donde recibió orden de rendirse por haberlo efectuado y hacía ya tiempo la plaza, siendo entonces felicitado por el general americano Greene, quien puesto al frente de sus tropas le tributó los honores de la guerra”.

Creemos que los hechos se comentan por sí solos,  y pese al laconismo de la prosa oficial son altamente significativos. No sabemos si se llegó a abrir juicio contradictorio para la concesión de la Laureada, pero aquello merecía más que una nueva Cruz Roja o incluso una de María Cristina, por  tanto, y siguiendo una costumbre de la época, se le concedió la Cruz de Carlos III libre de gastos por Real Orden Circular de 22 de agosto de 1899.

No podemos tampoco dejar de señalar la caballerosidad de Greene, consignando de paso que las tropas a su mando eran del 18° de Infantería regular, del 1° de California, 1° de Colorado, 1° de Nebraska y 10° de Pennsylvania.

Una valoración

Como es bien sabido, el conflicto no tardó en estallar entre los norteamericanos y los filipinos, aliados sólo circunstanciales frente a España. Los norteamericanos querían controlar las islas bajo su protectorado, los filipinos querían la independencia por la que tanto habían luchado.

Y esta nueva guerra, cuando apenas había finalizado la anterior, pues de hecho muchas tropas españolas seguían esperando la evacuación y la heroica guarnición de Baler continuaba su resistencia, nos ofrece una curiosa comparación con la anterior campaña, que puede servir para establecer una valoración  de la conducta de nuestras Fuerzas Armadas, tantas veces criticadas en exceso y con poca objetividad, como correspondía al amargo clima que siguió a la derrota del 98.

Las hostilidades entre americanos y filipinos se rompieron en la noche del 4 al 5 de febrero de 1899, y se prolongaron en durísima guerra hasta el 4 de julio de 1902, es decir, nada menos que tres años y cinco meses, tras los  que y finalmente, los EE.UU. consiguieron la victoria.

Para esa contienda las fuerzas americanas dispusieron de recursos materiales y financieros sin comparación con los que dispusieron los españoles en la campaña entre 1896 y 1897: nada menos  que 400 millones de dólares (por el tratado de paz compraron Filipinas por 20 millones) se gastaron en la guerra. No hay ni que hablar de la superioridad aplastante de las fuerzas navales americanas, comparadas con la escuadra de Montojo, además la de Dewey fue reforzada con nuevos buques, parte procedente de los EE.UU., parte con los cañoneros españoles supervivientes, que fueron vendidos a los nuevos dominadores tras la evacuación del archipiélago, dado su nulo interés para nuestra Armada, con los apresados o capitulados durante la campaña o con los hundidos y reparados posteriormente.

Pero el capítulo principal fue el Ejército, obviamente, prestando servicio a lo largo del conflicto más de 125.000 soldados americanos, de los que murieron en acción 4.200 (aparte del duro tributo impuesto por las enfermedades) y resultaron gravemente heridos otros 2.800. Ni que decir tiene que estas tropas estaban mucho mejor armadas y equipadas que las españolas, especialmente con profusión de ametralladoras, armas casi desconocidas en nuestro Ejército por entonces, artillería, etc.

A ellos se unieron las tropas auxiliares filipinas a su servicio, los “exploradores” y la “polcía”, con otros casi 20.000 hombres más.

La guerra conoció una primera fase de enfrentamientos regulares, que pronto ganaron las muy superiores fuerzas americanas, pero al pasar a la guerrilla, Aguinaldo y sus hombres dieron de sí todo lo que eran capaces.

Al mando americano no le quedó otra opción sino la de recurrir a las “aldeas estratégicas”, reconcentrando la población rural en campos fortificados y vigilados para aislarla de la guerrilla. Era la misma táctica que había empleado el Capitán General de Cuba, D. Valeriano Weyler en Cuba, y que tantos reproches y hasta acusaciones de genocidio había producido en los EE.UU. siendo uno de las excusas para su intervención militar. Claro que ahora, y pese a las críticas de alguna prensa independiente, la decisión les pareció muy diferente.

El coste para el pueblo filipino fue enorme, calculándose más de 20.000 muertos  entre los combatientes filipinos, y más de 200.000 entre los civiles, tanto por represalias como por las sórdidas condiciones de los campos de reconcentración, llamados por uno de sus generales “suburbios del infierno”. Incluso se recurrió en amplias zonas a la táctica de la “tierra quemada”, incendiando viviendas y cosechas, así como matando al ganado.

Aunque se procuró “echar tierra” a atrocidades cometidas por tropas americanas, al menos en 54 ocasiones llegaron a ser juzgadas éstas por tribunales.

Y finalmente, el acosado Aguinaldo sólo pudo ser apresado gracias a un acto traicionero, aunque la lucha siguió todavía largo tiempo.

Si comparamos estos datos con los de la campaña de Polavieja   que concluyó algo después de su marcha con el pacto de Biac Na Bató, creemos que podemos formarnos una idea de las efectividades reales de las tan denostadas Fuerzas Armadas Españolas y la de las tan enaltecidas de los Estados Unidos.

Y no sólo por los medios y hombres empleados y por el tiempo necesario en alcanzar la victoria, sino incluso por las bajas de ambas partes y los sufrimientos de la población civil.

Es cierto, y sin ello cualquier comparación carecería de rigor, que las fuerzas de Aguinaldo habían ganado mucho en experiencia, organización y armamento tras la corta campaña de 1898, en que se habían incautado de mucho armamento y munición a las tropas españolas que capitularon, y absorbido a muchos profesionales indígenas de ellas que se pasaron a sus filas.

Pero, incluso contando con estos factores, resultan muy llamativos los hechos y cifras expuestos, cuya exacta valoración dejamos al lector.

Finalmente, y como hemos visto, a comienzos de 1898 se dieron por pacificados los territorios de Mindanao y Joló, cuya población musulmana era muy refractaria a cualquier tipo de dominación. La guerra reactivó aquí igualmente la rebelión, debiendo empeñarse las tropas americanas a fondo desde 1902 a 1913 para conseguir su completa victoria.

Los últimos años de un soldado

Pero debemos volver a la narración de la vida de nuestro biografiado.

Repatriado tras la paz, el teniente Ovide volvió a la oscura vida de guarnición en España, con destinos en Cataluña y Baleares, hasta su pase a la reserva en 27 de febrero de 1925 tras casi 42 años de servicios. Sufrió la pérdida de su esposa a poco de la guerra, el 23 de marzo de 1899, pero contrajo segundas nupcias el 16 de marzo de 1909 con Doña Rosa Fort Puig. En 1903 aprobó el examen para el ascenso a capitán de Infantería, pero el casi colapsado escalafón de la época le impidió alcanzarlo hasta el 18 de diciembre de 1906. Nada menos que 11 años después ascendió a comandante, aunque había sido declarado apto para el ascenso en 1912, y por fin, el 2 de junio de 1917 llegó a teniente coronel, graduación con la que se retiró ocho años después. Pese a todo, no era poca carrera en la época para alguien que había ingresado en ella desde la clase de tropa.  Aparte de las recompensas ya mencionadas, recibió la Medalla de la Campaña de Filipinas, con los pasadores de Mindanao y Luzón, la Medalla de Alfonso XIII, la de Plata de los Sitios de Gerona, y la Cruz sencilla y la Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo.

Pero recompensas aparte, D. Faustino Ovide mostró unas cualidades poco comunes: casado ya y con una hija, familia que le acompañó a Filipinas, y pasada la treintena en una época en que los años pesaban más que ahora, no dudó en solicitar destino en un por entonces lejanísimo ultramar, demostrando una insólita capacidad para el mando de tropas indígenas en un escenario que debía ser para él no ya exótico, sino fuera de toda experiencia y preparación anterior y por completo extraño. Y debemos recordar que su mando de pequeñas unidades, de sección a compañía, se dio en circunstancias bien exigentes, pues se trataba de misiones independientes o tan comprometidas como la vanguardia de una columna.

Cuando estalló la guerra del 98 y ya con un enemigo muy distinto, mostró nuevas capacidades en  la heroica defensa del blocao o con la decisión que mostró frente al decisivo ataque americano, en que no dudó en contraatacar a un enemigo crecido, mientras la resistencia y la moral de lucha españolas se derrumbaban a su alrededor. Y ello por no hablar de su valor personal, acreditado con las dos heridas que recibió en combate, ninguna de las cuales le hizo abandonar el mando y la lucha, o la pérdida de su caballo. Basten para confirmarlo las felicitaciones de sus más altos superiores y hasta el caballeroso homenaje de sus propios enemigos.

No tiene muchos paralelos el que un simple teniente consiga no menos de siete condecoraciones por méritos de guerra en apenas año y medio  de campaña, y dos de ellas de muy alto rango. Pero, y por encima de todo, para D. Faustino Ovide González tuvo que ser un motivo de legítimo orgullo y satisfacción personal el hecho de haber sido el último y denodado defensor de Manila, rechazando al victorioso enemigo y cesando sólo la resistencia ante órdenes superiores.

Esquela publicada en el periódico «La Vanguardia», edición del sábado, 23 de enero 1937, pág. 5

Nuestro biografiado murió en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años. En su esquela, publicada en “La Vanguardia”, no se hace mención alguna de su profesión militar ni de sus méritos, refiriéndose sólo a sus familiares. No eran tiempos propicios para ello en la España republicana, y menos en el enrarecido ambiente de Barcelona, en la que anarquistas y comunistas y republicanos no iban a tardar en enfrentarse violentamente entre ellos. Tal vez ello mismo haya contribuido a que su recuerdo haya permanecido en un casi total olvido.

 

BIBLIOGRAFÍA y FUENTES

  • ARCHIVO GENERAL MILITAR, Segovia. Expedientes Personales. D. Faustino Ovide González.
  • MILLETT, Allan R. y MASLOWSKI,  Peter, Historia Militar de los Estados Unidos. Por la Defensa Común, San Martín, Madrid, 1986, especialmente pp.321-331 y 356-357.
  • MOLINA,  Antonio. Historia de Filipinas, ICI, Madrid, 1984, 2 vols.
  • RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón, Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica, Actas, Madrid, 1998.
  • Del mismo autor.- La caída de Manila. Estudios en torno a un informe consular, Asociación Española de Estudios del Pacifico, Madrid, 2000.
  • SASTRON,  Manuel. La insurrección en Filipinas y Guerra hispano-americana en el archipiélago, Minuesa de los Ríos, Madrid, 1901.
  • TORAL,  Juan y José. El sitio de Manila en 1898. Memorias de un voluntario, Manila, 1898

Agustín Ramón Rodríguez González (Madrid, 1955) es Licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid.

En su libro Españoles en la mar y en ultramar, editado por la editorial Sekotia de Madrid, dedica un capítulo a este modesto teniente en las Filipinas de 1898 bajo el título: El último defensor de Manila.


 

Juan González Marqués, honra de la emigración canguesa en Argentina

De derecha a izquierda, Juan González Marqués, Jose Antonio Nespral y Juaco López en la puerta del centro asturiano de Buenos Aires en septiembre de 2012

El pasado 8 de julio murió en Buenos Aires Juan González Marqués, tenía 86 años y había nacido en casa El Gaiteiro del pueblo de L.labachos / Labayos, en la parroquia de Bimeda. Juan fue uno de los muchos emigrantes cangueses, hombres y mujeres, que en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado fueron a la República Argentina. Allí también fueron sus hermanos Benjamín y Antonio. Los tres pertenecieron a la última oleada de emigrantes españoles a América, pues a partir de 1960 la inmensa mayoría de los trabajadores que marcharon a ganarse la vida fuera irán a Suiza, Alemania, Bélgica, etc.

La emigración no era algo nuevo en esta casa, sino un hecho habitual a lo largo de su historia. Y era algo asumido por sus miembros. En agosto de 1959 le escribe la madre de Juan, Aurelia Marqués, desde Labayos a Buenos Aires lo siguiente: “Aquí todos tienen trabajo. Las niñas con las vacas y los niños, a trabajar con los padres, también están bien esclavos, como tuvisteis vosotros y tuvimos todos, porque es un país este que no vale más que para arrebatar la gente”. La madre sabía bien de que hablaba. Tres de sus hermanos estaban en Argentina desde los primeros años del siglo XX y todas las generaciones de la familia habían dado emigrantes. Antiguamente iban a Madrid. Unos antepasados de Juan en el siglo XVIII fueron Francisco y Juan Collar, hijos de Juan Collar y Ana Alfonso, que emigraron a Madrid, y desde allí mejoraron la capilla de Labayos y fundaron en ella la Cofradía del Carmen en 1736. Francisco Collar, que murió en Madrid en 1757, era miembro de la Congregación de N. S. de Covadonga de Naturales del Principado de Asturias en Madrid, establecida en 1743, que fue el antecedente de los centros asturianos que se crearon a partir de fines del siglo XIX en Madrid, América y en todo el mundo.

La ayuda de los emigrantes, así como la de algún tío cura, hicieron que la casa de El Gaiteiro se convirtiera en una casa de campesinos de cierto acomodo, lo que permitió mandar a varios de sus hijos a América.

Juan González Marqués fue el pequeño de cuatro hermanos. Su padre, José, era de Casa Seguro de Pixán y su madre, Aurelia, era de casa El Gaiteiro de Labayos. A los cuatro meses de nacer murió su padre y los hermanos se criaron con su madre y su abuelo Benjamín. En la casa solo quedará el hermano mayor, José, y los otros tres emigrarán para Argentina en los años cuarenta. Juan marchó para Buenos Aires en 1948, con 18 años de edad. Su primer trabajo fue en una carnicería en el Mercado de Las Heras. Después montó con su hermano Benjamín una empresa de distribución de cascos o casquería, y más tarde, hacia 1971, los tres hermanos establecieron una granja de huevos que distribuían ellos mismos; la empresa se llamaba “Río Narcea”. Juan también compró campos en Mar del Plata y allí criaba ganado vacuno. Jubilados los hermanos, Juan continuó con la granja y amplió el negocio, con la ayuda de sus hijos Javier, Alberto y Laura, al cultivo del viñedo y la producción de vino, árboles frutales y la cría de ganado para carne en las provincias de Mendoza y Entre Ríos. Esta empresa se llama “Asturcón S.A.”. Con sus hijos trabajó y colaboró hasta el mismo día de su repentino fallecimiento.

Su tiempo también lo dedicó a los demás, en su caso colaborando activamente con el Centro Asturiano de Buenos Aires y el Centro Cangas del Narcea de esta misma ciudad. En esto lo acompañó también su hermano Benjamín. La emigración asturiana desarrolló unas cotas de solidaridad en América y con Asturias que serán difíciles de superar en la historia. A estos emigrantes, bien colectivamente bien individualmente, les deben muchos pueblos de Asturias la escuela, la fuente, el camino o la carretera, etc., y muchas familias la mejora de la vivienda, la compra de ganado o tierras, etc., en definitiva, el haber salido de pobres. A las asociaciones fundadas en América se debe que el desarraigo de los emigrantes fuese menos traumático y su integración en el nuevo país más fácil, así como una asistencia sanitaria y una beneficencia más que digna. Juan fue un emigrante muy comprometido durante toda su vida con estos dos centros. Tuvo cargos de responsabilidad en diferentes juntas directivas del Centro Asturiano y cuando por edad había dejado estos cometidos, fue reclamado por José Antonio Nespral para formar parte de una de las últimas juntas. No es de extrañar, porque Juan hacía realidad ese lugar común que atribuye a los asturianos las cualidades de honradez, bondad, lealtad y trabajo.

