Historias, relatos, crónicas, poemas, etc. enviados por los socios o colaboradores de El Tous pa Tous, o bien, que han sido seleccionados por El Payar de diversas publicaciones literarias y que tienen alguna relación con Cangas del Narcea.

“Crónicas Canguesas” (1910-1928) de Borí

Alrededor de mi casa. Crónicas canguesas (1910-1928), es un libro de Gumersindo Díaz Morodo “Borí” en el que se recogen 35 artículos y crónicas publicados en los periódicos La Justicia y El Distrito Cangués y en las revistas Asturias y El Progreso de Asturias. Alfonso López Alfonso es el autor de la biografía de Borí y editor de la obra; Juaco López Álvarez, firma una introducción en la que se reconstruye el mundo familiar y social en el que desarrolló su vida este periodista cangués. Esta publicación ha sido sufragada por el Ayuntamiento de Cangas del Narcea.

Borí nació en Cangas del Narcea en 1886 y murió exiliado en Salsigne (Francia) en 1944. En nuestra web puede leerse una breve biografía de este republicano rebelde, que durante cerca de veinte años se dedicó a escribir artículos políticos y crónicas de la vida canguesa, que constituyen hoy un testimonio directo imprescindible para conocer la vida social, cultural y política de Cangas del Narcea en las primeras décadas del siglo XX. Sus artículos muestran a un hombre preocupado por lo que sucedía alrededor de su casa y también por los grandes problemas de su tiempo. Borí era un escritor capaz de un amplio registro que abarcaba desde el artículo de opinión puro y duro hasta las crónicas viajeras o la semblanza emotiva. Casi hace un siglo que Borí escribió algunos de los artículos que se recopilan en este libro y muchas cosas han cambiado en Cangas del Narcea, pero hay en ellos algo que se mantiene muy vivo y nos alcanza de lleno.

Como deferencia para los lectores de la web del Tous pa Tous publicamos dos de los artículos de Borí recogidos en este libro: “Pláticas cuaresmales: ¡Meditemos!” (1912) y “Por tierras de occidente: Santiso” (1917). El primero es una muestra de artículo político en el que describe desde el punto de vista de un republicano, la lucha entre el liberal Felix Suárez Inclán y el conservador Luis Martínez Kleiser en las elecciones a diputado a Cortes por el Distrito de Cangas del Narcea en 1912 y el segundo es una crónica sobre el barrio de Santiso en Cangas del Narcea y su fiesta dedicada al vino.

Escritores asturianos de cine… ¡ay!

Filmada en 1951 en Buenos Aires, Argentina y protagonizada por la actriz española, Amalia Sánchez Ariño, Arturo García Buhr y Zoe Ducós

Por Alberto del Río Legazpi (26 de Marzo, 2010) en Por la Vía Láctea
Las obras de Alejandro Casona y de Armando Palacio Valdés inspiraron numerosas películas

Si usted se da un garbeo -cosa recomendable, tanto física como químicamente- por el elevado e histórico barrio avilesino de Miranda, deténgase ante el edificio de las antiguas escuelas y podrá ver una placa que le recuerda que «En esta escuela aprendió a leer Alejandro Casona (1915)».

El escritor residió en Avilés de niño, cuando destinaron aquí a su madre -y maestra-, Faustina Álvarez, mujer notable que hoy figura en lugar de honor de la historia pedagógica española.

Casona le confesó a Lia Beeson que él «era de una aldea asturiana muy pequeña, llamada Besullo, perdida por remota en las montañas de Cangas del Narcea. O sea, que no perdida en el sentido literario que le da mi paisano Palacio Valdés».

Sabemos que la obra escrita de Casona y la de Palacio Valdés son de trascendencia universal. Pero se suele desconocer la cantidad de títulos que de ambos autores fueron llevados al cine. Si de Palacio Valdés fueron trece, de Casona, la friolera de veintitrés. Trabajando incluso el dramaturgo como guionista.

En una ocasión, comiendo en Las Conchas, en Salinas, con Luis García Berlanga, nos enfrascamos en esta curiosidad cinematográfica asturiana, interrumpida a los postres por la retransmisión de la Vuelta a España, cosa que Berlanga -«vicioso confeso» del ciclismo- no perdonaba en aquellos tiempos triunfales de Perico Delgado. Más tarde, volví a coincidir con Berlanga en Madrid, cuando ya reinaba Indurain, y volvimos a retomar esa singularidad de los escritores asturianos en el cinematógrafo.

Y hoy leo que se ha clausurado en Cangas del Narcea un ciclo dedicado a Casona en el que se han exhibido algunas de «sus» películas que estaban, por abandono, a punto de ser descatalogadas. El ex director de la Biblioteca Nacional de Uruguay Raúl Vallarino ha dirigido este rescate. Y después de remasterizarlas, digitalizarlas y aplicarles el tratamiento necesario que las eximiera del peligro de extinción que las amenazaba, las ha cedido al Ayuntamiento cangués.

Me deja de una pieza la declaración que a este periódico hace el escritor uruguayo: «Nadie, ninguna Administración, ni española ni asturiana, nos ha apoyado salvo el Ayuntamiento de Cangas del Narcea, que ha apostado por esta recuperación de forma decidida».

Fuerte, ¿eh? No me extraña que Luis Arias Argüelles-Meres clame, por escrito, indignado, por el vergonzoso abandono al que se ve sometido el suroccidente asturiano.

Y uno, que agradece al señor Vallarino y al alcalde cangués la valiosa salvación cultural, recuerda que un día se puso en marcha la Filmoteca de Asturias, dependiente de la Consejería de Cultura del Gobierno del Principado de Asturias.

¿Seguirá existiendo?

La miel, Genestoso y el oso

Genestoso, Cangas del Narcea

La siguiente historia transcurre en el pueblo de Genestoso, del concejo de Cangas del Narcea, lugar mítico por su belleza natural. Este pueblo está coronado por el pico del Cabril, de 1.923 m. de altura, montaña desde la que se ve la vertiente de Cangas del Narcea con el pueblo de Genestoso y la vertiente de Somiedo con Villar de Vildas y la braña de La Pornacal.

