Historias, relatos, crónicas, poemas, etc. enviados por los socios o colaboradores de El Tous pa Tous, o bien, que han sido seleccionados por El Payar de diversas publicaciones literarias y que tienen alguna relación con Cangas del Narcea.

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El Centenario de la Independencia en Cangas de Tineo

Sr. Director de El Popular:

Grabado de la gloriosa Batalla de La Albuera en la que participó el Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo el 16 de mayo de 1811. Archivo y Biblioteca de la Diputación de Cáceres

Mi querido amigo: A las diez de hoy dio principio en ésta villa la fiesta patriótica que la Comisión compuesta por los simpáticos cangueses D. Manuel Flórez (verdadero organizador), D. Abel Valle y D. Bernardo Villamil, organizó para conmemorar brillante y dignamente la fecha del Centenario del Bautismo de Sangre que en la batalla de Rioseco, recibió el bravo y heroico regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo, el día 14 de Julio de 1808.

Este regimiento peleó durante los seis años de duración de la guerra contra el invasor francés y tomó la más activa parte en la batalla de Tolouse, donde en carga a la bayoneta llegó hasta diez pasos de las tropas francesas obligándolas a retirarse en precipitada fuga.

A la hora antes citada se organizó la procesión cívica la que componían todas las clases sociales de esta importante villa y en la que figuraban en primer lugar el batallón infantil, niñas y niños de las escuelas públicas, peones camineros del concejo con banderolas, siguiendo después las comisiones oficiales por el orden siguiente:

Ayuntamiento presidido por el Alcalde don Nicolás del Ron, que era portador de la laureada Bandera del Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo, Juzgados de Instrucción y municipal, militares residentes en este villa, RR. PP. Dominicos de Corias y Clero parroquial del Arciprestazgo, seguían el Orfeón y Banda municipal de música, cerrando la comitiva el pueblo en masa.

Llegada la procesión al Campo de la Vega al Orfeón y Banda ejecutaron un precioso himno dedicado a los héroes del citado regimiento cuya composición es debida en la letra de don Alfredo Flórez y la parte musical, llena de aires guerreros y admirablemente armonizada es obra del ya muy afamado compositor y director de la banda municipal D. José de Castro.

Seguidamente dio principio la misa de campaña, celebrando el Santo Sacrificio el virtuoso coadjutor de esta parroquial don Benigno Fernández. Este siempre imponente acto llenó hoy mi alma de santo entusiasmo, pues en el campo y viendo reflejarse en los semblantes de los fervientes católicos de Cangas de Tineo la sumisión y la fe ardiente que en su corazón rebosaba, se electrizaba mi cuerpo y bendecía una y mil veces el Santo Nombre de Dios.

Grabado de la gloriosa Batalla de La Albuera en la que participó el Regimiento de Voluntarios de Cangas de Tineo el 16 de mayo de 1811. Archivo y Biblioteca de la Diputación de Cáceres

La parte más sublime de la fiesta fue la oración pronunciada por el sabio y precaro hijo de Santo Domingo R. P. Sanz, director da la «Revista del Rosario» y profesor del Colegio de Vergara.

Dio principio a su discurso el Padre Sanz, con un exordio tan hermoso y lleno de tonos de humildad, que antes de darle fin se había apoderado totalmente del numeroso auditorio que le escuchaba, teniéndole pendiente de su elocuente y arrebatadora palabra.

Entrando en materia (y permítaseme la frase) se remontó al principio de la invasión de los agarenos, haciendo historia de la guerra de la Reconquista, pero al hacer la descripción de la pelea en, Covadonga, lo hizo con tal entusiasmo y con tan arrobadora elocuencia que todos los oyentes sin excepción prorrumpieron en calurosos y atronadores aplausos. El R. P., imponiéndose a tanta multitud, continúo su inapreciable sermón, reseñando como lo haría el mejor historiador, toda la guerra contra el moro hasta sepultarle allende del Estrecho. Tuvo párrafos preciosísimos haciendo historia de la guerra de la Independencia, pero estuvo sublime al cantar las glorias del pueblo español en 1808, que defendía (dice el Padre Sanz, lleno de entusiasmo) que defendía a su Dios, a su Patria y a su Rey, sin que éste y su Gobierno extendieran en su diestra la espada y se pusiera al frente de su pueblo, como lo hicieron Pelayo en Covadonga, Fernando en Granada y Carlos V en Flandes. Nuevamente se oyen los aplausos, pues es tanto el entusiasmo que es imposible contener las manos y éstas exteriorizan lo que el corazón siente.

Termina el P. Sanz, su oración con un patriótico himno a la Bandera que cobijó a los valientes cangueses en sus triunfos y deseando que si llega el caso los españoles de hoy sepamos seguir el ejemplo de nuestros abuelos no permitiendo que el invasor nos arrebate nuestra Fe, ni se enseñoree de nuestra Patria, pues como los héroes de 1808 a 1814 y derramando si fuera preciso la última gota de nuestra sangre.

Organizada nuevamente la procesión cívica se dirigió a la Casa Ayuntamiento, donde el Alcalde señor Ron tras breves y elocuentes frases descubrió una lápida conmemorativa, para perpetuar la memoria del laureado Regimiento de Cangas de Tineo.

Descubierta ésta y desde el balcón central de la Casa Consistorial dirigió la palabra al pueblo el famoso Dr. D. Ambrosio Rodríguez, muy conocido en Gijón, y en elocuentes y sinceras frases hizo un patriótico discurso que terminó de llevar el entusiasmo al espíritu del público terminándose el acto con vivas a España, a la Religión y a Cangas de Tineo y su Regimiento.

Suyo siempre amigo

Adolfo


(El Popular, 16 de julio de 1908)


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Afrinda ‘de los nenos’

altHay días raros. Días cambiantes. Contradictorios. Días como el de hoy, que comienzan con una niebla baja que cubre por completo el valle del río Ibias, y que aclaran como por arte de magia al dejarse engullir por el túnel del Rañadoiro. Hay días raros y hay nombres inusuales. Nombres como el de Afrinda. “No sé de dónde lo sacó mi padre. Mi madre quería llamarme Florentina. Mucho más bonito. Yo no sé de dónde salió lo de Afrinda…”

Hay días raros, hay nombres inusuales y hay conspiraciones cósmicas que detienen la marcha en Vega de Rengos —La Veiga— y ponen en mi camino un rostro arrugado como un mapa, un cuerpo etéreo —pura piel sobre hueso— y una sonrisa triste que da la bienvenida e invita a quedarse. Afrinda. “¿Quiere ver la capilla de San Antonio? Pues yo la acompaño”. Inútil negarse. Y, la verdad, tampoco quiero prescindir de disfrutar de su compañía.

altYo nací en 1931. En Santa Coloma, en Allande. Me casé y tuve tres hijos. Vivíamos bien en La Pola. Mi marido trabajaba en la construcción. Pero entonces fue cuando lo de las minas en Cangas. Y mi marido ganaba bastante, pero le dijeron que podía ganar la mitad más aquí. Y nos vinimos allá arriba (San Martín de los Eiros). Eran los años 50. Pero la mina no le sentó bien. La casa donde vivíamos ni era casa ni nada. Era un cuchitril. Pasábamos mucho frío. Y mi marido enfermó de los pulmones. En la mina había mucha humedad y a él no le vino bien. Y murió. Murió con treinta y pocos años. Y me dejó sola con tres nenos pequeños.

La dureza de aquellos días se adivina en sus manos cálidas y fuertes, desproporcionadamente grandes para un cuerpo tan frágil, unos dedos maltratados por la artrosis, por el trabajo, por una vida de miseria y sufrimiento.

alt…tres nenos pequeños. Y allí arriba hacía mucho frío. No se podía vivir. Y los nenos no podían ir a la escuela, porque había grietas en la escuela y el maestro se negó a entrar.

San Martín de los Eiros desapareció completamente hace años engullido literalmente por las galerías de las minas que horadaron despiadadamente su subsuelo. Es un pueblo fantasma del que sólo resta una panera en pie.

…entonces nos vinimos para aquí —la casa rectoral de La Veiga—. El señor cura vivía aquí y nosotros teníamos un cuarto de renta en la parte de abajo. Fueron tiempos duros. Tenía dos hijos y una hija. La hija se empeñó el padre en llamarla como yo. Afrinda. Vive en Málaga. Otro hijo murió también en la mina. Y luego está el que vive en Corias. Viene a verme todos los días. Pasa y te enseño la casa. Estoy de renta. Pero no quiero ir a vivir a un piso.

altLa casa está razonablemente ordenada y limpia. Los suelos son de tablones de castaño. Una casa rectoral, ahora ya colonizada por completo por Afrinda, sus gatos y sus humildes pertenencias.

Mi hijo tuvo que poner cristales en la galería porque no había. Aquí no paso frío. Tengo la cocina de carbón. Y mira, tengo la radio. Por la mañana la pongo y no la quito en todo el día.

La radio está desintonizada. Emite un runrún continuo en el que no se distinguen más que ruidos.

Me hace mucha compañía. A mí me gusta que venga gente. Mira. Tengo lavadora. Y cuarto de baño. Aquí vienen todos los niños del pueblo. Les gusta mucho venir. Por eso la llaman ‘la casa de los nenos’. A mí no me molestan. Me gusta que vengan.

altLa verdad es que ahora hay poca gente por aquí. En verano no están los nenos de la escuela. Mira. Antes el campo de la capilla estaba limpio y rozadito. Daba gusto verlo. Ahora nada. Las ramas de los árboles van a tirar la capilla. Y las imágenes se las llevaron para la iglesia para que no las roben. Los tiempos han cambiado mucho. Y no siempre para mejor. Yo estoy viuda. Enviudé muy joven. Mi marido enfermó de la mina…

Y Afrinda repite su tragedia vital porque el sufrimiento le ha quedado grabado a fuego en el corazón. Y en su cuerpecillo frágil y vigoroso a la vez, late un corazón roto que sólo se cura de vez en cuando con la compañía de los nenos y la conversación que actúa como válvula de escape de su añejo dolor.

Hay días raros y hay nombres inusuales como Afrinda.

Afrinda ‘de los nenos’.

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Publicado el 03/07/2013 por María del Roxo en su blog: EL LEJANO OESTE, Ibias y otros territorios

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La realidad y el deseo de Venancio García Pereira

El Muséu del Pueblu d’Asturiesalt, en su incansable labor por mantener a buen recaudo nuestro patrimonio cultural y nuestra historia, acaba de publicar Cuadros y escenas criollas de Villaguay (Argentina), escritos por el médico Venancio García Pereira en 1894. Desde el punto de vista intelectual, el libro, inédito hasta ahora, fue el pretexto para el contacto entre las dos orillas de un océano, y por tanto sale a la luz en edición de Juaco López Álvarez, director del Muséu del Pueblu d’Asturies, con la ayuda de Raúl Jaluf, responsable del Museo Histórico Municipal de Santa Rosa de Villaguay, y con textos explicativos del propio Juaco López y de Manuela Chiesa, investigadora, y Miguel Ángel Federik, abogado y poeta, ambos de ese municipio argentino de la provincia de Entre Ríos.

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Página del manuscrito de ‘Cuadros y escenas criollas de Villaguay’ de 1894

Detrás de cada hallazgo suele haber una pequeña novela, a menudo digna de contar. Juaco López visitaba en la infancia la casa de los padrinos de un hermano suyo en el barrio de El Corral, en Cangas del Narcea. Años más tarde, ya adulto y responsable del museo, recibe una llamada de unos anticuarios por un lote procedente de Cangas del Narcea. En el lote descubre unos cuantos papeles de aquellas personas que visitaba en la infancia, ya fallecidas, y entre ellos algo más: “Los documentos que más llamaron mi atención fueron dos novelas manuscritas en unos cuadernos, fechadas en Madrid en 1876, y otros tres cuadernos más pequeños con escritos realizados en Villaguay en 1894, todos ellos firmados por Venancio García Pereira”.

¿Y quién fue este hombre? Venancio García Pereira nació en el seno de una familia conservadora y profundamente religiosa en el barrio de El Corral, de la por entonces Cangas de Tineo, en 1857. En 1873, después de cursar los estudios secundarios, marchó a Madrid a estudiar Medicina, carrera que acabaría en Santiago de Compostela en 1879. Aficionado a la literatura, dejó escritas algunas novelas y empezadas otras, todo, salvo lo que se incluye en los apéndices de este libro, rigurosamente inédito. En Galicia casó con Efigenia, y en 1885, con 29 años y sin su mujer, que no lo acompañó y con la que después no tuvo ningún contacto, se fue a la República Argentina, donde durante una década, mientras se lo permitió una salud quebrantada prematuramente, ejerció de médico en Villaguay. Murió en Buenos Aires el 1 de mayo de 1896.

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Venancio García Pereira en Paraná, 1890

A Villaguay, en pleno monte de Montiel, en el corazón de la provincia de Entre Ríos, llegó Venancio para quedarse, algo sumamente extraño entre los emigrantes de su tiempo, a los que más bien movía el deseo de ganar dinero y volver a su patria. Impulsado por cierto idealismo romántico y quizá algo bohemio, un médico español, con posibilidades de ganarse bien la vida cerca de casa, se fue a un pueblo remoto, con una farmacia, un café y poco más de mil habitantes. Uno de esos pueblos que tienen algo de la mítica salvaje del western, con parroquianos procedentes de mil lugares en busca de una nueva vida y a los que nunca se les pregunta por su pasado; un pueblo con calles en construcción, casas a medio hacer y un reducido cuartucho donde se aloja la redacción del periódico local recién inaugurado. Venancio, un tipo bien original, tiene además la peculiaridad de que en este cuaderno habla de lo que le rodea. Por sus correspondencias se puede reconstruir parte de la vida de algunos emigrantes, pero estos Cuadros y escenas criollas son un texto raro para la época en España. Este médico, con la incansable curiosidad del niño, la paciencia del entomólogo y la precisión del buen novelista -Émile Zola es el único escritor que cita- se interesa por el territorio en que se ha instalado y por las gentes que lo habitan. Los observa, muchas veces desde la barrera, porque las cacerías o las domas de caballos son peligrosas para quien no está acostumbrado a ellas; anota lo que hacen, pone especial atención en el lenguaje -el cuaderno está salpicado por una cantidad considerable de palabras argentinas que el autor explica en nota-, viaja con ellos, describe el paisaje, explora el campo, aprende; y con ellos disfruta de alguna farra y asiste a un velatorio que le llama la atención por su carácter festivo. Como buen médico, se desquicia con sus supersticiones, en concreto con aquellas en que entran en juego los curanderos o la higiene poco recomendable -se comen los piojos porque creen que los libra del mal de ojo-, y como buen filántropo atiende a los pobres y aguanta estoicamente que casi todo el mundo le deba dinero por sus servicios: “Hace nueve años que trabajo y mucho; no soy rico, hay muchos que me deben la vida y casi todos dinero, y tengo dos amigos”. Como explica Juaco López, en los Cuadros y escenas criollas Venancio “se paseará por todos los distritos rurales de Villaguay, describiendo el monte, el río Gualeguay, las lagunas, los árboles y arbustos, los animales, las aves, los peces, los insectos, así como las costumbres del país: el consumo de mate, la vida en la pulpería con sus juegos y carreras de caballos, los apartes o recogida y selección del ganado, las hierras u operación de señalar y marcar el ganado, la caza y la pesca”. Y también la sociedad de Santa Rosa de Villaguay, entre la que se movió cotidianamente y con la que parecía tener una relación ambigua, mezcla de resentimiento y atracción.

La vida de todo hombre es un enorme interrogante, un enigma sin resolver, un cúmulo de contradicciones. La de éste, desde luego, no es ninguna excepción. Un hombre conservador y muy religioso escoge como profesión la medicina. Quiere el tópico decimonónico que en cada pueblo español haya dos bandos enfrentados: el del cura y los conservadores, por un lado, y el del médico o el boticario y los liberales, por otro, pero claro, éste, como todos los tópicos, solamente es verdad a medias, y Venancio tiene algo de los dos bandos. Sus ideas sobre la enseñanza no son las de la Institución Libre de Enseñanza, pero su espíritu responsable y ecuánime no quita su parte de culpa a los sacerdotes: “La caridad evangélica y la humildad cristiana son letra muerta para estos traficantes de conciencias que jamás bautizarán ni casarán a un individuo, por pobre que este sea, si antes no se agenció del dinero suficiente para entregarlo al cura por el sacramento que descarada y cínicamente le vende”.

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Placa de bronce dedicada en 1929 a Venancio García (1857 – 1896) en el Hospital de Villaguay

Un médico se fue a un pueblo pequeño y exótico al otro lado del mundo, lejos de casa, dejando en Galicia a la mujer de buena familia con la que se había casado, pero, como se deduce de alguna carta reproducida en la introducción, lo hizo con ciertas aspiraciones. Lo más probable es que esas aspiraciones no fueran profesionales. Puede que más bien fueran literarias, una manera romántica de cargarse de experiencias y tener cosas sobre las que escribir, un poco a lo Lord Byron. Pero cómo saberlo. Además, el cuaderno en el que escribió estos Cuadros y escenas criollas -el título es del editor, tomado del cuaderno- está dedicado a su cuñado, y en esa dedicatoria manifiesta que su único objetivo es procurarle un rato de distracción. Sin embargo, el último capítulo, titulado “Por las Raíces“, donde narra un viaje por el distrito de ese nombre, comienza: “No se alarmen inútilmente mis lectores”, lo que indica que en su subconsciente anidaba el deseo de tener algún lector más que su cuñado. Por último, como se deduce de una carta que Gerónima Arteaga de Montiel le envía a Dolores García, hermana de Venancio, tras el fallecimiento de éste, el médico seguramente fue un gran filántropo. Se comportó con profesionalidad y diligencia en su trabajo, atendió a los pobres y en aquel pueblo le están agradecidos -una placa en su honor da fe de ello-. Y también acogió a un niño huérfano. Pero hay una duda en el aire, y la primera en plasmar esa duda es su propia hermana, que lo había acompañado algún tiempo en Villaguay, había estado con él, se había ocupado de sus asuntos tras su muerte y debería conocer bien esos pormenores. No obstante, pregunta, y la pregunta que hace no es muy tranquilizadora: ¿No será ese niño hijo de mi hermano? La respuesta, por el contrario, le permitió vivir tranquila.

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Casa comenzada a construir por Venancio García en Villaguay en 1895, que él no vio terminada

Todos somos hojas arrastradas por el viento, y mientras nos arrastra creemos que siempre lo hará hacía adelante, en una carrera imparable y constante en la que la realidad irá acoplándose como un fino guante de piel a nuestros deseos, pero no es así. Bien contada, cualquier vida es un interesante relato, aunque algunas tienen ingredientes más propicios que otras para captar la atención del lector. La de Venancio García Pereira, con sus certezas y sus incertidumbres, sus búsquedas y sus hallazgos, sus luces y sus sombras, sus inquietudes, su amor por la naturaleza, su atención a los más necesitados, su incesante espíritu aventurero, su casa a medio construir en Villaguay, quizá metáfora de su existencia, y su temprana muerte, es de las que merecen ser contadas. Y en este libro se cuenta con la misma precisión y el mismo garbo con que él explicó las costumbres de los habitantes de “esa exigua parcela del mundo”.