Pero donde Juan se sentía más a gusto y donde iba todas las semanas (los sábados era cita ineludible) era al Centro Cangas del Narcea, en Beruti 4643, barrio de Palermo, Buenos Aires. Allí estaba en casa, porque ese lugar es la parroquia número 55 del concejo de Cangas del Narcea. En “el Cangas”, jugando a las cartas y hablando de las cosas de Cangas, se entienden todos perfectamente. Juan fue presidente de este centro y miembro de varias juntas directivas. El centro se fundó en 1925 y muchas veces le escuché contar que la causa de su creación fue que los cangueses de Buenos Aires, que eran muchos, estaban hartos de los comentarios despectivos de numerosos emigrantes del centro y oriente de Asturias sobre su habla, sus bailes, su juego de bolos, sus frisuelos… y, al final, decidieron fundar un centro propio en el que se bailaba el Son d’Arriba, se tocaba el pandeiro, se jugaba a los bolos del occidente de Asturias y se empleaban palabras del asturiano occidental sin necesidad de oír la perorata de que eso era gallego.

Lo curioso es que casi cien años después el asunto todavía pervive. Parece que en la emigración, del mismo modo que se acrecienta el interés por la tierra de origen, también se refuerzan los tópicos, que son difíciles de desterrar de la conciencia del emigrante. Y así, en septiembre de 2012 estábamos visitando el edificio del Centro Asturiano de Buenos Aires y Juan se encontró con un conocido, emigrante procedente del centro de Asturias, y no pasó un minuto y ya le estaba recordando que los de Cangas del Narcea somos gallegos.

Juan vivió en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado los años dorados de estos dos centros en los que había numerosos socios y muchas actividades en las que participaba multitud de gente. Es la época en la que el Centro Cangas del Narcea amplia sus instalaciones, gracias al esfuerzo de sus socios. Son los años en que esos salones se llenan hasta arriba durante las fiestas y donde los campeonatos de bolos juntan a equipos que vienen de diferentes ciudades del país. En estas fiestas se fraguan numerosos matrimonios entre emigrantes procedentes de España y sobre todo de Asturias, y no son raras las bodas entre vecinos de la misma parroquia o concejo. Juan se casó con Hortensia Berlanga, de Vega de Espinareda en El Bierzo (León). Su vida entre emigrantes es muy similar a la que cuenta el periodista Jorge Díaz Fernández en Mama (2002), una crónica novelada de su propia familia emigrada a Buenos Aires; su madre era de Almurfe (Belmonte de Miranda) y su padre de Barcia (Valdés), y los dos se «tropezaron» por primera vez en una fiesta del Centro Cangas del Narcea.

Hoy, el estado de estos centros ha cambiado radicalmente. No han sabido, o no han querido, o no han podido enganchar a las generaciones más jóvenes y sus enormes salones están casi vacios y solo los ocupan unos pocos jubilados que pasan el tiempo jugando a las cartas. Sobreviven de alquilar estos salones para celebraciones privadas. Las boleras están vacías la mayor parte del año. La necesidad de buscar una solución a esta situación y el futuro del patrimonio del Centro Cangas del Narcea era una gran preocupación para Juan, que siempre recordaba el esfuerzo que había costado a los cangueses levantar la sede social de la calle Beruti.

La misma preocupación le causaba el estado de los pueblos del concejo de Cangas del Narcea. Él, que había conocido la vida de estos pueblos en los años cuarenta, años de mucho trabajo y miseria, y que conocía bien la ganadería argentina, le parecía incomprensible lo que veía en Cangas del Narcea a fines del siglo XX, donde, con tanta riqueza para la cría de ganado, las casas se abandonaban y la producción agropecuaria no acababa de ofrecer una mejora sustancial en la vida de los campesinos y seguía anclada al pasado. No entendía como no se hacían masivamente las concentraciones parcelarias para poder cerrar grandes superficies de tierra y criar ganado en semilibertad; no entendía como no se plantaban árboles maderables de calidad y en cambio la administración plantaba en laderas solanas numerosos árboles que no se cuidaban y se morían al cabo de un par de años en su totalidad. No entendía nada, solo constataba en sus visitas estivales a Labayos y otros muchos pueblos del concejo que visitaba, en los que vivían sobrinos o viejos amigos emigrantes, que aquello no mejoraba y que el futuro era muy oscuro.

No creía mucho en el Estado. Juan decía que no le debía nada al Estado español, porque hasta los 18 años que marchó de España el Estado nada había hecho por él y los suyos. El sueldo del maestro lo pagaban los vecinos de Labayos, la traída del agua era cosa de los vecinos, los caminos los abrían y limpiaban los vecinos, y todo era así. El Estado solo aparecía para reclutar a los jóvenes para hacer el servicio militar y cobrar la “contribución”.

En 1973 regresó a Cangas del Narcea y se instaló en la villa con toda la familia. Cogió el traspasó de la Carnicería de Juanín, en la calle Mayor, cerca del Mercado y puerta con puerta con la panadería La Astorgana. Dos años después volvieron todos para Buenos Aires. El año pasado hablando sobre esta aventura, comentaba que no acertaba a saber que lo movió a volver a América. Creía que a la larga, y teniendo en cuenta las vicisitudes de la economía argentina, les hubiera ido mejor en España, al menos la vida hubiera estado exenta de tantos sobresaltos. Este ir y volver, cambiar y experimentar, define bien su carácter inquieto y emprendedor.

Era un hombre tremendamente sociable, un gran conversador de habla pausada, al que le gustaba contar historias de antes, de la emigración y del estado de las cosas de los pueblos de Cangas y de las sociedades de emigrantes. Creo que fue el último lector asiduo de los artículos y los libros de Mario Gómez. Le tenía una gran admiración por haber fundado en 1926 la Sociedad “Tous pa Tous” y la revista La Maniega, y por haber conseguido la unidad de los cangueses en Cangas y en la emigración. Esto era lo que más admiraba de él. A menudo recordaba artículos suyos, que leía en su casa de Buenos Aires. Su abuelo, Benjamín Marqués, de Labayos, había sido socio fundador del Tous pa Tous y en Casa El Gaiteiro, cuando él era un niño, había muchos ejemplares de La Maniega, que se editó entre 1926 y 1932.

Desde hace un par de décadas, con sus hijos al frente de la empresa familiar, Juan venía todos los años a Cangas del Narcea. Alquilaba un coche y no paraba. Visitaba a emigrantes retornados, familiares, asistía a fiestas, celebraciones… Este mes de agosto de 2016 también pensaba volver a Labayos. Aunque su cuerpo se haya quedado para siempre en América, su alma seguro que está en el cielo de Cangas del Narcea.

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Reseña biográfica de Ignacio Álvarez Castelao (Cangas del Narcea, 1910 – Oviedo, 1984)

RESEÑA BIOGRÁFICA (ESCRITA POR FERNANDO NANCLARES Y PUBLICADA POR LA GRAN ENCICLOPEDIA ASTURIANA)

Ignacio Álvarez Castelao en su casa de Cangas del Narcea, hacia 1927

ÁLVAREZ CASTELAO, Ignacio, Arquitecto. Nació en Cangas del Narcea el 31 de marzo de 1910. Es el arquitecto asturiano de mayor relieve desde la postguerra. Tanto por la calidad de su obra, como por su compromiso ético en el ejercicio profesional, ha llegado a convertirse en figura ejemplar para las jóvenes generaciones. Su variada producción arquitectónica se ha ido configurando, progresivamente, como una obra singular, ajena a las veleidades del consumo y atenta, en todo caso, al desarrollo que, en el ámbito europeo ha seguido la arquitectura moderna a partir de las vanguardias del periodo entre-guerras.

En el año 1926 se traslada a Madrid, donde iniciará los estudios de Ingeniero de Caminos y, finalmente, optará por el ingreso en la Escuela de Arquitectura. Durante estos años recibe lecciones de dibujo de José Ramón Zaragoza, pintor asturiano. Obtiene el título de arquitecto el 14 de agosto de 1936, que deberá sustituir, finalizada la Guerra Civil, por otro de 14 de febrero de 1940. Desde entonces ejerce su profesión en Oviedo. Obtuvo, por oposición, en mayo de 1941, el título de Arquitecto de Hacienda, desempeñando su cargo en la Delegación de Oviedo, hasta 1962 que es nombrado inspector regional.

Se formó, como arquitecto, en el clima de la vanguardia española de los años treinta, que optó por un acercamiento a las corrientes europeas del momento («Movimiento Moderno») frente a la tradicional tendencia aislacionista de la cultura arquitectónica española. En este contexto tuvo la oportunidad de conocer las primeras aplicaciones del hormigón armado en la edificación, muy vinculadas precisamente a la nueva estética. Este conocimiento y, sobre todo, la práctica adquirida durante nuestra Guerra Civil, en la que, como oficial del Cuerpo de Ingenieros del Ejército Nacional, proyectó y construyó numerosos puentes y fortificaciones, le proporcionó el dominio de las técnicas constructivas, que será una constante a lo largo de su obra.

El compromiso adquirido con su profesión, en estos años de formación, le impidió alinearse con el estilo y los modos de producción de la arquitectura «nacional» de postguerra. Su actitud crítica frente a la tendencia oficial, le privará de participar en los grandes encargos, típicos de esa época, y contribuirá a la formación de su personalidad de profesional aislado, en relación íntima con sus propias convicciones.

Iglesia Parroquial de San Juan de Nieva (1944)

Son obras significativas de este momento la Casa Noceda, en la calle Uría esquina González del Valle, en Oviedo (1940), y la Iglesia Parroquial de San Juan de Nieva (1944). En la primera demuestra su conocimiento de los tipos edificatorios instalados por la arquitectura europea de entre-guerras. La solución «expresionista» de la esquina en rotonda es prueba de ello, aunque el resto de elementos que intervienen en la composición, distribución de huecos, revestimiento, color, etc., son de un rigor clasicista, que contradice lo anterior. Asimismo, en San Juan de Nieva, la audaz bóveda parabólica que da forma a la nave, indicativa de la sólida preparación técnica del arquitecto, no guarda relación con la ornamentación de la portada. Estas obras de juventud, junto con los edificios de viviendas que proyectó en aquellos años, nos muestran al arquitecto en busca de un lenguaje personal, tan lejos de la moda oficial como del «estilo internacional», por otra parte imposible en el contexto del país. Tendrá que esperar a que finalice la Segunda Guerra Mundial para tomar de nuevo contacto con la arquitectura europea a través de publicaciones especializadas y, sobre todo, mediante los continuados viajes y asistencia a congresos, que le permiten conocer, entre otros, al arquitecto finlandés Alvar Aalto, uno de los grandes maestros europeos. A partir de este momento, en los años 50, Castelao emprende con gran seguridad una obra arquitectónica que hecha siempre desde el aislamiento típico del artesano amante de su oficio, alcanza unas cotas de calidad inusuales, precisamente en los años del desarrollo español en que la arquitectura se integró en los procesos consumistas. En cuanto a edificios de viviendas va desde los bloques de la calle Cervantes «Serruchu» (1956) y «Serruchín» (1958), obras decididamente incorporadas a una figuración moderna, hasta sus últimas obras para la Inmobiliaria Arango, o las de González Besada y Guillermo Estrada, en Oviedo, de un gran rigor constructivo y formal. Lo mismo cabe decir de sus proyectos de Poblados Obreros en La Hermida, Navia, Soto de Ribera, Ibias y Grandas de Salime, obras todas de los años 60 en las que por tratarse de construcciones aisladas, cuya ordenación urbanística proyecta el mismo arquitecto, resulta más perceptible su fidelidad a los principios del Movimiento Moderno; construidas en bloques aislados, sobre «pilotis», en ellas Castelao puede aplicar principios urbanísticos de los C.I.A.M. Basado en las mismas ideas, realizó en 1959, un proyecto de Ordenación para el Polígono de Llamaquique, en Oviedo, no construido.

Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales (1979), en Gijón.

A partir de los años 60, una vez consolidada su imagen de arquitecto extraordinariamente dotado, recibe numerosos encargos de distintas instituciones. Hay que destacar, entre los edificios de este tipo, la Delegación de Hacienda de Oviedo, en el antiguo Convento de Santa Clara (1960), obra muy comprometida y polémica, que el arquitecto resolvió con gran economía de medios, sin concesiones historicistas. Esta obra, junto con la reforma del antiguo Convento de San Vicente, para sede de la Facultad de Filosofía y Letras (1965) demuestra la confianza que el autor deposita en el lenguaje arquitectónico moderno, como capaz de integrarse en un marco histórico, equiparando su diginidad a la del lenguaje clásico. Son, asimismo, obras muy notables de este período la Facultad de Ciencias Geológicas y Biológicas (1965), el colegio de los P.P. Jesuitas (1973) y la Facultad de Medicina (1974), en Oviedo, y la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales (1979), en Gijón. Estas últimas edificaciones, de gran envergadura, dan pie a que el arquitecto demuestre su maestría en el manejo de programas complejos y a la brillante puesta en práctica de tecnologías sofisticadas (grandes estructuras de hormigón armado, prefabricados, etc.).

Citemos finalmente, como muestra de la constante preocupación de Castelao por los problemas constructivos y tecnológicos, la creación del forjado cerámico «MIT», en 1942, la malla espacial que utilizó para la cubierta de la Gasolinera de La Tenderina, en Oviedo (1958), invención suya que dio lugar a la patente del «Nudo Castelao»; las estructuras prefabricadas empleadas en un conjunto de Viviendas Experimentales en Madrid (1957); la estructura espacial de hormigón en el proyecto para la Facultad de Biológicas de León (1973) y la estructura postensada en el sótano del edificio Valtra (1979).

Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Chafán de la plazoleta entre las calles Don Ibo y Las Huertas, con la placa a la memoria de Marcelino Peláez

Publicamos aquí una breve biografía escrita por nuestra compañera Mercedes Pérez Rodríguez con motivo del homenaje a Marcelino Peláez y leída por ella misma en el acto a la memoria de este emigrante cangués. En una de las esquinas de la plazoleta existente en Cangas del Narcea, entre las calles maestro Don Ibo y Las Huertas, el Tous pa Tous descubrió una placa de bronce a su memoria. Días después, hemos sabido que el Ayuntamiento de Cangas del Narcea, a petición del Tous pa Tous y por decreto de alcaldía de 24 de septiembre de 2015, acordó incoar expediente para dar el nombre de “Marcelino Peláez Barreiro” a la citada plazoleta.


Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Desde mediados del siglo XIX y hasta 1930, cincuenta millones de europeos emigraron a ultramar. Unos 350.000 eran jóvenes asturianos, la mayoría entre 15 y 17 años.

Unos pocos se enriquecieron y algunos de ellos favorecieron a su tierra natal bien por altruismo bien por interés social o económico.

