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Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937): el último y olvidado defensor de Manila

Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937), el último defensor de Manila.

Faustino Ovide González nació en 1863 en el pueblo asturiano de Villategil, del concejo de Cangas del Narcea. Herrador de oficio, se incorporó a filas en 1883, y tras cumplir el servicio militar, decidió quedarse en el Ejército. Su hoja de servicios tiene poca relevancia hasta que en 1895, y siendo ya sargento, pidió destino a Filipinas, lo que le valió el ascenso a segundo teniente.

Primero estuvo en la indómita Mindanao, pero ante la insurrección en Luzón fue destinado a Manila. Desde entonces y al frente de su sección luchó denodadamente en numerosos encuentros con los rebeldes, siempre en vanguardia o flanqueo, cuando no en operación independiente. Aquello le costó perder su caballo en una acción y ser herido de arma blanca en otra, pero le valió el ascenso a primer teniente y recibir nada menos que cuatro Cruces del Mérito Militar de primera clase con distintivo rojo. Había apresado, entre otros, un cañón y una ametralladora enemigos.

En 1898 seguía en Manila, destinado en la misma unidad que los heroicos defensores de Baler, el 2º de Cazadores. Durante el asedio de la ciudad por las tropas de Aguinaldo se volvió a destacar en la defensa de las líneas, y especialmente en la del Blocao número 14, lo que le valió una nueva Cruz Roja y la de María Cristina, entonces sólo inferior a la Laureada.

El 13 de agosto de 1898, las tropas norteamericanas iniciaron el asalto a la ciudad. El teniente Ovide estaba en reserva con su sección, pero, ordenada la retirada de los puestos de primera línea, y como en su sector fuera ésta precipitada, comprometiendo la de otras tropas adyacentes, se le ordenó volver a ocupar una posición prematuramente abandonada y aún no ocupada por el enemigo.

Sin embargo, al avanzar vio que ya la defendían tropas americanas. Sin arredrarse por ello y por la retirada general, consiguió reconquistarla, y haciéndose fuerte en ella, resistió largo tiempo los ataques enemigos hasta que al final, temiendo ser desbordado por los flancos y con una herida de bala en la boca, ordenó la retirada, que se efectuó en orden y combatiendo. Al llegar a las inmediaciones de la ciudad, se le avisó que ésta hacía tiempo que ya había capitulado, por lo que tuvo que cesar la resistencia.

Al heroico oficial y a su pequeña tropa les rindió honores hasta su enemigo, las tropas americanas del general Greene, quien felicitó a Ovide personalmente por su conducta. Fue recompensado poco después con la Gran Cruz de Carlos III, tal vez algo parcamente.

Faustino Ovide llegó a teniente coronel en 1919, retirándose seis años después. Fallece en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años.


Fuente: Revista Española de Defensa nº 127. Septiembre, 1998


Más información sobre nuestro héroe en los siguientes enlaces:

En memoria de un héroe [Faustino Ovide González]

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

Quizás para muchos aquella lejana Guerra de Cuba y Filipinas de 1898, la de las batallas de nuestros abuelos, suene a ecos lejanos extraídos del viejo libro de la Historia y tan solo siga viva en los recuerdos gracias a elocuentes frases como aquella de “más se perdió en Cuba” y otras por el estilo, tantas veces utilizadas en el lenguaje coloquial.

Lo cierto es que, en los últimos años del turbulento siglo XIX, España, casi sin querer, se vio sumida en una guerra contra una potencia, por entonces emergente y con claros afanes expansionistas, como eran los Estados Unidos de América que supuso la pérdida de los últimos vestigios del viejo Imperio español conquistado no con pocos sacrificios desde finales del lejano siglo XV.
Cuba, Puerto Rico y Filipinas constituían los últimos rescoldos de aquel amplísimo Imperio forjado, a lo largo de siglos, por la decidida acción de miles de españoles, muchos de ellos anónimos, que lograron situar a España a la cabeza de las naciones de la tierra.
1898, un año fatídico, vino a poner el epílogo a un siglo atestado de guerras y acciones de armas que abarrotan las páginas de nuestra Historia. La Guerra de las Naranjas contra portugueses; la Guerra contra los ingleses que dio al traste con la flota española en Trafalgar; la heroica de la Independencia contra Napoleón; la de emancipación en todos los frentes de los Virreinatos de Hispanoamérica; la invasión de los llamados “cien mil hijos de San Luis”; tres guerras civiles; la de África de 1859-60; la Campaña del Pacífico y junto a ellas acciones tan poco conocidas como la expedición a Dinamarca, formando parte de un ejército que defendía los intereses napoleónicos; la realizada a Italia para defender los derechos papales; la nueva anexión de Santo Domingo; la expedición a Méjico o la de la Cochinchina, jalonaron, junto a pronunciamientos, contra pronunciamientos de toda índole y movimientos cantonales, un siglo que se antoja de muy complicada comprensión y que sin duda abonó el terreno para sucesos posteriores que tuvieron como escenario el pasado siglo XX.

Y así, el final del siglo, quiso depararnos la última de las desagradables sorpresas que ponía fin, como queda dicho, al viejo Imperio en que “jamás se ponía el sol”.

Tal vez por razón de relativa proximidad o simplemente por el hecho de una mayor presencia del elemento peninsular en aquella isla, lo cierto es que la pérdida de Cuba se mantiene más fresca en nuestros recuerdos que aquella otra, coetánea, del lejano archipiélago filipino casi siempre olvidado o al menos pasado por alto.

De aquel archipiélago, conquistado definitivamente en 1564 por el insigne marino vasco Miguel López de Legazpi y bautizado así en honor a Felipe II, tan solo se recuerda, con cierta frescura, la batalla naval de Cavite y la heroica epopeya de Baler, inmortalizada en la película “Los últimos de Filipinas”. Sin embargo, en esta campaña, como en muchas otras en las que se batieron las armas de España, son muchos los testimonios de heroísmo legados para la Historia por hombres y mujeres, en muchos casos de identidad anónima y en otros conservados tan solo, para la memoria, en los polvorientos legajos de viejos y casi olvidados archivos.

Sin duda, en este último apartado, podemos incluir al protagonista del presente trabajo, el que fuera Capitán del Cuerpo de Seguridad D. Faustino Ovide González quien, con su valentía y arrojo, supo escribir una brillante página en nuestra Historia patria de finales del siglo XIX.

En agosto de 1896 estalla la insurrección tagala en Filipinas. Allí, en aquellas lejanas tierras del extremo oriente, un puñado de no más de 13.000 soldados, la mayoría indígenas, guarnecía el vasto territorio formado por el archipiélago filipino y las islas Guam, Carolinas y Marianas. Un total de 7.000 islas habitadas por 7.000.000 de almas y con muy poca presencia peninsular.

El hecho de que estallase esta insurrección puso en alerta a las autoridades españolas del archipiélago que no escatimaron esfuerzos ni celeridad en solicitar refuerzos, tanto de hombres como de medios y material, a la metrópoli; sin embargo, la prioridad en atender la guerra de Cuba, iniciada con anterioridad, impidió finalmente el envío de los efectivos necesarios, pudiendo solo remitirse unos 30.000 soldados, a todas luces insuficientes para atender un territorio extenso y complejo.