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Un cangués de 136 años…

altEl 7 de junio de 1844, en el diario El Heraldo, de Madrid, aparecía una noticia en la sección “Gacetilla de la capital” que daba cuenta de la existencia de un hombre de 136 años, vecino de Madrid, que probablemente era el más longevo de Europa y del mundo. El anciano estaba sano, razonaba perfectamente y trabajaba. Para demostrar su edad exhibía su partida de bautismo. Era natural de Cangas de Tineo (desde 1927, Cangas del Narcea) y había nacido el 24 de junio, día de San Juan, de 1708. Se llamaba Manuel Collar.

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Grabado militar de la época representando a Francisco Abad Moreno, apodado El Chaleco.

Cuesta creer esta noticia, porque 136 años son muchos años para cualquiera, tanto en 1844 como en 2013. ¿Era un farsante? Es probable, porque no solo enseñaba la fe de bautismo sino que contaba hechos de la Guerra de Sucesión y se vanagloriaba de haber vivido bajo el reinado de todos los Borbones, desde Felipe V a Isabel II. En su biografía mencionaba haber sido secretario particular del conde de Fernán Núñez, Carlos de los Ríos de Rohan y Chabot (1742-1795), con el que había estado en las embajadas de España de Lisboa y París, que este conde ocupó entre los años 1778 y 1790; es decir, Collar, el secretario, tenía unos 80 años.

Más curioso era su comentario de que luchó con Chaleco durante la Guerra de la Independencia. Este fue un famoso guerrillero natural de Valdepeñas, llamado Francisco Abad Moreno (1788-1827), que durante el reinado de Fernando VII fue ahorcado por liberal. Cuando Chaleco comenzó su lucha contra el invasor francés, en 1809, Collar tenía 101 años, y hay que tener mucha imaginación para pensar que un anciano de esa edad pueda andar tirado por el monte atacando y huyendo del ejército de Napoleón.

A continuación copiamos la gacetilla que le dio a nuestro paisano un día de gloria, aunque ésta no parece que fuese muy merecida:

—De la Guía del Comercio de anteanoche copiamos el siguiente portentoso caso de longevidad:

“A propósito de lo que la prensa periódica nos ha referido estos días, de haber muerto hace poco en las cercanías de Brodhaven un hombre que contaba 122 años de edad, podemos decir tuvimos anoche el gusto de tomar el té en Madrid acompañados del Sr. D. Manuel Collar, que contará 136 años el día de San Juan, 24 del mes corriente, y cuyo estado de robustez y agilidad promete alcanzar al fin del presente siglo. Es socio y desempeña actualmente la contaduría de una empresa minera.

La relación que por él mismo nos ha sido hecha es la siguiente: Nació en Cangas de Tineo (Asturias) el 24 de junio de 1708, según la fe de bautismo que legalizada conserva en su poder. Fue estudiante en sus primeros años, estuvo casado 16 años y hoy es viudo sin hijos. Obtuvo la más alta confianza de D. Carlos de los Ríos de Rohan y Chabot, sexto conde de Fernán Núñez, en calidad de secretario particular, cuando fue embajador español en Lisboa y París, antes y después de la revolución francesa. Ha estado en Nápoles, en Roma, en Suiza y conoció personalmente en Berlín al gran Federico II. Se acuerda perfectamente del estado en que quedó España después de la guerra de sucesión entre Felipe V y el archiduque Carlos de Austria.

Su vida y costumbres han sido metódicas y puras; levantase con el sol en todo tiempo, dando enseguida un paseo fuera de casa, hace una buena comida según lo permite su regular estado de comodidades e independencia. Sus dientes están completos, excepto algunas muelas, su cabello es blanco y poco calvo, estatura regular y no grueso, buen color y aseado en su persona.

Ha conocido toda la dinastía de los Borbones, a Felipe V, Luis I, otra vez á Felipe V, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV, José Bonaparte, Fernando VII e Isabel II. Solo estuvo enfermo unos días en Lisboa con garrotillo, seis días con calenturas en París hacia el 1790 y tres meses con tercianas en Aranjuez, a donde hoy hace la apuesta de ir a pie, a pesar de la distancia de siete leguas desde la casa que habita hace cuarenta años en la parroquia de San Justo de esta corte. No fuma, tiene un buen carácter de letra, y solo para leer y escribir usa de anteojos, aunque representa en la actualidad como setenta años. Acompañó á Chaleco en varias expediciones durante la guerra contra Napoleón por los montes de Toledo.

En fin, nuestro notable compatriota se halla seguramente el primero a la cabeza de las generaciones existentes en la Europa.”

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Tres artículos de Gumersindo Díaz Morodo Borí publicados durante la Guerra Civil en el periódico republicano El Diluvio, de Barcelona

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Cabecera de un ejemplar de 1 de junio de 1938 del periódico izquierdista El Diluvio

En el año 2009, con la imprescindible ayuda de Juaco López Álvarez y la del Ayuntamiento de Cangas del Narcea, me encargué de recoger en libro una selección de crónicas periodísticas de Gumersindo Díaz Morodo Borí (Cangas del Narcea, 1886 – Salsigne, Francia, 1944), un peculiar escritor, furibundamente republicano, que con un estilo ágil y directo se enfrentó abiertamente a los caciques y al clero de su tiempo desde las páginas de El Distrito Cangués, periódico que tuvo en propiedad, y desde las de otras publicaciones con las que colaboró y en las que quedaron dispersos sus escritos. El libro se tituló Alrededor de mi casa y se completaba con las cartas que Constantino Suárez Españolito le había enviado a Borí con el fin de que éste le informara sobre escritores y artistas cangueses para incluirlos en su Escritores y artistas asturianos. Lo que Alrededor de mi casa pretendía era rescatar del olvido y poner al alcance de todos al escritor local más explosivo, raro, apasionante y apasionado que hemos tenido.

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Cabecera de un ejemplar de 15 de julio de 1938 del periódico izquierdista El Diluvio

Pese a que Borí murió en 1944 en Francia, en el exilio, mientras preparábamos el libro no fui capaz de encontrar ningún escrito suyo publicado después de 1928. El 20 de junio de aquel año salía en El Progreso de Asturias -una revista de la emigración editada en Cuba- un artículo en el que se hacía eco del cambio de nombre de la villa, que el año anterior había dejado de llamarse Cangas de Tineo para convertirse en Cangas del Narcea, y en el que recordaba cariñosamente al notario Rafael Rodríguez González, antiguo compañero de escuela fallecido poco antes. Precisamente con ese artículo se cerraba la selección de crónicas del libro. Cuando Alrededor de mi casa estuvo por fin impreso, a una de las primeras personas que se lo llevé fue a mi antiguo profesor y generoso amigo Antonio Fernández Insuela. Yo estaba muy contento con el resultado y se lo entregué con esa tonta euforia de quien se cree que ha hecho algo importante. Él lo recibió con la alegría del maestro que a pesar de los años transcurridos comprueba, más allá de los resultados prácticos, que sus enseñanzas despertaron interés. Después de darle el libro estuvimos un rato largo hablando de Borí, de la revista Asturias y de José Díaz Fernández (Aldea del Obispo, Salamanca, 1898 – Toulouse, Francia, 1941), de quien Insuela estaba reuniendo todos los artículos que el escritor había publicado en El Diluvio, un periódico izquierdista de Barcelona en el que Díaz Fernández colaboró mucho durante la II República y la Guerra Civil. Me sorprendió ese hecho porque por aquellos días yo también había empezado a trabajar sobre Díaz Fernández, al que, junto a Borí, me había encontrado entre las páginas de la revista Asturias de La Habana, y nos despedimos celebrando la coincidencia.

Algún tiempo después, Antonio me avisó de una nueva coincidencia: Mientras rescataba los artículos de José Díaz Fernández en El Diluvio se había encontrado con que en aquel periódico también había colaborado, al menos en tres ocasiones, Gumersindo Díaz Morodo, Borí. Ese descubrimiento asentaba sólidamente lo que hasta entonces, para quienes nos hemos ocupado de su vida, no era más que una hipótesis: que como tantos otros republicanos había abandonado el país vía Cataluña al final de la Guerra Civil. Antonio puso a mi disposición los tres artículos que Borí publicó en El Diluvio durante los meses de febrero y marzo de 1938, en una sección que se titulaba “Visiones de guerra”, y comprobé con agrado que proyectaban algo de luz sobre su trayectoria durante la contienda, de la que no sabíamos nada.

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Cabecera de un periódico de 8 de noviembre de 1934, época en que El Diluvio retomó durante unos meses el nombre de El Telégrafo.

El Diluvio fue un diario de pensamiento federalista que, según informa Antonio Checa Godoy en Prensa y partidos políticos durante la II República, era, tras La Vanguardia, el más vendido en Barcelona de los que se editaban en castellano. Empezó a publicarse en 1858 como El Telégrafo –nombre que retomará brevemente en octubre de 1934, cuando, como buena parte de la prensa de izquierdas, se vea suspendido- y en 1879 pasa a llamarse El Diluvio. Durante la II República tiraba unos 50.000 ejemplares y siguió publicándose hasta el final de la Guerra Civil.

Borí nos proporcionó con sus crónicas canguesas una visión combativa del concejo en el primer tercio del siglo XX, y aunque los artículos que publicó en El Diluvio se alejan de Cangas del Narcea, mantienen intacto su estilo punzante, agresivo y algunas veces también excesivo, a mi juicio razón suficiente para transcribirlos aquí como natural prolongación de Alrededor de mi casa. El lector se dará cuenta además de que el azar, que no se cansa de enredar las cosas, nos regala todavía una coincidencia más, puesto que el primero de los tres artículos, publicado el miércoles 9 de febrero de 1938 y titulado “Se acabó el cuento”, se lo dedicó Borí a José Díaz Fernández.


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Sor Sagrario (Miravalles, Cangas del Narcea, 1919 – Santander, 2019). 70 años de pasión por el prójimo

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Sor Sagrario recogiendo La Cruz de la Victoria, distinción otorgada por el Centro Asturiano de Cantabria a la Cocina Económica de Santander en su centenario

Dicen de ella que tiene una «viveza en los ojos, un andar resuelto y una forma de hablar que apabullan a su interlocutor». Con 93 años, María del Sagrario Rodríguez Álvarez, más conocida como Sor Sagrario, tiene claro que si «volviese a nacer mil veces, mil veces sería Hija de la Caridad». La vocación y la fe de esta mujer desbordan a quien la escucha. Su mente, de una lucidez extraordinaria, le lleva a recordar con pelos y señales los motivos y las reflexiones que llevaron a una joven asturiana de 23 años a vestir el hábito y dedicar su vida a los demás.

Aunque lleva 69 años residiendo en Santander, donde trabajó en numerosas instituciones benéficas como el Hogar Cántabro o la Cocina Económica, no olvida sus raíces asturianas, con las que mantiene permanente contacto. De hecho, el Centro Asturiano de Santander, en el que participa activamente y del que es Miembro de Honor, la ha homenajeado recientemente por sus 70 años vistiendo el hábito.

Sor Sagrario nació en 1919 en el pequeño pueblo de Miravalles, de la parroquia de San Juliano de Arbas, cuando Cangas del Narcea se llamaba todavía Cangas de Tineo -cambiaría su nombre en 1927-, en el seno de una familia campesina pero con recursos. Ella, la quinta de seis hermanos, siempre tuvo claro que le gustaba «más la iglesia que las romerías». Había algo entre las Sagradas Escrituras que le «llenaba el espíritu» y que en las fiestas no pudo encontrar. Aunque también le encantaba bailar, sobre todo «el son d’arriba», la vocación fue superior en todos los sentidos.

«Desde pequeña sabía que iba a ser monja», asegura. Su vida no fue fácil, ya que «en plena Guerra Civil, el 16 de abril de 1938», murió su madre. Sagrario contaba 17 años. Esta pérdida le impactó mucho y le llevó a recordar todo lo que de ella había aprendido. «Era una santa», recuerda, y relata la constante ayuda que ofrecía a los necesitados del pueblo. «En aquella época no había Seguridad Social, así que ella acompañaba a un familiar, que era médico, y le ayudaba a preparar vendas, desinfectarlas, aplicar pomadas, cataplasmas…», explica. Y Sagrario iba con ella. «Todo eso me llamó muchísimo. Aprendí a hacer un montón de cosas que luego me sirvieron mucho», relata.

Hasta que un buen día presenció una escena en la que un grupo de Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl ayudaba a un hombre necesitado. Una escena que le «impactó» y que marcó sus futuros pasos. Aunque había estudiado mecanografía y contabilidad en Madrid, en 1941 se puso en contacto con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y en 1942 tomó los hábitos.

«Cristo me llamaba»

Su primer destino fue el último: Santander. Allí aprendió de la generosidad y el carácter de los cántabros, «tan similar al de los asturianos». Toda su vida se sintió «muy bien acogida» y, aunque echó de menos Asturias, nunca perdió el contacto «con la tierrina». El momento más difícil fue la separación de su padre, en 1944. Él estaba muy enfermo y ella recibió un permiso para ir a verle. Apenas llevaba dos años de monja y pudo abandonarlo todo para permanecer junto a su familia. «Me desgarró dejar a mi padre pero lo hice porque lo que cuesta es lo que vale. Cristo me llamaba», explica. Al día siguiente de su vuelta a Santander, recibió la noticia de que había muerto.

Hoy Sagrario se sorprende de los recientes retrocesos en materia social tras décadas de continuo avance y progreso. Ella, que toda su vida la ha dedicado a ayudar a los demás, ve cómo ahora aumenta sin medida el número de personas que solicitan cada día la beneficencia y que acuden a la Cocina Económica.

No obstante, su vocación no flaquea lo más mínimo y, pese a que el 23 de agosto celebrará su 94 cumpleaños, no encuentra tiempo para la jubilación. «El compromiso de una Hija de la Caridad es para toda la vida», sostiene, convencida.


Fuente: El Comercio / Autor: D. Figaredo / Gijón, 28.05.12


La inolvidable religiosa de la Cocina Económica de Santander falleció el 3 de marzo de 2019, a punto de cumplir su centenario. Su huella humana, de ilimitada generosidad hacia los demás, será indeleble. Un ejemplo a seguir. Descanse en paz.

La Viña: una montaña, un bosque, un río

Memoria de la vida en un pueblo de Cangas del Narcea de los que cuelgan en las montañas entre las que discurre el Coutu

Un hórreo en la braña de La Viña

Si hay topónimos con capacidad de evocar, La Viña es, sin duda, uno de ellos. Le permite al viajero imaginar a un grupo de monjes benedictinos del monasterio de Courias penetrando río del Coutu arriba para inaugurar, vertebrar y nombrar un mundo nuevo. Hoy día sería casi imperdonable para quien se acerque al concejo de Cangas del Narcea dejar de visitar alguno de los pueblos que cuelgan como higos maduros de las angostas montañas que se asoman al río del Coutu, porque este río, secreto y virginal, atesora una belleza intensa. Han mejorado en él lo que debe mejorar en todos los sitios: las comunicaciones, en el sentido de que los vecinos de estos pueblos tienen una carretera con buen firme y trazado todo lo bueno que permite la orografía, además de multitud de pistas que ascienden desde el río a las aldeas situadas en las laderas o en lo alto de las montañas, y han cambiado también, como en todo el campo asturiano, los usos de las tierras de labor, prácticamente abandonadas salvo las huertas cercanas a las aldeas y los prados más llanos, donde pueden trabajar las máquinas. Pero sigue habiendo en este itinerario como un resorte que nos lanza hacia atrás en el tiempo. Cuando nos adentramos en la quietud del río del Coutu comprobamos que todavía es posible llegar a vislumbrar la esencia de lo que fuimos.

La Viña, aldea del concejo de Cangas del Narcea, situada a 580 m de altitud en las inmediaciones de la carretera AS-29, en el valle del río del Coutu

La Viña es una aldea a la que se llega zigzagueando la carretera que transcurre pegada al río desde el pueblo de la Riela de Perandones. Después de Augüera la ruta se ondula como una habilidosa serpiente y las montañas caen a plomo sobre ella. Al dejar atrás ese tramo -que incluye un túnel poco iluminado- el viajero se asoma a una breve vega, acariciada en su fertilidad por la alegría cantarina del río. En mitad de esa pequeña vega está la iglesia de Veigalagar, que da servicio y cementerio a todos los pueblos de la parroquia -La Viña, Veiga d’Horriu, L’Artosa, Combu y Munasteriu-. Ascendiendo la ladera izquierda que da a la vega podrían haber puesto aquellos monjes benedictinos de los que hablábamos al principio sus viñas.

Algunos de los habitantes de la zona se sienten agredidos y abandonados por la Administración

Boda de María Lago y José Antonio Collar, en Veigalagar, en 1971

Pudo haber viñas en La Viña, pueblo bien orientado al sol del que posiblemente saldría un vino aceptable. Pero si las hubo, hace ya muchos años que no las hay. Ahora lo singular de esta aldea, que se articula en torno a un reguero en la parte baja de la ladera, es el buen estado de conservación de sus casas y el desarrollado sentido de la propiedad privada que tienen sus habitantes -casi por cualquier camino puede encontrar el viajero carteles que indican «propiedad privada», «fincas privadas» y cosas por el estilo-, seguramente exacerbada por el modo que han tenido la Administración y el Gobierno autonómicos de sacar adelante el parque de las Fuentes del Narcea e Ibias. El sentir de algunos de los habitantes es de abandono y agresión: «Mi casa es privada, como la tuya en la ciudad -le dicen al viajero-, y creemos que eso hay que respetarlo. Del mismo modo, son privados nuestros montes, no porque nos lo hayamos inventado, sino porque tenemos escrituras y documentos que lo demuestran. También lo es nuestra braña, a la que tanto os gusta subir. Que alguien viene educadamente a visitarla o a estudiarla, pues, bueno, estupendo, será bien recibido, pero que la gente no se crea que tiene aquí el mismo derecho que nosotros o más que nosotros. Si yo me meto en tu casa en la ciudad, la ley me sanciona. Pues esto es lo mismo. Lo que pasa es que ahora parece que quieren encerrarnos aquí como a los indios en la reserva y decirnos cómo tenemos que hacer lo que llevamos haciendo cientos de años. Y por eso no vamos a pasar sin oponer resistencia».

Ecce Homo en La Riela de Perandones, en los años setenta

Oyendo a algunos vecinos el viajero se da cuenta de que hay un choque muy fuerte entre lo que ellos sienten como libertades propias y el cambio de enfoque que el Gobierno y la Administración pretenden imponer orientando la zona al turismo sin preocuparse en exceso de preguntarles a los principales afectados, las personas que desenvuelven día a día su existencia en este medio. El viajero trata de explicar que no es necesariamente mala la regulación en ese ámbito porque puede proteger el patrimonio natural y cultural sin, lógicamente, afectar a la propiedad, y al tiempo puede servir para dinamizar algo la economía local. Trata de sacar adelante esos razonamientos, pero la cosa está tan enquistada que pronto desiste de su propósito y se la envaina dándose cuenta de que esta no es su guerra.
 