Marcelino Peláez emigró a Argentina donde sus comienzos debieron de ser muy duros. Por Amalia Fernández, hija de un administrador suyo, sabemos que tenía un almacén de Ramos Generales en San Agustín, a unos 100 Km de Mar de Plata. Estos comercios vendían de todo, generaban mucho dinero y no estaban exentos de peligros porque tanto los gauchos como los indígenas eran “gente muy brava». Marcelino Peláez invirtió en tierras sobre las que gestionó la fundación de núcleos de población como Mechongué.

Los indianos o “americanos”, edificaron palacetes y panteones para uso propio y financiaron obras públicas como traídas de agua, casinos, iglesias, hospitales, asilos, boleras, lavaderos, y favorecieron especialmente la educación de los jóvenes, construyendo escuelas, dotándolas de materiales didácticos y comedores escolares, incentivando a los maestros y premiando a los mejores estudiantes.

La construcción de una escuela era una tarea que implicaba al Estado, al Ayuntamiento, a los vecinos y a los emigrantes. La intervención de los emigrantes adoptó varias fórmulas:

  • Las sociedades de instrucción, cuyo ejemplo es la Sociedad de los Naturales de Boal, nacida en La Habana en 1911, que construyó a sus expensas más de veinte escuelas en el concejo de Boal.
  • La colecta, en la que además de participar los emigrantes enriquecidos lo pudieron hacer otros menos favorecidos por la fortuna.
  • La individual, en la que un «americano» financiaba la escuela; destaco a Pepín Rodríguez, uno de los propietarios de la fábrica de tabaco «Romeo y Julieta», de La Habana, quien constituyó una fundación que no solo construyó el edificio sino que también se preocupó del proyecto didáctico, de la dotación de materiales y profesorado.

Se calcula que unas doscientas noventa y cuatro escuelas asturianas se beneficiaron del capital de los emigrantes.

Pese a lo dicho, encontrar capital para estos fines no era tarea fácil, como señalaba Carlos Graña Valdés en carta abierta en La Maniega en diciembre de 1928, “el número de personas que se desprenden de cantidades de dinero para ayudar a sus aldeas a construir sus edificios se cuenta por los dedos”.

¿Qué hace tan peculiar el caso de Marcelino Peláez? El hecho de que no solo costeó la escuela de su pueblo natal, Ounón, como hicieron muchos «americanos», sino que también colaboró en la construcción de la escuela de otros pueblos, donando 1.000 pesetas para todas las escuelas que se construyesen en cualquier pueblo del concejo y 25.000 para las escuelas graduadas de la villa. Es el único caso en Asturias.

Apreciemos la importancia de esa cantidad si la comparamos con otras, así para la construcción de la escuela de Naviego el Ayuntamiento puso 1.975 pesetas, la Sociedad Cangas del Narcea de Buenos Aires 1.250 pesetas y la mayoría de las donaciones solía ser de 50 pesetas.

Los pueblos beneficiados por Marcelino Peláez fueron Porley, Villar de Lantero, Santa Marina, San Pedro de Culiema, Bergame, Naviego, Linares del Acebo, Agüera del Couto, Carballo, Bimeda, Llano (con 2.000 pesetas), Santa Marina, San Cristóbal, Araniego, Carballedo, Acio y Caldevilla de Acio, etc. Disponía el concejo de Cangas del Narcea en 1931 de cincuenta y cinco escuelas, más once que estaban en construcción y esperaban llegar a las noventa en cuatro años.

Marcelino Peláez Barreiro detectó el problema de la escasa instrucción, del analfabetismo; según La Maniega en abril de 1929 en Ounón de 34 habitantes, 21 eran analfabetos, y quiso remediar esta penosa situación favoreciendo la construcción de escuelas. ¿Qué pensaría de la situación actual, cuando la despoblación aboca a muchas de estas escuelas rurales al cierre y aún presentan dificultades para impartir una enseñanza de calidad en igualdad de condiciones para todos los alumnos?

La generosidad de Marcelino Peláez no se limitó al terreno educativo, también donó importantes cantidades al Hospital Asilo de Cangas, a los pobres de Ounón y contribuyó a pagar el plano de la villa en 1930. Y sin alardear de ello, numerosos testimonios lo califican de hombre modesto; el médico Manuel Gómez en 1930 alaba su discreción: “su mano izquierda no sabe lo que la derecha hace”.

Podemos preguntarnos si tanto altruismo fue correspondido por los cangueses. Desde el Ayuntamiento de Cangas del Narcea parten dos muestras de agradecimiento:

  • Una el 9 de julio de 1930, la Corporación presidida por Joaquín Rodríguez-Arango, acordó ofrecer a Marcelino Peláez Barreiro un álbum artístico como expresión de agradecimiento de todo el concejo. Firman en él el alcalde, los concejales, y muchos maestros y escolares. Este entrañable y sencillo homenaje, costeado por suscripción popular y conservado por sus descendientes, puede verse reproducido en la Web del Tous pa Tous.
  • El otro tuvo lugar durante el pleno del 14 de mayo de 1932, cuando se hace público el agradecimiento y se acuerda dar el nombre de Marcelino Peláez a la mejor de las calles que se abran en el centro de la villa tras el derribo del convento de dominicas. Este acuerdo nunca se llevó a cabo porque la memoria de los pueblos y de sus representantes suele ser débil.

El Tous pa Tous. Sociedad Canguesa de Amantes del País descubre hoy esta placa, un monumento público que refresca la memoria del pueblo mostrando sus valores, y ha solicitado al Ayuntamiento que a esta pequeña plaza se le dé el nombre del “benefactor de las escuelas de Cangas del Narcea”, del apodado por Gumersindo Díaz Morodo «Borí» como “sembrador de cultura”, de Marcelino Peláez Barreiro.

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José Avello Flórez, Cangas del Narcea y la identidad

Pepe Avello

Pepe Avello a la sombra del tejo de Regla de Cibea en 2014

En la vida, las personas nos movemos en dominios culturales donde actuamos de manera diferente y nos relacionamos con personas también diferentes. José Avello Flórez (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015) tuvo una vida rica en dominios: la universidad, el mundo literario, África, Argentina, Madrid, las amistades de esos lugares, las empresas, la familia,… y Cangas del Narcea, que fue su primer dominio y que va a ser al único al que me voy a referir aquí.

Me cuesta hablar de Pepe, porque todavía no me he hecho a la idea de que no estando aquí, en Cangas, no esté en Madrid, en su casa de la calle General Oráa, o de viaje. Nos veíamos poco, en semana santa o en verano, y tampoco hablábamos mucho por teléfono. Pero siempre que apretaba en los contactos del móvil “Pepe Avello”, siempre salía su voz, siempre estaba ahí para facilitarte cualquier cosa que le pedías, fuera lo que fuera.

Pepe era de esa clase de personas que logra que la vida sea más fácil para los demás y que consigue  que la Tierra sea un lugar agradable en el que vivir. Algunas de sus cualidades: gran lector, espléndido conversador y una de las pocas personas que conozco que todavía recomendaba libros y lecturas, hecho que agradezco mucho. También era un buen escritor. Autor de dos novelas: La subversión de Beti García (1984), que fue finalista del Premio Nadal en 1983, y Jugadores de billar (2001), que obtuvo el Premio de la Crítica de Asturias 2001, el Premio Villa de Madrid de Narrativa “Ramón Gómez de la Serna” 2002 y fue finalista del Premio Nacional de Narrativa 2001.

Fue desde muy joven un tipo despierto y observador. En 1960, a los 17 años, ganó el primer premio del Certamen “La realidad económica de España”, organizado por el Frente de Juventudes y al que habían concurrido un buen número de estudiantes de bachiller. Cursaba sexto de bachillerato en el Colegio del Corazón de María, de Gijón. Y el domingo 5 de junio de ese año apareció en el diario Voluntad, editado en esa ciudad, una entrevista que le hizo Daniel Arbesú. Algunas de las preguntas y respuestas de esa entrevista son las siguientes:

– ¿Cuándo has comenzado a preocuparte por la ciencia económica?

– Este curso, ya que tenemos diversas lecciones de economía en la Formación del Espíritu Nacional.

¿Qué es lo que más te inquieta?

– El bienestar de España. Un lógico afán de superación. Por eso titulé mi trabajo con el nombre de “Ansia”. Me gusta la economía por su gran condición humana.

[…]

¿Lees mucho?

– Mucho. Leer es una de mis aficiones.

– ¿Cuáles son esas aficiones?

– Aparte de la lectura, el estudio, el deporte y viajar.

[…]

¿Serán esos tus estudios universitarios?

– Mi ilusión es cursar las carreras de Derecho y Filosofía y Letras.

¿Qué te incitó a presentarte a este certamen juvenil sobre economía?

– El tema y su interés principalmente, y de manera subsidiaria la importancia del premio que me servirá de ayuda para mi próximo viaje al extranjero.

¿Qué viaje es ese?

– Está condicionado a que apruebe dentro de unos días la reválida. Si es así, iré a pasar tres meses por Inglaterra, a un campo de trabajo, y luego a Bélgica, Alemania, Suiza y Francia, para volver a España a cursar el Preuniversitario.

¿Es éste tu primer viaje largo?

– No. Ya el año pasado estuve por el verano en un campo de trabajo, en el Valle de Arán. Fue magnifico aquello; una estupenda convivencia con jóvenes extranjeros de nuestra misma edad. Aprendí mucho allí. El valor del trabajo y de la diversión, el esparcimiento.

[…]

Como economista en ciernes ¿qué crees tú que le falta a esa ciencia?

– Un poco de filosofía en su aplicación humana. Para mí, economía individual, más economía social, dan la perfecta amalgama de lo económico.

– ¿Cómo ves la economía española?

– Al año de la estabilización, ya se están dando los primeros beneficios. La economía actual es como una cuesta empinada, casi vertical, que todos los pueblos tratan de superar.

En esta entrevista ya están esbozados algunos de los intereses que mantendrá durante toda su vida: la lectura, el estudio, el viaje, las relaciones de amistad… Por otro lado, al inicio de la entrevista queda claro que él es natural de Cangas del Narcea.

Pepe, además, era pariente mío. Su padre, Nino, y mi padre, Pepe, eran primos carnales. Sus madres, Mercedes y Flora, eran hermanas e hijas de Manuel Morodo González, natural de Tremao del Couto, y Ramona Álvarez Antón, del Barrio Nuevo y oriunda de Adralés. Él era carpintero y comerciante, y hacia 1870 se estableció en el barrio de El Corral, formando parte de los nuevos pobladores que llegaron a esta villa de Cangas del Narcea a fines del siglo XIX procedentes de pueblos del entorno, de otros concejos próximos o de otras provincias españolas. Eran comerciantes, farmacéuticos, confiteros, médicos, funcionarios, emigrantes retornados de América, fondistas, relojeros, sastres, ebanistas, mamposteros, impresores, herreros, pirotécnicos, etc.

Todas estas personas formaron una sociedad nueva y variada, en una villa que era cabeza de distrito electoral y que estaba más relacionada con Madrid y Laciana que con Oviedo. Una población que tenía una fuerte personalidad, basada, entre otras muchas cosas, en su distancia de la capital de Asturias.

Cuando nació Pepe en 1943 aquella sociedad de sus abuelos ya languidecía. La guerra civil había supuesto un golpe muy duro, sobre todo para algunas familias, y se imponía el silencio. En aquel tiempo, la villa se preparaba para recibir otra nueva oleada de inmigrantes que llegaría a partir de los años cincuenta con la expansión de la minería.

En la villa de Cangas existía una numerosa clase popular en la que sobresalían personajes con una gran personalidad e inteligencia natural. Todavía no había llegado la televisión y predominaba una cultura oral que se desarrollaba en bodegas, tahonas, zapaterías…

“En esos años cincuenta y sesenta –escribe Pepe- aún perduraba en Cangas una cultura oral muy viva y en las barberías, en los talleres de zapatero, en las reboticas y, por supuesto, en las bodegas y en los cafés, se organizaban tertulias espontáneas en las que se cultivaba el arte de la conversación, el sentido del humor y el ingenio. Solían narrarse “historias de Cangas”, anécdotas y “cuentiquinos”, con sus personajes célebres y celebrados, y con sus dichos y expresiones peculiares que quedaban luego en la memoria colectiva durante años”.

En aquellas tertulias se expresaban razonamientos y comentarios, y se contaban historias y situaciones, a veces “inventadas o exageradas”, verdaderamente curiosas e ingeniosas. Como aquella que le ocurrió a una moza de Cangas, que había tenido durante la guerra un novio moro y pasado un tiempo recibió una carta suya. Abrió la carta y no entendió aquello. Se la enseñó a Lito Paneiro, uno de aquellos personajes sobresalientes, y le dijo: -“Esto es música, hay que llevársela a don Lorenzo”. Fueron en comitiva a casa de don Lorenzo, director de la banda de música, y éste les dijo: -“Esto no es música, es árabe”, y la carta nunca se leyó.

Muchas veces oí de pequeño a mi tía Matilde referirse a la “mona de Paneiro”, y siempre pensé que era una leyenda o una exageración. Hasta que leí en El Progreso de Asturias, de La Habana, una “Crónica canguesa” escrita por Gumersindo Díaz Morodo, Borí, en la que daba la noticia de que:

“Pasados doce años en la Argentina, se encuentra nuevamente entre nosotros el popular cangués Pepe Paneiro, siendo portador de una auténtica mona que hace las delicias de la tropa menuda canguesa” (10 de julio de 1923).

Así era Cangas. Una villa no solo peculiar en sus tertulias de bodega, sino en sus manifestaciones más públicas y conocidas, como La Descarga del 16 de julio, que es una de nuestras señas de identidad ¿Puede haber algo más estrambótico que la Descarga? La misma asociación que la organiza era bastante peculiar: una Sociedad de Artesanos de Nuestra Señora del Carmen, fundada en 1903, en la que no había ningún artesano, y que hasta hace unas décadas era una simbiosis entre asociación profana y cofradía religiosa.

A Pepe le fascinaba La Descarga. En su primera novela, La subversión de Beti García (1984), aparece mencionada en las primeras páginas y en 2013, refiriéndose a esta novela, declaraba en una entrevista: “La Descarga era una cosa mítica. Entonces yo dije, pues nada, le doy yo el origen. Y el origen es la celebración de uno mismo”. En la novela se cuenta como un emigrante en Argentina, Baltasar García, envía anónimamente a su pueblo (que es un imaginario Cangas) una cantidad elevada de dinero para invertir en varias cosas. Una de ellas es comprar diez mil pesetas “en cohetería de explosión” y lanzarla al aire el día 16 de julio a las ocho de la tarde y en “un lapso no mayor de seis minutos”. El Ayuntamiento así lo hizo:

“En las ferias, en las romerías de junio, en las bodegas, se murmuraba con asombro de lo que sería la descarga. Muchos decían que se incendiaría el cielo, otros que saltarían todos los cristales de Ambasaguas, que enloquecería el ganado, que se romperían las nubes y llovería a cántaros, que era imposible. Pero lo que fascinaba a todos por igual era que se quemasen diez mil pesetas sin motivo. Aquel dispendio innecesario de casi el valor de una aldea con todas sus fincas, excitaba a la gentes y las hacía participar por primera vez en sus vidas de un sentimiento nuevo y no identificado: el del lujo. Quemar diez mil pesetas les provocaba una sensación contradictoria de congoja y libertad: lo que más les abrumaba era que no servía para nada”.

