¿Nuevo lenguaje?
La clase política española está tan henchida de poder, y tan segura de sí misma, que hasta nos está imponiendo un nuevo vocabulario. Así como suena.
En un país, cuya lengua oficial es el castellano,[1] un idioma muy rico, con muchas palabras para hablar de la misma cosa, aunque nos sorprendan tantos acentos y tantas variantes.
Un idioma de mil años, cuyo embrión procede del siglo III antes de Cristo con el latín vulgar del Imperio Romano, propagado y decantado por la península Ibérica durante doce o trece siglos, hasta que, entre finales del siglo X y comienzos del XI, se escriben las “Glosas Emilianenses”, textos en lengua romance y guardados en el monasterio de Yuso, en San Millán de la Cogolla (La Rioja), hasta la llegada del rey Alfonso X el Sabio (1221-1284), que lo afianzó definitivamente. Y así hasta hoy.
Según la gramática oficial de la lengua española, el actual abecedario (alfabeto), está conformado por 27 letras: 22 consonantes y 5 vocales. Y el DRAE[2] contiene nada menos que 80.000 palabras.
Un idioma implantado en mas de veinte países y que actualmente es empleado por alrededor de cuatrocientos millones de almas, siendo la segunda lengua más hablada en el mundo después del chino mandarín.
Pero, volviendo a lo que nos ocupa, a la manipulación del vocabulario por parte de los políticos, tras la llegada del COVID-19 el Gobierno decretó el estado de alarma y aunque no se nos obligó expresamente a permanecer recluidos en casa sí se nos prohibió circular por las vías o espacios de uso público, salvo para la realización de determinadas actividades, lo que al final vino a ser lo mismo.
Y en estas circunstancias nuestros gobernantes no han tenido mejor ocurrencia que la de llamar «CONFINAMIENTO» a esta nueva situación o, más claramente, a lo que no es sino un arresto domiciliario en masa. Porque, aunque ellos no lo sepan, la pena de confinamiento, que existió en España hasta el Código Penal de 1985, obligaba al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio (y así la define actualmente el DRAE), es decir, que la pena sólo afectaba a la posibilidad de desplazamiento del sujeto en cuanto que éste era obligado a permanecer en un cierto territorio, pero con movilidad dentro del mismo. Pero, obviamente, eso no es lo que sucedió en España desde que se decretó el estado de alarma. Aquí indirectamente no se nos dejó salir de casa y a esto, legalmente hablando, no se le llama confinamiento, como eufemísticamente hacen nuestros políticos, sino arresto domiciliario puro y duro (hoy, más exactamente, pena de localización permanente).
Esta pena ha venido cumpliéndose regularmente hasta la llegada de la “DESESCALADA”, palabra que en este caso no ha sido tergiversada, como la anterior, sino directamente inventada por la clase política. Y digo que es una palabra apócrifa porque no figura en el DRAE, aunque parece ser que la Real Academia va a terminar por aceptarla. No obstante, y de continuar con la misma paranoia lingüística, lo lógico hubiese sido denominar a esta nueva situación como desconfinamiento, es decir, lo contrario del confinamiento, con todas las variantes que se quieran: progresivo, paulatino, gradual, etc..
Pero no contentos con este alarde imaginativo, ahora resulta que los políticos dicen que cuando toda esta pesadilla acabe, entraremos en la “NUEVA NORMALIDAD”. No volveremos a la situación previa ni recuperaremos los hábitos y costumbres de entonces (y estamos hablando de una época muy reciente, pues el estado de alarma se decretó el día 14 de marzo) sino que pasaremos a lo que en este sorpresivo lenguaje se ha dado en denominar ahora como la nueva normalidad; como si se tratara de algo novedoso y sin precedentes. Si es «nueva», será susceptible de ser estrenada (como se inaugura todo lo que es nuevo), y si es «normalidad» no merecerá ser estrenada por ser habitual entre nosotros (porque sólo se estrena lo excepcional y no lo consuetudinario). Y la nueva normalidad, paradigma, sintagma o metonimia, no sabemos ahora si es más de lo mismo o es mismo de lo más. Sin saber ni qué es lo primero y qué significa lo segundo.
Después del COVID-19 puede que todo vuelva a ser como antes o no. Aceptando el oxímoron, esa nueva normalidad se presenta a corto plazo como un porvenir muy distinto del que se intuía antes de la pandemia, en ella hay una mezcla de pasado y futuro con resultados inesperados, una irrupción radical de cosas que estaban todavía emergiendo y una muerte súbita de otras viejas pero también de algunas embrionarias: La ausencia de contacto físico, la desaparición de las reuniones, del ocio multitudinario, la desertización de la calle, la intromisión en el hogar y la puesta de los medios particulares al servicio del teletrabajo, el coche privado en vez del transporte público, adiós al dinero en metálico, fin del viaje aéreo en masa, fin del turismo internacional, refugio en los despoblados, confinamientos, mortandades de ancianos, más aumento de la vida virtual, ausencia de hechos, pobreza de noticias, mejora ambiental por paro productivo, el estado de alarma sustituyendo al democrático …
En definitiva, los políticos, a través de esta especie de «covidicionario«, están comenzando a imponernos, así por lo bajinis, una manera distinta de expresarnos: un nuevo lenguaje.
Ya escribí aquí, en la entrada “1984”, que en el Estado orwelliano, aquél que suprimía todo derecho y condenaba a una existencia poco más que miserable, con riesgo de perder la vida, o de sufrir vejámenes espantosos, a aquellos que no demostrasen suficiente fidelidad y adhesión a la causa nacional, los gobernantes habían impuesto a los ciudadanos un nuevo lenguaje para reforzar su sometimiento.
Ahí lo dejo y que cada uno haga sus propias reflexiones.
¡¡¡ Ay de mi güey !!!
[1] Art. 3-1 de la Constitución.
[2] Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.