Pese a todo, como es sabido para quien conozca medianamente el devenir de esta página de la Historia, la primera fase de la Campaña concluyó con una precaria victoria para las armas de España; victoria que se vio algo más afianzada tras el pacto con el caudillo local Aguinaldo a quien se le llegó a indemnizar para que se exiliase del archipiélago, trasladándose a la colonia inglesa de Singapur.

Intereses de los Estados Unidos de un lado, derivados de sus claros deseos de expansión, y de otro el temor de las potencias occidentales a que Japón afianzase su hegemonía en la región, hicieron que la vista se desviase hacia la posesión española de gran importancia estratégica como se demostraría años más tarde.

Así, tras lograr, como fue habitual en esta guerra, el interesado favor de los ingleses, utilizando contra lo dispuesto en los acuerdos internacionales las bases de Hong Kong y Singapur, los norteamericanos alistaron la llamada Escuadra de Asia al mando del Comodoro Dewey e incluso establecieron contacto con Aguinaldo y los suyos, ganándolos, al menos inicialmente, para la causa yanqui.

La Escuadra americana, compuesta por 7 buques de guerra, desplazaba un total de 19.000 Tm., disponiendo de un armamento de 53 cañones de grueso calibre, entre 203 y 127 mm, y otros 57 de menor calibraje, atacó en Cavite a la española del Almirante Montojo que alineaba un total de 10 buques – 7 cruceros y 3 cañoneros – desplazando todos ellos 14.000 Tm., pero con una potencia de fuego sensiblemente menor ya que tan solo disponía 40 piezas, de entre 160 y 90 mm de calibre, y otras 43 de calibres menores.

Un conglomerado de buques alguno de ellos de casco de madera, como el Crucero “Castilla”; otros de casco de hierro pero sin protección de ningún tipo, como los Cruceros “Reina Cristina” —buque insignia de Montojo—, “Juan de Austria” y “Antonio de Ulloa” o el Cañonero-torpedero “Marqués del Duero” y finalmente otros, protegidos, como los cañoneros, pomposamente denominados cruceros de 3ª clase, “Isla de Cuba” e “Isla de Luzón” e incluso algunos inútiles como el Crucero “Velasco”, formaban aquella Escuadra de muy escaso valor militar. Pese a todo, la mayoría de nuestros buques eran relativamente de reciente construcción, entre 1875 y 1887, si bien con un estado de conservación muy deficiente dado lo penoso de sus largas misiones de patrullaje por las costas de archipiélago y el natural desgaste sufrido con ocasión de la Campaña iniciada dos años antes.

La situación militar tampoco era mucho mejor. El Capitán General Primo de Rivera, había solicitado a Madrid el envío urgente de piezas de artillería para la defensa de la costa, material que jamás llegó. Por ello, para la defensa de Manila, principal objetivo de la Campaña, solo pudo disponer de 37 piezas, las de mayor calibre unos obuses Ordóñez de 24 cm, insuficientes para equilibrar la potencia de fuego embarcada de los americanos.

Tras la derrota de Cavite y el relevo del Capitán General, Manila quedó cercada hasta el 14 de agosto, fecha en la que capituló su Guarnición compuesta por algo más de 9.000 hombres.

Y aquí, en este instante de la historia particular de esta Campaña, surge nuestro héroe; Faustino Ovide González, un asturiano nacido en Villategil (Cangas del Narcea), el 15 de febrero de 1863 que sienta plaza, como Soldado “por su suerte” —como reza su Hoja de servicios—, el 26 de junio de 1883, siendo destinado al Regimiento de Infantería de La Reina nº 2, por aquel entonces de guarnición en Jerez de la Frontera.

A partir de aquí comienza su particular carrera militar que le lleva a varios destinos, Regimiento de Infantería de Reserva Arcos nº 18; Regimiento de Infantería Extremadura nº 15; Regimiento de Infantería Canarias nº 42 y Batallón Disciplinario de Melilla desde cuya plaza, un 15 de noviembre de 1895, salé destinado para el lejano archipiélago filipino, incorporándose en Manila, a principios del año siguiente, al Regimiento de Infantería de Línea Joló nº 73 de guarnición en aquel territorio ultramarino pero ya con las divisas de 2º Teniente logradas el 27 de julio de ese mismo año.

Implicado directamente en la campaña militar contra la sublevación tagala, participa, desde 1896 en numerosos combates, primero como Oficial destinado en la 2ª Línea del Tercio nº 20 de la Guardia Civil y más tarde como 1º Teniente del Batallón de Cazadores Expedicionario nº 2, empleo que alcanzó, por méritos de guerra, el 28 de noviembre del mencionado año 1896.

Su brillante Hoja de servicios nos acerca al historial personal de un hombre que supo afrontar con bravura su responsabilidad desde puestos de notable riesgo en una circunstancia histórica totalmente adversa. Desde noviembre de 1896 en que entra en combate no cesa su actuación en campaña hasta la definitiva pérdida del archipiélago dos años más tarde, demostrando en todas cuantas acciones participa un valor y aplomo que le hizo acreedor a alguna de las más altas condecoraciones de cuantas concedía España en aquellos años.

De las múltiples acciones de guerra en las que participó y que figuran en su Hoja de servicios, destacaremos solamente las más relevantes:

Los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre de 1896 combate, al frente de su Unidad de la Guardia Civil, en el puente de Zapote. Esta acción como, queda dicho, le valió el ascenso a 1º Teniente por méritos de guerra.

Días más tarde, concretamente el 15 de diciembre, ataca a una partida de insurrectos causándoles cinco muertos y ocupándoles abundante material y tan solo once días después, el 26, tras vadear de madrugada, con 30 hombres, el río Zapote, ataca por sorpresa un campamento enemigo, causándoles grandes bajas e interviniéndole gran cantidad de armamento y municiones de boca y guerra.

A lo largo de 1897 participa en todos los combates verificados en su sector, destinado siempre en puestos de extrema vanguardia. Destaca aquí los habidos el 11 de febrero en que, con una fuerza de 36 hombres, ataca a una numerosa partida de insurrectos a los que causa enormes bajas y pone en fuga. Tan solo cuatro días más tarde, el 15, participa en la toma de la localidad de Pamplona.

Por estos combates de febrero se le concede su primera Cruz de 1ª Clase, con distintivo rojo, al Mérito Militar. Posteriormente es recompensado con su segunda Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, también con distintivo rojo, por la toma de Pamplona acaecida, como queda dicho, dentro del conjunto de operaciones desarrolladas en el precitado mes de febrero.

El 4 de junio de ese año sufre una herida con arma blanca al hacer personalmente un prisionero durante una refriega con una partida de insurrectos seguidores de Aguinaldo.

El 7 de julio de ese mismo año de 1897 le conceden su tercera Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, con distintivo rojo, esta vez pensionada, por la toma de Bacoor y el 5 de diciembre se le recompensa con la cuarta Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, igualmente con distintivo rojo, por los combates habidos el 22 de agosto anterior.