Machadora en La Viña en los años 70

El viajero ha venido a descansar y se mueve lánguido y paciente entre las casas y los hórreos. Sube y baja, atraviesa un pequeño puente sobre un reguero, contempla un molino de agua y también los restos ruinosos de una casa. Alguien le dice que aquella casa se llamaba de Juan Lago y entonces se interesa por el resto de los nombres de las casas: Xabiel, Chaguín, Meirazo, Cabanas, Vicente, Julián, Quiroche, Campichín y quizá alguna otra. Revolotean y alegran el cielo las oscuras golondrinas, que ya han vuelto trayendo el calor y el recuerdo de cuando la juventud, en otros veranos, corría en tropel a bañarse al río y entre todos anegaban el pozo l’Umeiru, en el que ahora -el viajero lo sabe porque desciende hasta allí- abundan los renacuajos, y tiene un aspecto bastante abandonado.
 

Joaquín y Amada, con un toro

A la braña de La Viña se puede subir por un cómodo camino transitable para vehículos todoterreno y tractores o por el camino tradicional, que atraviesa las tierras de labor del pueblo y enfila la montaña. El viajero, a las cuatro de la tarde, en pantalón corto, con una botella de agua, una gorra, un bastón y con el sol dejándose caer a plomo sobre su espalda compone una estampa bastante risible. Observándolo cualquiera diría que Chico Marx intenta imitar a José Antonio Labordeta, pero pese a su aspecto no se amilana y comienza a subir por el camino más ancho, que parece más descansado, aunque seguramente es bastante más largo. La ruta no es corta y resulta empinada, sin embargo le agrada comprobar, a medida que sube, que pese a dejar atrás fresnos y castaños, el robledal sigue acompañando al reguero prácticamente hasta el lugar donde se encuentran las cabañas, antaño refugio de pastores y ganado mientras aprovechaban los pastos de verano.

Emigrante de La Viña

Tras las vueltas y revueltas del camino llega sudoroso a la braña, en la que aún se pueden ver vacas y de la que le sorprende que casi todas las cabañas y hórreos -si, la braña de La Viña es famosa porque tiene hórreos- siguen en pie y, además, en bastante buen estado. Saca la cámara y mientras toma algunas fotos repasa mentalmente las algo más antiguas que le enseñaron en el pueblo antes de subir. Recuerda una en la que un hombre y una mujer posan orgullosos junto a un gran toro, recuerda fotos de boda en la iglesia de Veigalagar, otras en las que se mostraba el trabajo y algunas en las que aparecían los parientes emigrados a Madrid o América. También recuerda un puñado de ellas con grupos de personas en comidas campestres, procesiones, celebraciones, romerías… Entonces cae en la cuenta de que no ha visto ninguna fotografía de la braña, y piensa que le hubiera gustado ver aunque fuera una sola de este lugar hace cuarenta o cincuenta años. Se sienta un poco, descansa, disfruta del sosiego y cuando le parece, sencillamente se pone de nuevo en marcha, deshaciendo el camino. Ya cae la tarde y el sol incendia de naranja intenso las montañas anunciando buen tiempo para mañana. El viajero desciende y mientras lo hace piensa que si ahora pudiera contemplarse desde fuera, salir de sí mismo y mirarse desde el cielo, a vista de pájaro, sería apenas un punto en el hermoso lienzo que compone el paisaje.

La Nueva España, jueves 2 de febrero de 2012

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El Escorial asturiano. El monasterio de San Juan de Corias, 1925

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Courias / Corias y río Narcea, hacia 1922. Colección del Museo del Pueblo de Asturias (Fondo de El Progreso de Asturias)

El pueblecillo de Corias, en donde radica el aludido convento encuéntrase en la carretera de Ponferrada a La Espina, en la provincia de Oviedo, de cuya capital dista 98 kilómetros, y en el partido judicial y Ayuntamiento de Cangas de Tineo, de cuya capitalidad le separan sólo dos kilómetros, que constituyen delicioso paseo.

Consta de tres barriadas: la principal, o del Convento, como se la llama, situada sobre la carretera comunicándose con ella por el puente romano que figura en una de las fotografías; puente que, a pesar de ser uno  o los innúmeros que en la región abundan, caracterízase por el elegante y sobrio trazado arquitectónico de su arco único, que, sin llegar al atrevimiento del típico de Onís o a la estructura original del de Ambas o Entrambasaguas, en Cangas de Tineo, cuya proyección vertical y desarrollo es en curva, tiene mérito sobrado.

Otras dos barriadas son la del Palomar, situada detrás del convento, y colgada en una ladera, por lo que es bien apropiada su denominación, y la de Regla de Corias, al otro lado del Narcea —río importante en la comarca, muy abundante en truchas, anguilas y salmones—, y en la que radica la parroquia.

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Monasterio de San Juan Bautista de Courias / Corias (Cangas del Narcea), hacia 1915. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección de Juaco López

El partido judicial de Cangas de Tineo, situado en la parte más occidental de Asturias, lindando con León—del que le separa el elevado puerto de Leitariegos o Lazariegos, con su laguna y el pico o cueto de Arbas, desde el que se divisan inmensos territorios — y con Lugo, es harto montañoso y accidentado. Cubre en invierno sus cimas la nieve y llueve abundantemente; pero de abril a noviembre disfruta de clima delicioso, que haría del mismo punto incomparable de veraneo y excursiones turísticas si tuviera mejores vías de comunicación, ya que hoy no cuenta con ferrocarril alguno, suspirando toda la comarca por la pronta realización del proyectado Pravia-Cangas-Villablino, que facilitaría no sólo la vida de relación, sino la económica de la región.

En efecto, numerosos viñedos producen ricos caldos, que en nada desmerecen de los más acreditados de Burdeos, por su delicado “bouquet”. Bosques enormes, maderables fácilmente, de calidad excelente, como los de Muniellos. Canteras de mármol, minas de carbón, en suma, productos los más variados, sin contar la gran riqueza ganadera, no pueden explotarse ni encontrar salida fácil ni remuneratoria por falta de vías férreas, ya que el arrastre por carretera es penoso y de gran coste.

De sus bellezas naturales no hemos de hablar; bástenos saber que forma parte de Asturias la incomparable para idearnos sus verdes y jugosos prados, sus castañares y arboledas, los altos picos de las montañas, en que prende la niebla, dejando ver entre sus jirones caseríos y aldeas a los que parece imposible llegar.

Copiaremos sólo lo que un dominico ilustre, el padre Alberto Colunga, dice en su “Historia de Nuestra Señora del Acebo”, imagen muy venerada, y cuyo santuario situado en alta montaña, próxima a Cangas y Corias, es visitadísimo en piadosa romería el 8 de septiembre:

“Los manantiales da agua limpia brotan abundantes en toda la sierra de los Acebales, y los habitantes los aprovechan con cuidado para regar sus prados, una de las principales fuentes de la riqueza de la comarca. Cuando los rayos del sol primaveral acaban por derretir las capas de nieve que cubren las montañas, y la tierra comienza a sentir, después de los rigores del invierno, los influjos del calor solar, la hierba crece en abundancia por doquiera, los “vaqueiros” suben de la ribera con tus ganados, y conviértese en algazara y contento la soledad y tristeza  del invierno. Las cumbres y las brañas se llenan de ganados; las chozas medio arruinadas por la furia de los elementos durante los meses de ausencia se reparan y animan, y a la clara luz que ilumina el cielo y a las suaves brisas que templan la atmósfera responden  los esquilones de los ganados, las músicas y cantares de los pastores que guardan sus haciendas.”

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Entrada en la fachada principal del monasterio de San Juan Bautista de Courias / Corias (Cangas del Narcea), hacia 1925. Colección de Juaco López Álvarez

Data la fundación del célebre monasterio del siglo XI, en los años 1032 a 1044. Habitando en sus posesiones señoriales —de cuyo torreón o castillo, próximo al convento, apenas quedan vestigios— los condes D. Piñolo Jiménez y doña Aldonza Muñoz, avisados en sueños por celestial visión, determinaron edificar un vasto monasterio, que cedieron a la Orden Benedictina, y que, andando los tiempos, enriquecido por la piedad de sus señores y la hidalga liberalidad de sus reyes, llegó a extender su jurisdicción absoluta en muchas leguas a la redonda, constituyendo la inmensa posesión un verdadero coto cerrado, con total independencia, hasta Felipe II.

El primer abad fue Dom. Arias Gromar, después obispo de Oviedo, y el último, fray Benito Briones, ejerciendo el cargo entre ambos ciento ocho. En 1835 los benedictinos de Corias hubieron de dejar la abadía. En 1860, un Real decreto del Ministerio de Ultramar cedió a la Orden de Predicadores el monasterio de Corias, extendiendo el entonces juez de Cangas de Tineo, D. Álvaro Peláez, acta a favor del procurador general de aquélla de la posesión.

Aun dada la exageración hiperbólica que representa llamar a Corias “el Escorial de Asturias”, fuerza es reconocer su relativa importancia y mérito. Constituyendo un cuadrado regular, de unos cien metros de lado, con dos enormes patios centrales, de los que uno es el claustro, en el que está el cementerio de los religiosos; tiene severo y elegante aspecto la construcción, que, por el color de la piedra, semeja mármol rosa. Tiene 865 huecos; tantos como días del año.

La Iglesia, hermosa y bien proporcionada, tiene al lado de la Epístola el enterramiento de sus fundadores, y enfrente, el del rey D. Bermudo y su esposa, doña Osinda. En la parte baja del altar mayor hay dos relieves, que representan: uno, la aparición del cielo a los condes, y otro, el comienzo de los trabajos para la edificación del monasterio, en el que los ángeles desbrozan el terreno.

El coro, con dos magníficos órganos, guarda una preciosa ágata y un Cristo de marfil traído de Filipinas. Espléndidos libros corales sufrieron depredaciones durante las vicisitudes de las órdenes religiosas en el pasado siglo. Una monumental imagen de San Juan Bautista, en piedra, perteneciente antes a la fachada del convento; otra en madera — una Virgen del siglo XIII—y las imágenes de San Pío V y Santo Domingo en marfil, son, juntamente con un bello, retablo en madera policromada, existente en la sacristía, joyas escultóricas de un valor considerable.

Un gran bosque de algunos kilómetros de extensión circunda el monasterio, como resto de sus grandes posesiones antiguas.

En la villa de Cangas citáremos, para terminar, la casa-palacio de los condes de Toreno, entre otras muchas que ostentan en la fachada escudos nobiliarios, y la Colegiata de la Magdalena, fundada en el siglo XVII por el obispo D. Fernando Valdés, presidente que fue del Consejo de Castilla, cuyos restos descansan en el altar mayor, iglesia que es sólida y de buenas proporciones.

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Un viaje a Degaña en 1925

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Carretera de Cangas a El Puertu: El Pontón, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez

En una mañana de junio emprendimos un viaje a Degaña. Madrugamos. El sol apenas había traspuesto en su orto las altas montañas astures, reflejando sus primeros rayos en los altos prados y herbazales de las montañas del Poniente, cuando trepidaba el motor del Dodge que nos conducía por la pronunciada cuesta que la carretera que de Cangas de Tineo parte ha de sostener durante kilómetros y kilómetros para alcanzar la divisoria de la cordillera cantábrica en el puerto de Leitariegos, límite entre León y Asturias.

Se da el caso en este montañoso y apartado rincón del mundo que moramos de que para ir a pueblos del mismo partido judicial es preciso salir de éste y aun de la provincia, y rodeando medio centenar de kilómetros en automóvil, quedar todavía a catorce del punto de destino, que se han de recorrer forzosamente en caballería si no se quiere apelar, en aras del ejercicio corporal, al tan modesto y vulgar vehículo de San Fernando, echando un pie tras otro.

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En 1925 los últimos catorce kilómetros hasta Degaña se tenían que recorrer andando o en caballería. Fotografía de la época. Colección Álvarez Pereda.

Hemos salvado el Puerto y descendemos hacia León. La carretera, en múltiples zigzag, va mitigando las diferencias del nivel hasta Caboalles de Abajo. El panorama ha variado por completo; a las jugosas y verdes laderas cubiertas de pradería y castañar, propias del terreno asturiano, suceden los terrenos pedregosos y yermos, cuyas vertientes asoman las bocaminas carboníferas y las escombreras del mineral. El Sil que acaba de nacer en la vertiente del Puerto para caminar muy lejos llevando con sus aguas el prestigio y la leyenda de sus arenas auríferas, mancha aquellas con los lavaderos de carbón.

A las casas de tejados de paja, que en las pequeñas aldeas astures de Leitariegos contemplábamos hace un momento, suceden en tierra leonesa las techadas de pizarra, que con la monotonía de su color y sus altas chimeneas y adornos de ambiente inconfundible se edifican en Laciana. Llegamos a la Collada de Cerredo; es preciso dejar el coche y tomar los caballos. El Valle de Degaña, largo y estrecho, por el que nace y discurre el río Ibias, y cuyas laderas están llenas de soberbio arbolado para construcción, refleja otra vez el paisaje asturiano.

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Barrio de Degaña en 1927 en el que destacan las cubiertas de paja de centeno. Fotografía: Fritz Krüger. Colección: Museo del Pueblo de Asturias.

Pasamos por las minas de Cerredo; sigue el camino tortuoso el curso del río—kilómetros de pesado viaje bajo el sol casi veraniego y “a bordo” de un penco lugareño que se agita y retuerce hostigado por las moscas — hasta llegar a Degaña. La cortesía no es ajena a estos retirados lugares. Una comisión de notables acude a recibir al Juzgado, cumplimentando. Nos apeamos y realizamos nuestras diligencias. Por la tarde es el regreso, a la puesta del sol, que baña en doradas tonalidades de un espléndido Poniente todo el paisaje. Ya brilla el lucero de la tarde, cuando después de nuestro fugaz paso por tierra leonesa enfilamos de nuevo el gran Valle de Naviego, puerto abajo, de regreso a Cangas. En una aldea del tránsito los mozos y mozas divierten sus ocios de domingo, en esta prima noche, bailando el “son de arriba” en la carretera. De que pasamos, un rapaz arrojó una piedra al “auto”. Conservamos de Degaña una impresión turbia y lejana…

La Voz, Madrid, 13 de julio de 1925

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Los sábados en la villa de Cangas de Tineo (1925)

Son los sábados en esta villa canguesa y cabeza de partido, desde la que mandamos estas crónicas a LA VOZ, los días de mercado.

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Mercado en La Veiga, hacia 1915. Fotografía Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

La particular situación geográfica y distribución de la población en estas comarcas norteñas, que hace desaparecer la unidad que en Castilla representa el Municipio, agrupación de familias en un solo poblado, por la diversidad de caseríos y aldeas, repartidas en parroquias, muchas de las cuales integran un Concejo, impone la celebración del mercado semanal.

Además, suelen celebrarse varias ferias anuales: la de La Cruz de Mayo, la de los Santos, San Andrés y otras de menor entidad, que se diferencian de los mercados en la mayor diversidad de productos materia de las transacciones y en la gran cantidad de compradores y vendedores que a ellas concurren.

“Una feria quita dos mercados”, dice un proverbio de estas tierras, y, efectivamente, cuando una se celebra, desaparecen los dos mercados más próximos, absorbidos por la mayor importancia de la misma.

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Día de mercao en la plaza de La Oliva o plaza Mayor de Cangas del Narcea, en 1905. Fotografía de don Mario Gómez, fundador del Tous pa Tous.

Los sábados hay gran animación desde primera hora de la mañana. Este día no son sólo las aldeanas más próximas que surten de leche a la villa las que circulan. Llegan gentes de todos los contornos, llevando sus productos a vender los más, otros a comprar, los menos. Esto se explica, porque el aldeano vende más que compra; cuenta en su casa con patatas, hortalizas, castañas, leche y pan, base de su alimentación.

Él hace también su matanza anual, que le da tocino, embutidos —la rica “morciella”— y algunos perniles, éstos para vender cuando reúne unos cuantos. Tiene también gallinas, que dan huevos, y a alguna se le retuerce el pescuezo cuando hay enfermo para la puchera. Tiene membrillos en el pequeño huerto y quizá colmena, que con su miel le dará postre para algún extraordinario.

Un pequeño molino muele de forma rudimentaria y primitiva el pan de centeno, que él mismo elabora. Unas docenas de vides cultivadas penosamente le ofrendan vino para todo el año. Sus ovejas le dan lana, que hilada en la antigua rueca, servirá después de prensada para hacer en su día tosco paño para sus vestidos.

Nada le falta. De ahí que se explique cómo el aldeano —aquí llamado “paisano”— venda más que compre, pues poco necesita. Él, en cambio, vende su ganado vacuno, sus “xatos”, venta que inspiró al inolvidable maestro “Clarín” su famoso cuento regional titulado “Pinín”. Trae también los “gochus” — puercos —, huevos, manteca, manzanas, castañas, miel, etc.

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Calle Mayor, a la derecha el comercio de El Siglo XX, hacia 1915. Fotografía Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

Forman pintoresca caravana cabalgando en sus rucios o pollinos, según la categoría y cuadra del jinete, arreando el ganado, que marcha perezoso, como la “follarda” del cuento de Alas, añorando quizá en su bovino interior, el establo que no volverá a ver.

Sitúanse todos en el lugar denominado “La Vega”, donde a mediodía del sábado puede escogerse entre centenares de hermosas cabezas de ganado.

Hacen sus tratos, compran, venden. Mercan las gentes en los tenderetes de la plaza de la Iglesia. Tal cual aldeana penetra en ésta para dar gracias “al su San Antón”, que guardó el ganado, permitiendo se criase lucido y hermoso, y que hoy le deparó buen comprador para el “xatu”.

Pasean las mozas por la calle Mayor, sonrientes y felices un día, requebradas por los zagalones, con sus pintorescos atavíos. Y al atardecer marchan todos para su aldea, mientras la villa queda un poco sola y cae la noche sobre valles y montañas.

La Voz, Madrid, 5 de marzo de 1925

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La canción del Narcea (1925)

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Cangas del Narcea. Los barrios de Ambasaguas o Entrambasaguas y El Cascarín, en julio de hacia 1901.

Este hermoso pueblo de Cangas tiene un barrio ideal. Llámanlo del Cascarín, y compuesto de casas modestas y alegres, en las que mora gente pobre y jornalera; tiéndese perezoso por las laderas empinadas de un pequeño monte, situado entre dos ríos, el Narcea y el Luiña, y sin determinarse —un poco cansado— a llegar a la cumbre de aquel, ni atreverse tampoco en su timidez a descender a las orillas del río, por temor quizá a que le acusen los que le motejan de aldeano de querer entrar en la villa con humos de señorío.

