El «caleicho» de Pena Ventana

Caleicho de Pena Ventana. Vista panorámica.

Hace algunas semanas, con motivo de un estudio del patrimonio etnográfico del concejo, guié a Pachu Reigada, arqueólogo, y a Armando Graña, etnógrafo y socio del Tous pa Tous, hasta el caleicho de Pena Ventana, en los límites de las parroquias de Oubachu y Larna. Los calechos, llamados así en Cangas del Narcea y Degaña, o cousos, como se denominan en Allande, Ibias y en el resto de los concejos del valle del Navia, son un tipo de construcción trampa para la caza de fieras en forma de gran corral de piedra con ciertas peculiaridades arquitectónicas que facilitaban la entrada al carnívoro –oso o lobo atraído por los balidos de una cabra– e impedían su salida.

Caleicho de Pena Ventana. Vista general.

El uso de los calechos debemos interpretarlo como parte de una estrategia de caza correspondiente a una época histórica en la que  no se empleaba aun el veneno ni abundaban las armas de fuego, y a un territorio donde las batidas del monte no eran viables por lo quebrado del relieve y su escasa población.

Situados generalmente en sitios altos y de travesía, en los llamados pasos de animales, el Suroccidente de Asturias conserva el mayor número y los mejores ejemplos de la región de calechos y cousos, aunque en la actualidad no son sino vestigios o ruinas abandonadas a su suerte sin la mínima protección o valorización.

Caleicho de Pena Ventana. Pared E.

Las dimensiones actuales del caleicho de Pena Ventana son 46 m de largo por 32 m de ancho y 155 m de perímetro, con pared cerrada sobre sí de más de 1 m de espesor. En origen, tenía unos 3 m de altura, con leve desplome y alero voladizo hacia el interior para impedir la trepa y escapada del animal, más una repisa perimetral exterior con función probable de mirador para curiosos y vecinos que asistían a esta peculiar corrida del lobo, que terminaba con la fiera despedazada por los mastines, aplastada bajo las piedras o atravesada por los chuzos.

Desde el caleicho de Pena Ventana, a más de mil metros de altitud, las vistas panorámicas del paisaje cultural de los valles, las montañas y los bosques meridionales de Cangas del Narcea son magníficas.

Juan Pablo Torrente

El cultivu de la vid ya la uva nel concechu de Cangas del Narcea

Añadimos a la Biblioteca Digital este trabajo de Jesús H. Feito Calzón, publicado en el nº 13 de CULTURES, revista asturiana de cultura, Oviedo 2004.

El cultivu de la vid ya la uva
nel concechu de Cangas del Narcea

El léxico de la vid en el occidente de Asturias

Añadimos a la Biblioteca Digital este trabajo de Antonio Vespertino Rodríguez, “El léxico de la vid en el occidente de Asturias”, publicado en Estudios ofrecidos a Emilio Alarcos Llorach, IV, con motivo de sus 25 años de docencia en la Universidad de Oviedo. Oviedo: Universidad de Oviedo, 1979.

El léxico de la vid en el occidente de Asturias

Un reguero de pólvora

NOTICIA DE LOS TALLERES PIROTÉCNICOS EN CANGAS DEL NARCEA

Miembros de la Peña El Arbolín en el Lagarón. Julio de 1954.

Se lamentaba Juan de Llano Ponte (conocido como “Juan de las Carreteras”), a mediados del siglo XIX, del gusto desmedido de los asturianos por los voladores y fuegos de artificio, mientras el país, en plena fiebre minera e industrial, debía pugnar por modernizar sus infraestructuras. “En vez de gastar tanta pólvora en fiestas, deberían las autoridades y el pueblo llano emplearla en abrir las entrañas de la tierra para nuevas minas y, sobre todo, para hacer caminos de los que tan necesitados estamos”, clamaba Llano Ponte en una época de transición en la que lo viejo se resistía a morir y lo nuevo luchaba por ser para crecer. No se engañaba aquel moderno visionario sobre la encrucijada asturiana en la que quería hacerse oír: el país y sus naturales eran dados a manifestarse explosivamente en sus festejos y era difícil que renunciasen a esa nada extraña personalidad colectiva para empujar un progreso que les parecía ajeno o, cuando menos, de lejanos y minoritarios beneficios. Así que todo siguió como en siglos precedentes, y en algunos lugares, como en la villa de Cangas del Narcea, las nubes de pólvora y el estruendo se convirtieron en una seña de identidad que hoy va multiplicándose en fama y aplauso.