En Genestoso vive Juan, un chaval joven y emprendedor, que viendo la afluencia de turistas que tiene este pueblo, quiso sacarle partido y se decidió a producir miel para venderla a los visitantes. Para ello compró colmenas modernas que permiten mejorar la producción de miel. Las instaló al lado de la casa familiar, en una era protegida con una pared de mediana altura. Juan, ilusionado, colocó las colmenas, calculó todos los posibles gastos de producción y los futuros beneficios por la venta de la miel. Estos números le salían sobradamente inclinados hacia el lado de los beneficios, ingresos que le permitirían ayudar en los gastos familiares. La miel sería de un sabor dulce y de color oscuro debido a la flora que tienen estos parajes de Genestoso. Pensaba Juan que esta miel se vendería sola y competiría con cualquier otra miel de las que hay en el mercado; por lo cual podría venderla tres o cuatro euros más cara. Si además en el tarro especificaba que era de Genestoso, producida a 1.140 m. de altura, dentro de un paisaje natural protegido, debería subirla todavía un euro más. Él pensaba que los turistas que visitan la zona se la quitarían de las manos.

Resumiendo, Juan estaba cambiando el cuento de la lechera por el de la miel. Digo esto porque no contó con otro socio que estaba echando las mismas cuentas, pero con más ganancia, pues no pensaba invertir ni un euro en colmenas, ni una gota de sudor en trabajo. Este personaje, ladrón y desconsiderado, es un vago que duerme meses enteros, día y noche, en una cueva, y que vigila como Juan coloca las colmenas en la era, escondido enfrente del pueblo, por el camino que sube al Cabril.

Reguero La Posadina

Cuando las colmenas están repletas de miel las visita de noche el socio de Juan: un oso pardo de avanzada edad que baja de la zona denominada La Carrizosa, por el camino que está a la izquierda del reguero de La Posadina; cuando llega al pueblo penetra en la era destrozando las colmenas para darse un buen festín.

La miel debe ser muy buena, como proyectaba el dueño, pues el oso repite la visita a las colmenas una noche si y otra también. Juan, aburrido, intenta asustar al oso poniendo un pastor eléctrico alrededor de las colmenas, pero aunque parezca imposible este oso, que no tuvo acceso a estudios, reaccionó de forma inteligente al latigazo eléctrico del pastor. Una vez que se dio cuenta del cable eléctrico, furó por debajo del mismo hasta abrir un agujero para acceder a la era; otras veces tiraba la pared contra el cable del pastor, permitiéndole pasar a comer la miel sin el menor sobresalto.

A estas alturas de la situación Juan ya se pone nervioso y opta por el sistema directo. Cuando el perro de la casa ladre porque sienta llegar el oso, saldrá con una trompeta y la tocará muy fuerte para asustar al ladrón, y Juan piensa que haciendo esto varios días seguidos el oso no volverá jamás.

Pobre Juan, no se daba cuenta que él tenía que trabajar de día y de noche, tendría que estar de guardián de las colmenas, mientras que el oso por el día estaba folgado sin pegar golpe y podía permitirse estar de juerga toda la noche.

Vino la noche y, como todas, el oso entró en el colmenar, se escuchó el perro ladrar y Juan salió tocando la trompeta. Daba gusto ver aquel panorama, una noche preciosa, un paisaje emblemático, un paisano en calzoncillos tocando la trompeta al oso que estaba robando la miel.

El oso cuando vio a Juan en paños menores tocando la trompeta, ¿qué pensaría?, se asustó tanto que echó a correr por el monte de Esquilón y no paró hasta que llegó al monte de Regla de Cibea, bien lejos de Genestoso. Esto pasó varias noches, hasta que el oso se acostumbró a las sonatas de la trompeta de Juan. El oso bajaba decidido, entraba rápido en la era, cogía una colmena con las patas y la tiraba al camino; cuando Juan reaccionaba y salía con la trompeta, el oso cogía la colmena del camino y la llevaba a comer junto al río, arropado por la oscuridad de la noche.

Enrique Rodríguez con Juan, Perales y otros vecinos de Genestoso

Juan desesperado pidió consejo a su vecino Perales, un minero prejubilado de Castro de Limés que está casado en la casa de Gavilán de Genestoso. Le preguntó que podía hacer con el oso para que no volviera a robarle. Perales, que siempre fue astuto y prefiere negociar antes que enfrentarse, le dijo lo siguiente: “creo vecino, que sólo hay una solución y es que vayáis a medias el oso y tú en el negocio de la miel”.

Juan siguió el consejo de Perales y así fue como solucionó el problema permitiendo al oso ir a medias en los beneficios de la miel. Puso la mitad de las colmenas, las más productivas, en el centro de la era y otras, las menos productivas, fuera de la era para que el oso las cogiera sin esforzarse y dejara las buenas. Esto dio resultado, el oso cumplió el contrato y no molestó más a las colmenas que estaban dentro de la era.

Por el verano venían turistas a Genestoso, visitaban el Pico del Cabril y al bajar pasaban por casa de Juan y le compraban miel. En una de esas excursiones, tomando un vino de Cangas en casa de Gavilán, tuve el privilegio de escuchar la siguiente conversación entre Juan y un andaluz que le quería comprar miel. El andaluz era un asiduo de la zona, era alto, desgarbado, con la barba de cinco días. Se presentó con el nombre de David, un abogado de Medina Sidonia (Cádiz) y en tiempo libre aprendiz de torero. Éste con acento andaluz le decía a Juan que quería diez litros de miel de la zona, pero se quejaba de que era el doble de cara que la que compraba en Andalucía. Juan le contestó, un poco desairado, que la miel que le vendía era el doble de buena que cualquier otra del mercado y si era el doble de cara era porque para producirla había que pagar los impuestos normales, más un excedente para mantener “fartos y gordos a los osos que tanto os gustan a los turistas venir a ver a Genestoso”.