Las muchachas del barrio suelen servir en las casas de la villa; las mujeres asisten, lavan o cuidan en su “casina” un “huertín” y un “jato”. Los hombres trabajan a jornal, y en los días que éste falta o en los ratos de descanso pescan truchas en el Narcea. Tal cual rapazón de diabólico mote las pesca siempre aun en veda, y además descomunales merluzas, en posesión de las cuales alborota el barrio —¡vino de Cangas, qué ruidosos haces a tus libadores!—, poniendo en jaque a los municipales, y sintiendo ánimos de matoncillo.

Pues bien; todo esto lo contemplo desde mi ventana, abierta a un paisaje maravilloso, de ensueño “Quitapesares” llamo a mi alta galería y a mi habitación en ésta, y a fe, lector que me honras siguiendo benévolo mis crónicas, que si conocieras el vasto horizonte que desde ellas domino, quedaría suspenso tu ánimo, habituado a la llanura seca, ardiente, monótona de Castilla.

Luego, siempre me arrulla la canción del río. Corren sus aguas mansas y suaves, dejándose dominar por los campesinos para regar prados y mover molinos vetustos de tosco y primitivo artefacto. Frente a la villa, y debajo precisamente de mi elevado mirador, ruge un poco atrevido, cantando y partiéndose en blancas espumas al correr por los peñascos vecinos. Pero vemos que es fanfarrón y sencillo cuando aquel muchacho que se baña, arrojándose a profundo pozo, sale indemne nadando, sin que se lo trague, o cuando el maestro del pueblo saca una gran trucha de libra con su caña, semejante a un ballenato.

Sin embargo, el Narcea y su eterna canción murmuradora me parecieron tristes una vez. Finaba este invierno, y un día de cielo gris y triste, de cierzo helado presagiador de nieve, de aguas chorreantes en montañas y caminos por doquiera, hube, cumpliendo deberes judiciales, de trasladarme al cementerio de un pueblo no lejano, para presenciar una autopsia.

Llaman aquel camposanto “de Puchanca”. Es una diminuta península asentada sobre rocas, a tres o cuatro metros de altura sobre el río, y dirigida contra la corriente del Narcea. Así parece la proa de un navío que navega hendiendo con fuerza las aguas que, locas y arrolladoras, baten la roca.

Nunca vi lugar más encantador y delicioso, aunque la triste tarde de marzo y las circunstancias que allí me llevaban no dejasen propender mucho el ánimo a fantasías poéticas. A mi recuerdo vino la famosa barca de Caronte, que surca el lago de lo infinito desconocido, con los muertos, que deben pagar el óbolo a su barquero.

Yo pensaba en los bellos cementerios mundanos y lujosos que conozco en grandes capitales: el coruñés, el Père Lachaise de París, los de Milán y Florencia. ¡Cuán distaban de aquel humilde y pequeño que tenía delante! Pero ¡qué emoción delicada embargaba el ánimo en aquel apartado rincón astur y en plena Naturaleza! ¡Qué mejor sitio que aquel para descansar siempre sobre aquella roca viva, barca de la eternidad, que lamen y arrullan las aguas cantarinas del Narcea, bello río asturiano!

Empezó a caer nieve. El forense, al aire libre y bajo aquella, manejaba rápido y seguro el bisturí, en aquel cuerpo de mujer, aún joven y hermosa, poco antes codiciado, y que un accidente había tronchado en flor. Cuando —¡la ley falta!— el escoplo golpeado por un mazo hendía aquel cráneo para abrirlo mientras escuchaba su sordo y angustioso sonido sentí una desolación, una angustia infinita, la misma que en el momento supremo debemos experimentar en los linderos de la Vida y de la Muerte…

Por eso aquel día me pareció triste como nunca y plañidera la canción del Narcea, que siempre resuena alegre debajo de mi ventana, junto a la que escribo esta crónica.

La Voz, Madrid, 30 de julio de 1925


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El puerto de Leitariegos (1925)

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El Puertu, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

Asturias tiene respecto del Sur, o sea con León, dos puntos naturales de comunicación, cuyo acceso es más fácil que en cualquier otro de la colosal barrera, que por esta orientación aísla y defiende a la provincia: tales son Pajares y Leitariegos, ambos puertos de montaña en la cordillera cantábrica.

De Pajares ya escribí en marzo último una crónica con las impresiones de su tránsito nevado en ferrocarril. Además, harto conocido es por la mayoría de los lectores, si no “de visu”, por las múltiples descripciones que en guías, mapas, obras literarias, etc., se hacen de él, como merece.

Pero hoy quiero dar a conocer este otro paso de Castilla al mar, poco conocido, y que tiene gran importancia, no sólo turística y alpinista para el viajero y aficionado al deporte de montaña, sino comercial y estratégicamente considerado.

Se encuentra, lo mismo que Pajares, en el mismo límite de Asturias y León, partidos judiciales de Cangas de Tineo, en aquella provincia y de Murias de Paredes, en ésta. A unos cien kilómetros de León, en carretera, treinta y tantos de Cangas, y apenas 15 de Villablino, vía férrea más próxima, en la terminal del ferrocarril minero que de Ponferrada parte.

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La Laguna, hacia 1920. Fotografía de Benjamín R. Membiela. Colección: Juaco López Álvarez.

El puerto mismo, su interesante laguna, que recuerda mucho la grande de Peñalara, en el Guadarrama, y el altísimo Pico o Cueto de Arbas, uno de los puntos de triangulación principales para el mapa nacional, y bastante más elevado —como la laguna— que el mismo puerto, se encuentran dentro de Oviedo.

Antes existía un pequeño municipio, que integraban cuatro aldeas: El Puerto, Brañas de Arriba y de Abajo y Trascastro, hoy incorporado en su totalidad a Cangas por no tener medios de vida independiente ni razón de existencia.

Lamento no poderos dar una sensación gráfica por la fotografía de lo que la Casa-Ayuntamiento de Leitariegos, sita en Brañas de Arriba, era; un verdadero y pequeño mechinal o cubil, sin más luz que la de la puerta, y en la que existían unas antiguas cadenas, pesadísimas y emplomadas, para sujetar a los presos que había de juzgar la Inquisición, y el privilegio de doña Urraca de Castilla concediera a los habitantes del Puerto en pago de ciertos servicios que en su viaje o tránsito por el mismo le prestaron.

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Brañas d’Arriba y Cueto Arbas, hacia 1920. Fotografía Benjamín R. Membiela. Col. Juaco López Álvarez.

El tal privilegio, interesantísima obra de arte y documento histórico, obligaba a dichos habitantes a tener una hospedería para caminantes, y a salir en los duros días invernales de inclemencia nevada a buscar a aquellos que se hubieran perdido en el difícil paso, a cambio de la exención del servicio militar y tributos.

Difícil en extremo, en cuanto que hoy día cubre la nieve totalmente las casas, comunicándose por túneles unas con otras, y habiendo de hacer en otoño grandes provisiones de boca los vecinos para sí, y para el ganado vacuno que con ellos mora y teniendo pozos en aquéllas. Yo mismo, ya 10 de mayo último, no he podido forzar el puerto en automóvil por la nieve acumulada, y que caía en aquella fecha primaveral.

Grandes pilastras de piedra, de unos cuatro metros de altura, sirven, hacia la vertiente de León, para marcar la carretera, y aun así desaparecen en ocasiones en los aludes y ventisqueros o “traves” que la nieve compacta y la ventisca forman.

Sin embargo, tan bello y adecuado paraje para el alpinismo es casi totalmente desconocido para sus aficionados y practicantes, doliéndome en extremo a mí, antiguo “skieur”, tal abandono e indiferencia, que he intentado vencer publicando en “Vida Leonesa”, órgano de la Sociedad Cultural Deportiva de León, un artículo sobre la materia, llamando la atención de los deportistas leoneses sobre Pajares y Leitariegos como centros alpinos.

El Club Alpino Español, que tanto fomenta el deporte de montaña, la Sociedad Peñalara, la Deportiva Ferroviaria, que organiza excursiones colectivas a centros montañosos y alpestres, habrían de quedar satisfechas si, aprovechando algunas festividades —como mínimo dos días—, visitara algún grupo de sus miembros esta región y el puerto antedicho.

Estratégica y comercialmente, el puerto de Leitariegos es la vía natural de León y todo su antiguo reino y del de Extremadura y Portugal, hacia el Norte y el Cantábrico, buscando la salida en Pravia.

Un ferrocarril, el Villablino-Cangas-Pravia, continuación del de Ponferrada a Villablino, con categoría de estratégico en el trozo hasta Cangas, y secundario de aquí al mar, se halla proyectado ha largo tiempo, sin que por ahora se considere próxima su construcción, con grave perjuicio de los intereses de León y Asturias, y de los generales del Estado.

El día que dichosamente circule acrecentará enormemente la riqueza de estas provincias, y facilitará el conocimiento del hermoso puerto de Leitariegos o Lazariegos.

La Voz, Madrid, 11 de septiembre de 1925

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El paraíso del silencio (1919)

Crónica estival publicada en el  periódico La Correspondencia de España – Madrid, domingo 7 de septiembre de 1919


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EL PARAÍSO DEL SILENCIO

Camináis con nosotros por una angosta carretera, que envidiosa del río, arrebatóle parte de su cauce para hundirse también en el profundo tajo de la montaña, y desliza su blancura al margen de las aguas, que corren a nuestra vera y salpican con sus retozos las paredes de la enorme brecha. Arriba, de la faz de la meseta herida y a los bordes del abismo, cuelgan las enredaderas silvestres, repletas de campanillas de cobalto que fortalecen su colorido con la luz del Sol; y unos pajarillos de pechuga rojiza y cenicienta, como la roca viva del acantilado, revolotean a nuestro paso, asustados quizá por la presencia de estos huéspedes inesperados.

La mañana, que está espléndida, convida a la expansión campestre, y dilátase el espíritu por estos apacibles rincones de los valles asturianos, escondidos entre los pliegues de las sierras y de las colinas, y no turbada jamás su paz infinita por las luchas humanas, aunque sean épicas las locuras y trágicas las convulsiones. La tranquilidad reina en derredor nuestro. Apoyado en el pretil de un puente, con gesto de tristeza, implora caridad un pobre anciano de blanca melena y luenga barba. A su cuidado va un rebaño de ovejas, que al trepar por los peñascos agitan sus esquilas, y llega apenas a nosotros el tintín; porque al igual de los cantares de otros pastores mozos y lejanos, es rumor moribundo en aras de la distancia.

Pasan las horas con inusitada rapidez, como diluidas en la corriente, y bien pronto nos sorprende el monasterio de San Juan de Corias, con sus interminables filas de ventanas y balcones —tantos como días tiene el año, al decir de las gentes—; con su mole inmensa de mármol y granito, que pesa sobre un área de ocho mil metros cuadrados y da la sensación de una obra de leyenda, adornada con todos los más bellos ritos que haya podido forjar la tradición cristiana.

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Monasterio de San Juan Bautista de Corias (Cangas del Narcea), hacia 1919.

Ciertamente que no caben mayor exuberancia ni prodigalidad en las galas que acumuló la Naturaleza en torno del monumento. Las aguas potables de manantiales y de arroyos, que corren presurosas entre los árboles frutales y los bosques frondosos, y la situación incomparable del edificio, que se yergue en medio de un valle salpicado de viñas y caseríos, de praderías y arbolado, aúnan el más delicioso conjunto que puedan apetecer quienes sepan gozar de la vida del campo y aprecien esos encantos en toda su intensidad.

Chirría la puerta, mientras gira perezosamente sobre su goznes, y nos franquea el paso a los claustros, que están desiertos, pero bañados por torrentes de luz, que penetra también a chorros, como haces de oro y púrpura, por las filigranas de los ventanales para dibujar caprichosas siluetas en las paredes del fondo, donde se alinean las celdas, que aparentan dormir el augusto sueño sepulcral.

Un religioso de cara angulosa, y tan pálido como la blanca estameña de los hábitos que viste, pero afable y culto, nos guía por el laberinto de pasillos, y con palabra dulce, reposada, nos explica una lección de historia local, a la par que conocemos las dependencias del convento con todas las preciadas joyas que atesora.

Fue fundado el monasterio de San Juan de Corias a principios del siglo XI y a expensas de una cuantiosa fortuna legada con tal fin a los monjes benedictinos por los condes doña Aldonza y D. Piñolo de Ximénez, quienes después de perder a todos sus hijos y la esperanza de nuevas sucesiones, hicieron testamento por el año 1044, concediendo todas sus dilatadas heredades y haciendas desde el río Duero hasta el mar Océano, y desde el río Eo hasta el Deva, para que después de la muerte de ambos se llevase a cabo su deseo.

En 1763 un incendio destruyó toda la antigua abadía, y entonces se pensó en levantar el monumental monasterio que hoy contemplamos y que habitan los frailes dominicos. Comenzadas las obras algunos años más tarde por el abad fray Isidoro Estébanez, continuaron sin interrupción hasta el 1809, que se llevaron á feliz término; largo plazo si se cuentan los meses y los años, pero no tan exagerado, si nuestra atención advierte con algún esmero el ímprobo trabajo que representa.

Hubo un día en que las risas infantiles gorjeaban por los claustros como trinos de pájaros. Decían mal con la austera tranquilidad del convento. Acaso por esto los frailes dejaron de educar gente extraña, y ya no moran en este recinto aquellos heraldos de la alegría, que en sus recreos y con su juvenil algazara inundaban de vida los patios, como si el Narcea, que lame de continuo los cimientos del coloso, desbordase sus pacíficas aguas para arrastrar todo lo arcaico y todo lo legendario, y traer en el seno de su corriente las piedras preciosas que cimentaron el orbe donde bulle todo ajetreo mundanal.

Pero en sus amplias galerías, en sus huertos poéticos, en todos sus lugares, tiene el monasterio de Corias la más inefable atracción, y desde este aislamiento, que lejos nos parecería cruel ostracismo, renegamos de la inexorabilidad de nuestro sino, porque muy fácilmente el vivido ideal de un delirio exquisito pretende naturalizarse en el imperio de la consciente realidad. En este paraíso del silencio los ruidos sociales no penetran y no turban su tranquilo bienestar; habla el alma a solas, consigo misma, y no topa otros testigos de su charla que aquellos sentimientos que procura añorar. Nuestra voz resuena en el abismo del ser, y en su místico letargo el espíritu siente nacer un mundo nuevo con imágenes e impresiones de coloración caprichosa, ajenas por completo a las plásticas concepciones del mundo real.

El monasterio de Corias, Escorial asturiano, alcázar de resignados, refugio de solitarios, es hoy paraíso de silencio en esta tierra de potentados, y cuando el quejumbroso tañido de sus campanas rasga los aires, parece estremecerse el espacio en todos los contornos, para salir de las entrañas del bosque legiones de duendes en mágico aquelarre, firmes jinetes en el indomable corcel de los tiempos y ansiosos de desandar la vida para brindarnos las desnudeces de añejas costumbres pésicas.

Todo es misterio. Los profanos visitantes nos sentimos contagiados de la frialdad de los muros, y se extravía nuestra imaginación en vagos soliloquios por la intrincada espesura del pasado, que revive al soplo de estas brisas monacales saturadas de mirra, de incienso, de laurel. Y desfilan ante nosotros las visiones, y recordamos los sueños de Arquíloco cuando dormía en la más elevada meseta de los Alpes y veíase adorado con rítmicas contorsiones por las hijas de Licambo, bajo la influencia de las nómadas…

Y pasa la tarde. Cuando salimos del convento cierra ya la noche. La luz del Sol desfallece en ámbares cloróticos, y en el terciopelo celeste tiemblan como florecillas de hielo las estrellas. Entre los crespones de las sombras se oculta ya el monasterio de Corias, pero todavía perdura en nuestro ánimo largo rato la impresión que os brindamos.

GIRALDO DE RAVIGNAC
Luarca y septiembre de 1919.


 

María Luisa y su lubina al champagne

María Luisa García era natural de Besullo (Cangas del Narcea)

Por una esquela en el periódico nos enteramos de la muerte de la cocinera avilesina María Luisa García (a quien no se debe confundir, pese a la coincidencia de nombre y ocupación, con María Luisa García, la excelente cocinera de Mieres, autora de grandes «best-sellers» de la literatura coquinaria y recetaria, entre las que destaca «El arte de la cocina», uno de los libros más reeditados en Asturias de toda su historia editorial, y que continúa felizmente entre nosotros, en compañía de su Manolo, su marido y jefe de ventas; y que sea por muchos años). María Luisa García, de Avilés, que acaba de dejarnos con poco más de ochenta años, fundó con su marido Félix Loya, una de las instituciones de la alta gastronomía asturiana, el restaurante San Félix, de Avilés, situado en la antigua avenida de Lugo más tarde rebautizada como Los Telares, que alcanzó su momento de máximo esplendor en los años ochenta del pasado siglo.

Decía Brillat-Savarin, autor al que últimamente me resisto a citar, dándole la razón a Baudelaire, que lo consideraba un necio y un «fanfarrón de la abstinencia», pues a lo largo de las muchas páginas de «la fisiología del gusto», sólo le dedica al vino una frase rutinaria y absurda, de pasada (y yo desconfío de los «fanfarrones de la templanza» desde que en unas declaraciones a este periódico leí, en pleno ejercicio de precorrección política, que alguien sólo bebía agua fresca de la fuente, y, si acaso, y siempre por «imperativo social», un «culín de sidra»), algo que, sin embargo, merece ser citado: que el descubrimiento de un nuevo plato es más importante que el de una estrella. No puede decirse, con rigor, que María Luisa García haya descubierto un nuevo plato, pero sí que renovó, mantuvo y mejoró muchas muestras muy características de la cocina regional; por ejemplo, la lubina al champagne, que se hace troceando la lubina antes de cocerla en un caldo corto. Limpia de espinas y piel, se le añaden sal y una salsa de champagne, y se gratina al horno. El resultado es delicioso. Pues bien: si la aparición de un nuevo plato es más importante que la de una estrella la desaparición de una gran cocinera tiene que afectarnos más que la de toda una galaxia en la inmensidad de los espacios infinitos.

Por esto motivo, nos trasladaremos a Avilés para recordar el emporio hostelero que María Luisa García y Félix Loya crearon en la Villa del Adelantado, en una época en que La Serrana, la Cantina de Renfe y San Félix eran referencias inevitables no sólo en Asturias, sino en el norte de España. Y hasta en Madrid. Recuerdo una ocasión en que, después de haber pasado un par de meses en la Villa y Corte, tomé el tren para regresar a Asturias y continué hasta Avilés para repostar en la Cantina de la Renfe, con una sopa de marisco de primero (la hacían excelente) y un cachopo de merluza de remate. Si venimos considerando como «territorios perdidos» los de antaño, ¿no es la muerte de una persona otro territorio más perdido, sólo que más amplio, más rico, más variado, más irremediable? Además, la muerte de María Luisa García permite recordar buenos momentos del paladar.