Con este donativo de Baltasar García –se dice en La subversión de Beti García– “se iniciaba una larga tradición de despilfarro que llega hasta nuestros días, cada vez con más magnificencia, logrando ser en el transcurso de los años la más emocionante y autentica señal de identidad de nuestro pueblo”.

Sobre La Descarga volvió a escribir Pepe, no como escritor de ficción, sino como sociólogo de la cultura. Según él, el ruido y la embriaguez tienen en la fiesta la función de unir a los participantes y superar la segregación social y generacional que caracteriza a la fiesta tradicional: “El paroxismo del ruido es, desde luego, la Descarga del Carmen, que asume todas las emociones individuales y privadas en una sola emoción compartida y resume en esa emoción el sentimiento de pertenencia de toda la comunidad canguesa”.

En ese mundo de Cangas, rodeado de amigos, pasando más tiempo en la calle que en casa, escuchando a tipos curiosos y observando La Descarga todos los 16 de julio, pasó su infancia y primera juventud Pepe Avello. Como era un joven despierto y observador, se impregnó de ese ambiente y supo disfrutar de él enormemente. Con esa sociedad se sentirá estrechamente identificado hasta el final de su vida y esa sociedad aparecerá (imaginada, idealizada, tergiversada) en su literatura, especialmente en La subversión de Beti García. La infancia canguesa era uno de sus referentes vitales y a ella achacaba muchos de sus sentimientos.

En 1990 participó en el jurado del Premio “Memorial Benito Álvarez Castelao”, convocado por la Sociedad de Artesanos para estudios sobre la descarga y las fiestas del Carmen. El premio lo obtuvimos José María González Azcárate y yo. Creo que fuimos los únicos que nos presentamos. Para el libro, que titulamos “La explosión de la fiesta. Los festejos del Carmen en la villa de Cangas del Narcea” le pedimos a Pepe un prólogo. Nos dijo que sí y nos envió uno que no era precisamente una faena de alivio: 17 folios, cargados de ideas, que tituló “El contenido de la fiesta: el ruido y la embriaguez”. Como el libro tardó cinco años en publicarse, volvió a retomar el asunto y a rehacer el prólogo, centrándose en un tema que le interesaba especialmente en ese momento: la identidad. El prólogo definitivo se tituló: “Identidad cultural y fiestas populares”. Pepe se sentía muy identificado con Cangas, pero esa identidad había que matizarla. Su identidad no era excluyente. Cuando él estaba escribiendo esas páginas, en 1991 y 1992, otra vez Europa estaba en guerra y otra vez más la identidad excluyente asesinaba a miles de personas, esta vez en Yugoslavia.

“El fantasma de la identidad social y cultural recorre España (y Europa) en este final de siglo, sustituyendo como problema colectivo a aquel otro fantasma anunciado por Marx y Engels, ahora viejo y decrépito. Son fantasmas opuestos. El fantasma de Marx era universalista y pretendía acabar con todas las diferencias. El fantasma de la identidad nacional, por el contrario, trata de mantenerlas, cuando no de instituirlas. Ambos degeneran con facilidad en el horror y tienen la propensión histórica de convertirse en graves enfermedades”.

A Pepe le horrorizaban la división de “nosotros” y “ellos”, los “fanáticos cultivadores de las diferencias, que ensombrecen cuanto tocan” o “las colectividades que a toda costa se quieren a sí mismas diferentes”, pero no negaba, lógicamente, el sentimiento de identidad, porque él mismo padecía de ese sentimiento en alto grado. Pepe sabía que la identidad cultural, como las generaciones, se renueva continuamente e incorpora materiales y formas incesantes que con el tiempo adquirirán, en la memoria futura de la gente, nueva dignidad y nobleza. “Porque la nobleza no reside en los objetos ni en los usos, sino en los sentimientos de las personas”.

Para Pepe la identidad se afianzaba en dos hechos: el primero, un territorio, que es lo verdaderamente estable y quizás lo que, en última instancia, más contribuye a modelar el carácter de una comunidad, y el segundo, la pertenencia a un grupo en el que se establecen los límites de su individualidad, es decir, lo que cada uno debe al grupo (porque es el grupo el que le da su identidad) y lo que se debe a sí mismo como persona singular. Esto es lo que marca el carácter de la gente y configura su mentalidad: la visión compartida de la realidad, el sistema de creencias y saberes que la dota de sentido, la jerarquía de valores. Todo ello configura una mentalidad colectiva, una cultura, y es ahí donde se alberga la identidad. La identidad de Pepe, como él mismo expresó, se forjó en su infancia en Cangas del Narcea:

“Creo que el lugar que realmente determina de dónde eres es el lugar donde tienes los amigos de la infancia, tus iguales, los pares, y eso a mí me sucedió en Cangas. Y es en esa convivencia, con los amigos más o menos de tu edad, donde se aprenden las cosas más importantes de la vida, todo lo que son las emociones y los sentimientos sociales, es decir, qué es la lealtad, qué es la codicia, qué es la amistad, qué es la ambición, la dignidad…”.

Esta idea la expresó repetidas veces. El prólogo a Glosario cangués termina:

“Nuestra identidad y nuestros nombres no provienen de un documento oficial, sino de una memoria comunitaria, familiar e infantil que nos abarca”.

Pepe solía decir que el mundo es muy grande y que todos lo teníamos que ver desde algún sitio. Él, estuviera donde estuviera, lo veía desde Cangas, su amigo argentino Héctor Tizón desde Jujuy y el gallego Álvaro Cunqueiro desde Mondoñedo.

Uno de los últimos libros que me recomendó fue Los días en ‘La Noche’ (2012), una recopilación de todos los artículos que Cunqueiro publicó en el diario La Noche, de Santiago de Compostela, entre 1959 y 1962. Estaba entusiasmado con la lectura de estos artículos cortos, y creo que estaba entusiasmado porque se veía muy identificado con esos textos en los que Cunqueiro, desde Mondoñedo y rodeado por sus vecinos, habla de todo el mundo, de todos los escritores, de todas las situaciones y de todos los sentimientos humanos. Solo un ejemplo de lo que digo, cogido al azar. En el artículo “Las hoces y el pan” comienza hablando de una novela del escritor alemán Teodoro Storm, pasa a hablar del mercado de hoces para la siega que se hacía en la plaza de Mondoñedo y de los ferreiros de Ferreira Vella que las fabricaban en un mazo. Y dice: “En mi casa de Riotorto tuvimos una criada de Ferreira Vella, una rapaceta quieta, los ojos verdes quietos, una sombra quieta. A los diez días se despidió: – ¡Non me acostumbro! Non sei dormir sin oír los golpes del mazo!”, y acaba el artículo mencionando al escritor francés Louis Aragon.

Cunqueiro, como Pepe, querían comprender su mundo inmediato y el mundo entero, y para eso ascendían hasta las alturas para ver desde lo más alto. Su afán, su objetivo, era entenderlo todo. Así termina la autobiografía que escribió para La Nueva España en 2011:

Durante los últimos 20 años participo activamente en una tertulia de buenos amigos en la que nos reunimos para leer a los clásicos y comentarlos: Homero, Cervantes, Montaigne, Dante, Herodoto, un autor cada año; ahora estamos leyendo a Plutarco, y resulta fascinante comprobar cómo a los antiguos les preocupaban básicamente los mismos problemas que a nosotros y con qué prudencia y sabiduría los abordaron. Pero también tenían vicios y pasiones; como ahora, la crueldad y la bondad siguen en combate en la vida de los hombres y de las sociedades casi de la misma forma. A menudo suelo recordar lo que tantas veces le oí decir a Rompelosas, de Las Escolinas, en mi juventud canguesa. Cuando alguien le reprochaba lo que bebía, Rompelosas solía contestar: «Todos los paxarinos comen trigo y sólo pagan los gorriones». Describe bastante bien lo que nos pasa. Pero nunca llovió que no escampara.

En los últimos años, por ese ansia por entender, disfrutó mucho con la lectura de las “Crónicas Canguesas” de Gumersindo Díaz Morodo, Borí, escritas en las revistas Asturias y El Progreso de Asturias, de La Habana, entre 1914 y 1928, y que se publicaron en el libro Alrededor de mi casa (2009). En ellas encontró noticias que le sirvieron para conocer (comprender) mejor Cangas e incluso la historia de su propia familia.

Ya me he alargado bastante. Voy a acabar mencionando un texto en el que se resume la relación de Pepe Avello con Cangas: la canción del “Tous pa Tous”, cuya letra escribió él y a la que puso música Gerardo Menéndez, y que se escuchó el día del entierro de Pepe en el cementerio de Cangas del Narcea, en Arayón, como última despedida y homenaje. En esta canción hay nostalgia “por marchar y volver viejo”; hay buenos deseos para los cangueses que están fuera y la esperanza del reencuentro: “que nun nos falte de nada / cuando volvamos a venos”; en ella se hace referencia a la necesaria ayuda mutua que garantiza la supervivencia: “recuerda el tous pa tous…pa tous / los de cangas y el concejo / pa que el yo sea un nosotros / allí donde nos hallemos / que la neblina es muy honda…muy honda / más allá de Leitariegos”, y termina mencionando la infancia en una Cangas protectora, en donde Pepe fue feliz y donde se formó su identidad: “habitantes de la infancia…/que nunca acaba…cantemos/ la canción del tous pa tous/en donde quiera que estemos,/si necesitas ayuda…ayuda/si tas solo, si tas lejos…”. El mismo Pepe en una de sus entrevistas dijo: “La infancia es un mundo más o menos ordenado. Lo otro es el salvaje oeste, donde cada uno hace lo que quiere”.

Todos estos sentimientos, por supuesto, no son exclusivos de los cangueses, ni de nadie, son comunes a todos los seres humanos y a todos los tiempos. Lo que pasa es que Cangas, como dijo Pepe en una de sus entrevistas, “es el lugar de donde yo soy”.

Juaco López Álvarez


Texto preparado para leer el día 23 de abril de 2015 en la Librería Treito, de Cangas del Narcea, en un homenaje a Pepe Avello.

Las fuentes de información para escribir este artículo han sido las siguiente: la entrevista “José Avello, escritor” por Javier Morán en La Nueva España, 2011; la entrevista “José Avello: la ambición y el sosiego” por Cristóbal Ruitiña y Alfonso López Alfonso en Clarín, n º 109, enero-febrero de 2014, págs. 33-39, y la entrevista realizada por estos mismos en La Maniega, nº 197, payares-avientu de 2013. Los prólogos escritos por Pepe Avello en Juaco López Álvarez y José Mª González Azcárate, La explosión de la fiesta. Los festejos del Carmen en la villa de Cangas del Narcea, 1997 y Paco Chichapán, Glosario cangués, 2003.


A la memoria de Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, Argentina, 1953)

Retrato de Marcelino Peláez Barreiro hacia 1920

La próxima placa del Tous pa Tous destinada a recordar a alguna persona relevante se dedicará a Marcelino Peláez Barreiro y se colocará en el pueblo de Ounón.

¿Quiénes recuerdan hoy a este señor? La respuesta, sin dudarlo, es: muy pocos, casi nadie. ¡Terrible, el problema de memoria que tenemos en este país!

Marcelino Peláez fue un emigrante a Argentina que en los años veinte y treinta del siglo XX promovió la mejora de la educación en el concejo de Cangas del Narcea. Construyó y dotó a sus expensas la escuela de Ounón en 1920, y ofreció mil pesetas o más (que en aquel tiempo era mucho dinero) a todos los pueblos del concejo que levantasen una casa escuela. Este ofrecimiento lo cumplió repetidas veces y donó dinero para las escuelas de Porley, Villar de Lantero, Santa Marina, San Pedru Culiema, Bergame, Naviego, Linares del Acebo, Agüera del Couto, Carballo, Bimeda, Llano, etc.

El Ayuntamiento de Cangas del Narcea acordó ponerle su nombre a una calle de la villa, pero ese acuerdo nunca se llevó a efecto. Nuestro hombre había nacido en Ounón en 1869, emigró muy joven a la Argentina, donde le fueron bien las cosas, y murió allá, en la ciudad de Mar del Plata, en 1953. En 1921, Gumersindo Díaz Morodo, “Borí”, en un artículo publicado en la revista Asturias, de La Habana, lo calificó como “sembrador de cultura” y escribió sobre él lo siguiente:

CRÓNICA CANGUESA: SEMBRADOR DE CULTURA

Innumerables veces me lo tienen reprochado, en incontables ocasiones me tienen repetido que “no sirvo” para dedicar loas; que de mi pluma, que dicen mojarse en hiel, siempre sale la crítica lacerante y punzante, con intenciones de destruir lo que toque; que si en alguna ocasión tengo que aplaudir algún acto que aplauso merezca, salgo del paso con cuatro líneas, refiriendo escuetamente el acto aplaudible, sin meterme en comentarios.

Así hablan mis censores: ¿Tienen o no razón en sus censuras? Acaso la tengan y acaso no la tengan. Porque, más que en mí, ¿no estará la culpa en el ambiente que me rodea, o, mejor dicho, en los actos de las personas de quienes me veo precisado a hablar una y otra vez? ¡Qué mayor satisfacción para el cronista si pudiese llenar continuamente cuartillas y más cuartillas repletas de loas! Pero de loas merecidas, porque para “las otras”, para las de bombo y platillos, para esas… no sirvo.

¿Qué adónde voy con este raro exordio? Voy a remediar una injusticia; que injusticia y muy grande implicaría silenciar determinados actos dignos del mayor encomio. Voy a hablaros de un “americano” como vosotros, de un alma altruista que desde hace años está haciendo en beneficio del concejo más, mucho más que hicieron en un siglo todos los politicastros que padecimos. Voy, en fin, a descubriros a un sembrador de cultura: don Marcelino Peláez, nacido en el pueblo de Onón.

¿No os suena ese nombre, verdad? No es extraño que para la mayor parte de vosotros sea desconocido. Muy niño emigró a la Argentina don Marcelino, lanzado a la ventura sin más bagaje que sus arrestos de luchador. Y en lucha estuvo años y más años; e indudablemente en el largo período de emigración palparía miserias y más miserias, presenciaría incontables tragedias y padecería no poco, aleccionándose diariamente en los propios dolores y en los dolores ajenos.

Venció a la adversidad, y derrochando energías consiguió labrarse una regular fortuna. Y hastiado de tanto bregar, buscando algo del merecido descanso, retornó al nativo solar, sin suponer que aquí también tendría mucho que luchar, lucha acaso peor que en las pampas argentinas; lucha contra el abandono, la rutina y la incultura. Vio que en su pueblo continuaba todo igual, en estancamiento mortal; que si hacía cuarenta años, cuando emigró, la escuela en que aprendió las primeras letras se hallaba instalada en infecta cuadra, en el mismo o aun peor local continuaba. Tendió la vista en derredor, y en todos los pueblos del concejo se le presentó el mismo cuadro de desolación: el mismo abandono y la misma incultura. Los niños de hoy, los emigrantes de mañana, continuarían la triste historia de rodar por las Américas sin conocer las más rudimentarias nociones de instrucción, condenados así a una vida de esclavos, como si sobre todos pesase una maldición.