El 23 de agosto de 1897. Pasa destinado a Manila donde el Capitán General le asigna el mando de una columna compuesta por 180 hombres para operar en las provincias de Cavite y Laguna. En una de estas acciones logra el apresamiento de un importante cabecilla tagalo, tras el ataque que ejecuta sobre un campamento enemigo en que recupera abundante material entre el que se encuentra una ametralladora y una lantaca (pieza de artillería de avancarga de pequeño calibre originaria de la región de Malasia y ampliamente empleada por los rebeldes filipinos).

Continuando con las operaciones en días subsiguientes, logra igualmente la captura del cabecilla insurrecto, Miguel Hernández, conocido como el Rey de Pamplona y Bayanán, así como de su ayudante y de otro jefe insurrecto de nombre Jorge Soriano.

Ya en la última fase de la campaña, concretamente el 4 de junio de 1898 pasa destinado a su Compañía, asumiendo el mando en plena retirada de la Unidad hacia Manila, logrando hacerse fuerte con ella y sosteniendo durísimos combates desde una trinchera que ordenó construir y defendió hasta el siguiente 24.

El 29 de junio pasa destinado a la 5ª Compañía y se hace cargo del mando del blocao nº 14, vacante por baja de su titular, donde se defiende de los duros ataques enemigos, sufriendo e infringiendo numerosas bajas. Distinguiéndose especialmente el día 18 de julio cuando el enemigo, en abrumador mayor número, pretende tomar la posición por él defendida y que logra rechazar.

El 13 de agosto, iniciados los bombardeos por parte de los buques de la Armada norteamericana, se le ordena retirarse sobre Manila. Tras recibir la orden, de forma voluntaria, se queda al mando del último escalón donde permanece cuando se le comunica que debe recuperar una trinchera, ocupada por los norteamericanos, con el fin de proteger el repliegue de las Fuerzas propias.

Recibida la orden, ataca con tal ímpetu y bravura la posición americana que logra desalojarlos, dejando en la huida varios muertos. El mismo sufre su segunda herida de guerra al recibir un balazo en el labio inferior, manteniéndose, pese a todo, al frente de su Unidad que, con un nutrido fuego de fusilería, apoya la retirada de nuestros Soldados hasta las mismísimas puertas de Manila donde recibe la orden de rendirse ya que la Plaza lo había hecho con anterioridad.

Placa de primera Clase Orden Militar de Mª Cristina creada en 1889

Concluida esta brillante acción es felicitado personalmente por el General Greene del Ejército norteamericano quien, poniéndose al frente de sus hombres, le rinde honores de guerra por su valeroso comportamiento. Por esta acción recibió, por R.O. de 19 de abril de 1899 la Cruz de 1ª clase de María Cristina y por R.O. de 24 de julio del mismo año la Cruz de Carlos III.

Repatriado a la península, pasa destinado a la Comisión liquidadora de los Cuerpos de Filipinas.

En 1900 recibe su quinta Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, con distintivo rojo y pensionada, por las acciones derivadas de la defensa de Manila. También ese año se le concede la Medalla de la Campaña de Filipinas con los pasadores de Luzón y Mindanao.

Su vida transcurre en diferentes destinos como la Zona de Reclutamiento de Gijón, el Batallón de Cazadores de Ibiza nº 19 hasta su ascenso a Capitán, por antigüedad, que se produce el 18 de diciembre de 1906.

En estos años recibe la Medalla de Alfonso XIII; la Cruz de San Hermenegildo y la Medalla de Plata de los Sitios de Gerona.

En enero de 1911 pasa destinado, como Capitán, al Cuerpo de Seguridad de guarnición en Barcelona donde permanece hasta 1917 en que es ascendido a Comandante por antigüedad.

Destinado en Barcelona, en su Zona de Movilización, más tarde Regimiento de Infantería de Reserva Barcelona nº 32, recibe en 1916 la Placa de la Orden de San Hermenegildo.

Con fecha 31 de mayo de 1919 es ascendido al empleo de Teniente Coronel en la reserva y en 1925 pasa a la situación de retirado donde le perdemos la pista.

Lamentablemente no hemos logrado su historial como Oficial del Cuerpo de Seguridad que, a buen seguro, estará igualmente jalonado de hechos dignos de ser mencionados para evocar su recuerdo. Por lo poco que podemos descubrir en su historial militar, creemos que durante su permanencia en el Cuerpo de Seguridad tan solo estuvo destinado en Barcelona, no pudiendo precisar en las Unidades en que prestó sus servicios.

Lo cierto es que nos encontramos ante uno de esos personajes, la mayoría de las veces anónimos, que con su trabajo diario escriben, con letras de oro, las páginas más brillantes y gloriosas de los Cuerpos de los que forman parte. Tal vez, Faustino Ovide se hizo merecedor a ser recompensado con la Real y Militar Orden de San Fernando, máxima condecoración militar que se concede en España, sin embargo no fue así y su heroica estela se pierde en la nebulosa de la Historia de la que hay que rescatarlo entre legajos y libros con sabor a viejo.

Digamos, por último, que una buena iniciativa para afianzar un poco más nuestro espíritu de Cuerpo, como herederos de las tradiciones e historiales de la Policía Española, sería recuperar para la memoria colectiva cuantos hombres, integrados en nuestras filas, han sabido escribir, como Faustino Ovide, páginas de gloria para la Historia de la Patria.

COMENTARIO UNIFORMOLOGICO:

En la foto que ilustra el presente trabajo, el Capitán Faustino Ovide, aparece con uniforme del Cuerpo de Seguridad en su modalidad de invierno, de color tina oscuro, con tresillos a la granadera en sus bocamangas. El uniforme es igual que el de Infantería diferenciándose por las cifras con las iniciales del Cuerpo que lleva en cuello y frontis de la gorra, este orlado de laureles, así como por el color de las divisas, botones e hilo de las hombreras que son de color blanco, todo ello en aplicación del Reglamento de Uniformidad de 1908 y las modificaciones habidas en 1911.

En cuanto a la condecoración que luce en su pecho y que se reproduce en dibujo, se trata de la Placa de la Orden Militar de María Cristina de 1ª clase, para Oficiales. Esta Orden fue instaurada en 1889, en Ley Adicional a la Constitución del Ejército de 19 de julio de dicho año. La condecoración, que lleva en su interior la leyenda “al mérito en campaña”, constituía la segunda en importancia tras la Real y Militar Orden de San Fernando al no haberse instaurado todavía la denominada Medalla Militar. En la fecha en que le fue concedida al protagonista del presente trabajo tan solo se otorgaba a Generales, Jefes y Oficiales, 3ª, 2ª y 1ª clase respectivamente; a partir de 1913 comenzó a otorgarse a Suboficiales y no fue hasta 1925, tras su reinstauración ya que dejó de concederse entre 1918 y el año citado, en que por R.D. de 9 de julio, se concedió también a Tropa, apareciendo igualmente la figura de Cruz colectiva. Esta condecoración dejó de concederse con el advenimiento de la II República, siendo restablecida en 1937 con el nombre de Cruz de Guerra.