La mecha, 1924. 60 x 39 cm. Cartel para Unión Española de Explosivos. Col. Unión Explosivos Rio Tinto, S.A. Madrid.

Cuando Llano Ponte daba sus consejos sobre el uso rentable de las materias explosivas, nacía este sector industrial a gran escala en Asturias, llamado a tener una sólida reputación en el ámbito español. Será sobre todo la demanda del sector minero, los distintos ramos del ejército y, en menor medida, las obras públicas, las que permitan que antes de iniciarse el siglo XX contase Asturias con tres importantes industrias de explosivos.

No cabe duda que la implantación y desarrollo de este sector influyó en la aparición de una tupida red de talleres pirotécnicos en toda la región, cuya producción artesanal se destinaba al consumo interno en su vertiente eminentemente festiva. Lógicamente, Cangas del Narcea, con esa tradición tan asentada en voladores y fuegos, no podía estar al margen de este fenómeno pirotécnico y fue así como se crearon distintos talleres, de los que hoy, en la renovación anual del ciclo festivo, queremos dar noticia.

Conviene señalar, sin embargo, que el comercio de materias explosivas en el concejo se había introducido desde que, en fecha que no podemos determinar, se había instalado en la villa una de las seis administraciones subalternas, dependientes de la central de Oviedo, de la Administración de la Hacienda Pública de la Provincia y, en concreto, de la Dirección General de Rentas Estancadas y Loterías, que controlaban la venta de materias explosivas. En el caso de Cangas del Narcea, el comercio era únicamente de pólvora de mina, y en 1868 almacenaba un total de 500 kilos. Como consecuencia de la Revolución de ese año, se va a producir la supresión de la Dirección General de Rentas Estancadas, con lo que la producción y comercialización de la pólvora y otras materias explosivas se va a liberalizar, desapareciendo en 1870 la administración subalterna de Cangas.

La prolija legislación que regula el sector irá acomodándose a una realidad cada vez más compleja, que en lo que atañe a lo estrictamente festivo será cada vez más restrictiva, tal como revela la Real Orden de 7 de octubre de 1886 que señalaba que: “Nadie podrá quemar fuegos artificiales, disparar cohetes o petardos o hacer cualquier uso público de sustancias explosivas sin permiso escrito del Alcalde de la localidad. En ningún caso podrá esto hacerse dentro de poblado, en caminos y lugares de tránsito o de numerosa concurrencia, ni en épocas o sitios en que puedan ocasionarse incendios en las mieses o pastos u otros daños semejantes”.

La razón de las autoridades para aplicar esta normativa en Asturias estaba en “la costumbre inveterada que existe en esta provincia de amenizar toda función como procesiones, romerías, bodas, bautizos, etc. disparando cohetes con el distintivo en su clase de bomba real, palenque y otros de gran detonación”, lo que hacía que se utilizasen materias prohibidas como la dinamita o la adición de clorato de potasa a la pólvora para potenciar su efectividad. Esto los hacía sumamente peligrosos, provocando graves sucesos en fiestas de toda la región.

En el punto de mira de las autoridades se hallaban los pirotécnicos, a los que se tildaba de “ignorantes o poco escrupulosos” a la hora de fabricar los productos que producían estos accidentes, pero el colectivo artesanal se defendía protestando que los artefactos por ellos construidos eran “inofensivos” y que eran “personas extrañas o malos compradores” los que manipulaban la composición, por ejemplo, de las bombas de detonación.

En las primeras décadas del siglo XX las normas para intentar corregir los continuos accidentes serán la Real orden citada de 1884 y las posteriores de 9 de noviembre de 1893 y 22 de noviembre de 1913, que intentan un mayor control de todo lo que afecta a los explosivos en su aplicación festiva. No será hasta la promulgación del Reglamento de Explosivos de 1920 cuando la regulación alcance de modo expreso a los talleres de pirotecnia o fábricas de fuegos artificiales, que funcionaban sin autorización, incumpliendo con ello la legalidad.