María Luisa García era natural de Besullo, el pueblo de Alejandro Casona, en una zona recóndita de montes, en el concejo de Cangas del Narcea. Esta zona es de viandas poderosas; no sé cómo, alimentándose con ellas, pudo salir Alejandro Casona tan cursi. Se formó como cocinera en Casa Migio, de Madrid, plaza a la que fueron nativos de Cangas del Narcea, bien como serenos y como cocineros, como en este caso, y allí conoció a Félix Loya, natural de Villafrichós, el pueblo de las almendras garrapiñadas, próximo a Medina de Rioseco, donde Conrado Antón y Jesusa Pertierra establecieron el bar Asturias, que todavía continua abierto, aunque con otros dueños. Después de casarse, María Luisa regresa a Asturias, trayendo consigo a Félix, que trabaja como camarero en el restaurante Santarúa, y dos más tarde, el matrimonio realiza su primera aventura empresarial haciéndose cargo de El Barín. En 1967 se trasladan a las instalaciones del antiguo Félix, con lo que llamándose también Félix el nuevo propietario, no hubo necesidad de rebautizarlo. Eran los años dorados de Ensidesa y San Félix subió como la espuma: se convirtió en uno de los restaurantes punteros de Asturias.

San Félix, situado al borde de una carretera de mucha actividad, que hoy es sólo recuerdo, ya que el tráfico hacia Galicia ha sido sacado de la población, en los bajos de un edificio de pisos, tenía dos entradas en la fachada principal: una conducía directamente al comedor y al bar, y ambas se comunicaban por dentro. La cocina se encontraba a la izquierda, y era grande y muy bien acondicionada. El establecimiento se extendía hacia atrás, con salón de baile y salones para la celebración de bodas y banquetes. También se celebraban otro tipo de actos: por ejemplo, un concurso de cócteles, del que Armando Alvares y yo éramos miembros del jurado y estábamos sentados en la misma mesa, una mesita redonda al lado de la puerta por la que salían los camareros con sus bandejas en alto. Armando estaba elegantísimo, con un traje de muchos brillos, como los que se veían en las películas americanas de la época, y uno de los camareros, todavía no alcanzó a comprender por qué motivo, cada vez que se acercaba, dejaba caer la bandeja sobre nosotros. Nos acabó poniendo perdidos, hechos unas sopas, y oliendo a alcohol como si lo hubiéramos bebido por hectolitros. Pero no lo habíamos bebido. Lo habíamos tomado por afuera, externamente, que es lo peor manera y la menos placentera de tomar alcohol. Aclaremos, por si hay alguien mal pensado, que el camarero torpe no pertenecía al personal de San Félix, sino que procedía de uno de los establecimientos que participaban en el concurso.

El comedor era grande, fresco en verano, caldeado en invierno, libre de ruidos, con veinticuatro mesas (lo que da idea de su tamaño y dos grandes columnas, que lo dividía en dos zonas diferentes, y en esa frontera se encontraba un piano histórico, pues fue con el que se inauguró el teatro Palacio Valdés. La decoración era a base de maderas y mármoles, con cuadros de Zaldívar, una vista de San Esteban de Pravia de Nicieza y un mural de asunto marinero de Favila.

Como Félix tenía vivero propio, ofrecía marisco de quitarse el sombrero. Entre los platos destacaba el rape a la armoricana, el mero a la naranja y el lenguado San Félix, variante del «meunière». Y, naturalmente, la lubina al champagne. De las carnes, el lechazo, el solomillo al Borgoña y el rosbif con salsa Périgord. Félix Loya fue uno de los adelantados de los vinos de Valladolid en Asturias.

El tiempo pasa, y el negocio pasa a los hijos y se prolonga y extiende a los nietos. En San Félix, la casa madre, continuaron Julio, muerto el año pasado, y José, buen cocinero, buen discípulo de su madre. Miguel Loya consiguió al frente del comedor del Balneario de Salinas uno de los logros absolutos de la cocina asturiana de esta época. Su hijo Javier Loya, hijo de Miguel, nieto de María Luisa y Félix, extendió sus actividades y su buen hacer hacia Gijón, en el Piles, y en el hotel Santo Domingo de Oviedo, en cuyo restaurante De Loya mantiene las buenas formas gastronómicas familiares. María Luisa García ha muerto, pero su escuela, su sabiduría, su sangre, permanecen.

Enrique Tejón gana el II Concurso de Microrrelatos de la Asociación de Amigos de la Biblioteca de Asturias

Enrique Tejón Fernández nació en Cangas del Narcea en 1959 y estudió el bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media de La Vega; en la actualidad vive en Oviedo, donde trabaja como funcionario judicial en el Tribunal Superior de Justicia de Asturias. Tejón ha ganado con el microrrelato “Un lugar”, el II Concurso de Microrrelatos “Ciudad de Oviedo” que organiza la Asociación de Amigos de la Biblioteca de Asturias “Un puñado de letras”.

Los microrrelatos son breves narraciones, cuya extensión no pueden sobrepasar las 150 palabras. El fallo del jurado se hizo público el pasado 7 de abril de 2011 en Oviedo.

Tejón es un gran aficionado a la literatura y la escritura creativa; participa con asiduidad en clubes de lectura y talleres de escritura organizados por las bibliotecas públicas de Oviedo, y dirige en la Biblioteca de Ciudad Naranco el Taller de Lectura Dramatizada. Para conocer mejor a Enrique Tejón puede leerse una entrevista que aparece en el blog Amigos Escritores y Lectores 2011,

Algunos de sus últimos relatos son los siguientes:

 

UN LUGAR de Enrique Tejón

Primer premio II Concurso de microrrelatos Ciudad de Oviedo

Una lápida semienterrada dice que cuando el tiempo empezó a transcurrir, el pueblo ya era viejo. Las paredes, casi cubiertas por la tierra, son testigos de ello; sucias y distantes; ajadas y silenciosas; llenas de susurrante soledad. Ninguno de sus habitantes lo abandonó jamás. Durante mucho tiempo, un carromato sin conductor, tirado por un viejo caballo, atravesaba sus calles muy despacio y, sin detenerse, se perdía en el desierto. La última vez que lo vieron pasar traía un pasajero que no se apeó. El caballo iba desbocado y cruzaron el pueblo a toda velocidad. Poco tiempo después, empezó a morirse el único árbol, y luego, se secó la fuente que ofrecía un hilo de agua. Las sombras ocuparon el lugar de los habitantes; los sonidos se los apropió el viento. En el cementerio brillan tristes los huesos del caballo y gira una rueda del desvencijado carromato.

Expedición Kangchenjunga 8.586 m.

Kanchenjunga es la tercera montaña más alta del mundo, después del monte Everest y del K2

 

Por Rosa Fernández – 26/03/ 2011 

 

Hola amigos, quiero deciros que el día 1 de abril de 2011 me voy al Himalaya, a una montaña grande entre las más grandes, el Kangchenjunga.

También quiero contaros como he tomado esta decisión, para enfrentarme a este gran reto, tras las cosas que me han sucedido.

Si nos remontamos a 2009, aquel era mi año 10, tenía proyectos muy ambiciosos, pero ese mismo año me detectan el cáncer y todo cambió bruscamente: operación, tratamientos, acudir al hospital a diario…

Pero no todo se había acabado, tenia que ser mas fuerte que nunca, adaptarme a mi nueva situación y combinar entrenamientos con tratamientos.

Empecé dedicando más tiempo a hacer ejercicio y con menos intensidad. Una vez terminada la radioterapia les pedí a los médicos un paréntesis para regresar a la montaña, por un mes y medio que estuviera fuera no me iba a morir, y psicológicamente para mi cabeza era muy importante.

Llegué a la montaña con una motivación extra, aunque las condiciones climatológicas ese año fueron nefastas, no solo no conseguimos hacer cumbre ninguna expedición, sino que mi compañera de campo base se quedó en la montaña para siempre.

Lo mas importante para mí ya no era la cumbre, mi reto era el cáncer, en un escenario que solo con estar allí ya era mucho.

Regresé muy reforzada de esta dura expedición, al día siguiente de llegar continué con mis tratamientos y mis iniciativas.

Durante el verano pasado hice el camino de Santiago portando el lema “Pedaleamos por la lucha contra el cáncer”. De ahí surgió la idea de crear un club de chicas de BTT y nació “Una a una”, un club de ciclismo que está funcionando muy bien con un número considerable de socias, y que estoy segura vamos a cumplir todas las expectativas que tenemos para este año.

La canguesa Rosa Fernández Rubio cumplió 51 años el pasado mes de febrero

Con el problema económico actual las posibilidades de volver a una gran montaña se iban diluyendo y haciendo cada vez menos probables.

Por esas cosas del destino, al igual que en otras ocasiones, me encuentro un nuevo patrocinador: Cafés Toscaf, que siempre se ha distinguido por su apoyo al deporte asturiano, de forma especial al ciclismo, y goza en el mundo deportivo de un merecido prestigio como empresa comprometida.

Conocí a José Luis personalmente este año en el Criterium Ciudad de Oviedo, me ofreció su apoyo y yo le tomé por la palabra, aunque tardé un tiempo en llamarle, desde ese mismo día ya me vi con Cafés Toscaf en una montaña. José Luis me dijo que le gustaba el proyecto y que se iba a volcar conmigo, y aquí estamos hoy los dos.

Con los ánimos renovados empecé a pensar en un gran reto, dar un salto hacia adelante, quería apostar alto y no conformarme con una montaña más. He ascendido tres de las cinco más altas del mundo, como cuatro de ellas están en Nepal, mi destino preferido, ahí esta la montaña que buscaba, la tercera más alta del mundo y, en nivel de dificultad, una de las más temidas: el Kanchenjunga. En ella se quedó para siempre una mujer a la que personalmente yo admiraba muchísimo, la polaca Wanda.

Le comenté mi decisión a Nico Terrados, mi médico deportivo, quien ha influido mucho en la forma de afrontar mis dificultades. Es una persona que te estimula a exigirte a ti mismo un poco más cada día.

A finales del año pasado no me encontraba muy bien, tenía las defensas muy bajas y notaba mucho los esfuerzos; los médicos me dijeron que el tratamiento era acumulativo y que serian los peores meses. No se equivocaron. Empecé el año y mi recuperación fue progresando de forma increíble, hasta casi tener los mismos valores de antes de la operación. Físicamente, en los últimos dos meses, me encuentro muy bien, lo mismo en la bici con la que entreno casi a diario, que en la montaña.

Centrándonos en lo que va ser este gran reto, el Kangchenjunga tiene 8.586 m, serán dos meses de expedición, como novedad compartiré la montaña con Oscar Cadiach que será su tercera expedición a esta montaña, y es uno de los más destacados himalayistas españoles. Coincidí con él el año pasado en el Manaslu,  y pensamos en hacer una montaña este año. Poco a poco se fueron dando todas las circunstancias para que este proyecto saliese adelante.

Quiero dedicar esta montaña por un lado a mis patrocinadores: Feve, Helly Hansen, Instituto Asturiano de la Mujer y Cafes Toscaf, sin ellos no estaría hoy aquí, y también a la Asociación de Alpinistas Contra el Cáncer; se la dedico a todas las personas que estén sufriendo las consecuencias de esta enfermedad, con ese fin el lema de este proyecto será “LA MONTAÑA DE LA ESPERANZA”.

Disfrutando historias y paisajes de los valles de Cangas del Narcea

Brañas del Narcea; vistas del nacimiento del río Narcea y del hayedo de Monasterio de Hermo. Foto Celso

No es exagerado opinar que nuestro concejo de Cangas del Narcea posee en cada rincón de su orografía, paisajes de gran belleza. A veces uno está tan acostumbrado a vivir en este entorno  que no nos paramos a valorarlo en su verdadera magnitud.

Cada pequeño lugar esconde un riachuelo o un bosque, que va cambiando y mudando sus habitantes en función de la altura donde está situado. También se dejan ver montañas, a veces desnudas, pegadas a frondosos valles que van cambiando de tonalidad con las diferentes estaciones del año; valles poblados por pequeños pueblos, que la mayoría de las veces dibujan un escenario de tejados continuos de pizarras naturales o en otras ocasiones  los cubre un rojo uniforme  de tejas gastadas y centenarias.

Grupo Piélago de ruta, pasando por las brañas de Xunqueras; espectacular valle que parte de Parada la Vieja y sube paralelo al vecino Concejo de Somiedo. Foto Celso

Nombres como Muniellos, Moal, Genestoso, Xunqueras, Cabril, Leitariegos, Cueto, Besullo, Valle de Cibea, Fuentes del Narcea y otras zonas que al visitarlas o perdernos en ellas, volvemos a encontrarnos con el reloj biológico que llevamos dentro. Sólo tenemos que observar que si hacemos  una pausa en nuestro viaje y nos paramos en alguno de estos lugares que he citado para escuchar los sonidos del agua y el viento, inmediatamente nos rodeará  una sensación de agradable bienestar;  cualquiera de estos sonidos nos da tranquilidad e incluso nos invita a dormir una relajante siesta.

Compárese esta situación con los sonidos agresivos, estresantes que producimos de forma artificial y que nos acompañan en la vida diaria: motores, sirenas, sistemas de comunicación de todo tipo…

Por otro lado también se suman a este bienestar y relajación los colores de esta exuberante naturaleza; ¿quién me puede decir que el azul, el blanco, el verde de nuestros prados, los ocres o amarillos de nuestros bosques en otoño, no son un placer para los sentidos?; sólo hay que compararlos una vez más con los colores artificiales exageradamente chillones del centro de una gran ciudad. Con esta comparación nos damos cuenta inmediatamente de la perfección y la maestría con que la naturaleza utiliza sus diseños.

Parte de los integrantes del grupo de montaña Piélago. Foto Celso

Con este artículo pretendo trasladar pequeñas instantáneas de alguna de estas zonas a aquellos que leen “el Tous pa Tous” y que por diversas circunstancias están fuera de Cangas; seguramente les agradará ver fotos y pequeños comentarios de nuestros pueblos y montañas.

Hoy visitaré montañas de Cangas con el grupo de montaña “Piélago”; después pasaré por la estación de esquí de Leitariegos y finalizaré bajando por el río de Cibea donde visitaré a Francisco Rodríguez Cadenas que me contará algo sobre la visita que hizo el  Premio Nobel de Medicina D. Santiago Ramón y Cajal a este valle.

Integrantes del Piélago en otoño por los bosques de la ruta Moal-Veiga del Tallo

Para hacer el artículo me acompaño en cada momento de otros cangueses que disfrutan tanto como yo, de cada pequeño pliegue de nuestro concejo. Pocos conocerán tan bien cada milímetro de la naturaleza de Cangas, como los integrantes  del grupo de montaña  “Piélago”. Este  tiene sobre su historia varios años de andadura y ha sido guiado de forma ejemplar por nombres como Varela, Marcelino, Alicia y actualmente Peláez, Delfín…

Espectacular bajada de algunos integrantes del grupo Piélago. Foto Celso

Se ha conseguido un grupo de montaña en  Cangas del Narcea  que por un módico, casi simbólico precio, permite visitar con una esmerada organización, lugares, paisajes, bosques, pueblos, montañas y lagos de nuestro concejo y otros limítrofes. El trato  y las personas que lo componen son inmejorables. Como en todos los grupos, siempre hay gente que destaca por alguna cualidad especial: los que cuando se corona la cumbre de la montaña sacan los mejores vinos y orujos (hechos en casa por supuesto); a estos también los acompañan las grandes reposteras del grupo que después de comer  reparten bizcochos, rosquillas y cafés con alguna mezcla desconocida. Menos mal que esto suele ocurrir después de coronar la montaña y sólo queda descender a cotas inferiores para ser recogidos por Evencio, Sini u otro conductor de Bus Narcea.

Grupo Piélago coronando el pico Arcos de Agua de 2.063 m (Bierzo-Omaña, León)

No puede faltar mencionar a los fotógrafos oficiales José Manuel (Morrosco), Celso y Víctor, que plasman cada salida con gran maestría en los álbumes fotográficos que se pueden ver en la página web del  “Piélago”.

De vuelta a casa en el autobús, nuestra querida y siempre alegre María Luisa y un corrillo infernal que la acompaña en la zona trasera del autobús,   comentan algún tema de forma jocosa, haciendo el viaje de vuelta más entretenido.

Acompaño fotografías comentadas de alguna de las zonas visitadas por el grupo en alguna de las salidas por nuestro concejo y  limítrofes.

Brañas de Campel o de Santa Coloma. Ruta de los Teixos – Santa Coloma- Lago. Foto Celso

Continuando con esta pequeña muestra de naturaleza, no puede faltar visitar un día de esquí en el puerto de Leitariegos.  Esta estación está enclavada en pleno puerto de Leitariegos; parte de la cota (1.513 m.) y los telesillas nos suben a una cota máxima de (1.830 m.). Desde aquí mirando hacia la zona de Asturias se ve próximo el Cueto de Arbas (2.002 m.) y mirando hacia la zona de León esta el Pico el Rapáu (1.889 m.).

Afluencia de gente a la estación de Leitariegos un jueves. Se puede ver el aparcamiento de la estación lleno; los fines de semana los coches se tienen que aparcar por la carretera hacia León y hacia Asturias. Los esquiadores llenan las casas de aldea de las dos vertientes.

Lo primero que me llama la atención, es la gran afluencia de gente que tiene esta estación, consiguiendo acercar 2.500 a 3.000 personas los fines de semana a practicar este deporte. Esto empieza a demostrar  que durante  cuatro o cinco meses, este es el verdadero turismo de interior en esta zona. Atendiendo a esta realidad sería muy interesante que las dos provincias, Asturias y León  se juntaran en un proyecto común para mejorar estas instalaciones, haciendo la estación más grande y subiéndola a una cota superior. Todo esto aseguraría  aun más esta afluencia de gente a los valles de Laciana y del Narcea.

En este día de esquí por la estación, me acompaño de cangueses  que disponen de  cierta maestría en este deporte, Rubén, Evencio, Pablo, Chapinas, Adrián, Alejandro, Avelino, Lara, Toni, Morodo, Manolo Penlés…, tanto es así que algunos son monitores de dicha estación.

Empezamos la mañana con bajadas desde 1.800 m. de cota por la pista Chagunachos viendo al frente el valle de Caboalles y las montañas nevadas que lo coronan; tras alguna peripecia extraña de algunos como yo, que todavía  tenemos mucho que aprender, seguimos hacia cotas  inferiores por la pista Autovía de Arbas, ésta nos deja en la zona baja donde empieza la estación a la cota (1.513 m).

Pista La Cueva, estación de esquí Leitariegos.

Después de varias bajadas, empieza a aparecer ya cierta inquietud de sensaciones más fuertes y nos dirigimos a pie dirección al Cueto de Arbas, para bajar  hacia el pequeño valle que bordea la Laguna de Arbas, ésta casi no se aprecia pues está helada  y totalmente cubierta de nieve en su superficie. Seguimos deslizándonos y sorteando los abedules que crecen encima de los prados del puerto,  llegando  a la zona baja donde de nuevo nos comunicamos con la estación.

Cangueses esquiando en Leitariegos

Después de una intensa mañana disfrutando del paisaje y del deporte de la nieve, nos trasladamos a comer a la antigua posada de arrieros “Venta la Chabola de Vallao”. Aquí Valentín y su madre Carmen nos tratan de forma exquisita; Carmen una vez más hace honor a su fama de cocinera con el excelente banquete que nos ofrece. Pasamos a los postres, dando buena cuenta del arroz con leche, de los florones y de los frixuelos; seguimos este agotador trabajo, probando alguno de los muchos licores que  hacen  de forma artesanal.