Así acabó la conversación y el problema de Juan con el oso de Genestoso, y aunque parezca ficción doy fe de que es tal como lo cuento.

Pepe el de Corros

El Cueto Arbas desde Laguna Seca

En la falda del Cueto de Arbas, enfrente de Brañas de Arriba, pasa inadvertido el pueblo de Corros, pueblo que por su altura es azotado por el invierno y la nieve cada vez que la naturaleza desata los elementos por los contornos del puerto de Leitariegos.

Este pueblo de Corros, vecino del Monte del Gato, en sus buenos tiempos mantenía seis casas, que vivían de la ganadería. Sus dominios limitan con Trascastro, Gillón, Riomolín y la provincia de León; posee lugares naturales de verdadera belleza paisajística: el valle donde nace el río de Corros; la laguna denominada Chaguna Seca, desde la que se ve de forma privilegiada el Cueto de Arbas; el pico del Fraile que deja ver el valle del puerto de Leitariegos y el valle de Riomolín; el Pico de la Corona y el Monte del Gato, bastante conocido por albergar todo tipo de fauna en su interior, en el que destaca la visita de algún oso pardo.

Corros, Cangas del Narcea

El nombre del pueblo nos traslada a otros tiempos, en que los vaqueiros trashumantes subían por el verano a pastar los ganados a estas zonas altas y construían pequeñas cabañas de piedra que denominaban “corros”. Es posible que posteriormente ya se quedaran en la zona todo el año, formando el pueblo tal como lo conocemos hoy.

En las décadas de los setenta y ochenta, la emigración del campo hacia la ciudad hizo que en este pueblo sólo quedara un vecino, quedando las demás casas para ser visitadas durante los fines de semana. Este vecino es conocido como Pepe el de Corros, su nombre real es José Santor Antón, de Casa de Santos, tiene ochenta años y la primera impresión que suele dar cuando se le visita no deja dudas de su fortaleza: se presenta erguido como una vara de avellano, tiene fuerte semblante, en pleno invierno casi nunca le hace falta chaqueta, tiene que hacer mucho frío para que lo note. Cuando Pepe siente algo de frío los demás ya estamos en proceso de congelación, él dice con humor: “es que la juventud hoy coméis muchas cosas raras y no valéis ni para…”

Pepe el de Corros y Enrique Rodríguez

Pepe denota en sus facciones y ojos azules que de mozo debió de ser un buen representante de la zona en las fiestas populares. En la conversación puede esperarse que al estar aislado en el pueblo, los temas que se puedan abordar sean escasos, sin embargo nada más lejos de la realidad; pues Pepe, como es muy sociable, siempre tiene visitas de todo tipo. Además, lee constantemente y con las nuevas tecnologías, móvil, emisora…, está enterado de todos los temas de actualidad.

Siempre me llamó la atención, que muchas veces que subí a visitarlo sabía más de lo que pasaba en Cangas y alrededores que yo.

Políticamente es reservado y muy diplomático, como él dice hay que vivir y respetar a todos: “yo tengo que llevarme bien hasta con los osos del Monte del Gato”. Al final, Pepe deja ver que es un hombre de centro y respetuoso con todas las ideas.

Me decido a escribir estas líneas porque en una de tantas veces que lo visité, mantuvo una larga conversación conmigo en su cocina, comiendo buen jamón y tomando un buen vino de Cangas y, por supuesto, el chupito de hierbas hecho en casa, que según dice él cura todo: la barriga, el corazón, los ojos, etc. Solo es malo para la cabeza, si se abusa, pues con la presión atmosférica cambiando por la altura, la bajada de Corros puede entrañar alguna dificultad.

En aquella ocasión, Pepe me empezó a contar historias pasadas, relacionadas con la caza y el oso, que él vivió en primera persona, y consideré que tenían cierto valor por la peculiaridad de las mismas; indicaban fielmente como se vivía no hace tantos años en pleno contacto con la naturaleza.

Supe por otros vecinos que este hombre en sus tiempos mozos era un gran cazador, cazaba por el Monte del Gato, Pico del Fraile, Braña de Trascastro… , todos contornos del pueblo de Corros. Después vendía las pieles en la feria del sábado de Ramos donde peleteros de varios sitios venían a comprarlas ese día.

A algunas personas jóvenes y no tan jóvenes, esto puede parecernos que es una historia de los cazadores tramperos del Canadá, nada más lejos, esto se vivía no hace mucho en Cangas del Narcea.

Sentado en la cocina con Pepe, me empieza a hablar, con detalles meticulosos fruto de su proverbial memoria, como cazaba cuando tenía 20 años, donde se vendían las pieles y anécdotas que le ocurrieron. Intentaré describir aquí lo más significativo de lo que me cuenta entre trago y trago de vino.

Cuenta que todo lo que cazaba se vendía en la feria del sábado de Ramos, si quedaba algo se vendía posteriormente en la feria de La Cruz, en esta feria las pieles se pagaban menos. Muchas pieles se vendían en la zapatería de Casa Carchuelas de Cangas y otras veces venía un intermediario directamente desde Caboalles a comprarlas.

Las pieles que más se pagaban eran las de marta, aunque cazaba también gato montés, zorro…

Río Corros, afluente del río Naviego

Recuerda Pepe con añoranza la agilidad que da la juventud, pues una vez que estaba nevado, él y su vecino Aniceto, vieron un corzo que bajaba paralelo al río de Corros; Pepe se decidió a cazarlo vivo. El corzo y Pepe, los dos corriendo entre la nieve, bajaron desde el pueblo hasta el río que baja de la Braña de Trascastro, allí el corzo se rindió a la agilidad y resistencia de Pepe, que se abalanzó sobre él y lo cogió vivo; Aniceto no se lo podía creer, la dificultad de andar por la nieve era igual para los dos corredores.