Vio claramente la causa del mal, y no vaciló. Se dirigió al Ayuntamiento y expuso su proyecto, un bello proyecto suyo. Anunció que se proponía construir en su pueblo un edificio para escuela, y que daría una subvención de mil o más pesetas a cada uno de los pueblos del concejo que quisieran levantar casa escolar.

El caciquismo que entonces padecíamos acogió con indiferencia los proyectos del señor Peláez. No les convenía a estos politicastros que se construyesen escuelas. La escuela implica instrucción, cultura, y de terminarse con el analfabetismo, se terminaba también con el reinado del caciquismo.

Onón / Ounón, Cangas del Narcea hacia 1920. Inauguración de la Escuela Pública construida a expensas de Marcelino Peláez que también dotó a la escuela del material y menaje necesario para su funcionamiento. Foto: Benjamín R. Membiela.

Ante esta hipócrita y encubierta oposición caciquil –oposición que más tarde quedó vergonzosamente demostrada—, tampoco se arredró don Marcelino, que tiene temple de acero, como buen serrano. En su pueblo, y al lado de su humilde hogar, empezó la construcción de un elegante y adecuado edificio para escuela, inaugurado recientemente, y de cuya obra podéis formar idea por las fotografías que acompañan a esta crónica. Al mismo tiempo concedía importantes subvenciones a los pueblos que se comprometían a levantar edificio escolar, gastándose en todo esto no pocos miles de duros.

Así es don Marcelino: un apóstol de la instrucción, un sembrador de cultura. Vosotros, los cangueses que por las Américas os halláis, ¿no os creéis en el deber de solidarizaros con esta obra del señor Peláez? Nadie mejor que vosotros sabe –pues la experiencia os lo enseñó— que sólo en la instrucción se hallan las armas capaces de vencer en la lucha por la vida. Si por las actuales circunstancias de crisis económica no podéis por el momento demostrar vuestra solidaridad en forma material, es decir, contribuyendo a extender el apostolado de don Marcelino, podéis, sí, demostrarle vuestra adhesión espiritual, con el alma y el corazón. Que dondequiera que exista una agrupación canguesa figure en cuadro de honor el nombre de don Marcelino Peláez.

Julio, 1921.


(Asturias, nº 365, 14 de agosto de 1921)


Las fotos de Balito, 1930-1932

Ubaldo Menéndez Morodo, ‘Balito’, a bordo del vapor ‘Veendam’, 1930

Ubaldo Menéndez Morodo (Cangas del Narcea, 1902-1968), conocido como «Balito», era un cangués alegre y muy sociable. Aficionado a compartir viajes y comida con sus amigos, en los años treinta fue un activo miembro de la sociedad excursionista canguesa «La Golondrina» y uno de los fundadores de la peña «El Arbolín».

En los años veinte emigró a México, donde también estaba su hermano José. En ese país trabajó en la fábrica de papel San Rafael, localizada en el municipio de Tlalmanalco a 50 kilómetros de la ciudad de México, que en aquel tiempo era la más importante del país y de toda Hispanoamérica. En ella trabajaba de escribiente en las oficinas de la empresa. La fábrica todavía existe.

En México se aficionó a la fotografía y en aquella fábrica tomó muchas imágenes de sus compañeros de trabajo, del equipo de fútbol de la empresa, en el que él jugaba, de indios o personajes singulares, de fiestas, comidas, viajes, etc.

A comienzos de 1930 vino a Cangas a pasar unas largas vacaciones. Viajó por Asturias, Madrid y Barcelona, y también por el concejo en compañía de Mario Gómez. Hizo muchas fotografías de la villa de Cangas y de los pueblos, algunas de las cuales se publicaron en la revista La Maniega. Como buen fotógrafo aficionado captó imágenes de lugares y rincones que ningún otro fotógrafo tuvo la curiosidad de tomar. Muchas de sus fotografías de la villa pueden verse en el Álbum de fotografías del Tous pa Tous.

En junio de 1931 regresó a México y a fines del verano de 1932 estaba de vuelta en Cangas del Narcea, para no volver a salir de aquí nunca más. Se casó en este tiempo con Estefanía Avello Díaz (Cangas del Narcea, 1904-2003), la recordada «Fanía». No tuvieron hijos.

Con la muerte de don Mario Gómez en el mes de abril de 1932, el final de La Maniega y la guerra civil, Balito perdió la afición por la fotografía. Pero de aquellos años de fotógrafo compulsivo quedaron un par de álbumes, que hoy pertenecen a la familia Menéndez Liste, en los que aparecen las fotografías de México y Cangas del Narcea, los dos mundos donde Balito fue feliz.



Víctor San Juan (Madrid, 1919 – Cangas del Narcea, 1997)

VICTOR SAN JUAN, Memoria viva

[Prólogo del libro Víctor San Juan, Del corazón al lienzo, publicado en 2006]

Víctor San Juan, en una fotografía de estudio de 1951

 Elisa Rodríguez, con la autoridad –penosa- que es la de ser viuda de Víctor San Juan (Madrid, 1919 – Cangas del Narcea, 1997), mandome pergeñar a modo de prólogo para un libro –este libro-, que quiere ser un compendio de la vida profesional del amigo entrañable y del artista excepcional. Elisa debe saber que cumplo su mandato con el gozo y pesadumbre que supone la vida y el recuerdo de quien se nos fue, y debe conocer también el honor que me confiere al entregarme esta suave intervención de la obra.

Hablar –escribir- de arte, en cualquiera de sus facetas, es comprometido y delicado para el profano y hasta puede perjudicar al autor si no se acierta a encontrar el rigor con el que se expresa; y es también una acrobacia para quien –como yo ahora- se atreve a irrumpir en el terreno vedado de la pintura, sin las debidas “acreditaciones”, pero, con todo, me atrevo al encargo.

Conocí a Víctor en una de sus muchas exposiciones, allá en la Asturias del alma hace más de un cuarto de siglo y no me conformé con visitar la exposición atentamente y hablar un poco con su autor lo suficiente para escribir una crónica periodística, no. Tuve que volver una y otra vez para admirar la maestría de unos trazos, la sensibilidad del artista en cada cuadro, las luces halladas entre la niebla, aquellos cielos sin fronteras, las nubes sobre la Cordillera y el pico Naranjo –para mi siempre el Naranjo de Bulnes- en fin, para saborear unos paisajes de ensueño y unos bodegones llenos de vida. Al mismo tiempo, tuve la feliz ocasión de conocer al hombre y desde entonces nuestra amistad fue firme y mi admiración por el hombre y por el artista, sin límites.

 Víctor tuvo ocasión de exponer en Madrid, Santander, La Coruña, Barcelona, León, Badajoz, Bilbao, Zaragoza, todas las ciudades de Asturias, Europa y América. Un rosario de exposiciones y otro de críticas favorables, administrativas y justas.

Víctor San Juan, madrileño de nacencia pero asturiano por voluntad y por amor, envía cual palomas mensajeras, desde las riberas de su Narcea hacia el infinito a sus alados pinceles orientados por la flecha exacta de su intuición, de su arte y de su inteligencia; y del infinito cielo vuelven portando en sus picos la fuerza cromática del macizo central, vértice del Picu Tesoro, que marca el límite entre Asturias, Cantabria y León, del Picu Urriellu o del Pico Moprechu y las nubes sobre la cordillera. No son paisajes exclusivos, no son fotografías de aquellas tierras, no; en cada lienzo vibra el nervio del artista y allí están sus pinceles y sus colores, y sus luces y su voluntad, y su arte y su empeño, en llevar hasta nosotros tanta belleza, la que conocemos y la que él ve en cada rincón que lleva a la tela.

Víctor lleva a sus cuadros la maravilla de la Garganta de Cares, la profundidad del Valle de Somiedo; las delicadas figuras de unos gallos de pelea; el tipismo de los tejados de Tazones, de los hórreos y de las paneras; los puertos pesqueros inconfundibles de Luarca, Cudillero, Lastres, Avilés, Gijón, etc…; el Fontán de Oviedo… y lluvia suave de Almurfe y las brumas marinas acariciando las arenas playeras; y las barcas blancas y azules de los esforzados pescadores con sus redes y con sus ilusiones. Todo ello queda brillantemente expresado en los óleos y las acuarelas de Víctor San Juan, con trazos seguros formando un conjunto poético propio de su extraordinaria sensibilidad, porque Víctor es también un poeta que lleva el enamoramiento de sus pinceles a sus lienzos transformándolos en ventanales para disfrutar y sentir profundamente de aquellas figuras, de aquellos objetos y de aquellos paisajes, sus montes, sus puertos, sus valles, las calles recoletas y antañosas que nos transportan justo hasta el corazón de tanta poesía y tanta belleza. Así es la transparencia y la luminosidad que nos ofrece en cada una de sus obras, porque Víctor veía la realidad de cada cosa y la asimilaba, le daba vida y movimiento y la ofrecía a la contemplación callada admirativa, expresados con su tónica prodigiosa.

Perspectiva en Corias (Cangas del Narcea) Apunte, óleo sobre tabla. 1981 41 x 34 cm

Víctor quedó prendado de Asturias desde que llegó al Principado de la mano de su madre y luego sería Elisa quien le enamoraría, junto con todo el hermosísimo astur, para siempre. Vivió y murió entre los claroscuros de su Cangas del Narcea y supo atrapar la luz del sol, tantas veces tibio y huidizo y la vitalidad del espíritu, plasmándolas en sus lienzos, con plenitud, serenidad y equilibrio propios de esa incomparable Asturias, donde España comenzó a ser y donde aun puede saborearse la quietud de los siglos, contemplando el tipismo de su cielo y de su mar, de sus rincones urbanos y rurales, llenos de misticismo y de misterio.

Víctor San Juan –velazqueño- pudo quizá sentirse algo influido por Sorolla, que busca con pasión los distintos matices de los verdes astures; Víctor los encontró y los aprehendió para ofrecerlos restallantes.

“Si un pintor desea ver la belleza que le cautiva, tiene la facultad de crearla…” dijo Da Vinci. Víctor no sólo deseó ver el color entre las brumas asturianas, cántabras o gallegas, sino que una vez visto se dejó llevar por tanta emoción y ayudado de su imaginación, inteligencia y deseos de trabajar sin fatiga y sin descanso consiguió llevar esa emoción y sensibilidad a cada una de sus obras, que sorprenden por sus perspectivas, por la luz hábilmente distribuida, y por el “verdor” húmedo de sus campos, el azul fundiendo cielo y mar y las nubes protegiendo amorosamente esos pinchazos que hablan con el cielo. Y siluetas humanas, bodegones y retratos, que todo forma parte del magnífico equipaje de este singular y cautivador pintor.

Creo que, sobre todo, Víctor nos regala Asturias, una Asturias que supone una permanente tentación y que nos hechiza…

Y así fue desde 1949 en que expuso por primera vez en una galería de la Gran Vía madrileña hasta…  1997 en que se nos fue con sus pinceles, sus lienzos, su saber y su sonrisa… y con el amor que le empujaba, que le empujo siempre, al arte, al trabajo, a la familia, a Asturias, un amor leal que le atrapó e inundó de dicha su corazón.

Muchos años, muchos –pocos para él y para el arte- de asturianía, de expresividad, de remansada sensibilidad, le debemos a quien fue un gran artista y un gran hombre que, seguro, ahora estará pintando ángeles y arcángeles para agradecer a Dios las luces que en un día lejano puso en su mente y en su alma, proyectándole hacia las claras esferas del arte supremo.

¡Gracias por todo, Víctor!

Ramiro García de Ledesma
 La Coruña, Octubre 2004

*     *     *     *     *

Portada del libro recopilación de parte de las obras que el pintor cangués Victor San Juan ha realizado a lo largo de su vida.

Elisa Rodríguez, la viuda de Víctor San Juan, posee una amplia colección de obras del pintor, la cual está conservando con la idea de hacer una exposición permanente en el Centro Cultural o en el Parador de Cangas del Narcea. Vive con la esperanza de que finalmente ésta pueda llevarse a cabo con la colaboración de la Consejería de Cultura del Principado de Asturias y el Ayuntamiento de Cangas del Narcea. Dicha exposición permanente servirá al pueblo como bien cultural de la villa y promoción turística de la zona.

Ver enlace: www.victorsanjuanpintor.es

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Breve semblanza de Mario Gómez Gómez (1872-1932)

Mario Gómez Gómez en Cádiz, 1915. Fotografía de M. Iglesias. Col.: familia Álvarez Pereda.

A continuación reproducimos la semblanza, combinación de una especie de bosquejo biográfico y otro autobiográfico, pronunciada por el secretario de El Payar del Tous pa Tous, Manuel Álvarez Pereda, en el acto a la memoria de Mario Gómez Gómez (Cangas del Narcea, 1872-1932):

En Limés, Cangas del Narcea, a 20 de octubre de 2012

Del derecho y del revés
soy de Cangas de Tineo.
Tonto o listo; guapo o feo,
soy de Cangas; soy Cangués.

Y Cangas mi pueblo es
porque así fue mi querer,
que si en Madrid tuve el ser,
fui a Cangas conducido,
y nací donde escogido,
tenía para nacer.

Así empieza el libro De Bogayo, escrito en 1915 por nuestro protagonista, sin duda una de las personalidades más carismáticas del Cangas de todos los tiempos. Y así empieza el libro, en respuesta a una pregunta que el propio Mario Gómez se hace a sí mismo y en la que me apoyaré a lo largo de esta exposición: ¿Que, quién soy yo?, se preguntaba. Una pregunta que en Cangas, la podía responder cualquiera, y en otros muchos lugares, mucha o bastante gente.

Mario Gómez fue un personaje muy popular, que conocía muy bien a sus paisanos porque trataba con todo el mundo, con todas las clases sociales. Conocedor de las costumbres canguesas, del lenguaje, sabía desenvolverse en cualquier situación como “Pedro por su casa”. Pero sobre todo, siempre tenía todas las potencias de su alma fijas en esta tierra que tanto quería porque le vio nacer, porque, según él mismo decía, sufrió muchas de sus travesuras de rapaz, y porque en ella tenía, según decían todos, el cariño de cuantos siquiera una sola vez le trataron.

Otro ilustre cangués y amigo suyo, Borí (Gumersindo Díaz Morodo) en 1916 escribía lo siguiente:

«Removiendo en los recuerdos de la infancia, veo a ese querido cangués gozando ya de una popularidad envidiable. Rapaz inquieto y de iniciativas, supremo jefe de la juventud canguesa, no se organizaba en esta villa una parranda, o una fiesta, o una cabalgata carnavalesca, o una excursión a las montañas que nos circundan… cuando no se emprendía una cruzada contra los gatos o se desarrollaba descomunal pedrea, en que él no estuviese al frente, ordenando, mandando como general que guía sus huestes al combate y a la victoria.

Cuando estudiante, en el tiempo que fuera de Cangas se hallaba, se parecía la villa a una balsa de aceite. En la época de vacaciones, los jóvenes se comunicaban unos a otros la buena nueva, la próxima llegada de Mario Gómez, el cual seguramente traería u organizaría algo nuevo, desconocido, exótico, que haría las delicias de todo el pueblo, de grandes y de chicos, de hombres y de mujeres. […]»

Y es que esto que escribía Borí lo afirmaba el propio Mario:

Desde el Matorro al Mercado;
Del Cascarín al Corral,
no hay un rincón ni un portal
donde yo no haya jugado.