Esta Cruz de 1ª clase se representa mediante una Placa de ráfagas de color plata, de unos 9 cm. de diámetro, sobre las que se superpone una cruz, rodeada de laurel, y cuatro espadas que se unen en el centro, todo de bronce mate, con lises de oro en los brazos inferior y laterales y una corona real y un rectángulo, de oro brillante los dos, en el superior. Sobre la cruz un escudo rodado y cuartelado con dos castillos y dos leones, la granada entada y escusón borbónico con tres flor de lis, con bordadura azul con el lema “al mérito en campaña”.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

  • Archivo General Militar de Segovia
  • Manual del Cuerpo de Seguridad. Madrid 1908
  • Los Uniformes del Reinado de Alfonso XIII. L. Grávalos y J.L. Calvo. Quirón Ed. 2000
  • La Guerra del 98. A. Rodríguez González. Ed. Agualarga 1998
  • Buques de Guerra Españoles 1885-1971. Aguilera y Elías. Ed. San Martín 1972
  • El Buque de la Armada Española. Ed. Silex 1999
  • La Construcción Naval Militar Española 1730-1980. M. Ramírez Gabarrús. E.N. Bazán 1980

Artículo publicado en la revista Policía por José Eugenio Fernández Barallobre, Inspector (J) de la Policía Nacional desde 1979, Alférez R.H. del Cuerpo de Infantería de Marina y Diplomado en Criminología por la Universidad de Santiago de Compostela.  Es autor del blog: Una historia de la Policía Nacional.

[Faustino Ovide González] El último defensor de Manila en 1898

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

La historia militar de España abunda en personajes que, protagonizando hechos de lo más encomiable, apenas han sido recordados con posterioridad a los acontecimientos. A paliar en lo posible una de estas injusticias dedicamos el presente trabajo, que nos permitirá, de paso, ofrecer algunas noticias sobre una de las campañas menos conocidas de nuestro Ejército, y la tan honrosa como heroica carrera de un hombre salido de las filas de tropa.

Unos modestos inicios

Nuestro protagonista, Don Faustino Ovide González, nació en la pequeña aldea asturiana de Villatejil, dependiente del ayuntamiento de Cangas del Narcea, el 15 de enero de 1863, siendo sus padres Don Francisco Ovide Menéndez y Doña Rosalía González Rodríguez, de bien modesta condición.

Nada sabemos de sus primeros años salvo que el 26 de junio de 1883 le corresponde ser soldado “por su  suerte”, como se decía entonces, constando entonces que se hallaba avecindado en Madrid, teniendo el oficio de herrador. El joven recluta, tras librarse por sorteo de Ultramar, fue destinado al Regimiento de Infantería de La Reina, n° 2, de guarnición en Jerez, y dentro de éste a la primera compañía del primer batallón, jurando bandera en agosto de aquel año. El 1 de junio de 1884 es ascendido a cabo segundo y el 1 de abril del 85 asciende a cabo 1°, recibiendo la licencia indefinida por Real Orden de 14 de julio. Allí hubiera acabado su servicio, de no ser porque, tras dejar correr los meses veraniegos en su pueblo natal, D. Faustino pidió y obtuvo el reingreso, contando como fecha de antigüedad desde el 1 de noviembre.

El 24 de mayo de 1886 ascendió a sargento 2°, pasando al segundo batallón del mismo regimiento, con el que se traslada a Ceuta el 21 de junio de aquel año, permaneciendo en dicha plaza hasta el 7 de julio de 1888, todo ello en unos difíciles años en que menudearon los incidentes con los marroquíes, e incluso se temió  que la frágil salud del Sultán terminara haciendo inevitable una intervención militar española ante el subsiguiente caos en el país vecino.

El 25 de junio de 1888 se reengancha por segunda vez, continuando en el mismo regimiento y en sus destacamentos de Algeciras y Tarifa hasta junio de 1890.

Los años siguientes son de rápido paso por varias unidades: el Regimiento de Los Arcos n° 18, el de Extremadura n° 15 y el de Canarias n° 42, con el destino de escribiente en todos ellos, hasta su pase en noviembre de 1894, cuando apenas se han apagado los rescoldos del reciente conflicto de Melilla, al Batallón Disciplinario de esta plaza, no por sanción sino por destino regular, hasta fines de octubre de 1895.

Para entonces ya ardía la insurrección separatista en Cuba, por lo que, aprovechando los incentivos ofrecidos a los suboficiales, el sargento Ovide solicitó un tan prometedor como peligroso destino a la isla, recibiendo así el ascenso a 2° teniente por orden de 3 de octubre, a contar desde 27 de julio anterior. Gracias al ascenso y tras el preceptivo permiso, Don Faustino contrajo matrimonio el 11 del mismo en Cádiz con Doña África Blanco Lladó. Una Real Orden del día 16 dejaba sin efecto el destino anterior, cambiándolo a las mucho más lejanas Filipinas, embarcando en Barcelona el 15 de noviembre en el vapor de la Compañía Trasatlántica “Isla de Panay” y desembarcando en Manila el 14 de diciembre.

Poco imaginaba entonces el recién ascendido teniente que el archipiélago filipino iba a ser el escenario de sus hazañas, que iban a cambiar espectacularmente su hasta entonces honrosa pero tranquila y modesta carrera militar.

El Ejército y la Armada en Filipinas

Resulta sorprendente lo escaso de los recursos militares con los que España defendía de agresiones externas y mantenía el orden interno en un territorio tan extenso como era Filipinas, un archipiélago de más de siete mil islas, poblado por más de 7 millones de habitantes, de los que apenas unos pocos miles habían nacido en España. Y a ese ya extenso territorio, aún con zonas poco exploradas y menos cartografiadas, se añadían los archipiélagos de Marianas,  Carolinas y Palaos.

Para guarnecer todo aquello la fuerza real se reducía a unos 13.291 hombres, (unos 16.700 según plantillas teóricas), incluyendo todos los cuerpos, servicios e institutos armados hasta Guardia Civil y Carabineros. De ellos, sólo 4.269 eran europeos, constituyendo en general los mandos hasta suboficial y cabos inclusive, siendo la tropa y algunos sargentos y cabos indígenas. El soldado filipino era muy estimado por su sobriedad, valor y resistencia, resultando especialmente indicado para operar en aquellos territorios, selváticos y accidentados, sin resentirse del clima y de las enfermedades que diezmaban a los europeos, así como de una habilidad proverbial para la guerra anfibia a la que le obligaba la multitud de islas.

El núcleo fundamental de la fuerza estaba compuesto por siete regimientos de infantería: Legazpi, Iberia, Magallanes, Mindanao, Bisayas, Joló y Manila, con numeración respectiva y correlativa del 68 al 74. Existía además  sólo un regimiento de caballería, de Lanceros de Luzón, con un único escuadrón. La artillería constaba de un regimiento de plaza, por excepción europeo en su totalidad, aunque solía utilizarse en misiones de infantería. La artillería propiamente dicha se encomendaba a un regimiento de montaña, articulado en dos grupos de 3 baterías con seis piezas cada una. Otras unidades eran un batallón de ingenieros y diversas tropas de maestranza, Estado Mayor., etc, entre las que destacaban algunas compañías disciplinarias.