Gracias a la rigurosa aplicación de esta norma a lo largo de la década de los años veinte, y de modo particular durante la Dictadura de Primo de Rivera, conocemos documentalmente las características de las instalaciones y las reformas que realizaron dos talleres pirotécnicos de Cangas del Narcea, fundados con anterioridad, pero que se transforman a fines de este periodo para adecuarse a las condiciones exigidas por la ley.

El primero es el promovido por la vecina de la villa María Blanco Menéndez, quien solicita autorización en 1928 para instalar un taller de pirotecnia para fabricar a mano cohetes y fuegos artificiales elaborados con pólvora corriente y cloratada, no empleando más de diez kilos de estos productos por jornada laboral. El taller se instalaría en una finca, propiedad de la Comunidad de Dominicas, situada en el kilómetro 41 de la carretera de Ponferrada a La Espina, y distante más de trescientos metros de la villa. Los edificios más próximos al taller distaban a 30 metros, y el edificio -“caseta”-, tendría 3´80 metros de frente por 2´80 de fondo, siendo construido con tabiques de armazón de madera rellenos de rajuela, mientras que la cubierta sería en parte de teja plana y el resto de latón. El ingeniero comisionado por la Dirección General de Minas y Combustibles informará que la localización del taller es aceptable, pero para su autorización definitiva pondrá diversas condiciones: el taller debe cercarse con alambrado, valla o empalizada, poniéndose en los cuatro ángulos un aviso en el que se señale que dicho taller de pirotecnia está autorizado por la Real orden precisa. El recinto tendrá una sola entrada, exclusiva para el personal y con puerta de apertura hacia fuera, colocándose un rótulo que diga: “Prohibida la entrada”.

La fabricación debía comprender únicamente “los productos de la pirotecnia y fuegos artificiales de la clase corriente del país”, que eran cohetes o voladores, petardos, luces de bengala, y otros, teniendo todos la correspondiente mecha. Se prohibía la utilización de dinamita en todos los productos. Los morteros debían ser de cobre o bronce, siendo las mazas del mismo metal o aleación, y también de madera o piedra. Las agujas atacadoras y demás artefactos serían igualmente de cobre, bronce y madera.

Los toneles de trituración y mezcla no deberían tener ninguna partícula de hierro, y si el eje fuese de ese metal, debería recubrirse de madera y ésta, a su vez, de cuero cosido con cáñamo. Los balines que se empleasen debían ser también de bronce o madera. La elaboración con materias cloratadas debía hacerse al aire libre, en cobertizos o en departamentos a propósito. Tanto las materias primas como los productos elaborados debían tener el correcto almacenaje.

Por último, el taller pasaba a estar bajo la inspección de la Jefatura Provincial de Minas. La promotora lograba la aprobación de su taller por Real orden de 11 de junio de 1929. Pero debieron surgir problemas, pues en 1930 María Blanco solicita una nueva licencia para instalar un taller de pirotecnia, ahora en el lugar conocido como “Huertas del Pelayo”, distante 50 metros del edificio más cercano que es un establo, y otro tanto de la vía de comunicación más cercana. El edificio para la manufactura sería una construcción completa de ladrillo con una planta de 5 metros de frente por 4 de fondo.

Tampoco ahora parece ser éste el taller definitivo, pues cuatro años después, en julio de 1934, una nueva solicitud documenta la petición de autorización para un taller “sito en las afueras de la villa” y a 65 metros del edificio más cercano y a 72 metros de la vía más próxima. Ahora, el edificio del taller sería de 20 metros cuadrados de planta, con una altura de muros de 2´70 metros, construidos en ladrillo. El piso sería de hormigón y la cubierta de teja, señalando la promotora que: “Sólo se fabricarán cohetes en sus clases más corrientes”.

Los Nogales, 1930. En el centro taller pirotécnico de Raimundo Rodríguez (Cantarín). Detalle de fotografía de Ubaldo Menéndez Morodo

Estrictamente contemporáneo del primer proyecto de María Blanco es el promovido también en 1928 por el vecino de la villa Raimundo Rodríguez “Cantarín”. En su solicitud señala que el taller de pirotecnia se situaba en las inmediaciones del río Narcea y a unos 32 metros de la carretera de Cangas a Ventanueva. El edificio más cercano se hallaba a 37 metros. El taller -“una caseta”- tendría 1´90 metros de ancho por 4´40 de fondo y se construiría con tabiques de armazón de madera cubiertos de piedra menuda, siendo la cubierta de teja plana. En su petición señalaba que el objeto del taller era “la fabricación a mano de cohetes y fuegos artificiales con pólvora corriente y cloratada”, trabajando menos de diez kilos diarios.