Ni un aldabón respetado,
ni ventana en que asomada
alguna vieja rabiada
con furia no me riñera
al verme tirar certera
a su gato, una pedrada.

De casa de la Calea
a mas allá de Arayón
no hay un pozo ni un rabión
que no sepa, del Narcea.

Ni hay nogal, cuya cacea
no haya manchado mis manos,
ni perales ni manzanos
por donde no gatease,
ni pared que bien guardase
los nisales y avellanos.

Mozo ya, corrí el Concejo
caminante y andarín
a caballo o en pollín
a pelo o con aparejo.

A la vera del pellejo
o de las cubas al pie
mucho bebí y más canté
en todas las romerías,
y repartiendo alegrías
alegría atesoré.

¡Que tiempo feliz aquel! …

Que lo digan Victorino
Fernando Ron, Avelino
Luis de Carballo o Abel.

En bullicioso tropel,
del Acebo a Carrasconte;
del Puelo a San Luis del Monte
marcábamos gayas huellas
y Arvas, Touzaque o Caniel.las
dábannos poco horizonte.

De pedreas, de fiestas, de parrandas… Cierto es, que cuando Mario Gómez estaba aquí, en este su Cangas del alma, todo en él era gozo y alegría, pero esto no era impedimento alguno para que desde muy joven tuviese un gran sentido de la responsabilidad. Terminó brillantemente sus estudios en Madrid, se graduó en Medicina, preparó oposiciones al cuerpo de Sanidad Militar e ingresó en el Ejército tras aprobarlas.

Primer destino África, con base en Melilla, después Trubia (Oviedo), Valladolid, Vitoria, Gijón, y otra vez Trubia destinado en la Fábrica de Armas. Está claro que el hombre tiraba para la patria chica aunque alguna ‘mano negra’ empujaba más fuerte y vinieron más destinos: Pamplona, Reus (Tarragona), vuelta a Melilla y a primera línea de fuego en distintos campamentos de África. Parecía que se iba a librar de la morisma en Barcelona, Manresa… pero, de vuelta al país del moro no sin antes hacer guarnición unos meses en Leganés (Madrid). Durante unos años participó activamente en la campaña de África y por los méritos que fue acumulando consiguió ascender. Pasó a Galicia como Director del Hospital Militar de Vigo. También fue Director del Hospital Militar de Carabanchel (Madrid). Por otro ascenso pasó al Ministerio de la Guerra como Comandante-Médico, dirigió el buque hospital «Almería» y ascendió a Teniente Coronel Médico destinado como director del Hospital Militar de Córdoba. De aquí se hace cargo del buque hospital «Castilla» y pasa a Marruecos donde permanece evacuando heridos hasta el conocido naufragio en aguas de Melilla el 12 de mayo de 1927. Tras dos años de excedencia forzosa en Trubia, se le concede la placa de la Orden Militar de San Hermenegildo pasando a prestar sus servicios a la Capitanía General y al Gobierno Militar. La proclamación de la Segunda República Española en 1931 le pone en Cangas después de casi 35 años de servicio a la Patria. ¡Más de la mitad de su vida!

Agotador, ¿verdad?… así lo contaba el protagonista:

A Madrid fui a estudiar,
pero no se si estudiaba
porque yo siempre cantaba
y era en cangués mi cantar.

Me hice luego militar.
Contra la morisma perra
fui tres veces a la guerra,
y a la sombra del pavés
seguí pensando en cangués;
seguí queriendo a mi tierra.

Cual si a ambulatorio sino
siempre estuviese sujeto,
siempre en marcha, siempre inquieto,
voy de destino en destino.

Mas, ya me cansa el camino.
Jadeante y anheloso
de este mar tempestuoso,
roto el timón y la quilla
va buscando mi barquilla,
de Cangas, almo reposo.

Pero quiero volver a Trubia, porque como os decía antes, no sólo en Cangas era conocido nuestro fundador, no olvidemos que aunque estuvo treinta y cinco años defendiendo la Patria Grande es nuestro fundador, fundó en 1925 el Tous pa Tous y la revista La Maniega, recordad…

y a la sombra del pavés
seguí pensando en cangués;
seguí queriendo a mi tierra.

Pero estábamos en Trubia. ¿Qué armaría (por aquello de la fábrica de armas) nuestro paisano allí para que los trubiecos lo hiciesen Hijo Adoptivo de Oviedo? Durante su estancia como médico en la fábrica de armas, edificó un sanatorio para obreros y les creó centros educativos y de recreo, en los que invertía sus escasos ratos libres dando charlas sobre higiene, alcoholismo, visitando enfermos pobres, facilitándoles alimentos y todo de forma altruista.

Su afán por hacer el bien y ayudar a los más necesitados llevó al Ministerio de la Gobernación a concederle la Cruz de Beneficencia. Y lo dicho, las gentes de Trubia lo acogen en su seno como hijo adoptivo de Oviedo. Pero lo mejor viene ahora…

En agradecimiento, nuestro paisano dedica en 1927 al pueblo de Trubia “un abrazo filial” haciendo gala de su modestia, ya que no le gustaba, para nada, recibir elogios, y les dice:

Y al abrazaros hoy, llamo a mi pueblo natal para abarcarlo entre nosotros: al acercarme a esta pila bautismal, he de bendecir la pila de Cangas del Narcea, en la que recibí el nombre de cangués, con el que me honré toda mi vida y que, con el de trubieco, seguiré honrándome; llamo al pueblo en que nací, donde se informó mi espíritu y en el que descansan mis padres. En este abrazo de hoy abrazo a Trubia y a Cangas, anhelando que también los dos pueblos se abracen.

Abrazaos, pues, los dos pueblos, el industrial y el agrícola, que buenas son las relaciones de Ceres con Vulcano; ambos os mantenéis firmes en las virtudes asturianas, los dos sois igualmente pródigos de corazón. El Trubia y el Narcea llevan unos mismos sones con matices tomados en Covadonga, con cadencias de las gestas hispanas […]

Ya sabéis…

y a la sombra del pavés
seguí pensando en cangués;
seguí queriendo a mi tierra.

Yo, la verdad, a lo mejor no soy objetivo, pero creo que no existió, ni existirá una persona, un personaje, que se merezca más la placa que hoy vamos a descubrir que este paisano. Lo que os acabo de contar son pequeñas pinceladas de lo que Mario Gómez amaba esta tierra que le vio nacer. Médico, militar, escritor en prosa, en verso, cronista, periodista, benefactor, alegre, dicharachero, pero sobre todo, CANGUÉS. CANGUÉS HASTA LA MUERTE y para muestra…:

Sueño ya, de mis vejeces,
despertar por las mañanas
al son de aquellas campanas
que llaman a aquellas preces.

El sol que nace en Rañeces;
y muere por Adralés,
alumbrándome en Cangués
mitigará mis dolores
y él hará crecer las flores
sobre mi tumba, después.

Solo en Cangas pienso ya.
Camino voy del retiro
y solo hacia el pueblo miro
donde mi retiro está.

Cansada mi vida va
en busca de la Refierta
a esperar me abran la puerta
de las tragedias canguesas,
y en barro de amigas huesas
quede mi huesa cubierta.

Como sabéis, a esta casa que él construyó es donde vino a vivir cuando se retiró del Ejército en 1931. El 2 de mayo de ese año escribe en una carta:

“Como habrás leído en la prensa, la República está haciendo las reformas que yo esperaba y a mí me ha traído un aguinaldo dándome mucho más de lo que yo esperaba. En vista de tal bicoca ya cursé la instancia pidiendo el retiro y cuento que para primeros de junio estaré en Limés libre ya e independiente para ir donde quiera”.

Y es que Mario tenía sus planes de jubilación (que no tienen nada que ver con lo que hoy conocemos por planes de pensiones). Como continuación a lo recitado antes sobre su deseo de morir en Cangas decía…

Pero antes que el trance llegue
haréme a las parcas fuerte
y haréle cara a la muerte,
si es que conmigo se atreve.

Antes que el diablo me lleve
daráme otras picardías
y otras nuevas alegrías
en mi pecho brotarán
y cantando pasarán,
leves las vejeces mías.

Tal vez mis piernas cansadas
se animen algún domingo
y pueda echar un respingo
o tejer unas pernadas.

Tal vez en glorias pasadas
se despierte mi mollera,
y sediento o moscardón
eche flores a un pendón
y eche al cuerpo una puchera.

Sueño en la paz del hogar;
sueño al amor de la lumbre
una tibia dulcedumbre,
y un tranquilo meditar.

Sueño en la vera del llar
y en los alegres corrillos
donde con mis chascarrillos
y mis cuentos y consejas
haré escándalo en las viejas
y reir a los chiquillos.

Lamentablemente, disfrutó muy poco tiempo de este retiro y de su querida casa de Limés. Falleció once meses después. Pero esto es algo triste y sin duda don Mario de triste tenía poco. Así que para terminar cantad conmigo: 

Ay macou-se la Pispireta
Pispireta ta muy mancada
Ay mancou-se la Pispireta
En camín de Veiga Pousada.  

Yo soy ferreirín
Nací nel Pumar
Crieime en Bisuyo
Caseime en Vitsar.

¿Queréis saber quién es el autor de esta letra? Pues, descubrid la placa.

Placa a la Memoria de Mario Gómez en Limés

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El lingüista sueco Åke W:son Munthe (1859 – 1933) en Cangas del Narcea, 1886

El lingüista sueco Åke W:son Munthe en Cangas del Narcea, 1886

Calle Mayor de Cangas del Narcea, a la izda. está la casa donde se hospedó Munthe en 1886. Fotografía de Modesto Morodo

En el mes de junio de 1886 llegó a la villa de Cangas del Narcea un sueco de 26 años, que se alojó en la fonda que Víctor de Llano acababa de inaugurar en el número 38 de la calle Mayor, donde actualmente está el Café Madrid. El joven se llamaba Åke W:son Munthe y había terminado hacia poco sus estudios de filología española y portuguesa en la Universidad de Upsala (Suecia).

El joven Munthe venía a esta zona de Asturias a recoger información sobre la lengua asturiana con el fin de emplearla para su tesis doctoral y también a recopilar cantos populares para un estudio sobre el folklore o “saber popular”. La razón de elegir el concejo de Cangas del Narcea nos la da él mismo en su libro Anotaciones sobre el habla popular en una zona del occidente de Asturias, editado en Upsala en 1887:

Durante un viaje de estudios a España el año pasado me detuve algunas semanas en Asturias con la idea de adquirir algún conocimiento sobre el dialecto asturiano, en parte recogiendo noticias sobre lo que se había escrito en la provincia sobre el mismo, y en parte, en lo posible, a través de mis propias observaciones. Lo primero aludido se logró en la capital de la provincia, Oviedo, aunque en manera alguna por completo, pues hasta el material impreso existente es muy difícil de conseguir. Cuando después, antes de organizar las propias observaciones, tuve que atenerme, por supuesto, a una zona delimitada, escogí, siguiendo el mapa, una comarca entre las montañas en la parte sudoccidental de la provincia. Di preferencia a esta parte occidental de Asturias porque sobre el dialecto de las partes central y oriental existían por lo menos algunas noticias y, por el contrario, sobre el dialecto occidental era casi todo desconocido hasta el momento.

 La casa donde se alojó Munthe era nueva y la fonda acababa de inaugurarse. La casa la había comprado en agosto de 1884 Víctor de Llano González, vecino de Ambasaguas, a Francisco Giménez Delgado, y en ese momento aun estaba en construcción el último piso. El edificio se había incendiado unos años antes y había quedado completamente destruido. La fonda de Víctor de Llano se inauguró el jueves 3 de junio de 1886, unos días antes de llegar Munthe a Cangas del Narcea; él, sin duda, fue uno de sus primeros clientes. En El Occidente de Asturias, del 1 de junio, se anuncia esta inauguración:

“El jueves próximo se inaugura en esta villa la fonda de D. Víctor de Llano. Situado el hermoso edificio en uno de los mejores puntos de la calle Mayor, con luces y vistas por sus cuatro costados, con habitaciones espaciosas, amuebladas con gusto y en las que nada se ha escaseado para facilitar comodidad á los huéspedes, viene á satisfacer la fonda una necesidad que se hacía sentir en esta población”.

Las expectativas de los redactaros se vieron cumplidas, y el 25 de junio se publica en el periódico la noticia siguiente:

“Muchos elogios hemos oído hacer á varias personas que se hospedaron en la nueva fonda abierta en esta villa, del desahogo de las habitaciones, de los muebles de las mismas, del buen servicio, de la limpieza y el aseo, de la abundancia y buen condimento de las comidas. Lo celebramos, porque así se conciliarán la conveniencia de los huéspedes y las utilidades de los dueños de la fonda”.

En 1886 vivía en la casa de Víctor de Llano una extensa familia: el dueño y su mujer Felipa Fernández, su hija Adela y el marido de esta: Venancio López Álvarez, natural de Monasterio de Hermo, y cinco hijos de este matrimonio; además de varias criadas y criados, entre ellas Antonia Coque, que llevaba un año trabajando en la casa, y que será una persona muy importante para el lingüista sueco.

En Cangas del Narcea, Munthe tuvo dos informantes principales, casi únicas: la mencionada Antonia Coque, nacida en 1865 en Pousada de Rengos, y Carmen González, de Vil.lauril de Bimeda; las dos tenían 20 años de edad. De ellas proceden la casi totalidad de los cantos populares que recogió y muchas de las palabras asturianas.

“Al principio, y casi la mitad del tiempo de mi corta estancia en la región –escribe Munthe en 1887-, me vi obligado por la lluvia incesante a permanecer en Cangas donde, sin embargo, buscaba ocasión de oír y hablar con gente de los parajes de los alrededores y así me entretuve especialmente con una joven del pueblo, de veinte años, Antonia Coque, de Posada, que servía en casa de mis anfitriones, por lo que más tarde en mis excursiones presté más atención a Villaoril que al citado pueblo”

Munthe visitó los pueblos de estas dos jóvenes y residió en ellos varios días, alojándose en las casas de sus familias. El día de San Juan de 1886 estaba en Pousada, pues cuenta que ese día los vecinos del pueblo esperaban “un gran clis (eclipse) en ocasión de que San Juan y Corpus caían ese año en el mismo día”. Asimismo, recopiló unos pocos cantos a “individuos de la familia de los amos de la casa canguesa donde vivía, y a un hermano y un cuñado de Carmen [González]”. Hizo una excursión al pueblo de Besullo y en la villa de Cangas acudía al mercado para escuchar hablar a la gente.

La estrecha relación que mantuvo Munthe con Antonia y Carmen, y su trabajo como lingüista y folclorista, la cuenta él mismo en su artículo Folkpoesi från Asturien (Poesía popular de Asturias), publicado en 1888:

“Mi pequeña colección [de cantos populares] proviene solamente de dos personas: dos mozas del pueblo; ambas de veinte años de edad, poco más o menos. Una de ellas, Antonia Coque, estaba sirviendo en la casa donde yo vivía en la villa de Cangas de Tineo, mi residencia durante el tiempo que estuve en la región; no hacía más de un año que había venido de Posada de Rengos, su lugar natal, y sin duda había traído de allí la mayor parte de su repertorio. La otra, Carmen González, vivía en el pequeño y primitivo pueblo de Villaoril de Bimeda, compuesto de solo nueve familias, y donde las chimeneas y las ventanas con cristales eran un lujo desconocido; pero donde, sin embargo, pasé una semana en alto grado interesante y agradable, viviendo en casa de la familia de Carmen.