Por su parte la Armada sumaba más de tres mil hombres, con menor proporción de indígenas, salvo en los cañoneros y unidades menores, en que constituían toda la dotación salvo el mando,  oficiales y maquinistas. Los buques  en 1895 eran cinco pequeños cruceros, una veintena de cañoneros (incluidos los fluviales y lacustres), tres transportes y diversas unidades menores y auxiliares. Su papel era transcendental, no ya sólo en sus específicas misiones, sino como  transporte obligado para las tropas del Ejército en un medio insular y con escasas o nulas vías terrestres de comunicación, apoyando sus acciones con la artillería, o coadyuvando en las operaciones anfibias con los trozos de desembarco de los buques.

En suma, aunque muy profesional y preparada, una fuerza tan limitada que apenas podía cumplir misiones policiales y de mantenimiento del orden interno, lo que para las Filipinas del XIX era ya decir mucho.

En la rebelde Mindanao

Lo cierto es que aquella pequeña fuerza, aunque apenas fuera necesaria en muchas de las principales islas por la sumisión pacífica de sus habitantes, tuvo una enorme tarea en dominar las zonas refractarias a la dominación española, especialmente en el sur y oeste del archipiélago, en que una importante población musulmana basaba su modo de vida en la piratería y en la esclavitud de indígenas paganos o cristianos. Tras una lucha secular, se había conseguido pacificar Joló, y entre 1889 y 1894, los capitanes generales Weyler y Blanco habían conseguido lo propio en la gran isla de Mindanao. Y cuando aún continuaban allí las últimas operaciones, nuestro biografiado fue destinado a Iligán, prestando sus servicios en el regimiento de tropas indígenas Joló n° 73, teniendo el honor de ser designado abanderado del regimiento. Allí tuvo su bautismo de fuego, en operaciones al parecer sin mayor relevancia, pero que le hicieron acreedor al pasador de Mindanao en su medalla de campaña de Filipinas.  Pero ya en septiembre de 1896 tuvo que volver el regimiento a Manila, y con él nuestro todavía flamante teniente, ante una necesidad mucho mayor.

La insurrección tagala

Articulados en la sociedad secreta de inspiración masónica Katipunan, los tagalos de Luzón, hasta entonces fieles al dominio español, se alzaron en agosto de 1896, siguiendo el ejemplo cubano del año anterior. Las escasas tropas españolas, diseminadas en aquel enorme territorio en numerosas y pequeñas guarniciones, pronto se vieron ante una situación crítica, y en la misma Manila no había más que tres mil hombres disponibles. La insurrección, bien planeada y seguida mayoritariamente por la población indígena de muchas provincias, consiguió dominar pronto la casi totalidad de las provincias de Manila y Cavite, de donde era originario su principal líder militar, Emilio Aguinaldo, cayendo pronto en su poder incluso localidades importantes como Noveleta y Cavite Viejo, y declarándose el estado de guerra en provincias como Bulacán, Pampanga, Nueva Écija, Tarlac, La Laguna y Batangas, extendiéndose rápidamente la contienda.

Para el capitán general, D. Ramón Blanco, la situación era casi desesperada: con la mayor parte de sus escasas tropas comprometidas en la pacificación de Mindanao, y aunque, como ya hemos dicho, fueron llamadas inmediatamente, los indígenas ya no eran fiables en la nueva lucha  (muy distinta de la librada hasta entonces contra sus enemigos religiosos y étnicos: los piratas moros del sur), aunque se pudieron alistar algunos tercios de voluntarios. El propio Blanco sufrió alguna derrota personal al intentar liberar las asediadas guarniciones, lo que le desacreditó ante una opinión que ya juzgaba lentas y poco idóneas sus  reacciones a la revuelta.

Ante la magnitud de la rebelión y sus primeros éxitos, se reveló indispensable enviar desde España un crecido número de tropas peninsulares. Pero el país estaba ya agobiado por el  tremendo esfuerzo que debía realizar en Cuba paralelamente, y que  había exigido el envío al Caribe de casi doscientos mil hombres. Los regimientos peninsulares habían agotado sus posibilidades de movilización, por lo que hubo que crear unidades provisionales, los llamados “batallones de cazadores”, con entrenamiento y cuadros de mando improvisados, así como muy escasas tropas de artillería, caballería (un único escuadrón también provisional) e ingenieros.  Las únicas tropas regularmente organizadas y encuadradas de las que se pudo disponer, y por ello mismo las primeras en llegar como refuerzo, fueron los dos regimientos de Infantería de Marina, verdadera reserva estratégica del último imperio ultramarino español. El total de los refuerzos procedentes de España sumó 25.456 entre generales, jefes, oficiales y tropa, y ello sólo entre septiembre y diciembre de 1896, llegando posteriormente algunos otros contingentes menores, lo que supuso un último pero muy notable esfuerzo para el agotado país.

Con ellos llegaba en diciembre el esperado relevo para Blanco, el general Don Camilo García de Polavieja, que se hizo cargo de la capitanía general del archipiélago el día 13, imprimiendo desde entonces a las operaciones la actividad y el éxito que solían acompañar a aquel gran militar español.

Las primeras distinciones

Pero ya antes de la llegada de Polavieja el segundo teniente Ovide se había destacado: tras su vuelta a Manila, solicitó el pase a la Guardia Civil, figurando desde entonces en el 20° Tercio,  uno de los tres existentes en Filipinas, con un total de unos 3.500 hombres (teóricos en plantilla) incluyendo los poco más de trescientos de la Veterana, siendo indígenas en cada compañía los números, cuatro cabos y un sargento, y el resto de los mandos europeos.

De nuevo al mando de tropas casi exclusivamente indígenas, se le dio el mando de una sección que formaba parte de la segunda línea del Tercio en Las Piñas. Con ella concurrió a los combates de los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre entre los puentes de Baucusay y Zapote, mereciendo por su comportamiento el ascenso a primer teniente. El 15 de diciembre, al hacer reconocimiento con su sección, batió una partida de insurrectos, a la que causó cinco muertos vistos y recogió varias armas de fuego y blancas. El día 26, y a las 3’30 de la madrugada, vadeó el río Zapote, línea que separaba el territorio rebelde del controlado por los españoles, y atacó por sorpresa un campamento enemigo, al que causó muchos muertos vistos y recogió buen número de armas y municiones, al que prendió luego fuego. El propio Polavieja envió un telegrama de felicitación al teniente por su audacia y por convertir su labor defensiva en una ofensiva victoriosa.

El año 97 le sorprendió en el mismo tipo de operaciones y en el mismo escenario: intentando evitar que el enemigo traspasara la línea del Zapote, y contraatacando en su territorio, rechazándole e incluso haciéndole pasar a la defensiva. El 11 de febrero, se señaló al mando de sólo 36 hombres, al rechazar y perseguir hasta los barrancos de Tong Tong a una fuerza muy superior armada incluso con algunas “lantacas”, pequeños cañones de avancarga de manufactura local. El día 15 del mismo mes, sirvió como “práctico” (guía), de la columna que atacó y tomó la localidad de Pamplona, sirviendo con su sección en la extrema vanguardia en labores de reconocimiento, lo que le valió ver confirmado su reciente ascenso. El 17, mereció la felicitación del jefe de la columna, general Galvis, por su perfecta retirada  pese a ser batido por sorpresa y a sólo cuarenta metros desde un reducto aspillerado del  enemigo.