Si algo no le gusta a Pepe es que le hablen de los lobos, siente gran respeto y desconfianza hacia este animal. Opina que es verdad el mito de que si un lobo te observa, se te ponen todos los pelos de punta y se tiene la sensación de que se despegan las ropas del cuerpo. Cuando le digo que eso no tiene lógica, que la explicación de esas sensaciones es el miedo, él me contesta con una pregunta: “¿Por qué no ocurre lo mismo con el oso que es un animal de mayor envergadura?”

Me cuenta como una vez estaba su hermana cuidando las cabras y vino una loba con cinco lobeznos pequeños, y sin respeto ninguno empezaron a matar a los cabritos con la hermana de Pepe presente: esta al ver la situación fue a salvar un cabrito, cogiéndolo con las manos; la loba al percatarse, se abalanzó sobre la niña, le quitó el cabrito de las manos y se lo ofreció a los lobeznos para que lo mataran. La niña, asustada, lo único que pudo hacer fue huir para no ser atacada.

Sin embargo a Pepe, cuando le hablas del oso le cambia la expresión, se queda más relajado, dice que está harto de encontrarse con él y tiene muchas anécdotas para contar. Siempre que se ven se asustan los dos, Pepe del oso y el oso de Pepe, y así conviven con cierto equilibrio de fuerzas que lleva a que se tengan el suficiente respeto para vivir juntos: el oso por el Monte del Gato y Pepe en el pueblo de Corros.

Cuenta como una vez los guardas forestales le preguntaron si viera el oso y si venía de la zona de Somiedo o de Muniellos. Pepe les contestó, con el buen humor que le caracteriza, que él cuando veía al oso nunca le pedía la documentación para saber de dónde venía; como es tan feo y habla tan poco, tiene miedo a que se enfade si lo molesta.

A pesar de la altura, los parajes de Corros cuentan con abundante vegetación y rincones naturales de verdadera belleza

Recuerda como una vez subían él y su vecino Aniceto de la fiesta de San Juliano y a media ladera, después de una noche de fiesta, Aniceto sintió la necesidad de vaciar las tripas escondiéndose entre unos matorrales. Pepe siguió andando y de repente se encontró cara a cara con un gran ejemplar que lo miraba fijamente; al verlo le dio una voz y el oso echo a correr asustado en dirección a los matorrales donde tranquilamente meditaba Aniceto, este al escuchar tan tremendo ruido solo le dio tiempo a subirse los pantalones y tirar piedras al oso mientras que corría precipitadamente delante de él para que no lo atropellara.

Otra vez me cuenta que estaba su padre, Pedro Santor, cortando mangos de avellano por el Monte del Gato para venderlos a los mineros de Villablino, cuando vio algo moverse encima del camino que baja de Corros hacia la braña de Trascastro; pensó que lo que se movía era un corzo que pastaba plácidamente. Se agachó y sigilosamente se acercó al borde de arriba del camino para coger el corzo por sorpresa y pegarle un golpe para cazarlo. Fue metiendo la mano por las matas hasta que tocó un brazo que era mucho más gordo que las cuatro patas juntas de un corzo, dándose cuenta Pedro del error, se tiró rápido hacia el camino y el oso asustado también se tiró, quedando los dos mirándose cara a cara; Pedro empezó a vocear y amenazando con la macheta que llevaba, consiguió que el oso se volviera y se marchara.

Dice Pepe que su padre llegó para casa sin ningún mango de avellano y no volvió nunca más a buscarlos al Monte del Gato.

Me sigue contando que siempre que se encuentra con el oso de frente, el animal es el que huye, salvo una vez que subía a ver unas vacas a Chaguna Seca y vio desde lejos un oso grande, un buen ejemplar descansando en un prado. Pepe por curiosidad se acercó por encima y le tiró una piedra a vueltas para ver que hacía; el oso al sentir la piedra se levantó y quedó mirándole fijamente; en ese momento los dos se echaron un pulso con los gestos y las miradas, Pepe lo describe muy bien, me dice: “Enrique, era como si me mirara con chulería y después de un tiempo decidiera irse, pero indicándome que se iba porque quería, no porque me tuviera miedo”.

Pepe me siguió contando encuentros y desencuentros con el oso, me dijo que últimamente los osos invernaban poco, cree que es porque los inviernos vienen más cálidos. También me enseñó una cueva que está debajo del Teso del Chano, donde siempre invernaba algún oso.

Molino abandonado de Corros

Me siguió contando como en el pueblo, aunque estaba alto, antiguamente se sembraban patatas y trigo, muestra de ello es que había en el río de Corros seis molinos, de las casas del Sastre, Natalio, Andaluz, el Maestro, el Rubio y Santos. Actualmente sólo queda uno en ruinas, pues los demás los llevó una avalancha en una gran nevada.

Me despido de nuestro anfitrión y cuando llego al Teso del Chano miro hacia atrás y veo todavía a Pepe enfrente, junto al corral de la casa; veo ochenta años de trabajo y de vida sencilla, sin grandes complicaciones ni explicaciones filosóficas. Sigo bajando en dirección a Trascastro ensimismado, pensativo, dándome cuenta que en ningún momento miré el reloj, ni pensé en el móvil, ni tuve prisa por marchar de este mundo tranquilo de Pepe. Claro está que como todo lo bueno dura poco, llego a la carretera de Leitariegos y ya empieza el ajetreo, ya empieza otra forma de vida más complicada, ya el reloj empieza a ser importante.

José Rodríguez Casín: – Yo di propinas a Onassis

Periódico La Nueva España del 26 de octubre de 1968 en el que aparece este reportaje

Por José Antonio Alonso Rodríguez – Casa Mingo de Moal; Fotos: Casa Casín de Moal, Cangas del Narcea. 

El día 26 de octubre de 1968, un joven periodista llamado Ramón Sánchez-Ocaña a quien acompañaba el fotógrafo José Vélez, como enviados especiales a Moal, publicaban en el periódico “La Nueva España” de Oviedo un reportaje sobre José de Casín, con el sugestivo título que ilustra este artículo. Ramón Sanchez Ocaña hace una amplia interviú con José de Casín como protagonista, en el que narra los avatares que tuvo durante los años mozos, cuando emigró a Argentina en busca de trabajo. Allá, en el hotel donde trabajaba, coincide con quien pasados los años se convirtió en una de las mayores fortunas del mundo: Aristóteles Onassis.  