Cuando preguntaba a las muchachas acerca de cantos populares, pretendían convencerme de que no sabían ni uno solo; pero cuando al fin conseguí romper su silencio, brotaron de su boca espontáneamente los cantos, especialmente cuando estábamos a solas. Sentado yo en el borde del fogón de la cocina ahumada de Cangas, y Antonia preparando en la caldera la comida de los cerdos, o limpiando y fregando, o peinando sus rizados cabellos negros, o cuando yo arriba en Villaoril ayudaba a Carmen a desmenuzar terrones en el pequeño y escarpado pedazo de campo, arriba en el monte, o la acompañaba a llevar el ganado a pastar a la sierra, o delante de la puerta de su casa, baja y con tejado de pizarra, en los ratos de ocio… no tenía traza de acabar su provisión de cantos y si hubiera podido permanecer allí más tiempo, hubiera seguramente multiplicado mi colección con solo transcribir los cantares que aquellas muchachas sabían”.

Munthe tuvo relación en Asturias con Fermín Canella, Leopoldo Alas “Clarín”, Teodoro Cuesta y, sobre todo, Braulio Vigón, y en Madrid, con Ramón Menéndez Pidal y Marcelino Menéndez y Pelayo.

Portada del estudio de Munthe sobre el habla popular en una zona del occidente de Asturias, editado en Upsala (Suecia) en 1887

La información recopilada por Munthe en Cangas del Narcea le sirvió para realizar dos estudios valiosísimos. El primero fue su tesis doctoral, que leyó en 1887 en la Universidad de Upsala con el título icon Anteckningar om folkmålet i en trakt av vestra Asturien (Anotaciones del habla popular en una zona del occidente de Asturias), y se publicó ese mismo año. Este estudio fue el primer trabajo científico sobre un dialecto que se realizó en España, y tuvo mucha difusión en los ámbitos académicos de España y Portugal, y en los relacionados con los estudios asturianos. Reseñas sobre este estudio aparecieron en diversas revistas, por ejemplo, Antonio Balbín de Unquera publicó una en la revista La España Regional, de Barcelona, que termina agradeciéndole a Munthe, “un sabio extranjero residente en los últimos confines de Europa”, que se haya fijado en un “dialecto de nuestras montañas, olvidado entre los españoles”, y Menendez y Pelayo le escribió a Gumersindo Laverde lo siguiente:

“Los suecos empiezan á dedicarse al estudio de nuestra literatura. Días pasados recibí el primer tomo de una edición que allí están haciendo de las obras inéditas de Juan de la Cueva, copiadas en Sevilla y ampliamente ilustradas por el Dr. Wulff. Y ahora acaba de imprimirse en Upsala un ensayo de gramática del Dialecto asturiano, hecho por el profesor Äke V: son Munthe, que el año pasado asistió á mi clase. Como no sé el sueco, apenas he entendido palabra de su folleto, pero á juzgar por las noticias bibliográficas que trae al principio, se conoce que el hombre ha estudiado con mucha conciencia el asunto” (Carta a Gumersindo Laverde, 19 de octubre de 1887).

Un siglo después de publicarse en Suecia, en 1988, la Biblioteca de Filoloxía Asturiana de la Universidá d’Uviéu editó la traducción española de este libro.

El segundo estudio fue Folkpoesi från Asturien (Poesía popular de Asturias), publicado en tres entregas en la revista Språkvetenskapliga Sällskapets i Upsala förhandlingar en 1888 y 1889. En él Munthe recopila y estudia romances, coplas o cantares, y canciones infantiles recogidas en Cangas del Narcea. Fue el primer estudio que se hizo en Cangas del Narcea de esta nueva ciencia denominada folklore, que había empezado a desarrollarse en la segunda mitad del siglo XIX, y el segundo que se hacía en Asturias; el primero fue el «Folk-Lore de Proaza», de Eugenio de Olavarria y Huarte, publicado en 1884. Este segundo trabajo de Munthe también mereció el reconocimiento de los investigadores españoles, que destacaron el rigor con el que estaban recopilados los materiales folclóricos.

Biografía breve de Åke W:son Munthe

Åke W:son Munthe, en Landskrona (Suecia), hacia 1905. Fotografía de Anton Hagman (1854-1943)

Helge Åke Rudolf W:son (Wilhelmsson) Munthe fue un filólogo y pedagogo sueco, que nació el 7 de agosto de 1859 en Jönköping y murió en Estocolmo en 1933. En 1887 recibió el doctorado en español y portugués en la Universidad de Upsala. En 1890 fue nombrado director del Frans Schartaus Praktiska Handelsinstitut [Instituto de Comercio Práctico Frans Schartau] en Estocolmo. Durante 1905 y 1906 participó en varias comisiones para viajar por Europa y América y estudiar la enseñanza superior de negocios y comercio. A partir de 1908 fue miembro de Handelsundervisningskommittén [Comité de la Enseñanza de Comercio], y entre 1910 y 1918 ocupó la presidencia de este Comité. En 1896 fue fundador de Nyfilologiska sällskapet [Asociación de la Nueva Filología] de Estocolmo y hasta 1916 fue su presidente.

En la obra de Munthe destacan su tesis doctoral, Anteckningar om folkmålet i en trakt av vestra Asturien [Anotaciones del habla popular en un área del oeste de Asturias], leída en 1887, que fue la primera investigación científica de un dialecto del español moderno; Folkpoesi från Asturien [Poesía popular de Asturias] (1888-89); “Composés espagnols du type aliabierto” y “Romance de la tierra. Chanson populaire asturianne”, en la que publica una larga composición que le envió Braulio Vigón y que este recogió en Gobiendes, Colunga (1889 en Recueil de mémoires philologiques presenté a M. Gaston Paris par ses éleves suédois); Kortfattad spansk språklära [Breve gramática española] (1919); Spansk läsebok [Libro de textos de español] (1920), además de artículos científicos sobre la historia de la lengua española. También publicó investigaciones acerca de expresiones y usos curiosos en el sueco moderno (aparecieron en la publicación Studier [Estudios] de la Asociación de la Nueva Filología, volumen II 1901, y III 1908). Fue traductor de obras de teatro españolas, como Järn och blod [El hijo de hierro y el hijo de carne] y En kritikers debut [Un crítico incipiente], de José Echegaray (Madrid, 1832-1916), que fue Premio Nobel de Literatura en 1904.

Fuentes:

  • Nordisk Familjebok [Enciclopedia de la Familia Nórdica], Stockholm: Nordisk Familjeboks Förlag Idun, 1913-1925, y el catálogo de la Kungliga Biblioteket [Biblioteca Real] Estocolmo, Suecia (www.libris.kb.se).
  • Nuestro agradecimiento a María Nilsson por la traducción del sueco y por habernos enviado el retrato fotográfico de Munthe.
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Fotos del taxista José Queipo, «El Meca»

Automóvil Ford en Corias, hacia 1920; “El Meca” es el primero que aparece asomado en la ventana de atrás. Fotografía de Benjamín R. Membiela.

José Queipo Fernández fue probablemente el primer taxista o chofer de automóvil de alquiler de Cangas del Narcea. Si no fue el primero, fue uno de los primeros. Nació en 1891 en Cangas del Narcea y en 1923 matriculó en Oviedo un coche para este destino. Después tuvo más coches y llegó a tener más de uno al mismo tiempo, para lo que contaba con la ayuda de su sobrino Cesar Uría Queipo.

Automóvil en Corias, hacia 1922; “El Meca” esta sentado detrás, a la derecha. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colecc. Carmen Rodríguez.

A José Queipo le llamaban «El Meca», como apócope de «El Mecánico», que era el nombre con el que se conocieron en España a los primeros conductores de automóviles. El Diccionario de la Real Academia Española aun recoge como significado de esta palabra el de «conductor asalariado de un automóvil», aunque advierte que hoy es una palabra poco usada con este sentido.

Su sobrina Carmen Rodríguez nos ha facilitado varias fotos que guardaba «El Meca» de su vida como taxista.

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Automóvil en Corias, hacia 1925; sentado detrás está César Uría Queipo. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colecc. Carmen Rodríguez.

Una de ellas corresponde a una fiesta que celebraron el 10 de julio de 1929 los chóferes cangueses con motivo del día de San Cristóbal, patrono de conductores y automovilistas. La revista La Maniega recogió una exhaustiva crónica en su número 21, de julio-agosto de 1929, que muestra la importancia que el sector tenía en Cangas del Narcea. Leamos algunos párrafos de esta crónica, donde aparece «El Meca» junto a otros pioneros de la automoción canguesa:

Chóferes y automóviles en Entrambasaguas en la fiesta de San Cristóbal, Cangas del Narcea, 10 de julio de 1929. Colecc. Carmen Rodríguez.

«Y hay que ver la exquisita finura, el amable trato de nuestros chóferes. Si son señoras o niños los que viajan, aquéllos saben andar a paso de carreta, el de Mata al de marcha religiosa. Si las señoras se marean, ellos toman las vueltas con giros de rigodón. «El Meca» y Rogelio las dan con elegancias cortesanas. Mahón conoce todos los baches de todas estas carreteras y los sortea con habilidoso desdén. Si se tropieza una piara de ganado, «el Negro» los separa con un gesto imperioso; «el Moreno» pasa por entre ellos acariciándolos. Si las señoras piden agua, ellos la encuentran al momento; los hermanos Abad conocen todos los manantiales de estas vías. Si los turistas piden vino, ellos dan siempre con el mejor.

“El Meca”, el primero por la izquierda, con unos viajeros, hacia 1930. Colecc. Carmen Rodríguez.

Pero ellos no lo catan; mejor que el de sus autos es el freno que llevan en su garganta. Van de fiesta, van de merendola, van con gente de humor, y ellos se abstienen. Si al paso encuentran alguna guapa rapaza, no por eso se distraen. Xé el de Camilo, los Tornadijo, vuelven los ojos con pudores de fraile. Todos tienen impertérritos las manos en el volante, y los ojos en la carretera, y el ánimo en los viajeros, y el espíritu en sus responsabilidades. Por eso, en Cangas, son contados los accidentes, si es que hay alguno.

“El Meca”, sentado entre los faros del taxi, en la Gira de Santana; detrás el gaitero Fariñas, hacia 1955. Colecc. Carmen Rodríguez.

Quince autos y tres camionetas formaron en la Plaza de Toreno el día 10 de julio [de 1929]. Entre ellos vimos marcas Lincoln, Buick, Mercedes, Studebaker, Ford, Chevrolet, Bernard, Panhard, Hispano-Suiza, Delahaye,  Willys Knight, Motobloc, Dodge, y eso que a la festividad fallaron 15 automóviles más de los que tienen su domicilio en Cangas. ¡Que se diga, ahora, lo que en estas andanzas es nuestra villa!

No damos los nombres de los chóferes que asistieron por no hacer larga esta reseña […]. Por la calle Mayor y la Vega, y cruzando el puente viejo, rodearon con sus autos la ermita de Entrambasaguas, autos que, después de una misa, bendijo, a la puerta, el señor párroco de Limés. El momento fue emocionante. Grandes palenques hacían acorde al estruendo de las bocinas y motores. Toda la gente menuda de la villa vitoreaba a los expertos chóferes; aquel paraje asemejábase a un gran puerto de mar en día regio.

Por la tarde, suculento banquete, y por la noche, gran baile, pues nuestros chóferes, que no las gastan menos, llevaron nuestra Banda de música.»


Fernando de Valdés y Llano (Cangas del Narcea, 1575 – Madrid, 1639), arzobispo de Granada, presidente del Consejo de Castilla y fundador de la Colegiata de Cangas del Narcea

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Retrato de don Fernando de Valdés LLano que se conserva en la sacristía de la iglesia parroquial de Cangas del Narcea

La biografía de don Fernando de Valdés Llano (Cangas del Narcea, 1575 – Madrid, 1639) que presentamos en la web del Tous pa Tous es el texto de una conferencia que dio en Cangas del Narcea don Juan José Tuñón Escalada, Abad de Covadonga y Presidente de la Comisión Diocesana del Patrimonio Cultural de la Iglesia, en 2007 y que se publicó en la revista La Maniega, nº 158. Valdés Llano fue arzobispo de Granada y presidente del Consejo de Castilla, y en su testamento dejó establecida la fundación de la Colegiata para su villa natal, así como un hospital y una escuela para niños. Además, su poder y dinero fue crucial para el ennoblecimiento e impulso de sus familiares, los Queipo de Llano, y la concesión del título de conde de Toreno en 1647. El estudio de Tuñón Escalada analiza la biografía de Valdés Llano y todas sus fundaciones, así como la trascendencia que tuvieron éstas para Cangas del Narcea y para Asturias.

Retrato del Arzobispo Fernando de Valdés. Autor: Diego Velázquez, 1640-5 y pertenece a la National Gallery de Londres

La imagen de don Fernando de Valdés Llano la conocemos muy bien gracias al retrato que se conserva en la sacristía de la iglesia parroquial de Cangas del Narcea y, sobre todo, por el retrato que le hizo Diego Velázquez, pintor de cámara del rey Felipe IV, que pertenece a la National Gallery de Londres, donde se expone permanentemente. Don Fernando tiene el mérito de haber sido el único asturiano que retrató el gran pintor sevillano.

El siguiente artículo de Juan José Polo Rubio, está dividido en cinco epígrafes. El primero enmarca cronológicamente el personaje, dando a conocer algunas fechas elementales para su biografía. En los otros cuatro apartados, teniendo como única base documental para su elaboración el proceso del Archivo Histórico Nacional, se intenta recoger aquellos datos que tienen o pueden tener valor histórico para la provincia de Oviedo en un mayor conocimiento de sus personajes célebres y de su entorno.


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Una biografía de Anselmo González del Valle (1852 – 1911)

[Texto leído por Fidela Uría Líbano en el Homenaje a Anselmo González del Valle, organizado por el Tous pa Tous y el Museo del Vino de Cangas, en el Teatro Toreno, de Cangas del Narcea, el 2 de diciembre de 2011, y en el que interpretó la pianista doña Purita de la Riva varias composiciones musicales del homenajeado, que se mencionan y analizan en este texto. González del Valle tuvo mucha relación con Cangas del Narcea y tiene una calle dedicada a él en la capital del concejo].

Esquela de Anselmo González del Valle publicada en la portada de -El Principado- de 16 de septiembre de 1911

Se celebra este año el centenario de la muerte de Anselmo González del Valle, acaecida el 15 de septiembre de 1911. Silvio Itálico, seudónimo del escritor Benito Álvarez- Buylla, decía en 1924 sobre la grandeza de esta figura como compositor, pianista y erudito que, seguramente, le harían más justicia las generaciones venideras. Tuve la ocasión de profundizar en la vida y en la música de González del Valle, mientras hacía mi tesis doctoral, y puedo afirmar que fue uno de los personajes que más contribuyó al desarrollo de Asturias en la etapa que va de la segunda mitad del XIX a los primeros años del XX; especialmente a nivel cultural, pero también en lo social y lo económico. Es pues casi de justicia este merecido homenaje.