Ante las condiciones enumeradas, se le deben señalar algunos cambios por las autoridades competentes, pues meses después la localización del taller es en un terreno de su propiedad situado en el barrio de El Fuejo, a 137 metros de la carretera de Cangas a Ouviaño, y las características técnicas del edificio también varían: la planta será de 3 metros de ancho por 2´20 metros de fondo. Los muros serán de armazón de madera con relleno de sarmiento y revocados con cal tanto en el interior como en el exterior. El informe del ingeniero será negativo, basándose en la inexistencia de una defensa natural que proteja tanto la carretera como, sobre todo, los edificios y viviendas de los barrios del Fuejo y Ambasaguas, siendo denegada la autorización por Real orden de 12 de abril de 1930.

Para autorizarlo, la Dirección General de Minas exigirá además del taller de fabricación, la construcción de un edificio almacén con toda clase de seguridades, recinto cerrado con anuncios de la existencia del taller, una sola puerta de entrada con rotulación de la prohibición de acceso de persona ajena, así como todas las demás condiciones impuestas a la otra promotora local. Por fin, el taller promovido por Raimundo Rodríguez será definitivamente autorizado por Real orden de 17 de junio de 1930.

Casi todas las revisiones e informes para autorizar talleres y polvorines en toda la geografía asturiana a lo largo de los años veinte y treinta serán efectuados, en calidad de comisionado, por el ingeniero de minas Celso Rodríguez-Arango Méndez-Castrillón, de oriundez canguesa y probablemente pariente de Gregoria Rodríguez-Arango Fernández-Argüelles, quien en 1928 solicitará autorización para establecer un polvorín en el lugar de Obanca, en Cangas del Narcea, y en 1935 una expendería de explosivos también en la villa, en la calle de Galán y García Hernández (hoy, calle de Rafael Fernández Uría).

«Desfaciendo» equívocos: a propósito de la imagen titular de la capilla de San Tirso («San Tiso»), en Cangas del Narcea

Capilla de San Tirso o San Tiso, en el barrio de su nombre, Cangas del Narcea

El pasado domingo, 12 de junio de 2011, estaba en Cangas del Narcea con mis anfitriones Juaco López y Sofía Díaz, y nuestros comunes amigos Emilio Marcos Vallaure, director del Museo de Bellas Artes de Asturias, y Ana Fernández Verdes. La jornada la iniciamos con una visita al Museo del Vino de Cangas y a continuación, con Antonio Menéndez, encargado de este museo, pasamos a visitar la capilla de San Tirso o San Tiso. A pesar de las veces que estuve en Cangas, nunca había entrado en ella y solo la conocía por fuera. Tras el primer vistazo al interior, fijé mi atención en la imagen del retablo, confiado en que fuera la del titular, y en otra que hay sobre una peana, al lado izquierdo de la nave, y de inmediato me di cuenta de algo extraño que no casaba con los requerimientos de la iconografía de san Tirso. Para confusión de todos advertí que la imagen principal de la capilla, la que recibe veneración en el retablo del altar, no es la de san Tirso sino la de un santo Obispo, y que la de san Tirso es, en cambio, la que se encuentra en la peana de la nave de la capilla. Pero ustedes se preguntarán en qué me baso.

La identidad de las figuras y de los asuntos religiosos representados en pinturas, estatuas, relieves o estampas grabadas no es caprichosa: es el resultado de una estudiada y sistemática caracterización de los gestos, atributos y símbolos ideada en un momento concreto, fijada por el uso y la tradición o, más cercanamente, a partir del siglo XVI y de la época de la Contrarreforma, por eruditos (eclesiásticos, definidores, teólogos, representantes de órdenes religiosas, artistas incluso) que diseñan el modo preciso, el prototipo o modelo cómo tiene que ser figurada una imagen sagrada o qué asuntos de su vida y milagros deben ser representados. Esto mismo sucede también con los temas profanos (históricos, legendarios o literarios) y la mitología, que es la representación de los asuntos de las religiones de la Antigüedad, no judía ni cristiana. La disciplina que estudia e identifica las imágenes se llama iconografía, que es un término erudito tomado del griego y que significa precisamente esto, «descripción de imágenes» (como leemos en el Diccionario de la lengua española) y es, por tanto, una herramienta imprescindible para los historiadores del Arte.