La hoja que ilustraba el documental, si bien fue guardada con esmero por la familia Casín, a quién agradezco el envío de la información y las fotografías, no guarda la calidad necesaria para que pueda ser leída con normalidad, por lo que voy a transcribirla para su mejor lectura. 

Casín, de pie a la dcha. con boina. Onassis de traje junto a los compañeros del hotel Bristol de Buenos Aires

Yo di propinas a Onassis 

“Trabajamos en el mismo hotel: él de ascensorista; yo, de cafetero”

El era más hábil “trabajándose” las propinas.

José Rodríguez, de Moal, escribió al potentado proponiéndole un negocio de minas, y Onassis, al mes, respondió que no le interesaba.

Ramón SANCHEZ-OCAÑA y José VELEZ, enviados especiales

       Él, Onassis, estaba de ascensorista. Yo de cafetero. Y más de una vez le di un peso de propina… 

Lo que son las cosas. Aristóteles Sócrates Onassis, que desde hace muchos años acapara la atención mundial –y más ahora- recibía propinas de este hombre, José Rodríguez Casín, natural y vecino de Moal en Cangas del Narcea. Cuando llegamos, por tortuoso y embarrado camino, Casín estaba en cama. 

       Anda un poco mal del estómago, nos dice su mujer. Pero ahora viene.

Y vino. Y nos apoyamos en el mostrador de su bar. Y desarchivó todos sus recuerdos. Y sacó unas viejas cajas de puros. Y nos enseñó muchas cartas y certificados, y fotografías. Y charlamos.

Comunicado para recoger el pasaje

       Yo llegué a Buenos Aires –nos dice- en el año veintiocho. Al principio todo fue mal. Me tomaron el pelo, me engañaron, y hasta me robaron impunemente la maleta todo lo que llevaba. Quedé con lo puesto. Y gracias a un buen hombre que era de aquí, de Rengos, que me recomendó, entré en el hotel Plaza. Mire, mire –y vuelve a su archivo de recuerdos- esta es la carta en que me comunicaban que tenía trabajo…

Casín es un hombre alto, fuerte, de muy buena facha. Se le proponía entonces un trabajo de “mucamo” -según reza en documentos- y de ayudante de cafetero.

       ¿Y yo que iba a hacer?. Pues a ello.

       ¿Cuántos estaban trabajando allí?.

       No lo sé. Muchos. Porque de la misma empresa eran los cuatro mejores hoteles de Argentina. Y cuando hacíamos falta en uno o en otro sitio, para allá nos mandaban. 

Cheque expedido en 1931

Y allí, mientras José Rodríguez se ocupaba de la cafetera, un muchacho de unos veinte, veintidós años, bajito, moreno, enjuto, se ocupaba del ascensor: Aristóteles Sócrates Onassis. 

       Yo nunca pensé que podía ser griego, parecía un italiano.

       ¿Cómo se llamaba allí?.

       Nos llamábamos por nuestras ocupaciones, no por nuestros nombres. Allí estábamos de todas las partes del mundo. Y así como puede ser fácil decirme a mi José, decir Aristóteles u otros nombres extranjeros no es cosa tan sencilla. Yo era “el cafetero”. El “el ascensorista”. La verdad es que aquel hombre llamaba la atención. Mientras todos los demás charlaban de fútbol, de carreras de caballos, él estaba a lo suyo. Le interesaba el dinero, las propinas. Era el primero que ponía el ascensor. El más atento de todos. Y como todos andábamos a lo mismo, a mi me gustaba que al servir un café me dieran propina, y a él le gustaba que cuando te hacía un servicio, correspondieras.

Aristóteles Sócrates Onassis entonces no era más que un muchacho con aires italianos.

       Pero era –nos dice Casín- un muchacho que se pasaba, en los ratos que podía, con el pitillo en la boca. Yo creo que si se hiciera un monumento al tabaco, Onassis debería financiarlo, porque debe agradecerle mucho. Si, fumaba constantemente. A él le mandaban tabaco de Grecia. Y nos invitaba en muchas ocasiones. Era muy buen tabaco, esa es la verdad. Se notaba enseguida por el olor. Nos gustaba mucho a todos. Y siempre dijo que si lo vendía podría ganar algún dinero. Pidió más tabaco, compró una maquinilla de hacerlos, y ahí empezó todo.

La historia, con más o menos detalle es sabida. Lo difícil es el comienzo y Onassis que demostró siempre una gran habilidad y un talento natural poco frecuente, comprendió como aquello podía ir a más. Compró alguna máquina. Y empleó en la hechura de los cigarros a los viejos que vendían el tabaco por la calle. Así todos tenían interés en que aquello se venciera.

       Al principio salían sin marca ninguna. Después fue aumentando la fabricación, fue comprando más máquinas y se llamaron “Omega”.

Y pese al nombre, asimilado siempre a un final, aquello fue el principio. 

       Onassis había ascendido ya, porque como le digo, era muy trabajador. Y lo pusieron en la central telefónica. De “embornador”. Y allí debió de aprender lo suyo, porque en el hotel estaban los grandes financieros del mundo.

Después se le perdió la pista. Al poco tiempo abandonaba el hotel aquel muchachito que empezaba el gran negocio del tabaco. Las revistas nos cuentan que primero fue un barco, y luego otro, y luego otro. Y así, en progresión hasta ser hoy la tercera riqueza del mundo. 

       Casín, ¿y cuándo supo usted que aquel muchacho de cara italiana se había convertido en el hombre fabuloso que hoy es?

       Cuando los periódicos hablaron de él. Yo le vi y me dije: a este hombre lo conozco yo. Lo conozco. Lo conozco, lo conozco. Y entonces leí todo lo que hablaba de él. Y hasta que di con que había trabajado en el hotel Plaza.

       ¿Qué sintió entonces?