Anselmo González del Valle y González Carvajal nace en la ciudad de La Habana el 26 de octubre de 1852. Su padre, Anselmo González del Valle y Fernández Roces, había emigrado de Oviedo a Cuba en 1840 y allí se establece como empresario, sobre todo a partir de su matrimonio con María Jesús González Carvajal, cuyo padre era propietario de varias empresas y fábricas de tabaco repartidas por toda Cuba.

Según nos relatan sus familiares, Anselmo comenzó los estudios de primaria en el Colegio de Belén de La Habana y, con seis o siete años, se inicia en el arte de la música con un tío materno, Manuel Francisco González Carvajal, al que familiarmente llamaban “tío Pancho”.

Siendo aún muy pequeño los padres de Anselmo se separan, y él y su hermano Emilio Martín quedan al cuidado del padre. Pocos años después los dos hermanos son enviados a vivir a Oviedo, permaneciendo el padre en La Habana al frente de sus numerosos negocios. Anselmo y Emilio Martín se instalan en una amplia casa en la calle Cimadevilla al cuidado de un sacerdote que ejerce como tutor.

En 1863 los dos hermanos comienzan sus estudios de bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Oviedo, donde el compositor se gradúa como Bachiller en Artes en 1869. En aquella época coincidieron en el Instituto de Oviedo con los escritores Leopoldo Alas (Clarín) y Armando Palacio Valdés. Tanto Clarín como Palacio Valdés relatan en sus obras como organizaron en la casa de los González del Valle una especie de ateneo cultural juvenil en el que hablaban de historia, literatura o arte, representaban obras teatrales, etc. Y parece que ya en su adolescencia González del Valle destacaba como pianista, tal como señala Palacio Valdés: “Por fin, uno de los dueños de la casa [se refiere a Anselmo] nos hacía oír en el piano algunas sonatas o trozos de ópera, pues ya entonces era un maravillosos pianista”.

Probablemente, al mismo tiempo que el bachillerato, Anselmo comienza sus estudios musicales con Víctor Sáenz. No puedo dejar de mencionar aquí la inmensa labor de don Víctor Sáenz en Asturias: fue organista de la Catedral de Oviedo, director de varias bandas de música, fundador de la Academia de Música San Salvador de Oviedo, autor de varias composiciones musicales y, sobre todo, gran maestro de varias generaciones de músicos y compositores asturianos.

Anselmo González del Valle se licencia en Derecho Civil y Canónico en 1872 por la Universidad de Oviedo; realiza el primer y último año en Oviedo y los cursos intermedios en Salamanca y Madrid. Parece que Anselmo estudió la carrera para satisfacer a su familia con un título universitario, ya que nunca ejerció la abogacía y, de cualquier forma, tampoco lo necesitaba porque contaba con una gran herencia familiar.

El escritor Constantino Suárez, en su obra Escritores y artistas asturianos, señala que “al mismo tiempo que su preparación universitaria, Anselmo González del Valle realizó estudios musicales con los mejores maestros de Oviedo y Madrid”. Por lo que se refiere a Madrid todo apunta a que la enseñanza que recibió fue de carácter privado; las referencias de su familia señalan que el compositor no hizo estudios oficiales de música, sino que fue una enseñanza libre. Incluso comenzó los estudios de Armonía y Composición en París, pero sin llegar a concluirlos. Probablemente fue el músico Charles Beck uno de los que más influyó en la formación pianística de Anselmo. Beck fue Primer Premio de Piano del Conservatorio de París y se estableció en Madrid desde finales del XIX como profesor de piano, destacando también su actividad como concertista.

En estos primeros años de juventud González del Valle realiza continuos viajes a diversas ciudades de Europa, especialmente a París. Además, empieza a comprar partituras publicadas por las grandes casas editoriales europeas, especialmente de música pianística. Él tocaba todo la música para piano que compraba, con lo cual va adquiriendo paulatinamente el dominio técnico e interpretativo del instrumento que caracterizará sus años de madurez. En sus viajes por ciudades como Madrid o Barcelona, pero también fuera del ámbito nacional (París, Berlín, Leipzig o Roma) Anselmo tocaba como amateur en conciertos de carácter privado. Autores como Antonio García Miñor señalan que “pudo ser en su época uno de los primeros pianistas de Europa, pero despreció los más fabulosos contratos para anclar definitivamente su vida a Oviedo”.

En 1874 el músico contrae matrimonio con María Dolores Sarandeses y Santamarina, que había sido compañera suya en las clases de música con Víctor Sáenz. A partir de entonces finalizan los viajes de Anselmo, y la actividad como concertista se centra en el pequeño círculo de su familia y amistades. Sin embargo, pasa a un primer plano la faceta de compositor.

Anselmo G. Del Valle editó algunas de sus obras en el extranjero, como es el caso de estas Cinco Mazurcas elegíacas, dedicadas -a la memoria de mis padres-, publicadas por Fr. Kistner y cuya cubierta fue realizada por la litografía de C. G. Roder, Leipzig

En 1879 González del Valle es nombrado académico correspondiente de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, cuya sección de música se había creado recientemente. Tenía por entonces 27 años y ya era una de las personas de más relieve en la región, tanto desde el punto de vista social como cultural. A lo largo de su vida González del Valle reúne una biblioteca musical de renombre en su época y que, aún hoy, puede ser considerada de gran valor. Llegó a poseer una colección de más de 20.000 partituras; una parte de esta biblioteca la conservan los nietos del compositor y la otra fue adquirida en 1947 por el Instituto Español de Musicología (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), de Barcelona. La colección cuenta con un amplio repertorio de obras de compositores, que va desde el Renacimiento hasta autores contemporáneos a González del Valle. También hay que mencionar la espléndida colección de cuadros que había heredado de su padre, gran aficionado a la pintura, y que el mismo Anselmo había ido aumentando.

González del Valle mantuvo relación con algunas de las personalidades más relevantes de la cultura española. Conoció a escritores, pintores y músicos como Francisco Asenjo Barbieri, Jesús de Monasterio, Tomás Bretón, Emilio Arrieta o Felipe Pedrell. Con Pedrell, que fue el padre del Nacionalismo musical español, tuvo Anselmo una estrecha relación, y le proporcionó varios temas tradicionales asturianos para su Cancionero Musical Popular Español (1922). Además, fue socio honorario de la Sociedad de Conciertos de Madrid.

Anselmo González del Valle fue uno de los principales promotores de la Escuela Provincial y Elemental de Música de Oviedo, origen del actual conservatorio. La apertura de la Escuela de Música tiene lugar en el año 1884, en el seno de la Academia Provincial de Bellas Artes de Oviedo. En un documento de la Academia leemos: “Un señor académico, artista de corazón y de pensamiento elevado [se refiere a González del Valle], tuvo la feliz idea de establecer bajo la dirección de esta Academia una clase de Música, ofreciéndose al mismo tiempo a costearla…”. Él presidirá la Escuela de Música de Oviedo hasta su muerte y, sin duda alguna, su influencia va a contribuir a crear un excelente clima musical.

Con el despegue de la industrialización van apareciendo en Asturias diversas compañías y sociedades promovidas fundamentalmente por la alta burguesía. González del Valle intervino en la creación en 1887 de la Compañía de Ferrocarriles Económicos de Asturias. También colaboró en el nacimiento de otras empresas como la Sociedad Industrial Santa Bárbara, la fábrica de cervezas El Águila Negra o la Unión Española de Explosivos. Paralelamente a la aparición de sociedades industriales se forman otras de tipo cultural y benéfico destinadas a paliar las necesidades de la nueva clase obrera. González del Valle era miembro de numerosas sociedades benéficas como la Sociedad Económica de Amigos del País, la Junta Provincial de Beneficencia Particular o la Sociedad Santa Bárbara, entre otras.

Un núcleo importantísimo en el desarrollo de la vida musical en Asturias en la segunda mitad del siglo XIX fue -como en tantas otras regiones españolas- el salón de las grandes casas burguesas. En su espléndida mansión de la calle Toreno de Oviedo, Anselmo González del Valle dedicó un enorme salón a la música, donde guardaba una valiosa colección de pianos y, como ya mencioné, una de las mejores bibliotecas musicales de aquella época. Pasaban a menudo por aquella casa los personajes más relevantes del mundo de la música de la región: Saturnino del Fresno, Baldomero Fernández, Víctor Sáenz, Benjamín Orbón, Eduardo Martínez Torner, etc. Pero también estuvieron allí, a su paso por la ciudad, intérpretes como la pianista zaragozana Pilar Bayona o el gran Arturo Rubinstein, que dio un concierto en el Teatro Campomor en 1916. Es posible, aunque no está suficientemente claro, que existiera cierta relación entre Anselmo y el compositor ruso Nikolái Rimsky-Korsakov; el Capricho español de Rimsky es prácticamente un capricho asturiano y algunas investigaciones sugieren que pudo ser González del Valle el qué, de alguna manera, proporcionó los temas asturianos a Rimsky-Korsakov. La leyenda llegó incluso a contar que el músico ruso se había alojado en la casa de González del Valle. Anselmo y su familia se mofaban de esta leyenda con una ironía típicamente asturiana: Tenían un sillón, colocado en un lugar especial de la mansión, y en el que nadie se podía sentar, ya que era el lugar donde Rimsky había descansado en una visita que hizo a Anselmo y estaba reservado para sus próximos viajes a Oviedo.

En 1901 muere, a los cincuenta años, la esposa de Anselmo, víctima de una larga enfermedad. Esto supone un duro golpe para el músico del que ya nunca se repone; queda entonces al cuidado de su numerosa familia, pues el matrimonio tenía trece hijos, algunos de los cuales eran muy pequeños al morir su madre.

El excelente clima musical que vivía a principios del siglo XX la región terminará por cristalizar con la creación de la Sociedad Filarmónica de Oviedo en 1907, a la que seguirán la de Gijón en 1908 y la de Avilés en 1918. González del Valle fue una figura fundamental en el origen de la Sociedad Filarmónica de Oviedo y figuró como Presidente de honor de la misma en sus primeros años.

Al fallecer su mujer la propia salud del compositor se ve afectada y, además, padecía una diabetes desde hacía bastantes años. Para buscar remedio a esta enfermedad acude todos los veranos a tomar las aguas al Balneario de Mondariz, en Pontevedra (Galicia), y realiza algunos viajes al extranjero para consultar a los mejores especialistas europeos. Pero, a pesar de lo precario de su salud, la muerte le coge por sorpresa; el 15 de septiembre de 1911 el músico sufre un repentino ataque al corazón, debilitado por la enfermedad crónica.

La producción musical de González del Valle es una de las más importantes, tanto en calidad como en número, de la segunda mitad del XIX en Asturias; se han catalogado unas setenta composiciones suyas. Además, prácticamente la totalidad de esta música fue publicada, casi siempre por destacadas editoriales europeas y españolas. Constituye un caso bastante peculiar como compositor, ya que toda su obra está escrita para piano, el instrumento que dominaba desde el punto de vista técnico y expresivo. Esta música se puede dividir en tres tipos: el primero con obras basadas en la música tradicional; el segundo formado por obras originales que reflejan la estética del Romanticismo tardío, y el tercer tipo son las composiciones inspiradas en piezas de otros autores.

En cuanto a las obras basadas en música española, compuso seis Rapsodias españolas para piano. El género rapsódico, que no se sujeta a ningún esquema formal, ofrecía al compositor una gran libertad para el tratamiento de los temas tradicionales. Una de las influencias que más pesa sobre estas obras son las Rapsodias del compositor Franz Liszt. Purita de la Riva interpretará la Rapsodia Española, op. 19 de González del Valle. En ella pueden diferenciarse tres secciones: 1ª. Dedicada al folklore musical asturiano; 2ª. Hay un predominio de la música andaluza, y 3ª. Dominada por temas de jotas aragonesas.

Hay un elemento unificador en la Rapsodia que es la aparición a lo largo de la misma del tema de la Marcha real. Los aspectos más destacados de esta obra son: la cita directa y con pocas transformaciones de los temas tradicionales y un virtuosismo pianístico que busca la brillantez y el lucimiento del intérprete.

Por lo que se refiere a las obras de González del Valle basadas en música asturiana Purita de la Riva va a interpretar: la Rapsodia asturiana sobre aires populares para piano, nº 2; las añadas Yes nidia y No llores, no de la obra Rapsodia asturiana para piano, op. 13, y los temas Paxarinos y No la puedo olvidar de la obra Veinte melodías asturianas para piano.

Rapsodia escrita por Anselmo G. del Valle, donde figuran diversos símbolos asturianos: Don Favila contra el oso, un carbayón (roble), la Cruz de la Victoria rematada por la corona real (escudo del Principado), y la catedral de Oviedo.

La Rapsodia asturiana sobre aires populares para piano, nº 2, op.27 fue compuesta alrededor de 1890. Está dedicada “a su amigo don Teodoro Cuesta, músico y poeta asturiano” y va precedida por dos de sus poemas: Asturias y La romería. La Rapsodia se abre con el tema de danza prima La virgen de Covadonga y luego se van desarrollando otras canciones tradicionales como No se va la paloma o Nadie plante su parra. La Rapsodia termina brillantemente, como queriendo imitar el final de una romería asturiana, con un popular y enérgico baile de gaita.

La canción tradicional No la puedo olvidar aparece en otros cancioneros de la época, pero estas versiones no se pueden equiparar al delicado tratamiento que hace González del Valle del tema. Creo que es una de sus mejores composiciones ya que, sin acudir al excesivo virtuosismo pianístico, consigue una gran calidad estética, por ello su carácter es más íntimo y también más personal que el de otras obras.

El tema Yes nidia es una añada y lleva el texto en la parte superior; en él se amenaza al niño con las xanas para que se duerma. El tratamiento que hace el compositor de este tema es de una sencillez exquisita. La melodía se trascribe sin modificaciones, para ser tocada piano y muy ligada, indicaciones muy adecuadas para esta canción de cuna. El acompañamiento de la melodía es sobrio, pero el compositor utiliza con maestría los recursos pianísticos para crear la atmósfera adecuada. El piano es puramente descriptivo, especialmente en las cascadas de arpegios que imitan el sonido del agua de los arroyos en los que viven las xanas.

Para concluir tengo que señalar que la obra de Anselmo González del Valle es equiparable en calidad (en algunos casos sin duda mejor) a la de otros compositores españoles de la segunda mitad del siglo XIX, como Apolinar Brull, Eduardo Ocón, Miguel Capllonch o Teobaldo Power. Como ocurre con estos autores su música representa un nacionalismo sin las aspiraciones más universales de la música de Falla, Albéniz o Granados, en los que el nacionalismo se afina y evoluciona al contacto con las corrientes musicales europeas. La música de González del Valle está determinada por la época en la que vivió, es decir, por el Romanticismo tardío y la búsqueda del virtuosismo instrumental. Pero el tratamiento que hace el compositor de la música asturiana imprime un carácter más personal a sus obras; ya que su acercamiento a la esencia melódica y rítmica de estos temas hace que el lenguaje musical resulte, en cierto modo, innovador y original.


Fidela Uría Líbano
Cangas del Narcea, 2 de diciembre de 2011