Cangas del Narcea queda por Asturias. Rico en carbón, fabada y vaca lechera, también es muy nombrado por ser patria chica de los serenos de Madrid. Sin ir más lejos, Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio, era natural de tan nombrado pueblo. Armado con chuzo grueso y manojo de llaves al cinto, Isidro Cabrales entraba a trabajar a la noche y lo dejaba a la que pintaba el día cuando, sin ayuda de farol ni lumbre alguna, alcanzaba a contar con claridad las líneas que cruzaban la palma de su mano. Los límites los marcaba el chuzo, el viaducto y algunos portales de la calle del Espejo, por donde antes venía la muralla del Madrid morisco. Y con estas, noche tras noche, Isidro Cabrales, natural de Cangas del Narcea, cumplía con los dos objetivos primordiales que todo sereno había de cumplir y que eran, a saber, el de custodiar el sueño del vecindario, uno. Y el otro acabar con él a voces. ¡Las doce en punto y sereno! ¡Las doce y media y sigue lloviendo! Hay que señalar que tanto en Madrid como en Asturias, hora y tiempo son dos cosas bien distintas aunque se nombren de la misma forma y a la misma vez. ¡La una en punto y sereno! ¡La una y media y sigue lloviendo!
La bella Elena Sanz Martínez de Arizala, cantante de ópera, conoció a Alfonso XII en Viena en 1872 durante una gira.
Es una de esas noches en que hora y tiempo se confunden. La lluvia repiquetea sobre los techos de las berlinas, los cocheros corren a refugiarse bajo las cornisas y los caballos, inquietos, hunden sus cascos en las aguas sucias de su propio excremento. ¡Sooooo! Es en una de esas cuando, por la puerta de artistas del Teatro Real, aparece Elena Sanz, figura indiscutible de la ópera. La diva se detiene un instante a saludar a sus fieles que hacen cola bajo los paraguas. Reparte sonrisas, besos y firma autógrafos antes de subir a la berlina. Aunque vive a dos pasos del Teatro Real, pocas veces los anda y nunca si llueve. Isidro Cabrales, el sereno del barrio vecino a Palacio, la ha visto salir, y envuelto en su capote, apura el paso y llega hasta el portal donde ella vive. Como siempre a esas horas, nada más bajar de su berlina, Elena Sanz se encuentra con el portal abierto y con un servicial sereno, todo él inclinado hasta tocar el suelo con la gorra. Al pasar por su lado le araña con su mirada de pantera. Son las doce y media y sigue lloviendo.
Venía de Valencia, no tenía más de treinta años y la Ópera de París se rendía a su voz de contralto, ancha, sonora y dotada de un timbre especial para los efectos dramáticos que dicen los críticos. Había trabajado en la Scala de Milán, compartiendo cartel y aplausos con figuras de la talla de Gayarre. Sin embargo más que por su voz, Elena Sanz era conocida por sus amoríos con el rey. La cosa venía de antiguo. Se contaba que se conocieron en Viena cuando Alfonso XII aún no era rey y Elena despuntaba en las alcobas secretas de la carne con el do sonoro de sus pechos. Por este detalle, cada vez que alguien se refería a Elena Sanz lo hacía con el operístico nombre de la Favorita.
Ni que decir tiene que Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio, estaba encargado de abrir el portal, no sólo a la Favorita, sino también a su excelentísimo amante. Hay que apuntar que el rey se pegaba sus escapadas de Palacio cada vez que le venía en gana. Por algo era el rey. De dos zancadas se ponía a la entrada de la Cuesta de Santo Domingo, en el número cuatro, donde ella tenía su residencia. El sereno divisaba su larga figura de lejos, el gesto marcial de los andares, la barbilla alta y significativa, y hasta allí que iba, plantándose en el portal en un periquete, muy servicial, con su manojo de llaves y doblando el espinazo en una reverencia que barría el suelo con la gorra. Al igual que en un ritual donde todo está pactado, el rey le pagaba el silencio con la cortesía de su imagen grabada en plata. «Buenas noches nos dé Dios». «Buenas noches tenga usted, majestad», le contestaba el sereno a la que se guardaba la propina.
Sin embargo, aquella noche de lluvia no tenía pinta de aparecerse nadie por allí. Y menos el rey. Por lo mismo, la Favorita, con ganas de cantar a viva voz la Magdalena de Rigoletto, hizo subir al sereno. Daban las dos y media, seguía lloviendo y el sereno lo primero que pensó fue que andaría indispuesta. Tal y cómo estaba la noche, necesitaría algún remedio de la botica. Con una garganta tan delicada a los cambios de clima, no era plan lo de salir a la calle, se dijo Isidro Cabrales, sereno del barrio vecino a Palacio. Aunque, después de la mirada abrasadora con la que le había obsequiado, cualquiera sabe. La incógnita se despejó en seguida, lo que ella tardó en desnudarse. Con los nervios, Isidro Cabrales no supo bien si se había dejado el portal abierto. «Da igual, a estas horas ya, pocas visitas», apuntó ella. Y sin más se pusieron a dar rienda suelta a su desahogo. Ella relinchaba como yegua herida y el de Cangas del Narcea tiraba de la crin. ¡Arre! Hubo un momento en que, además de los alborotos de la carne, le pareció escuchar unos golpes en la puerta pero Isidro Cabrales no hizo caso y siguió a lo suyo. ¡Arre! ¡Arre! Cuando los golpes se hicieron más acusados entonces fue ella la que dijo: «¡Sooooo! Creo que llaman a la puerta. Ocúltate bajo la cama, voy a abrir».
Desde su escondite pudo reconocer la voz. Era el rey. También pudo ver las botas de caña alta, lustrosas de lluvia. Y sobre todo lo demás, el sable que siempre le acompañaba en cada una de sus escapadas. «Estoy malísima de las muelas», dijo ella con una queja melosa en la voz. El rey la cubrió con la seda de la colcha y besó su frente. «Ahora te consigo un remedio». Y no esperó a más para salir a la noche. Aprovechando la salida del rey, Isidro Cabrales se vistió apurado y volvió a su puesto. ¡Las tres en punto y sereno! ¡Las tres en punto y sigue lloviendo! Y no había terminado de dar el parte, cuando divisó la figura del rey, acercándose a través de la lluvia. El sereno ni se atrevió a mirarle a la cara. Entre reverencias y genuflexiones abrió el portal. Pero el rey no entró, qué va, se quedó plantado ante él. Traía una cara que decía: «A mi no me vuelves a ver más en las monedas de plata, gandul». Su mano empuñaba el sable, desafiante con la noche, la lluvia y sobre todo lo demás con Isidro Cabrales, natural de Cangas del Narcea y sereno del barrio vecino a Palacio. «Dé. Déjeme. le. cuente». Intentó justificarse, pero las palabras se quedaban atadas al nudo ciego de su garganta. Hubo un momento en el que el rey desenvainó el sable y empezó a pincharle el pescuezo. «Dónde demonios se ha metido, le estuve buscando, la señorita Elena necesitaba un remedio para el dolor de muelas». «Dónde, demonios estuvo». «Al final, tuve que ir yo mismo hasta la calle Mayor a buscarlo». «A santo de qué, abandona su trabajo». «Dónde, demonios.». Por cada queja, la punta del sable le pinchaba un poco más el pescuezo. Eran las tres y media. Y seguía lloviendo.
Montero González
Diario ABC, 3 de agosto de 2006