       Me alegré muchísimo. Porque llegar a donde está este hombre no es cosa fácil, no. 

LE PROPONE UN NEGOCIO

 

Familia Casín en 1946

Casín volvió de Buenos Aires, y se quedó en esta aldea de Moal. Aquí tiene su casa y su familia. También su ganado. Aquí ve pasar los días con tranquilidad. Guarda los primeros recortes que hablan de Onassis.  

       Hace tres años le escribí. Le felicité por su triunfo en la vida. Le mandé mis papeles del hotel para ayudarle a reconocerme. Y le proponía un buen negocio: que entrara de socio conmigo en la concesión de una mina de antracita que tengo. Tardó un mes en contestar. Me devolvió los papeles y dice que no le interesan.

        ¿y no hubo más correspondencia?.

        Si. La última: la de felicitación de boda. Es sencillo. No le digo más que sea muy feliz, que se lo merece y que siga siendo tan activo como era entonces.

       ¿Qué le parece la boda con Jacqueline?.

       Muy bien. Ella es una gran mujer. El es un gran hombre. Los dos eran famosos. Ahora lo son más. ¿A qué mujer no le apetece contar con la seguridad que da Onassis?. ¿Y a qué hombre le disgusta una mujer como Jacqueline?. 

Casín fue un famoso cazador de osos (1920)

Es curioso. Casín abre una botella de agua mineral. Luego charlamos de caza. Tiene una oreja partida.

  ¿Cazando?.       No, fue un mordisco en una pelea….hace ya años.

Pues si. Lo que es la vida. Este hombre le dio propinas a Onassis, por entonces un activo ascensorista del hotel Plaza de Buenos Aires. 

  –       Muy activo. Y muy correcto. Él se hacía ganar las simpatías y … las propinas.

       Y más de una vez le di un peso, más de una vez. 

 

La odisea de una mujer cubana llamada Argentina, oriunda de Cangas del Narcea

Por Jorge Fernández Díaz en LA NACIÓN – Sábado 16 de enero de 2010

Argentina nació en la calle Buenos Aires, y cuando decidió escapar de Cuba y llegar contra viento y marea a un remoto aeropuerto del Cono Sur llamado Ezeiza no se resignó a cruzar las peligrosas aduanas del régimen castrista sin la Virgen de la Caridad del Cobre.

Alguien trató de disuadirla, puesto que se trataba de una imagen religiosa en yeso y madera de considerable tamaño que no pasaría inadvertida para los escáneres ni para la policía cubana. Estaba arriesgando la fuga con ese capricho, pero ella no quería ceder. Esa virgen española calmaba las mareas y estaba rodeada de leyendas. Argentina la envolvió amorosamente en toallas y la metió en una maleta.

El aeropuerto de La Habana estaba ese día de noviembre de 1983 tomado militarmente a raíz de la invasión de los Estados Unidos a Granada. Pero Iberia no había suspendido los vuelos, de manera que Argentina Agüera Menéndez; su esposo, Tomás, y sus dos pequeños hijos se largaron con el corazón en la boca y con lo poco que tenían y se dejaron revisar hasta los huesos por los soldados.

Argentina y Tomás eran los sospechosos de siempre: dos personas que no militaban contra la revolución, pero que tampoco la abrazaban; dos ciudadanos que por pequeñas divergencias con la política oficial habían incluso perdido sus trabajos. Pero luego de examinarles las ropas y los documentos, no tuvieron más alternativa que dejarlos pasar. Cuando la maleta con la Virgen de la Caridad del Cobre ya estaba en la cinta transportadora y se disponía a atravesar el detector de metales, ocurrió un auténtico milagro. El operador viró unos segundos para aceptar el sándwich que le acercaba un compañero y al volver la vista ya tenía en la pantalla la siguiente valija.

La Virgen ilesa descansa ahora en el living de la casa de Argentina, en el barrio porteño de Belgrano, donde 27 años más tarde la mujer me está narrando el comienzo de su odisea. Argentina tiene 70 años, y Tomás está en una clínica médica desde hace unos meses, luchando contra un tumor cerebral. Ella nació en la calle Buenos Aires, se llama Argentina y es cubana, pero sus padres eran dos asturianos de Cangas del Narcea y de Tineo. El padre había huido en 1919 de España, porque andaban reclutando muchachos para enviar a la cruenta guerra con Marruecos.

Manuel aprendió el oficio de ebanista en Cuba, llegó a manejar un taller de 26 operarios y tuvo dos hijas. Cuando nació Argentina, una chispa cayó en el aserrín y el incendio destruyó la carpintería. Hubo que empezar de nuevo, hasta que once años más tarde la desgracia volvió a suceder: un cortocircuito arrasó con todo y ya el viejo asturiano se conformó con alquilar un pequeño local dentro de un taller más grande y allí se dedicó a reparar sillas y mesas hasta que la revolución lo pasó a retiro forzoso.

La infancia de su hija fue triste. Le decían Argentina La Carpintera, y como era asmática su madre no la dejaba asistir al colegio. Al principio de una temporada se vistió sola, tomó un cuaderno y un lápiz y se presentó en la escuela 58. Nadie se dio cuenta de que no estaba ni siquiera inscripta, y sólo levantaban sospechas su gran altura para una alumna de primer grado y los nervios que la hacían vomitar. A media mañana se presentó su madre e irrumpió en la clase. “Póngase de pie, alumna -le ordenó la maestra-. ¿Conoce a esta señora?” Tímidamente, Argentina respondió: “Sí, es mi mamá, pero me quiero quedar”. Su madre temía que durante una crisis asmática su hija muriera; las maestras se encargaron de convencerla y de darle garantías. Argentina finalmente se quedó y puso tanto afán en el estudio que, con ayuda de una maestra privada, hizo la primaria muy rápido. Luego iba, como correspondía, a corte y confección.