Vista de la estación de esquí Leitariegos

Mis compañeros, después de tan opípara comida ya no se atreven a alargar el día con otra actividad y se dirigen a Cangas. Yo, por el contrario me dirijo al valle de Cibea. Este valle esculpido por el río Cibea, presenta frondosos prados y bosques que unen esta zona con la mítica zona de Genestoso, resaltando unos paisajes dignos de visitar. Este río también alberga grandes casonas levantadas en su mayoría en el siglo XIX. Estas casonas fueron construidas por vecinos de este valle que hicieron fortuna en Madrid como  restauradores, hombres de negocios y funcionarios relevantes del Banco de España.

Valle de Cibea con los pueblos de Villarino, Regla, Sonande y Llamera; al fondo también se ve el pico El Fraile nevado.

Lo primero que me llama la atención es la casona que hay antes de llegar al pueblo de Vallao; está cerrada con un muro de piedra y rodeada de frondosos árboles. Los actuales propietarios de esta casa son los descendientes de Alfonso Martínez Álvarez, nacido en Monasterio de Hermo. Alfonso era dueño de un restaurante en Madrid y compró esta casa a los familiares de  Francisco Rodríguez Pérez, antiguo dueño de la casa y padre de la mujer de Luis Martínez Kleiser (1883-1971), Doctor en leyes, teniente de alcalde de Madrid, miembro de la Real Academia Española de la Lengua, propietario del periódico “El Narcea” y políticamente enfrentado a Félix Suárez-Inclán. Juaco López Álvarez lo explica con más detalles en “El Narcea” segunda época (1912-1915, en la Biblioteca Canguesa del Tous pa Tous.

Continúo bajando por la sinuosa carretera de Vallao a Cibea y ya veo los pueblos de Llamera y Sonande donde destacan alguna de estas casonas. Siguiendo el recorrido llego a  Santiago de Cibea y desde la carretera diviso el pueblo de Regla de Cibea, donde una vez más observo este tipo de edificaciones amplias y señoriales.

Casa construida en el siglo XIX en Regla de Cibea; aquí nació el abogado Felipe Álvarez Gancedo, entusiasta colaborador de Mario Gómez en el Tous pa Tous y presidente de la facina de Madrid en 1929.

Sigo bajando siguiendo el descenso del río Cibea y en un promontorio donde probablemente hubo un asentamiento castreño, se puede ver el palacio de los Miramomtes o de La Torre.  Estos lo vendieron a Juan Rodríguez García,  de casa de Ambrosio, hoy casa Xuana del pueblo de Sorrodiles. Este hombre hizo una considerable fortuna como agente de bolsa en Madrid.

Sorrodiles de Cibea; a la izquierda puede verse el palacio de los Miramontes o de la Torre y al fondo La Gobia nevada.

Esto me recuerda que tengo que ir a visitar a Francisco Rodríguez Cadenas, más conocido como Paco el de casa La Turria de Sorrodiles. Paco me recibe con su hermana Carolina en su casa  y tengo el placer de visitar su antiguo bar, hoy cerrado al público, pero que aun conserva intacto el encanto de las tabernas de pueblo en las que se vendía todo tipo de artículos; eran los grandes supermercados de estos pequeños pueblos.  Esta taberna parece un pequeño museo, con botellas de licores, que posiblemente pasen de los sesenta años de solera. Todavía funciona un organillo comprado en 1940 por el padre de Paco en Madrid y que servía para amenizar las veladas haciendo baile en el bar.

Francisco Rodríguez Cadenas y su hermana Carolina en la barra de su antiguo bar en Sorrodiles de Cibea.

Sentado con Paco  me trae Carolina una fotografía donde observo que están juntos personajes de gran relevancia. En primera línea están el premio Nobel de Medicina D. Santiago Ramón y Cajal (1852-1934);  D. Federico Rubio y Galí (1827-1902), cirujano fundador del Instituto Terapéutico Operatorio en el Hospital de la Princesa de Madrid, también fue representante por Sevilla en las cortes constituyentes, Diputado en 1871 y al año siguiente Senador.

Otro personaje importante de la fotografía es el conde de Romanones (1863-1950), político español, Presidente del Senado, Presidente del Congreso de los Diputados, varias veces ministro y tres veces Presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XIII. Poseía intereses en la Compañía Española de Minas de mineral de hierro del Rif. Esta compañía fue atacada por un grupo de rifeños dando comienzo a la guerra de Marruecos.

Participantes en el Instituto Terapéutico Operatorio, hospital de la Princesa, Madrid. Unos aportaban sus conocimientos y otros apoyo económico. (1) Conde de Romanones; (2) Ambrosio Rodríguez (3) Federico Rubio Galí; (4) Santiago Ramón y Cajal

Entre los fotografiados y también en primera línea está D. Ambrosio Rodríguez Rodríguez (1852-1927)  médico cirujano de gran prestigio en su época. D. Ambrosio  nació en la denominada casa de Ambrosio, hoy de Xuana, del pueblo de Sorrodiles. Cuenta Paco que se presentó el maestro del pueblo a la familia para comunicarles la gran capacidad de estudio que  tenía Ambrosio y que si fuera posible  apoyar al niño, este podría conseguir una brillante carrera. Fue un familiar de Llamera, Domingo García Sierra, de casa García, quien  sufragó todos los gastos de los estudios de Ambrosio en Madrid. Domingo  García estaba casado con la propietaria de una cafetería restaurante muy bien situada en Madrid; ya en aquella época disponía de dieciocho camareros, siendo un negocio muy floreciente.

Ambrosio tuvo una vida profesional muy brillante, ejerciendo su profesión en Buenos Aires, Gijón  y Madrid. En Madrid fue médico personal de la reina y también de la familia de su amigo D. Santiago Ramón y Cajal. Cuenta como anécdota Paco, que se decía que la mujer de D. Santiago, anteponía la experiencia de Ambrosio a los conocimientos de su marido, cuando se trataba de diagnosticar a la familia.

Menciona Ramón y Cajal en “Recuerdos de mi vida”  a Ambrosio Rodríguez Rodríguez como compañero y contertulio de la peña del Café Suizo. En el Café Suizo  se reunían políticos, literatos y financieros para contrastar ideas y en un ambiente distendido, disertaban sobre temas importantes de la época.

Mención de Ramón y Cajal en “Recuerdos de mi vida”

La peña del Suizo continúa hoy completamente renovada. Buenas cosas dijera de los actuales contertulios, muchos de ellos catedráticos, si la discreción más elemental no me impusiera el silencio. Concretareme a citar a don Joaquín Decref, a Castro y Pulido, a Ambrosio Rodríguez, al doctor Isla, etc.

Allí elevamos un poco el espíritu, exponiendo y discutiendo con calor las doctrinas de filósofos antiguos y modernos, desde Platón y Epicuro a Schopenhauer y Herbert-Spencer; y rendimos veneración y entusiasmo hacia el evolucionismo y sus pontífices, Darwin y Haeckel, y abominamos de la soberbia satánica de Nietzsche. En el terreno literario, nuestra mesa proclamó el naturalismo contra el romanticismo, y al revés, según los oradores de turno y el humor del momento, también nuestra peña hizo un poco de política. 

Lo que son las cosas, hablando con Paco, me entero  que Ramón y Cajal visitó a su amigo D. Ambrosio en Cibea; en esta visita, mandaron al sobrino de D. Ambrosio ensillar una mula y un caballo para subir al Premio Nobel de visita al pueblo de Fuentes de Corbeiro. Este sobrino de D. Ambrosio era el padre de Paco y se llamaba Francisco Rodríguez Galán.

Subieron Francisco en una mula y Ramón y Cajal a caballo hasta Fuentes de Corbeiro, para visitar a Juan Cardo Frade de casa El Rubio. Este era agente de bolsa en el Banco de España en Madrid y llevaba los asuntos financieros de los dos doctores.

Paco deja volar su prodigiosa memoria y me relata otras anécdotas interesantes de la zona; también me cuenta como la guerra civil cambió el rumbo de su familia. El padre de Paco,  era oficial del Banco de España en Madrid. En el verano de 1936 vino de visita a Sorrodiles y ya no pudo reincorporarse a su trabajo en la capital al estallar la guerra civil. Con la ayuda de la familia de Cibea, se arreglaron como pudieron hasta que acabó la contienda. Una vez finalizada la guerra, su padre volvió a Madrid encontrando su residencia totalmente destrozada. Después de esto, decidió empezar casi de cero en Sorrodiles; sacó a sus hijos adelante, en principio con muchas penurias y después dada su gran capacidad de trabajo y gestión, consiguió encauzar su vida familiar. Sigo escuchado atentamente a Carolina y a Paco y me doy cuenta de lo privilegiados que somos algunas generaciones al no tener que vivir situaciones tan complicadas. Ojalá nunca más se desaten odios tan irracionales como los que traen las guerras.

Palacio de los Flórez Valdés en Carballo, Cangas del Narcea.

Me despido de Paco y de Carolina, agradeciéndoles la amabilidad que mostraron conmigo  estos entrañables hermanos y me dirijo carretera  abajo, hacia Carballo. Aquí saco una fotografía al palacio de los Flórez Valdés.  Este palacio fue reedificado en el siglo XVI  y está situado en un valle espectacular donde el río de Cibea riega una abundante pradería.

Doy la jornada por finalizada y ya otro día visitaré otra zona del concejo, donde seguramente disfrutaré de buenos paisajes, buena gastronomía y algo de historia.

Mientras tanto me dirijo a descansar al pueblo, donde daré buena cuenta de unos excelentes huesos de butiecho de Santulaya que me tienen preparados para cenar. Estos me los recetó  el médico y amigo Bernardino de la Llana, asegurándome que tienen muchas vitaminas y dan mucho ánimo y no seré yo quien vaya contra algo que esta científicamente demostrado.

El legado de los arrieros

La Chabola de Val.láu, hacia 1920

Valentín Flórez y María Sierra, un matrimonio de comerciantes, fundaron en 1898 «La Chabola de Vallado», la venta más conocida del Camino Real de Leitariegos

Valentín Flórez y María Sierra, un matrimonio de arrieros natural de El Puerto de Leitariegos, decidieron cambiar, en 1898, los polvorientos caminos de la España decimonónica por los cuatro muros de una venta situada a medio trayecto entre la entonces conocida como Cangas de Tineo y Villablino. Era el año de «El Desastre», el punto y final de la presencia colonial española en ultramar. Una época en la que Flórez cimentó las bases de su particular imperio familiar. Un negocio que, 113 años después, sigue a caballo entre Asturias y León gracias al trabajo de una cuarta generación de comerciantes.

Al igual que el resto de los pobladores de Leitariegos, Valentín Flórez pertenecía a una familia de arrieros. Su recua, llamada la del «Tío Xipín», cubría con cierta frecuencia el camino hacía Madrid. «Eran populares la ruta del mazapán y la de la cera, realizadas en Navidad y Semana Santa, respectivamente», comenta Valentín Flórez, biznieto del arriero.

Tras contraer matrimonio con María Sierra, el avispado arriero no tardó en percatarse de las grandes oportunidades que ofrecía la creación de una venta en la que dar servicio a todos los caminantes y muleros que se abrían paso hacía la Meseta a través del puerto cangués. Fue así como, en 1898, inauguró su comercio: «La Chabola» de Vallado. Sin embargo, su inesperado fallecimiento dejó a su viuda al frente del comercio y al cargo de seis hijos. «Mi bisabuela trabajó muy duro. Era capaz de levantarse a las tres de la madrugada para servir una copa de aguardiente a un cliente», subraya su biznieto.

Años después, su hijo, Francisco Flórez, y su nuera, Victoria Rodríguez, tomaron el testigo de «La Chabola». Con ellos, la venta se adaptó al nuevo siglo. «Vendían todo tipo de cosas. Aquí había un bar, una tienda de ultramarinos, ferretería, ropa, calzado, librería, panadería, materiales de construcción, farmacia, almacén de piensos, camionetas de reparto, despacho de correos e incluso autobús de viajeros», precisa Valentín Flórez. Además, la familia era propietaria de la «Mantequería Rodríguez», que distribuía sus productos en las tiendas de Madrid.

Antigua cocina, hoy utilizada como comedor y en la época del Samartino para curar el embutido al estilo tradicional

Su fama alcanzó tales cotas que son numerosas las publicaciones de la época en las que se menciona a la venta. Tal es el caso del etnógrafo alemán Fritz Krüger, que en agosto de 1927 llegó a Vallado junto a su esposa. Francisco Flórez, responsable, en gran medida, de este prestigio, falleció en 1975 dejando al frente del negocio a su hijo Valentín y a la esposa de éste, Carmen Pérez. «Cuando fallecieron los patriarcas, cada hijo adoptó diferentes caminos. Nosotros seguimos con la venta», señala Carmen, artífice de las recetas caseras y de los licores de frutas que aún hoy día pueden degustarse en «La Chabola».

El bagaje de la venta canguesa es palpable en todos sus rincones. Objetos como una vieja cafetera empleada por los arrieros o las esquilas de los machos de la recua del «Tío Xipín» adornan las estancias de «La Chabola», en cuyo comedor el tiempo se ha detenido. Ya no hay tanto trabajo como antes. «Por semana apenas tenemos clientes», comenta Valentín Flórez, el cual prosigue añadiendo que «el mal estado de la minería también se hace notar». Y es que, el destino al final del camino parece no ser tan claro como antaño.

ENLACE DE INTERÉS: Apartotel Miravalles

Detener el tiempo

Un artículo de Alfonso López Alfonso en la revista de literatura Clarín está dedicado a Benito Correa, vecino de Pousada de Rengos, que fue guardia civil, emigrante en Venezuela, Francia y Australia, dueño del Bar Correa en Cangas del Narcea, y aficionado a la pintura y la fotografía. Hoy, después de una existencia llena de sobresaltos, aventuras y viajes, lleva una apacible vida en el Río de Rengos. Todas las imágenes que acompañan el texto fueron realizadas por él en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX.

Arando en el Cortinal, Posada de Rengos, hacia 1949

DETENER EL TIEMPO

Alfonso López Alfonso

El deseo de detener el tiempo únicamente podemos verlo cumplido en las fotografías. Las viejas fotografías nos fascinan porque en ellas se produce el milagro de poder contemplar la carcasa de un mundo que ha desaparecido. Con los años se deja de ser joven y, como en el poema de Gil de Biedma, también se comienza a comprender que envejecer, morir, es el único argumento de la obra. Con el tiempo, de nosotros únicamente quedan los restos del naufragio, entre ellos unas cuantas imágenes anónimas y destartaladas colocadas en montoncitos por los rastrillos dominicales. Las viejas fotos son un reloj parado justo cuando quien las realizó activó el obturador de la cámara para atrapar ese instante, algo que seguramente nadie podría lograr nunca escribiendo, aunque pusiera muchas cuartillas en el empeño. No sé si una imagen vale más que mil palabras, aunque supongo que todo depende de qué imagen estemos hablando y también de qué palabras, pero lo que sí sé es que por muy bueno que sea un escritor no podrá llegar nunca a describir con entereza y precisión lo que cabe en una imagen.

El Cortinal, Posada de Rengos hacia 1950

Las fotografías presentan seres y objetos congelados y tienen por ello una clara ventaja para el espectador respecto a la literatura, y es que venga de donde venga el que contempla puede absorber directamente lo que está viendo y ponerlo en contacto con sus emociones y experiencias sin necesidad de intermediarios, algo que lógicamente la fotografía comparte con la pintura. Una fotografía de Diane Arbus o un cuadro de Vermeer dirán algo a un espectador que los contemple en un pueblo perdido de Oklahoma o a quien lo haga en París, en Lisboa o El Cairo; Shakespeare, sin traductores, no podría hacerlo. Esto es una observación de Perogrullo que nos conviene tener presente a quienes escribimos porque, más allá de consideraciones artísticas, es doloroso saber que cualquiera con una cámara o unos pinceles en la mano ha de sacarte ventaja.

El Cortinal, Posada de Rengos, hacia 1950

Las fotos antiguas, como documentos que hablan de la sociedad a la que pertenecieron, no necesitan parabienes estéticos, sencillamente se acercan a nosotros poniéndonos en contacto con lo que fuimos y nos interesan más cuanto más cerca nos tocan. La foto del abuelo en la guerra, la de papá en la mili, la del tío afortunado que disfrutó unas vacaciones en Canarias hace veinte o treinta años, puede revolver más el corazón de quien la tiene en la mano que todas las que hizo en su vida Cartier-Bresson. Hay algo evanescente y emocionante en todos los fotógrafos anónimos que desempeñan algún papel en nuestra vida. Lo comprendo al conocer a Benito Correa, que durante muchos años se ocupó meticulosamente de disparar su cámara allá por donde iba. Fue un niño de la guerra nacido en la localidad extremeña de Herrera de Alcántara, en la Raya entre España y Portugal. A finales de los años cuarenta se hizo Guardia Civil y vino destinado a una de las zonas más remotas de una región remota para conocer a Delfina, que se convertiría en su mujer.

El Poulón, Posada de Rengos, hacia 1957

Se afincó en este destino y se casó en Pousada de Rengos (Cangas del Narcea), donde vive hoy apaciblemente en una casa con vistas envidiables. Pero su vida está llena de sobresaltos, aventuras y viajes. Después de casarse dejó la Guardia Civil y anduvo medio mundo para ganarse la vida: Venezuela primero, en solitario, sin la familia, donde estuvo cerca de siete años; Francia después, donde pasó aquel mes de mayo de 1968; tras eso, todavía, más de veinte años en Australia. En los años sesenta, a su regreso de Venezuela y antes de partir hacia Rosult, en Francia, montó en Cangas del Narcea un bar de estilo flamenquista que se llamó Bar Correa. En él hizo con pasodobles y chotis las delicias de los señoritos de la villa a la salida de misa.

Josefa Ramos Rey, hacia 1967

Hoy Benito Correa disfruta de un merecido descanso en una casa que algo tiene en su diseño de híbrido entre rancho y mansión. Quien se acerque hasta la casa La Mata en Pousada de Rengos puede encontrarlo todos los días del año dedicado con empeño oriental a las flores de su jardín y a los ensimismados pensamientos producto de los largos paseos. Es un hombre de aspecto apacible, de voz apacible, de conversación apacible. Si preguntan les hablará de lugares lejanos, de su trabajo como recepcionista de un importante hotel en Caracas, por donde pasaban militares de alta graduación, presidentes y toreros, de las fábricas francesas, de las cocinas de los restaurantes australianos, de las travesías en barco, de los transbordos en avión, de su primera salida, cuando la familia fue a despedirlo al puerto de Vigo;

La Bouba, Posada de Rengos, hacia 1950

y también hablará de una infancia marcada por la crueldad de la guerra y la pérdida de un hermano, de su cariño por Herrera de Alcántara, por el Tajo y por los vecinos portugueses de Castelo Branco, que alcanzaba a ver desde la otra orilla del río; pero sobre todo hablará de la afición que tenía al dibujo, para el que mostraba condiciones, y a hacer fotografías sin parar, con las que sin duda algo salvó de lo que fuimos.