Aquellos hechos le valieron sus dos primeras Cruces Rojas de primera clase del Mérito Militar con distintivo rojo, por reales órdenes de 27 de abril y 11 de noviembre, premiando respectivamente su papel en la toma de Pamplona, y la retirada descrita.

Nuevas distinciones

Pero aquellas cruces no serían las únicas, como pronto veremos. El 18 del mismo mes perdió su caballo en una emboscada, al conducir un convoy a Pamplona, y los combates, tanto de día como de noche, tanto destacado del resto como formando parte de la columna del general Barraquer, se suceden a diario. En una de ellos, el día 24 y tras desalojar al enemigo de sus posiciones sobre el Zapote, explotó el éxito persiguiéndole tan estrechamente que logró entrar en el pueblo de Bacoor, reconquistándole, lo que le valió su tercera Cruz Roja por orden de 7 de julio.

Su valor personal estaba más que acreditado en todos estos combates, pero por si faltaba alguna duda, resultó herido de arma blanca el 4 de junio al hacer personalmente un prisionero, tras batir a una partida enemiga. Tras una estancia en el hospital que sólo duró del 9 al 16 de aquel mes, volvió al combate.

El 22 de agosto, y al mando de 24 guardias, persiguió y derrotó por completo a una partida enemiga que había atacado el pueblo de Muntim, cogiéndole armas y haciéndole 14 muertos  en Parong Diablo. Aquello le valió su cuarta Cruz, concedida por orden de 6 de  diciembre.

Polavieja estaba más que satisfecho con la labor del teniente Ovide, por ello le llamó a Manila  al día siguiente y le dio el mando de una columna de 180 hombres (los efectivos de una compañía reforzada) para operar en la provincia de Cavite en combinación con otras. No se equivocaba el general, pues al aumentar la fuerza al mando del teniente, aumentaron los éxitos de éste, al derrotar en Palifarán una importante fuerza enemiga, a la que aparte de las bajas, capturó una lantaca y una ametralladora, así como un importante cabecilla, cayendo después en sus manos sucesivamente los llamados Miguel Hernández “Rey de Pamplona”, su ayudante y el jefe   Jorge Soriano.

Una frágil paz y una nueva guerra

Polavieja había vencido a la insurrección, a costa de unos 300 muertos y unos 1.300 heridos en las fuerzas españolas en una durísima campaña de poco más de tres meses. Sólo quedaba poner fin a la tarea exterminando las últimas y dispersas guerrillas enemigas. Pero las ya agotadas fuerzas españolas precisaban refuerzos para acabar con la insurrección, refuerzos que el general estimó en no menos de 20 batallones, algo más de 20.000 hombres. Sin embargo, en la ya agotada España nadie quiso oír hablar de un esfuerzo suplementario. Un desairado Polavieja dimitió de su puesto alegando motivos de salud, embarcando para la Península el 15 de abril de 1897, y siendo relevado en su mando por Don Fernando Primo de Rivera, al que se le encargó que terminara la contienda por medio de un pacto que ofreciese un dorado exilio a los líderes independentistas. Y ya en diciembre de 1897 el pacto, llamado de Biacnabató, fue un hecho.

Que la paz conseguida era muy frágil resultó sin embargo pronto evidente: los insurrectos sólo esperaban mejor situación para volver a la carga y la intranquilidad y los choques aislados persistieron. Pero no podemos saber lo que hubiera finalmente ocurrido pues un nuevo factor entró en juego al estallar la guerra con los Estados Unidos a fines de abril de 1898.

Como es bien sabido, la escuadra del comodoro Dewey entró en la bahía de Manila y destruyó en la mañana del 1 de mayo a la del contralmirante Montojo, fondeada ante el arsenal de Cavite, apoderándose después de esta base. La escuadra americana no disponía de fuerzas de desembarco, pero Dewey se había entrevistado poco antes con el exiliado Aguinaldo, haciéndole vagas promesas de conceder la independencia al pueblo filipino si volvía a levantar la bandera de la rebelión. Así, y poco después de la derrota de Cavite, llegó a Filipinas en un buque americano Aguinaldo, acompañado de todo su estado mayor, no tardando en reactivar la rebelión, ahora ayudada por todos los medios por los estadounidenses.

Para colmo de males, y en tan críticos momentos, se había producido el relevo de Primo de Rivera por el general Don Basilio Augustín, poco ducho en las realidades filipinas y que pronto se vió desbordado por los hechos: temiendo perder el control de todo Luzón, persistió en dejar al ejército repartido en numerosas pequeñas guarniciones, que no tardaron en ser aisladas unas de otras y asediadas por el enemigo, mientras que la capital y centro administrativo y militar del archipiélago, Manila, debía hacer frente a la doble amenaza de la escuadra enemiga y del ejército rebelde en mala situación. Ésta empeoró aún más al caer en manos de los insurrectos la entera provincia de Cavite, rindiéndose el general Peña con sus casi tres mil hombres tras una heroica pero deslavazada resistencia el 8 de junio, al fracasar el socorro de dos columnas salidas de la capital, con  sólo unos mil hombres en total.

La defensa de Manila

La moral en la capital era muy baja, pues sólo se disponía de unos nueve mil hombres para su defensa, que tenían que guarnecer un circuito defensivo de no menos de 15 kilómetros. El total volvía a incluir no sólo tropas del Ejército, sino de Carabineros, Guardia Civil y hasta los supervivientes de la desgraciada escuadra de Montojo,  pero además, buena parte de estos hombres eran indígenas, de dudosa fidelidad, no faltando pronto las traiciones y deserciones. Desde el 1 de junio los combates se harían incesantes.

 Para entonces el teniente Ovide había dejado la Guardia Civil y había recibido destino en el 2° batallón de cazadores (casualmente la misma unidad que formó el heroico destacamento de Baler), no tardando en participar en el primer combate serio del sitio. El 5 de junio unos cinco mil rebeldes atacaron las defensas de la capital en la zona defendida por el Tercio indígena de Bayambang, pensando que así sería más fácil la victoria. Inevitablemente, la defensa cedió, y tuvo que enviarse una columna al mando del capitán de fragata Don Juan de la Concha, comandante que había sido del crucero “Don Juan de Austria” hundido en Cavite, y formada entre otras unidades por marinería de la escuadra. En ella formaba el teniente Ovide, quien tras participar en el combate, se incorporó a la compañía de su mando, que venía retirándose ante la presión enemiga en el escenario de sus antiguas hazañas: entre Las Piñas y el río Zapote. Tomando el mando de la unidad sobre la marcha, Ovide decidió tan rápida como certeramente que la retirada podía convertirse en desastre y que no se podía perder la línea defensiva del río, por ello ordenó atrincherarse en aquel mismo lugar, rechazando los sucesivos ataques hasta el 24 de junio. Su conducta le hizo  merecedor de la ¡quinta! Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo rojo, ahora pensionada, concedida por Real Orden de 25 de abril de 1900.