Antonio de Borja (atribución), San Tirso, mártir, hacia 1700-1710; bulto redondo; madera tallada y policromada, 80 cm. de altura

Pues bien, el modelo de san Tirso no es el de la imagen que hoy preside el altar de su capilla; en cambio, sí responde a él el de la otra figura colocada en un lateral de la nave de esta capilla. La advertencia del error se explica por el conocimiento de la vida e iconografía de este santo. Tirso era un cristiano griego que fue martirizado en el año 251 durante las persecuciones del emperador romano Decio (249-251) en Apolonia o Sozópolis (Anatolia, Turquía), por orden del tribuno Cumbricio, junto a sus compañeros Leucio y Callínicos (Leukios y Kallinikos). Se dice que era un atleta y que los verdugos lo sometieron al suplicio de partir su cuerpo en dos con una sierra. Su culto fue traído a la península Ibérica por los griegos durante la época visigoda y se difundió a partir de la ciudad de Mérida. Su extensión contribuyó a que fuera nacionalizado y a que tuviera capilla en la catedral de Toledo con culto propio en el Breviario mozárabe, pero su hispanidad es legendaria. No así su popularidad en el reino de Asturias durante la Alta Edad Media (Asturias, León, Zamora), y el hecho de que la parroquia más antigua de Oviedo, fundada por Alfonso II el Casto, esté consagrada a San Tirso, es muy elocuente. Su imaginería, en cambio, no es muy abundante pero, al margen de las escenas de su martirio, se lo representa vestido a la antigua, con túnica y, más a menudo, como soldado romano (como sucede en la citada iglesia de Oviedo), con loriga (coraza), espada envainada al cinto, faldellín, grebas (armadura para la parte anterior de las piernas) y envuelto en una clámide (capa), y la palma, símbolo de los mártires. Se habla también de otro mártir Tirso, soldado de la legión Tebana que, al mando de san Mauricio, fue diezmada en el 285 (o 302, para otros) por orden del emperador romano Maximiano (285-305). La festividad de san Tirso se celebra el 28 de enero y es una de las primeras del calendario litúrgico católico.

Santo Obispo, siglo XIII (bulto redondo madera tallada, 92 cm de altura; policromía y repintes moderno), en el retablo mayor de la capilla de San Tiso, de hacia 1700-1710

La imagen que ocupa el retablo del altar de la capilla es la de un Santo Obispo (bulto redondo, madera tallada y policromada; 92 cm de altura), sentado en su cátedra, con un evangeliario bajo el brazo y con la mano derecha levantada, reproduciendo el conocido gesto de la bendición, con los dedos índice y corazón unidos. Es una imagen medieval, del siglo XIII, de estética románica tardía y excelente calidad, aunque una reciente restauración nos ha privado de contemplar su policromía, si no original, al menos antigua. La ausencia de emblemas o atributos característicos dificulta su identificación porque los colores de la indumentaria que viste, tras su restauración, no permiten interpretación alguna. Que se trata de un obispo lo proclaman los ornamentos pontificales. Aunque repintada, con colores arbitrarios y no originales que podrían despistar, viste alba (túnica blanca) ceñida con cíngulo o cinturón atado al frente, y figura envuelto en manto coral ceñido con un broche a la altura del pecho; la mitra y las dos ínfulas que caen de ella por su espalda, el evangeliario y el solio, son igualmente distintivos de la dignidad episcopal.

Santo Obispo, detalle de la silla curul o cátedra, ejemplo de mobiliario románico.

Muy ilustrativo e interesante en este caso es el solio, una silla curul o de tijera, sin respaldo, con extremos rematados en cabezas de león y patas en forma de garras, cuyo modelo remite a ejemplos conocidos del siglo XII, como el de la Silla de san Ramón, de la catedral de Roda de Isábena (Huesca), tristemente mutilada en 1979 por el ladrón Eric el Belga.