Rectoral de San Luis del Monte, hacia 1950

Benito Correa nunca hizo ni pretendió hacer fotos que valieran más de lo que valen. No es un fotógrafo profesional, pero los momentos de la vida cotidiana que captó los ha convertido el runrún del tiempo en documentos. Sus fotografías, en general, interesan mucho porque dan fe de un mundo cuya realidad se ha ido devanando hasta sumirse en la inexistencia. Hay fotos de gente trabajando en el campo, de los días de fiesta, de comuniones, de escolares, de todo un poco.

Rectoral de San Luis del Monte, hacia 1953

En ellas aparecen edificios que ya no existen, como la casa rectoral de San Luis del Monte, al lado de la ermita del mismo nombre en una montaña cercana a Pousada de Rengos, y también nos damos cuenta al observarlas de que no están cosas que se hicieron después, en especial las instalaciones de los lavaderos y oficinas de las empresas mineras en el entorno de Veiga de Rengos, hoy bien visibles, pero que no aparecen en las fotos tomadas desde el Cortinal por Benito Correa a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta.

Rosult, Departamento del Norte, Francia, hacia 1967

Qué decir de lo que sugieren esas fotos de los escolares y las comuniones, tantas caras cargadas de curiosidad, de incertidumbre, de candidez, de jovialidad. Infantiles, pero también majestuosas, aparecen aquí expectantes, repletas de futuro, las caras de esos dos niños que en el corredor de casa Mario observan al fotógrafo sumergidos en un claroscuro caravaggiesco. Las toscas tablas del suelo, el abrigo colgado, la ropa tendida, la cesta, el balde, la escoba, todos componentes de una casa que, como vemos por la rudimentaria lavadora que aparece en primer plano en el margen derecho de la foto, empieza a modernizarse.

San Luis del Monte, hacia 1953

Muchas de las fotografías de Benito Correa son escenas de la vida campesina, todas son hijas de su tiempo, pero hay una que condensa y llena de significado ese tiempo. Está tomada en el puente de Ventanueva, seguramente con motivo de alguna visita importante, y en ella aparece —fiel metáfora del control moral y físico que se practicaba en los tiempos que corrían— un puñado de curas y guardias civiles. Sotanas y tricornios, símbolos de unos años en que era norma, como enseñan estas fotografías, la segregación por sexos en las escuelas y en los que abundaban las procesiones y las misas concurridas. Estas fotos de Benito Correa nos fascinan por su capacidad de sugestión, por la facilidad que dan a las imaginaciones románticas para lanzarse hacia lo irreversible: el pasado; dan fe de un mundo extinto y tienen por tanto algo de mágicas, pero también son testigos documentales del mundo del que venimos y al que quiera dios —si es que existe— no volvamos.

(Artículo publicado en Clarín. Revista de nueva literatura, nº 90, noviembre-diciembre 2010).

A una vendimia en Cangas de Tineo

Portada de la 5ª edición del libro Jovellanos, el patriota de Manuel Fernández Álvarez.

El catedrático de Historia Moderna, profesor emérito de la Universidad de Salamanca y miembro de la Real Academia de la Historia, Manuel Fernández Álvarez, tristemente fallecido en abril de 2010, nos acerca a la figura de Gaspar Melchor de Jovellanos con su libro “Jovellanos, el patriota” editado por primera vez en 1988. Este maestro de las biografías dedicó el libro a su madre de la siguiente manera:

A María,
mi buena madre,
una asturiana de pro,
nacida en
Cangas de Tineo
hoy Cangas del Narcea. 

En el mencionado libro Fernández Álvarez nos invita a acompañar a Jovellanos en sus excursiones, algunas que duraban solo una jornada; otras, como la que nos va a ocupar, que se prolongaban cerca del mes. Y es que en 1796 Jovellanos llevó a cabo una de estas excursiones a Cangas del Narcea (entonces Cangas de Tineo), para conocer su típica vendimia, única en el Principado.

El autor considera que Cangas del Narcea y sus alrededores eran lugares para ser visitados por un viajero curioso, tal como lo eran los hombres ilustrados del siglo XVIII; y añade que no nos puede extrañar que Gaspar Melchor de Jovellanos se viera atraído por esta excursión, accediendo a buen seguro a las instancias de sus amigos cangueses. Jovellanos en sus Diarios, titula el relato de este viaje: “A una vendimia en Cangas de Tineo” y Manuel Fernández Álvarez lo narra de la siguiente manera:

La vendimia (1786) de Francisco de Goya (1746–1828). Está en el Museo del Prado.

Sale de Gijón el último día de septiembre, hace unas pequeñas paradas en Oviedo y Salas, para pasar el puerto de La Espina y coger el camino que baja ya a Cangas. Al avistar el Narcea, todavía a una legua larga de la villa, le salen al encuentro los amigos que acuden a recibir al ilustre viajero: los Queipo, los Flórez, los Carbayedo, los Melgarejo. 

Y a partir de ese momento, apenas si habrá descanso. Lo de menos será la jornada de la vendimia, aunque, por supuesto, también será realizada. Toda disculpa será buena para montar una fiesta. De forma que la estancia de Jovellanos en Cangas se convierte en un continuo festejo. Y eso no le extrañará al que conozca el carácter de los vecinos de Cangas, una de las villas más alegres y bulliciosas de todo el Principado. Sus habitantes siempre están dispuestos a meriendas campestres (cuando el señor tiempo lo autoriza), a convites, a bailes y a canciones. Así fue en aquel otoño de 1796. 

Y Jovellanos no salía de su asombro. Se dejaba llevar por aquel ímpetu juvenil, y aún celebra aquella «movida», como si dentro de él, que ya ha cumplido los cincuenta y dos años, algo se pusiera también en marcha, como si se le removiera algún resto de su juventud perdida: «Las muchachas –nos cuenta- proyectan ir mañana a la vendimia del conde…». Y añade: 

 … entran en un frenesí de alegría…

Y al día siguiente anota: 

La gente se mueve temprano para la expedición de la vendimia. ¡Qué alegría!
¡Qué bullicio en los jóvenes! 

A poco, antes de las veinticuatro horas, llega el correo con una tremenda noticia de la corte: la declaración de guerra de Inglaterra. ¿Se inmuta por ello Cangas? En absoluto. Todo sigue su ritmo, como si la guerra fuera la distracción de los reyes, que tan apartados rincones tienen el privilegio de despreciar, como si se tratara de juegos alocados de los que mejor ni oír. Ciertamente Jovellanos, tan aficionado a las cosas de Inglaterra, lo tomará como una mala noticia; en todo caso, apunta en su Diario, ya de hacer la guerra, mejor hubiera sido declararla al pueblo francés, tan orgulloso y tan «enemigo de la paz general». Pero, por lo demás, los juegos y los bailes siguen en casa de los amigos, porque Cangas no cambiará tan fácilmente sus costumbres. 

De forma que Jovellanos no abandonará la villa sino ocho días después. La corte podía estar en guerra con media Europa sin que Cangas se diera por enterada. Era la contrapartida de aquellas guerras dinásticas del Antiguo Régimen, las más de las veces por caprichos de las testas coronadas o de sus privados; los pueblos las sentirían por las cargas fiscales, pero no las tomarían como propias, salvo si se veían invadidos. Y menos en lugares tan apartados como lo era entonces Cangas de Tineo.

La Favorita

Cangas del Narcea queda por Asturias. Rico en carbón, fabada y vaca lechera, también es muy nombrado por ser patria chica de los serenos de Madrid. Sin ir más lejos, Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio, era natural de tan nombrado pueblo. Armado con chuzo grueso y manojo de llaves al cinto, Isidro Cabrales entraba a trabajar a la noche y lo dejaba a la que pintaba el día cuando, sin ayuda de farol ni lumbre alguna, alcanzaba a contar con claridad las líneas que cruzaban la palma de su mano. Los límites los marcaba el chuzo, el viaducto y algunos portales de la calle del Espejo, por donde antes venía la muralla del Madrid morisco. Y con estas, noche tras noche, Isidro Cabrales, natural de Cangas del Narcea, cumplía con los dos objetivos primordiales que todo sereno había de cumplir y que eran, a saber, el de custodiar el sueño del vecindario, uno. Y el otro acabar con él a voces. ¡Las doce en punto y sereno! ¡Las doce y media y sigue lloviendo! Hay que señalar que tanto en Madrid como en Asturias, hora y tiempo son dos cosas bien distintas aunque se nombren de la misma forma y a la misma vez. ¡La una en punto y sereno! ¡La una y media y sigue lloviendo!

La bella Elena Sanz Martínez de Arizala, cantante de ópera, conoció a Alfonso XII en Viena en 1872 durante una gira.

Es una de esas noches en que hora y tiempo se confunden. La lluvia repiquetea sobre los techos de las berlinas, los cocheros corren a refugiarse bajo las cornisas y los caballos, inquietos, hunden sus cascos en las aguas sucias de su propio excremento. ¡Sooooo! Es en una de esas cuando, por la puerta de artistas del Teatro Real, aparece Elena Sanz, figura indiscutible de la ópera. La diva se detiene un instante a saludar a sus fieles que hacen cola bajo los paraguas. Reparte sonrisas, besos y firma autógrafos antes de subir a la berlina. Aunque vive a dos pasos del Teatro Real, pocas veces los anda y nunca si llueve. Isidro Cabrales, el sereno del barrio vecino a Palacio, la ha visto salir, y envuelto en su capote, apura el paso y llega hasta el portal donde ella vive. Como siempre a esas horas, nada más bajar de su berlina, Elena Sanz se encuentra con el portal abierto y con un servicial sereno, todo él inclinado hasta tocar el suelo con la gorra. Al pasar por su lado le araña con su mirada de pantera. Son las doce y media y sigue lloviendo.

Venía de Valencia, no tenía más de treinta años y la Ópera de París se rendía a su voz de contralto, ancha, sonora y dotada de un timbre especial para los efectos dramáticos que dicen los críticos. Había trabajado en la Scala de Milán, compartiendo cartel y aplausos con figuras de la talla de Gayarre. Sin embargo más que por su voz, Elena Sanz era conocida por sus amoríos con el rey. La cosa venía de antiguo. Se contaba que se conocieron en Viena cuando Alfonso XII aún no era rey y Elena despuntaba en las alcobas secretas de la carne con el do sonoro de sus pechos. Por este detalle, cada vez que alguien se refería a Elena Sanz lo hacía con el operístico nombre de la Favorita.

Ni que decir tiene que Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio, estaba encargado de abrir el portal, no sólo a la Favorita, sino también a su excelentísimo amante. Hay que apuntar que el rey se pegaba sus escapadas de Palacio cada vez que le venía en gana. Por algo era el rey. De dos zancadas se ponía a la entrada de la Cuesta de Santo Domingo, en el número cuatro, donde ella tenía su residencia. El sereno divisaba su larga figura de lejos, el gesto marcial de los andares, la barbilla alta y significativa, y hasta allí que iba, plantándose en el portal en un periquete, muy servicial, con su manojo de llaves y doblando el espinazo en una reverencia que barría el suelo con la gorra. Al igual que en un ritual donde todo está pactado, el rey le pagaba el silencio con la cortesía de su imagen grabada en plata. «Buenas noches nos dé Dios». «Buenas noches tenga usted, majestad», le contestaba el sereno a la que se guardaba la propina.

Sin embargo, aquella noche de lluvia no tenía pinta de aparecerse nadie por allí. Y menos el rey. Por lo mismo, la Favorita, con ganas de cantar a viva voz la Magdalena de Rigoletto, hizo subir al sereno. Daban las dos y media, seguía lloviendo y el sereno lo primero que pensó fue que andaría indispuesta. Tal y cómo estaba la noche, necesitaría algún remedio de la botica. Con una garganta tan delicada a los cambios de clima, no era plan lo de salir a la calle, se dijo Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio. Aunque, después de la mirada abrasadora con la que le había obsequiado, cualquiera sabe. La incógnita se despejó en seguida, lo que ella tardó en desnudarse. Con los nervios, Isidro Cabrales no supo bien si se había dejado el portal abierto. «Da igual, a estas horas ya, pocas visitas», apuntó ella. Y sin más se pusieron a dar rienda suelta a su desahogo. Ella relinchaba como yegua herida y el de Cangas del Narcea tiraba de la crin. ¡Arre! Hubo un momento en que, además de los alborotos de la carne, le pareció escuchar unos golpes en la puerta pero Isidro Cabrales no hizo caso y siguió a lo suyo. ¡Arre! ¡Arre! Cuando los golpes se hicieron más acusados entonces fue ella la que dijo: «¡Sooooo! Creo que llaman a la puerta. Ocúltate bajo la cama, voy a abrir».

Desde su escondite pudo reconocer la voz. Era el rey. También pudo ver las botas de caña alta, lustrosas de lluvia. Y sobre todo lo demás, el sable que siempre le acompañaba en cada una de sus escapadas. «Estoy malísima de las muelas», dijo ella con una queja melosa en la voz. El rey la cubrió con la seda de la colcha y besó su frente. «Ahora te consigo un remedio». Y no esperó a más para salir a la noche. Aprovechando la salida del rey, Isidro Cabrales se vistió apurado y volvió a su puesto. ¡Las tres en punto y sereno! ¡Las tres en punto y sigue lloviendo! Y no había terminado de dar el parte, cuando divisó la figura del rey, acercándose a través de la lluvia. El sereno ni se atrevió a mirarle a la cara. Entre reverencias y genuflexiones abrió el portal. Pero el rey no entró, qué va, se quedó plantado ante él. Traía una cara que decía: «A mi no me vuelves a ver más en las monedas de plata, gandul». Su mano empuñaba el sable, desafiante con la noche, la lluvia y sobre todo lo demás con Isidro Cabrales, natural de Cangas del Narcea y sereno del barrio vecino a Palacio. «Dé. Déjeme. le. cuente». Intentó justificarse, pero las palabras se quedaban atadas al nudo ciego de su garganta. Hubo un momento en el que el rey desenvainó el sable y empezó a pincharle el pescuezo. «Dónde demonios se ha metido, le estuve buscando, la señorita Elena necesitaba un remedio para el dolor de muelas». «Dónde, demonios estuvo». «Al final, tuve que ir yo mismo hasta la calle Mayor a buscarlo». «A santo de qué, abandona su trabajo». «Dónde, demonios.». Por cada queja, la punta del sable le pinchaba un poco más el pescuezo. Eran las tres y media. Y seguía lloviendo.


Montero González
Diario ABC, 3 de agosto de 2006

El espíritu de un gran hombre

El sacerdote de Posada de Rengos P. José Pérez Álvarez con un niño en Colombia

Toda una vida dedicada a quienes más lo necesitan

Estamos hablando del sacerdote asturiano José Pérez Álvarez, nacido en Moncó, parroquia de Vega de Rengos, Cangas del Narcea, en el año 1926.

El padre Pérez cursó sus estudios en los Seminarios de Tapia, Valdediós y Oviedo, en Asturias, y se ordenó en el año 1952. Fue tres años párroco de las localidades asturianas de Bayo y Báscones en el concejo de Grao y dos años capellán del Hospital Militar de Las Palmas de Gran Canaria, adonde llegaban miles de legionarios heridos en combate a consecuencia de la guerra de Ifni, librada entre fuerzas españolas y marroquíes en el Sahara Occidental durante 1957 y 1958, y en donde conoció al actual rey de España, D. Juan Carlos I.

A continuación trabajó un año en La gran misión Buenos Aires dentro del Equipo Pontificio Misionero Americano y veinticinco años, desde junio de 1960, como capellán y director de Relaciones Humanas, tras graduarse como psicólogo industrial, en Ingenio Providencia, un importante consorcio azucarero de Cali, Colombia, el país más hispanófilo del mundo.

 EL CENTRO DE FORMACIÓN INTEGRAL PROVIDENCIA

Su amor por el prójimo y su devoción por Asturias los ha ido plasmando en grandes obras de desarrollo social y humano como el Centro de Formación Integral Providencia, en Cali, ahora ya con categoría de universidad. El padre Pérez lo erigió tras conseguir la cesión altruista de los terrenos por parte del grupo empresarial en que prestaba sus servicios, la ayuda de diversas instituciones y el trabajo gratuito de los propios empleados de la empresa, casi todos analfabetos, que querían para sus hijos un futuro mejor.

El centro, inaugurado en 1965, es el mayor del país con estas características y tiene capacidad para 3.500 alumnos. Fue declarado centro piloto a imitar en otros enclaves colombianos y diversos países latinoamericanos. Más de 35.000 alumnos se han formado en él a lo largo de casi 40 años, convirtiéndose de este modo en agentes dinámicos de su propio desarrollo.

La gran particularidad es que los jóvenes, tan pronto como terminan sus estudios, comienzan a trabajar en empresas del Valle del Cauca como mandos intermedios.

Por esta obra el Gobierno Colombiano lo condecoró, en 1982, con la Medalla Cívica “Camilo Torres”, un galardón creado para reconocer y enaltecer los servicios eminentes del educador que incorpora en su trabajo educativo prácticas de convivencia al interior de la institución, que involucra a la comunidad educativa en el quehacer de la educación, que trabaja por la promoción y defensa de los derechos del niño y que promueve en los alumnos el interés por el conocimiento científico y tecnológico.

EL BARRIO OVIEDO DE COLOMBIA

Otra obra de indudables prestaciones fue la construcción del Barrio Oviedo, en el municipio de El Cerrito, muy cerca de la ciudad de Palmira, en 1972. Edificado el centro formativo para los hijos de los trabajadores de Ingenio Providencia ideó, acto seguido, está barriada de 70 viviendas unifamiliares con huerto para los obreros más necesitados, inspirándose en las normas de habitabilidad que ya en 1927 empezaban a imperar en Europa para este tipo de equipamientos.

EL CENTRO ASISTENCIAL OVIEDO

El padre Pérez rodeado de niños y jóvenes en Colombia

De la misma forma levantó, en terrenos colindantes al barrio y con la colaboración del consistorio ovetense, el Centro Asistencial Oviedo, un equipamiento que dispone de sala de reuniones, consultorio médico y odontológico gratuito (gracias a la colaboración de especialistas en prácticas), guardería infantil, talleres-escuela de corte y confección y culinario, biblioteca y zona recreativa para niños.

A este magno proyecto le seguiría el Barrio El Carmen, de 200 viviendas, y otros más.

EL CENTRO ASISTENCIAL PARA MADRES SOLTERAS

Con la colaboración de Vivian Idreos, traductora y escritora nacida en El Cairo y afincada en Madrid a quien se debe la obra Los últimos hijos de Constantinopla, se involucró también en el Centro Asistencial para Madres Solteras, en la localidad de Pasto, con capacidad para 70 mujeres, a través de un grupo de colaboradoras de la institución en la capital de España.