El “blockhaus” n° 14

La excesivamente amplia línea defensiva en torno a Manila, de unos 15 km de desarrollo, estaba guarnecida por sólo las dos terceras partes de los defensores, debiendo el resto atender al frente marítimo amenazado por la escuadra enemiga, mantener el orden en la ciudad (donde pronto faltaron los víveres y hasta el agua al ocupar los rebeldes los depósitos de Santolán que la surtían) y constituir una reserva para acudir a los puntos del perímetro amenazados por los más de cincuenta mil insurgentes, dotados de fusiles modernos por los americanos, de las habituales lantacas y de no pocos cañones encontrados en el arsenal de Cavite. Los atrincheramientos, debido al terreno bajo y encharcado eran simples parapetos de sacos de arena y  troncos, sufriendo mucho los soldados por el clima, tan tórrido como húmedo. Recaía así todo el peso de la defensa en quince blocaos o casas fuertes, situadas a unos mil metros uno de otro. Pero tales construcciones no estaban ideadas para aguantar el fuego de los cañones  de que disponían los asaltantes, aunque la escasa y anticuada artillería de la plaza resultó decisiva para frustrar los ataques, llenar los huecos de la línea defensiva y contrabatir las piezas enemigas. Dos de los blocaos, los números 14 y 15, pronto se hicieron tristemente famosos, pues al estar situados al final de la línea, al sur y enfrente de Cavite, principal base enemiga, debieron sufrir lo peor de los embates.

Y como parecía ya costumbre, el teniente Ovide se vio implicado en lo más recio de la pelea, al relevar  el 29 de junio al comandante del n° 14, herido en uno de los bombardeos y asaltos que continuamente sufría la fortificación. El 18 de julio el enemigo lanzó su más fuerte ataque, dispuesto a tomar la posición, llegándose al cuerpo a cuerpo por la posesión de aquel ya ruinoso blocao. El hecho le valió al teniente Ovide la concesión de la Cruz de María Cristina de primera clase por su valor y acertadas disposiciones, condecoración entonces sólo inferior a la Laureada, y que lo fue por Real Orden de 19 de abril de 1899.

El ataque norteamericano

Mientras se sucedían estos combates, empezaron a llegar las fuerzas expedicionarias americanas desde principios de julio, pronto encuadradas en una división al mando del general Anderson, articulada en dos brigadas, al mando de los generales McArthur y Greene. Aunque incluían moderna artillería de campaña y de sitio, su nivel no era muy alto, tratándose generalmente de unidades de la Guardia Nacional con algunos regimientos regulares de profesionales. Tales tropas tardaron en entrar en acción, y cuando lo hicieron no se les confió grandes tareas, indudablemente se prefería que españoles y filipinos se desgastaran mutuamente.

El 5 de agosto el general Augustín, cuyo mando había sido muy criticado, fue sustituido por el segundo jefe, Jaúdenes, pero la moral era ya muy baja en Manila, pues se sabía que la expedición de socorro del almirante Cámara había recibido órdenes de volver a España tras la derrota de la escuadra de Cervera el 3 de julio ante Santiago de Cuba y la posterior capitulación de aquella plaza. Manila parecía ya perdida y sólo se esperaba el asalto final. Pero en una cosa estaban de acuerdo españoles y americanos: en impedir que las tropas de Aguinaldo entraran en la capital, los primeros por temor a que se entregaran a la venganza y el pillaje, los segundos porque ya planeaban quedarse con el archipiélago y no querían dar mayor relieve a sus circunstanciales aliados. Así que en la mañana del 13 de agosto, las únicas tropas que atacaron fueron las de Anderson.

El plan de ataque no podía ser más sencillo: tras una preparación artillera, las tropas de infantería atacarían la línea española al sur de la ciudad, línea que sería batida de flanco y retaguardia por la escuadra americana, que poco tendría que temer de las anticuadas piezas de costa que defendían Manila. La resistencia española era prácticamente imposible en tales circunstancias y apenas quedaban opciones salvo una honrosa defensa seguida de una pronta capitulación para evitar bajas innecesarias.

La suerte, pues, estaba echada, y no parece fuera una ocasión muy propicia para lucirse, pero el teniente Ovide, consiguió de nuevo hallarse en el ojo del huracán, y dejar  constancia de su valor y decisión. Según el relato de su Hoja de Servicios, los hechos sucedieron así:

“…roto el fuego por la escuadra americana sobre nuestras líneas avanzadas y ordenada la retirada por el jefe del sector, se quedó voluntariamente mandando el último escalón. Recibida orden de recuperar una de las trincheras abandonadas al objeto de detener al enemigo y para proteger la retirada de otras fuerzas, retrocedió con treinta hombres y al observar que ya estaba ocupada por fuerzas  americanas, atacó a éstas con tal ímpetu que las obligó a abandonarlas precipitadamente, dejando varios muertos, en cuyo ataque resultó herido de bala en el labio inferior con fuerte contusión en la dentadura, siguiendo no obstante al mando de la fuerza, sosteniendo vivísimo fuego para detener al enemigo y salvar la retirada de estas fuerzas, hasta llegar próximo  a las murallas de  Manila, donde recibió orden de rendirse por haberlo efectuado y hacía ya tiempo la plaza, siendo entonces felicitado por el general americano Greene, quien puesto al frente de sus tropas le tributó los honores de la guerra”.

Creemos que los hechos se comentan por sí solos,  y pese al laconismo de la prosa oficial son altamente significativos. No sabemos si se llegó a abrir juicio contradictorio para la concesión de la Laureada, pero aquello merecía más que una nueva Cruz Roja o incluso una de María Cristina, por  tanto, y siguiendo una costumbre de la época, se le concedió la Cruz de Carlos III libre de gastos por Real Orden Circular de 22 de agosto de 1899.

No podemos tampoco dejar de señalar la caballerosidad de Greene, consignando de paso que las tropas a su mando eran del 18° de Infantería regular, del 1° de California, 1° de Colorado, 1° de Nebraska y 10° de Pennsylvania.

Una valoración

Como es bien sabido, el conflicto no tardó en estallar entre los norteamericanos y los filipinos, aliados sólo circunstanciales frente a España. Los norteamericanos querían controlar las islas bajo su protectorado, los filipinos querían la independencia por la que tanto habían luchado.

Y esta nueva guerra, cuando apenas había finalizado la anterior, pues de hecho muchas tropas españolas seguían esperando la evacuación y la heroica guarnición de Baler continuaba su resistencia, nos ofrece una curiosa comparación con la anterior campaña, que puede servir para establecer una valoración  de la conducta de nuestras Fuerzas Armadas, tantas veces criticadas en exceso y con poca objetividad, como correspondía al amargo clima que siguió a la derrota del 98.

Las hostilidades entre americanos y filipinos se rompieron en la noche del 4 al 5 de febrero de 1899, y se prolongaron en durísima guerra hasta el 4 de julio de 1902, es decir, nada menos que tres años y cinco meses, tras los  que y finalmente, los EE.UU. consiguieron la victoria.