Pronto comenzó la violencia en Cuba. Desaparecían estudiantes y se formaba la resistencia. Los Agüera Menéndez rogaban que se fuera Batista y escuchaban por onda corta las proclamas desde Sierra Maestra. Cuando triunfó la revolución sintieron que había triunfado la libertad. Ese día memorable, Argentina estuvo todo el tiempo en la terraza viendo pasar la caravana de autos y banderas. Sin embargo, el viejo carpintero escuchó el primer discurso de Fidel Castro y articuló, en voz muy baja, una premonición: “Es un farsante”.

La sonrisa de esa familia fue cerrándose a medida que el castrismo iba expropiando fábricas, tiendas y comercios. Intervinieron, en esa secuencia, el taller donde trabajaba Manuel, y el carpintero quedó fuera de operaciones.

Argentina consiguió un empleo en el sanatorio del Centro Asturiano, primero como mucama y después como operaria en el laboratorio industrial. Como había estudiado mecanografía y taquigrafía, los revolucionarios la pasaron luego a Admisión. Allí conoció a Tomás, que era técnico en electrocardiogramas, que se mostraba renuente al nuevo gobierno. Argentina era callada, pero Tomás decía lo que pensaba: “Esto es una mierda”. Ella se fue enamorando, aunque al enterarse de que era seis años mayor que él quiso cortar relaciones. Pero el amor se impuso.

Ninguno de los dos era contrarrevolucionario, pero ambos eran católicos y querían una boda por Iglesia, algo que estaba muy mal visto en 1969: la religión es el opio de los pueblos. Caerían entonces bajo sospecha y vendrían las represalias. Argentina fue a ver al cura de la parroquia del barrio del Cerro y le explicó su anhelo: “¿Estás segura?”, le preguntó el sacerdote. “Aunque sea cáseme en la sacristía”, le respondió. Los compañeros de los novios recibieron la invitación. Uno de ellos la pegó en la cartelera de Las Guardias de la Milicia a modo de burla y denuncia. La ceremonia se hizo a puertas cerradas. Y los amigos no entraron al templo para no comprometerse.

Tuvieron dos hijos, y Argentina accedió, a pesar de todo, al Comité de Actividades Científicas en el sanatorio Covadonga. Una noche la gente del Comité de la Cuadra los interrogó: “¿Manuel y Tomás pertenecen al partido, están anotados en la reserva?”. La cosa no pasó a mayores, pero Argentina averiguó que estaban buscando hombres para enviar a la guerra de Angola. Si no era ésa, sería cualquier otra: “Tomás, tenemos que irnos de este país -le dijo ella-. Van a llevar a nuestros hijos a la guerra”. El viejo asturiano había escapado de España por la misma razón: la historia se repetía.

Tomás tenía primos en los Estados Unidos, pero emigrar parecía imposible. Así y todo, llenó una vez una planilla que repartían los norteamericanos y el Comité de la Cuadra dio aviso al sanatorio. El matrimonio fue inmediatamente expulsado. Era una situación precaria: la madre de Argentina tenía Alzheimer y el padre ya era muy anciano. A Tomás lo obligaron a barrer las calles. Y muy especialmente, los alrededores del sanatorio, para que sus ex compañeros vieran lo que les pasaba a los críticos de la causa. Cuando los ex compañeros lo veían, Tomás levantaba las manos y les gritaba: “Este es el precio de la libertad”. A Argentina la enviaron a trabajar al campo, pero como era asmática y tenía certificado médico la abandonaron a su suerte.

Los miembros del Comité arrearon a los vecinos para hacerles mítines de repudio. Ya no había matices: eran directamente “gusanos”, sin serlo, ante la mirada de la turba. Una noche les gritaron: “Apátridas” y “Tomás, ratón, te cambiás por un pantalón”. También le gritaban “puta” a su esposa, que abrazaba temblando a sus hijos. Volvieron a los tres días, y como balbuceaban, Tomás prendió la luz de afuera y les dijo: “Les enciendo la lámpara para que puedan leer mejor los insultos que traen escritos por otros”. En primera línea estaba el hijo de una vecina a quien Tomás había salvado de morir en una emergencia médica. Al día siguiente, el muchacho regresó, borracho de ron, y pidiendo perdón con los ojos llenos de lágrimas. “Vete para siempre de mi casa”, le dijo Tomás, dolorido, pero inflexible.

Otra mujer a quien él había salvado de un infarto le consiguió una tarea menos agraviante, y después trabajó con unas monjitas. Argentina y Tomás aprendieron de un dulcero a hacer merenguitos y comenzaron a venderlos clandestinamente en su casa. Con vestidos viejos, Argentina también fabricaba peluches y payasos de tela que le compraban en una maternidad.

* * *

Tardó un tiempo largo en darse cuenta de que la solución de su vida estaba cifrada en su propio nombre. Su madre murió en 1982 y la hija quiso ubicar a tres tías que vivían en la Argentina para comunicarles la triste noticia. Jamás había hablado ni tomado contacto con esos familiares de su madre que residían en el confín de la Tierra, así que empezó por enviar una carta a España. Una cuarta tía que se había quedado en Asturias remitió la misiva original a Buenos Aires.

Las hermanas de María vivían en Mar del Plata, Villa Concepción y Paso del Rey. Todas estaban casadas y tenían hijos. Respondieron rápidamente, y allí comenzó a encenderse una luz en ese túnel tan largo y oscuro: en 13 meses consiguieron enviarle a su sobrina perdida una visa por todo un año para ella, su marido y sus hijos.

¿Pero podrían salir de Cuba? No eran militantes anticastristas, se consideraban apolíticos, pero habían quedado marcados y condenados a la miseria por haberse atrevido a lo mínimo: casarse por Iglesia, querer emigrar para buscar nuevos horizontes, pensar distinto. Las idas y venidas con los documentos eran muy complicadas, les pedían muchos trámites, y Argentina temía que ese Estado policial le abriera la correspondencia y encontrara la forma de abortarle la partida. Un día, finalmente, la citaron en Migración. Una funcionaria examinó los papeles y miró a los niños. Lo usual era interrogarlos, pero esa burócrata no lo hizo. Les selló todo y les dio una fecha para retirar los pasaportes. Argentina llegó corriendo a casa. El viejo carpintero asturiano golpeó los brazos del sillón: “Al fin”, dijo. Y cuatro días después se murió.