Interior de la capilla de San Tirso. A la izquierda esta la imagen de San Tirso y en el retablo del altar la de un Santo Obispo

El retablo de la capilla, aunque sin documentar, recuerda otros conocidos del denominado «Taller de Corias», como nos comenta Pelayo Fernández, conocido colaborador de esta sección y máxima autoridad en lo que a retablos e imaginería barroca canguesa toca, y para él podría ser obra de Manuel de Ron (Pixán, Limés, hacia 1645-Cangas, 1732) o si no, de Antonio López de Lamoneda (nacido en Piedrafita do Cebreiro, Lugo; asentado en Corias desde 1678) y datar de la primera década del siglo XVIII (hacia 1701-1710). Es barroco, con columnas salomónicas y cuerpo único, hecho ex professo para esta capilla y, según parece, para la imagen de San Tirso que hoy está en la nave. La carencia de libros de fábrica de esta capilla (parroquia matriz y luego ayuda de parroquia aneja a la de Santa María de la Cabeza de Entrambasaguas al menos hasta el siglo XVIII) no permiten mayor precisión en esto.

La legítima de San Tirso (madera tallada y policromada, 80 cm; o sea, alrededor de una vara castellana de altura) es otra bella y elegante imagen, de estilo barroco, contemporánea del retablo pero de distinta y mejor factura, que muestra todos los rasgos iconográficos descritos anteriormente para este mártir griego. A la vista de otras obras conocidas, nos parece obra (y de las buenas) del escultor Antonio de Borja, el mejor representante de este estilo en Asturias a lo largo del primer tercio del siglo XVIII.

Antonio de Borja Palencia (Sigüenza, Guadalajara, hacia 1661-Oviedo, 1730) se formó en Madrid, probablemente con el escultor Miguel de Rubiales (1647-1713), alcarreño como Borja y uno de los mejores representantes del barroco escultórico madrileño a finales del siglo XVII. Antonio Borja vino a Asturias en 1680, como oficial del escultor vallisoletano Alonso de Rozas Fernández (hacia 1625-1681), ya fallecido Luis Fernández de la Vega († 1675), con lo que Borja no tardó en convertirse en su sucesor y en el mejor escultor de Asturias de finales del siglo XVII y primer tercio del XVIII, innovando el panorama de la plástica regional con los aportes del estilo barroco (movimiento, gestualidad, pictoricidad en los pliegues y siluetas) y una mayor riqueza compositiva. La producción mejor documentada de Borja es la del periodo comprendido entre 1700-1730 (al que corresponde esta imagen de San Tirso) y en que destaca el retablo de la capilla de Nuestra Señora del Rey Casto, en la Catedral de Oviedo (1716-1719), uno de los monumentos clave del barroco asturiano. Como dato interesante para esta noticia, Borja es asimismo el autor de la grandiosa estatua de San Tirso, del templo parroquial de Oviedo, documentada en 1719 y que presidió su altar mayor.

Silla de san Ramón, siglo XII. Catedral de Roda de Isábena (Huesca)

Queda por concretar cuándo y por qué se produjo el cambio de las imágenes de esta capilla y la confusión de su identidad. Acaso durante la segunda mitad del siglo XIX, como consecuencia del desarrollo de la erudición histórica, en el que se generaliza el desprecio por las manifestaciones del arte barroco y se revaloriza el arte medieval. Hay que tener en cuenta que el monasterio de San Tirso de Cangas se fundó a comienzos del siglo XI, por un Rodríguez, como comenta el padre Luis Alfonso de Carvallo (Antigüedades y cosas memorables del principado de Asturias, 1695, pág. 295), que figura como filial del de Corias al tiempo de su fundación en 1031, y que en 1086 fue donado a la catedral de Oviedo por el testamento de Bermudo Gutiérrez (Ciriaco Miguel Vigil, Asturias monumental, 1887, págs. 81 y 322). De aquel momento, solo de entonces, provendrá la conocida letrilla de una jota escrita a finales del siglo XIX por Pablo Martínez Cavero y musicada por Emilio Rodríguez que recitaban las mozas casaderas de Cangas:

«-Niña que vas a San Tirso,
por qué te bajen el dedo,
mirar que en el mundo hay lobos
que tienen piel de cordero.
 