LA FUERZA DE LOS HECHOS

Una vez jubilado fundó Padrinos Asturianos y su último empeño es poner en marcha un nuevo Centro Asistencial y Cultural en una de las barriadas más pobres y de más alta peligrosidad de Cali, para promover el desarrollo humano de 70.000 personas que viven en él en condiciones infrahumanas y prestar asistencia a 300 niños que la institución tiene apadrinados en dicha zona.

En la actualidad [junio 2010] mantiene la sede central en Oviedo (en las oficinas de la iglesia parroquial de San Juan el Real, cedidas gratuitamente), y posee delegaciones en Cali (Colombia) y en Orlando, Miami (EE.UU.), igualmente gratuitas.

Cinco años en Australia

Antiguo Ford de la familia Lago Villar en Corryong (Australia) hacia 1967

Por Alfonso López Alfonso

Viajar es ampliar horizontes y desde los lugares más cómodos de la tierra la gente se puede mover con ese espíritu heredado del Romanticismo que busca arrimar a los propios los mitos ajenos, acercar lo desconocido. Pero para millones de personas a lo largo de la historia y hasta hoy mismo hay una manera distinta de viajar en la que las aventuras surgidas durante el trayecto no se buscan, sencillamente se encuentran. A esa manera de viajar, forzada por la necesidad, la llamamos emigración. Si viajar, como dice Antonio Muñoz Molina, sirve sobre todo para aprender sobre el país del que nos hemos marchado, emigrar obliga además a aprender algo sobre el país al que se llega. Después de la Segunda Guerra Mundial

Corryong (Australia). Compañeros de colegio de Olga Lago Villar en 1967

Australia necesitaba mano de obra para las plantaciones de caña de azúcar, de tabaco, frutas y cereales, para la industria, para todo, y hasta allá, en las antípodas, fueron llegando italianos y griegos durante los primeros años cincuenta. Entre 1958 y 1963, en lo que se conoció como Operación Canguro, llegaron también unos pocos miles de españoles con  pasajes subsidiados y programas de reunificación familiar. Aquel país del confín del mundo era un vasto continente joven y de mayoría aplastantemente anglosajona en el que imperaban políticas manifiestamente descabelladas para con los aborígenes, y allí, como nos hace saber Jorge Carrión en su libro Australia, un viaje, a estos inmigrantes morenos y más bien bajitos que llegaban del sur de Europa se les llamaba despreciativamente wogs, que venía a ser, para entendernos, un poco el equivalente australiano al desprecio que por esos mismos años despertaban entre los asturianos los trabajadores llegados desde otros puntos de la geografía española atraídos por ENSIDESA, a los que se les llamaba con poco cariño, recordemos, “coreanos”.

Que la principal barrera con la que tropieza el que emigra es el idioma cuando no coincide con el propio lo saben muy bien los españoles que se fueron a Australia. Entre los miles de españoles que llegaron a aquel país continente, extremo en su naturaleza y hasta el siglo XVIII poblado con convictos británicos, hubo también asturianos. Engracia, una de las protagonistas de esta historia, no tenía el oído acostumbrado al galimatías extraño que era para ella el inglés, así que para poder trabajar en un restaurante de la ciudad de Corryong, en el estado de Victoria, al sureste del país, se aprendió de memoria los menús y a su manera, también de memoria, porque la gramática es un lujo que a menudo no pueden permitirse quienes viven para trabajar, aprendió a anotar aquello que oía en su libreta de camarera para entregarlo en la cocina. Era una camarera parca en palabras, pero muy eficiente.

Boda de Engracia Villar y Alberto Lago en Combo (Cangas del Narcea) en 1958

Engracia Villar y Alberto Lago, ambos naturales del concejo de Cangas del Narcea, se casaron en 1958. Por aquel tiempo, en Granda (Gijón), compraron una casa con negocio -un chigre de pueblo- donde vivieron hasta que partieron a su aventura australiana en febrero de 1963. En Granda nació Olga, su hija mayor, que con ellos avistaría tierras lejanas. ¿Qué les impulsó a marcharse? Los subsaharianos que intentan alcanzar Europa denominan su travesía por el desierto como la Aventura. Cualquiera puede intuir que esa Aventura entre tuaregs y bereberes, impulsada y propiciada muchas veces por traficantes de toda laya, no es precisamente una película de Antonioni. A la mayor parte de los españoles que se fueron a Australia, como a casi todo el que se aventura, los movió la necesidad y el ansia de mejorar. Engracia y Alberto no fueron ninguna excepción. Tenían deudas por la compra del bar, estaban pagando bastantes intereses y con el funcionamiento del negocio no eran capaces de amortizar el capital, así que decidieron cambiar de vida.

Poblado de Corryong en Australia donde residía la familia Lago Villar. En la imagen Olga la hija del matrimonio en 1966

—En Granda -cuenta Engracia-, teníamos un bar a medias con mi hermano Segundino, pero no producía. No daba dinero. Mi hermano se fue entonces a Australia y un día, medio en broma, Alberto no sé qué me dijo y yo le contesté, “pues me voy a ir a Australia con mi hermano”. Todo en broma. Eso fue una broma, pero entonces me dice él: “Coño, pues ahí sí que estábamos bien los dos”. A los pocos días se encontró en Gijón con un conocido de San Antolín de Ibias que tenía tres hijos en Australia y le dijo que iba a salir una emigración nueva, que pagabas muy poco y llevabas intérprete cuidando de ti y no era como si fueras por cuenta tuya. Entonces había un paro en España más que ahora. Bueno, más que ahora no sé si lo habría, lo que pasa que ahora hay más comodidades. Y mira, la ignorancia hace el valor. El caso es que aquel señor quedó en avisarnos. Y justo el día que viene a decirnos que empezaba el plazo para apuntarse, Alberto se había ido con la niña a Cangas a pagar los intereses.

—Sí –interviene Alberto-, pero al hombre se le ocurrió llamar al cuartel de la Guardia Civil de Cangas para que me avisaran y cuando estaba montado en el autobús para ir hasta La Viña, la aldea donde nací, se suben dos guardias civiles, con sus tricornios y sus capas, que ya sabes cómo se las gastaban en aquellos tiempos. Menuda impresión. La línea llena y yo con la niña. Preguntan por Alberto Lago, y yo, sorprendido y atemorizado, me levanto y contesto que soy yo. Entonces me dicen que me presente en Gijón inmediatamente. Menudo susto, pero así fue como vine a apuntarme.

Compañeros de colegio de Olga Lago Villar en Corryong (Australia) en 1965

—Al día siguiente nos pasaron un reconocimiento. En pelotina: “Desvístanse ahí en pelota”, nos dijo una chica que había allí de intérprete, que para nosotros aquello era una cosa casi de escándalo, porque los médicos eran australianos. Te hacían un reconocimiento y los que estaban bien pasaban, y los que no se quedaban. Alberto no pasó la primera vez por culpa del estómago, pero volvieron a llamarlo y luego ya pasó. Embarcamos en febrero del año 63 y la niña cogió tifus porque el barco no estaba bien desinfectado. Cuando llegamos allí todavía se pasó mes y medio en el hospital.

En abril de 1963 llegan a Melbourne, desde allí los llevan en tren a un campamento de emigración donde estuvieron algo más de un mes.

Alberto y Engracia con su hija Olga Lago Villar y un amigo en Griffith hacia 1964

—Mi hermano estaba en Wologon y nos reclamó porque allí había trabajo y nos había buscado casa. Cogimos el tren a Sydney y de allí a Wologon, donde mi hermano estaba esperándonos. Allí estuvimos en un pueblo que se llamaba Greenhill. Alberto empezó a trabajar en la fábrica en que trabajaba mi hermano, que era una especie de acería. Allí el gobierno ya no estaba pendiente de nosotros y vivíamos en una casa prefabricada muy grande con un italiano y otra familia con tres hijos. Yo cocinaba para dos primos míos que estaban con nosotros, para Alberto, la niña, mi hermano y para mí. Mis primos y mi hermano dormían en una habitación y nosotros en otra, la otra familia en otra y el dueño en otra. Compartíamos el retrete, que eran unos cubos que pasaba a recogerlos un hombre al que llamaban el hombre sit, para que lo entiendas, el hombre mierda. Allí estuvimos sobre un año y de ahí nos fuimos a una farma en Griffith, donde Alberto sulfataba, regaba, podaba los árboles, y yo, en la época de recogida de manzana y uva ayudaba. Allí estábamos muy bien, pero por ese tiempo había llegado otro hermano mío, Antonio, y hacia 1965 decidimos marchar a Corryong, un pueblo que tenía hospital, comercios y colegio, porque cerca de allí estaban trabajando mis hermanos.

Familia Lago Villar en Cancova, Snow Montain, cerca de Corryong en 1965

Alberto se colocó a trabajar como soldador haciendo tubos para las canalizaciones de agua en las Montañas Nevadas, las Snow Mountains. Entonces teníamos un coche, un Ford algo destartalado, y Alberto se desplazaba en él unos cuantos kilómetros a trabajar. En Corryong yo comencé a trabajar en una cafetería que era de unos griegos. Como teníamos el bar de Granda pues aquello me sirvió para defenderme con el trabajo, servía las mesas y recogía, pero los menús, las cartas, tuve que aprendérmelas de memoria porque no sabía hablar. Iba a la mesa, me decían lo que querían y yo lo anotaba de memoria y se lo llevaba al cocinero. Allí no se vendía nada de alcohol. Refrescos, té y eso sí, pero bebidas alcohólicas nada. Pero al segundo o tercer año la fábrica donde trabajaba Alberto cerró y nos fuimos a Melbourne, donde estuvimos unos

Olga Lago Villar en su colegio de Melbourne en 1968

meses. Allí me coloqué a trabajar en el Hospital de San Vicente y él de friegaplatos en un restaurante, pero yo estaba en estado del niño, de Ángel, y entre unas cosas y otras decidimos regresar. Embarcamos en octubre de 1968 para volver porque al marchar habíamos dejado el bar de Granda alquilado con un contrato de cinco años por muy poco dinero. Como se cumplía el contrato y además habíamos ahorrado algo y pagado todas las deudas decidimos que era hora de volver. En noviembre llegamos a Lisboa, de Lisboa, en tren, a Madrid a casa de los hermanos de Alberto, y de Madrid a Oviedo. Y esa es la historia nuestra. No te la cuento con más detalle porque no tengo mucha memoria.

Familia Lago Villar en Corryong en 1966

En Australia, un viaje, Jorge Carrión menciona que uno de los parientes con los que se encuentra allí, José, le confiesa que se fue hasta ese extremo del mundo cuando era joven “porque no sabía lo que hacía”. No parece el caso de Engracia y Alberto. Ella afirma: “Yo estuve muy contenta en Australia porque empecé a trabajar, a ganar dinero para pagar las deudas, que eso a mi no me dejaba descansar. Allí siempre estuve muy bien. Trabajé mucho pero estuve muy contenta”, y él asiente. Cuando regresaron de Australia vendieron la casa de Granda y compraron un local en la calle Valentín Masip de Oviedo, donde montaron una tintorería que con los años acabaron reconvirtiendo en quiosco. Ambos se habían criado en aldeas aisladas del occidente asturiano, en casas muy corrientes, de esas que acumulaban hijos para echarlos cuanto antes al mundo a ganarse el pan. Estaban acostumbrados a las fatigas, al trabajo duro y la desdicha. Querían una vida mejor y salieron a buscarla.

Perico Simón

La Pruida, Moncóu, donde todavía se ve una construcción cubierta de paja, años 60. Colección de Casa Perico

Todos los dioses tienen su genealogía y toda casa tiene su mitología. La mía no es distinta a las demás. Enclavada al pie de una montaña pelada en la aldea de Moncóu, Cangas del Narcea, se llama, calculo que desde su fundación, casa Simón. Es fácil darse cuenta de que en La Biblia hay algunos Simones. Simón es, al parecer, la derivación griega del hebreo Simeón, que podría traducirse por algo así como “el que ha oído”; quizá, añado yo juzgándome a mí y a los que conozco de mi estirpe, querían decir el que ha oído y no se ha enterado; o el que ha escuchado y no ha entendido. El que escucha y no entiende, en el mejor de los casos, calla, y el que calla, ya se sabe, otorga. Quizá por esa cualidad de oír y callar los Simones suelen tener en la Escritura Sagrada cometidos más bien subalternos. Incluso las funciones del más conocido de todos, que después de llamarse Simón se llamó Pedro, fueron de subalterno, pues podría decirse que aquel pescador era el chico de los recados de Jesús hasta que, por cobardía, llegó a negarlo tres veces antes del canto del gallo. Se dice también que Simón puede venir del griego “Simos”, que significa poco más o menos “el que tiene la nariz chata”, pero cuando me miro al espejo me da la impresión de que esta hipótesis tiene que estar equivocada.

Simón bíblico y subalterno fue también el de Cirene, cuya misión no pasa de ayudar a la fuerza a un ensangrentadísimo Jim Caviezel –perdón, Jesús- a portar la cruz de madera en la que han de clavarlo. Parece que lo cogieron por casualidad cuando venía de trabajar el campo, así que da la impresión de que era una mezcla un poco camp entre Job y esos campesinos de las comedias de Lope de Vega que siempre tienen al comendador abusando de ellos. “Dios está donde el labrador cava la tierra dura, donde el picapedrero pica la piedra; está con ellos, en el sol y en la lluvia, lleno de polvo el vestido”, sentenciaba Rabindranath Tagore, pero yo, la verdad, no me lo acabo de creer.

Seguramente habrá otros Simones bíblicos e igualmente subalternos, pero al margen de ellos hay un Simón muy poco sometido: el gran trapisondista, el ínclito, el inefable, el inconmensurable Simón el Mago, capaz de vender arena en el desierto, hacerse pasar por Dios con forma humana e intentar comprarle a Pedro el poder de hacer milagros. Ireneo le atribuye a él solito todas las herejías, así que Simón el Mago tuvo que ser de los que piensan por sí mismos y ven el negocio hecho mucho antes de que los otros hayan visto siquiera la oportunidad de llevarlo a cabo.

En general, los Simones ajenos a las crónicas religiosas no parecen menos sometidos que los vistos hasta ahora. Antoine Simon participó en la Revolución Francesa. Era un zapatero remendón que conocía al dedillo las barrabasadas que se le ocurrían a Robespierre y gustaba de practicarlas. La política del Terror, que tantas cabezas había costado y que él intentó meter machacona y brutalmente en la cabecita regia del niño Luis XVII, al que se encargó de “cuidar” en la prisión del Temple, le llevó a perder la propia, caída por gracia de la guillotina el 28 de julio de 1794.

Otro Simón dio nombre a un tipo de berlinas que se utilizaban en Madrid allá por la mitad del siglo XIX. Esos nuevos coches de caballos llamados simones me enorgullecen porque siempre quise tener algo que ver con los grandes hombres de negocios hechos a sí mismos, esos que a base de esfuerzo y sudor –normalmente también de cara dura y pocos escrúpulos- se abren camino en la vida y llegan a lo más alto partiendo de lo más bajo, un poco a la manera de Rockefeller, Henry Ford, Onassis o gente así. Muy orgulloso estoy de Simón Martínez, empresario en la Corte de Isabel II, aunque me temo que los de mi casa no somos dignos representantes suyos, quizá si nos apellidáramos Cosmen…

La Pruida, Moncóu, años 60. Colección de Casa Perico

Ciertamente la historia de mi casa arranca con un personaje mítico. Un primer Simón que hace bueno el estribillo de la canción de Radio Futura: “Eres tonto Simón / y no tienes elección. / De tu cráneo rapao al cero / quita esa gorra de obrero / y sortea la cuestión, Simón”. Seguro que al Simón de mi casa, tras la dura jornada en el campo lo veían llegar a la caída del sol con su extraño andar y lo acechaban los vecinos a la puerta del bar: “Hola Simón. ¿Dónde vas tan aprisa? Para un poco. ¿Qué quieres tomar? Dicen que siempre cuentas la misma historia. Es lo que esperan todos, se sienten mejor: Que tu padre murió por quemar la iglesia, que tu desdicha es castigo del señor”.

La historia de este primer Simón del que tengo noticia es más o menos como sigue: Se llamaba Perico y tenía en el pueblo fama de simple. De él han sobrevivido varias hazañas. Una de ellas cuenta que en determinada ocasión salió de casa montado en un alazán de lo mejor que había en la comarca y se encaminó a la feria de la villa para comprar una ternera. A la semana regresó el bueno de Perico Simón a Moncóu andando y acompañado de un perro. Su mujer, sorprendida al verlo de aquella facha, le preguntó por el caballo, y él le contó que lo había cambiado por aquel mastín manso y más viejo que el tiempo, al que las babas le caían densas y blanquecinas desde un hocico indiferente.

Pero su hazaña más ilustre es otra. Mi familia la ha arrastrado como légamo pringoso y vergonzante, pero a mí me gusta esgrimirla orgulloso y suelo contársela a todo el que quiere escucharla: Dicen que la mujer de Perico, seguramente obligada por la necesidad en la que la mala cabeza del hombre los había hecho caer, tuvo que irse de nodriza a Madrid. Algún tiempo después su marido decidió ir a visitarla y se encaminó a la capital. Llegó tras un fatigoso viaje y, no sin dificultades, dio con la casa de los señores para los que trabajaba María, que así se llamaba su mujer. Ella, hecha ya a la vida capitalina, se sorprendió casi tanto como se ruborizó al verlo en el umbral de la puerta, con aquella traza de aldeano y el acento del que tanto se burlaban los madrileños al oírselo a los aguadores. Pero María, más ágil que su marido en el discurrir, pronto encontró una solución: Decidió ocultar a Perico encerrándolo en el sótano de la casa, que no tenía luz natural y donde nunca bajaba nadie. “No salgas de aquí hasta que sea de día”, le dijo. Y allí se estuvo Perico durante una semana comiendo lo que le llevaba María a escondidas y preguntándose cuándo amanecería de una vez por todas. Al cabo de la semana, María le dio ropa nueva y le dijo que era de día. Perico Simón salió entonces disparado, sin despedirse siquiera, y cuando llegó al pueblo dijo que Madrid era un lugar horrible, al que nunca más volvería porque allí las noches duraban una semana entera. Pero en el viaje de vuelta todavía tuvo el bueno de mi antepasado otro tropiezo. En un lugar indeterminado del trayecto, cansado por las largas horas de caminata, se echó a descansar a la sombra de una encina –bueno también pudo ser un chopo o, qué sé yo, un álamo-. A poco pasó por allí un pastor que lo encontró profundamente dormido. “Qué buenas ropas trae éste hombre”, se dijo el pastor, y aprovechó el sueño rendido de Perico para desprenderlo de su ropa nueva y vestirlo con los pobres harapos que él llevaba. Al despertarse, viéndose de aquella traza, Perico no pudo más que preguntarse: “¿Seréi Perico Simón o nun seréi?”; y dicen que no resolvió la duda hasta llegar a casa: “¿Ta Perico Simón en casa?”, preguntó al llegar, a lo que respondió desde dentro la ajetreada voz de su hermana: “No, nun ta, ta pa Madrí”; “Ah, bueno, entós soy you”, resolvió.