Tras el duelo reaparecieron los miedos a una zancadilla. El Comité de la Cuadra sabía que se iban, pero creía que lo hacían a España. Quince días antes de que se marcharan, les quitaron la libreta de abastecimiento. Ahora no tenían nada para comer. Los vecinos les traían a escondidas leche en polvo y azúcar, y ánimos, porque faltaba poco. Dos días antes de partir, el Comité se presentó para clausurar la casa. Argentina y su familia tuvieron que mudarse a la casa de unos parientes y rezarle mucho a la Virgen de la Caridad del Cobre.

Fue entonces cuando llegaron al aeropuerto militarizado de La Habana, donde obligaron a Tomás a dejar en tierra todos los billetes cubanos que traía. Sólo llevaban consigo un cheque de viajero de 15 dólares, una valijita y otra maleta con la Virgen escondida. La espera en ese aeropuerto convulsionado y hostil les ponía los pelos de punta. Pensaban que a último momento, y por cualquier nimiedad, podían detenerlos. Cuando pasaron los controles y se sentaron en el Jumbo de Iberia se sintieron libres. Pero no era un vuelo directo. Llegaron a Panamá a las diez de la mañana y no había horario para el nuevo avión ni información veraz sobre lo que había ocurrido. Tomás intentó cambiar el cheque de viajero para alimentar a los niños, que estaban enloquecidos de hambre. Pero como era feriado no podía cobrarlo. Ahí estaban esos cuatro náufragos, con dos maletas y sin una moneda encima, esperando que pasaran lentamente las horas y en la sospecha de que alguien les había mentido con los pasajes o que en cualquier momento llegaría la orden de devolverlos a La Habana.

Al ver a los niños famélicos, un desconocido les ofreció salir de la zona de preembarque con ellos y darles de comer en la confitería exterior. Miraron a ese hombre calibrando si era decente o un degenerado, y al final decidieron correr el riesgo. El desconocido tomó de la mano a los chicos y se los llevó hacia la nada, y los padres se quedaron tensos, pensando que podrían no verlos más. Después de un rato interminable, el desconocido regresó con los niños y con jugos de naranja y galletas, que devoraron aliviados y agradecidos.

En un instante de desesperación, Tomás se lanzó sobre un empleado de Iberia. El vuelo se había suspendido, y tendrían que aguantar hasta la noche y abordar un avioncito que los llevaría a Lima. Un ataque de asma ahogó a Argentina y obligó a Tomás a salir a mendigar algo caliente. Le regalaron un café con leche y ella recuperó la respiración.

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A las tres de la mañana subieron en Perú a un avión de Aerolíneas Argentinas, hicieron una escala y llegaron a Ezeiza. Habían enviado por correo una foto de la esposa de Tomás, y entonces un primo suyo, que no la había visto nunca, comenzó a gritarle en el aeropuerto: “¡Argentina, Argentina!”. Había acudido toda la parentela en dos autos y una camioneta. Se abrazaron con un cariño flamante, algo confundidos por el reencuentro y por la extrañeza de la situación, y pusieron rumbo a Paso del Rey. Allí los aguardaba un asado de 12 kilos: Tomás preguntó para cuántos días era ese manjar. “Nos lo vamos a comer hoy mismo”, le respondieron. Los cubanos no podían creer ese despliegue: era la comida de todo un mes. A los postres, el primo de Argentina fue certero: “Hasta aquí los trajimos; ahora depende de ustedes”.

Cuando Argentina vio por televisión que Raúl Alfonsín llamaba a la reconciliación de los argentinos, y que en su discurso no había vocablos castristas tan frecuentes como “guerra” y “enemigos”, sintió una paz interior que no conocía. Tomás fue pintor y mozo, puso restaurantes, se fundió y salió adelante. Y Argentina trabajó veinte años en un laboratorio. Tienen ahora un bar exitoso en Paseo Colón y Moreno, y Argentina empezó a decir que quería volver a visitar Cuba para ver a su familia. Tomás no estaba de acuerdo, pero la acompañaba con resignación en ese propósito. Regresar. Después de tanto tiempo y esfuerzo. Regresar unos días, por última vez.

Una tarde, Argentina lo vio triste en el café, y le dijo: “No te preocupes, Tomás, si no quieres volver no volvemos”. Pero no era tristeza. Lo internaron ese mismo día y descubrieron que tenía un tumor alojado en el cerebro. Se lo extirparon. Perdió la voz y algunas funciones del cuerpo. Argentina está a su lado día y noche, tratando de sacarlo del pozo, en esta nueva odisea de la vida que los médicos llaman “rehabilitación”.

Nos acercamos a la Virgen de la Caridad del Cobre, que tiene sobre un aparador. Veo los detalles de esa Virgen peregrina. La mirada tranquila y, a sus pies, los tres jóvenes que la adoran desde su canoa. Después miro los ojos de Argentina, acostumbrados al arte de sufrir. Hay una frase asturiana: “No tengas esperanzas y así no tendrás desilusiones”. Pero esta mujer tiene la tremenda valentía de la esperanza, y estoy seguro de que no la perderá jamás.

 

El personaje
ARGENTINA AGÜERA MENENDEZ
Una cubana que llegó a Buenos Aires en busca de la libertad que le faltaba.

Quién es: tiene 70 años y vive en el barrio de Belgrano. De padres asturianos (de Cangas del Narcea y Tineo), nació en la calle Buenos Aires, de La Habana. Se enamoró de Tomás Villanueva Lozano y tuvo dos hijos. Ahora tiene también dos nietos y un bar en la avenida Paseo Colón.

Qué hizo: ella y su familia recibieron con alegría la revolución castrista, pero con el tiempo cambiaron de opinión. No eran “gusanos”, pero pensaban distinto y fueron atacados por turbas, humillados, echados de sus trabajos y reducidos a la miseria.