-Madrecita mía,
déjame ir allá,
que si viene el lobo
ya se amansará.»

La fama de casamentero que tenía San Tiso en Cangas (suplantando al popular y más universal san Antonio de Padua) también la documenta la encuesta realizada en 1901 por el Ateneo de Madrid sobre los ritos de Nacimiento, matrimonio y muerte en España (véase Juaco López Álvarez y José M.ª González Azcárate, La explosión de la fiesta. Los festejos del Carmen en la villa de Cangas del Narcea, 1997, págs. 31-33) y todavía la podemos ver reflejada en la crónica «Cangas: recuerdos de antaño, VIII», firmada por Amader (pseudónimo de Ángel Martínez de Ron) en agosto de 1930, publicada en La Maniega (año V, núm. 27, julio-agosto de 1930, págs. 12-13) y que el interesado puede consultar en el portal del TOUS PA TOUS.

Espero que a partir de ahora las mozas casaderas dirijan sus preces al santo verdadero que aunque no tiene los dedos levantados como el obispo del altar, sí puede agitar la palma en señal de asentimiento y complacencia por las nuevas maridadas. Y si hay caso, no duden en comunicármelo que yo también me regocijaré.

El vino de Cangas en 1902

Maniega con uvas blanca extra y albarín negra de una vendimia en Cangas del Narcea.

En 1902 se publicó en Gijón un libro que constituye una fuente de información imprescindible para conocer la actividad industrial de Asturias en aquella fecha y en todos los ámbitos: minería, siderurgia, explosivos, cerámica, alimentación, textil, etc. Su autor era Rafael Fuertes Arias (Oviedo, 1861), hijo del gran estudioso asturianista Máximo Fuertes Acevedo y militar de profesión.

El libro se titula Asturias industrial. Estudio descriptivo del estado actual de la industria asturiana en todas sus manifestaciones, y en su tiempo ya recibió grandes elogios. En 1936, Constantino Suárez “Españolito” escribió sobre esta obra lo siguiente:

“una de las obras de carácter económico más importantes en la bibliografía asturiana, en la que se estudia el desarrollo de esa fuente de riqueza regional en todos sus aspectos. Ha sido traducida al alemán. La Cámara de Comercio de Oviedo, reconocida la utilidad de este estudio, solicitó y obtuvo para el autor la Cruz de Alfonso XII”.

La obra tiene un capítulo dedicado a “Fábricas de sidra, vino, kirs y cerveza” y dentro de él la “Industria vinícola” ocupa tres páginas. En 1902 se cosechaba vino en los concejos de Candamo y Tineo, y en los partidos judiciales de Castropol, donde había viñedos en los concejos de Pesoz, Illano y Grandas de Salime, y de Cangas del Narcea, en el que había viñas en Allande, Ibias y Cangas. Este último concejo era el mayor productor de vino y casi el único en el que había grandes cosecheros que envasaban y vendían su vino fuera.

En 1902 la industria vinícola de Cangas del Narcea estaba totalmente influenciada por las inversiones que desde los años ochenta del siglo XIX había efectuado Anselmo González del Valle. Este capitalista había adquirido muchas propiedades en el concejo y había dedicado mucho esfuerzo y dinero a la producción de vino: construyó una bodega en Cangas y trajo técnicos franceses que transformaron el cultivo del viñedo y mejoraron considerablemente la elaboración de vino. El resultado fue que el vino de Cangas, por primera vez en su historia, se exportó fuera de España, según Fuertes Arias llegaba a Argentina, Cuba, Méjico o Puerto Rico, y obtuvo premios en exposiciones vinícolas de Francia. En 1902, Gonzalez del Valle ya había abandonado toda esta actividad y vendido su bodega y 21 hectáreas de viñedo a la sociedad Flórez, Llano y Díaz. Esta compañía estaba integrado por los hermanos Alfredo y Roberto Flórez González, José de Llano Valdés y José María Díaz López “Penedela”, todos ellos relacionados entre si por lazos familiares.

Los primeros años del siglo XX es la época en la que el vino de Cangas se convierte en una verdadera industria, con grandes cosecheros que embotellan y etiquetan su vino, y venden bastante de la producción fuera del concejo, como son José Gómez López-Braña, Manuel Rodríguez González, Manuel García Velasco, etc.