Para esa contienda las fuerzas americanas dispusieron de recursos materiales y financieros sin comparación con los que dispusieron los españoles en la campaña entre 1896 y 1897: nada menos  que 400 millones de dólares (por el tratado de paz compraron Filipinas por 20 millones) se gastaron en la guerra. No hay ni que hablar de la superioridad aplastante de las fuerzas navales americanas, comparadas con la escuadra de Montojo, además la de Dewey fue reforzada con nuevos buques, parte procedente de los EE.UU., parte con los cañoneros españoles supervivientes, que fueron vendidos a los nuevos dominadores tras la evacuación del archipiélago, dado su nulo interés para nuestra Armada, con los apresados o capitulados durante la campaña o con los hundidos y reparados posteriormente.

Pero el capítulo principal fue el Ejército, obviamente, prestando servicio a lo largo del conflicto más de 125.000 soldados americanos, de los que murieron en acción 4.200 (aparte del duro tributo impuesto por las enfermedades) y resultaron gravemente heridos otros 2.800. Ni que decir tiene que estas tropas estaban mucho mejor armadas y equipadas que las españolas, especialmente con profusión de ametralladoras, armas casi desconocidas en nuestro Ejército por entonces, artillería, etc.

A ellos se unieron las tropas auxiliares filipinas a su servicio, los “exploradores” y la “polcía”, con otros casi 20.000 hombres más.

La guerra conoció una primera fase de enfrentamientos regulares, que pronto ganaron las muy superiores fuerzas americanas, pero al pasar a la guerrilla, Aguinaldo y sus hombres dieron de sí todo lo que eran capaces.

Al mando americano no le quedó otra opción sino la de recurrir a las “aldeas estratégicas”, reconcentrando la población rural en campos fortificados y vigilados para aislarla de la guerrilla. Era la misma táctica que había empleado el Capitán General de Cuba, D. Valeriano Weyler en Cuba, y que tantos reproches y hasta acusaciones de genocidio había producido en los EE.UU. siendo uno de las excusas para su intervención militar. Claro que ahora, y pese a las críticas de alguna prensa independiente, la decisión les pareció muy diferente.

El coste para el pueblo filipino fue enorme, calculándose más de 20.000 muertos  entre los combatientes filipinos, y más de 200.000 entre los civiles, tanto por represalias como por las sórdidas condiciones de los campos de reconcentración, llamados por uno de sus generales “suburbios del infierno”. Incluso se recurrió en amplias zonas a la táctica de la “tierra quemada”, incendiando viviendas y cosechas, así como matando al ganado.

Aunque se procuró “echar tierra” a atrocidades cometidas por tropas americanas, al menos en 54 ocasiones llegaron a ser juzgadas éstas por tribunales.

Y finalmente, el acosado Aguinaldo sólo pudo ser apresado gracias a un acto traicionero, aunque la lucha siguió todavía largo tiempo.

Si comparamos estos datos con los de la campaña de Polavieja   que concluyó algo después de su marcha con el pacto de Biac Na Bató, creemos que podemos formarnos una idea de las efectividades reales de las tan denostadas Fuerzas Armadas Españolas y la de las tan enaltecidas de los Estados Unidos.

Y no sólo por los medios y hombres empleados y por el tiempo necesario en alcanzar la victoria, sino incluso por las bajas de ambas partes y los sufrimientos de la población civil.

Es cierto, y sin ello cualquier comparación carecería de rigor, que las fuerzas de Aguinaldo habían ganado mucho en experiencia, organización y armamento tras la corta campaña de 1898, en que se habían incautado de mucho armamento y munición a las tropas españolas que capitularon, y absorbido a muchos profesionales indígenas de ellas que se pasaron a sus filas.

Pero, incluso contando con estos factores, resultan muy llamativos los hechos y cifras expuestos, cuya exacta valoración dejamos al lector.

Finalmente, y como hemos visto, a comienzos de 1898 se dieron por pacificados los territorios de Mindanao y Joló, cuya población musulmana era muy refractaria a cualquier tipo de dominación. La guerra reactivó aquí igualmente la rebelión, debiendo empeñarse las tropas americanas a fondo desde 1902 a 1913 para conseguir su completa victoria.

Los últimos años de un soldado

Pero debemos volver a la narración de la vida de nuestro biografiado.

Repatriado tras la paz, el teniente Ovide volvió a la oscura vida de guarnición en España, con destinos en Cataluña y Baleares, hasta su pase a la reserva en 27 de febrero de 1925 tras casi 42 años de servicios. Sufrió la pérdida de su esposa a poco de la guerra, el 23 de marzo de 1899, pero contrajo segundas nupcias el 16 de marzo de 1909 con Doña Rosa Fort Puig. En 1903 aprobó el examen para el ascenso a capitán de Infantería, pero el casi colapsado escalafón de la época le impidió alcanzarlo hasta el 18 de diciembre de 1906. Nada menos que 11 años después ascendió a comandante, aunque había sido declarado apto para el ascenso en 1912, y por fin, el 2 de junio de 1917 llegó a teniente coronel, graduación con la que se retiró ocho años después. Pese a todo, no era poca carrera en la época para alguien que había ingresado en ella desde la clase de tropa.  Aparte de las recompensas ya mencionadas, recibió la Medalla de la Campaña de Filipinas, con los pasadores de Mindanao y Luzón, la Medalla de Alfonso XIII, la de Plata de los Sitios de Gerona, y la Cruz sencilla y la Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo.

Pero recompensas aparte, D. Faustino Ovide mostró unas cualidades poco comunes: casado ya y con una hija, familia que le acompañó a Filipinas, y pasada la treintena en una época en que los años pesaban más que ahora, no dudó en solicitar destino en un por entonces lejanísimo ultramar, demostrando una insólita capacidad para el mando de tropas indígenas en un escenario que debía ser para él no ya exótico, sino fuera de toda experiencia y preparación anterior y por completo extraño. Y debemos recordar que su mando de pequeñas unidades, de sección a compañía, se dio en circunstancias bien exigentes, pues se trataba de misiones independientes o tan comprometidas como la vanguardia de una columna.

Cuando estalló la guerra del 98 y ya con un enemigo muy distinto, mostró nuevas capacidades en  la heroica defensa del blocao o con la decisión que mostró frente al decisivo ataque americano, en que no dudó en contraatacar a un enemigo crecido, mientras la resistencia y la moral de lucha españolas se derrumbaban a su alrededor. Y ello por no hablar de su valor personal, acreditado con las dos heridas que recibió en combate, ninguna de las cuales le hizo abandonar el mando y la lucha, o la pérdida de su caballo. Basten para confirmarlo las felicitaciones de sus más altos superiores y hasta el caballeroso homenaje de sus propios enemigos.

No tiene muchos paralelos el que un simple teniente consiga no menos de siete condecoraciones por méritos de guerra en apenas año y medio  de campaña, y dos de ellas de muy alto rango. Pero, y por encima de todo, para D. Faustino Ovide González tuvo que ser un motivo de legítimo orgullo y satisfacción personal el hecho de haber sido el último y denodado defensor de Manila, rechazando al victorioso enemigo y cesando sólo la resistencia ante órdenes superiores.

Esquela publicada en el periódico «La Vanguardia», edición del sábado, 23 de enero 1937, pág. 5

Nuestro biografiado murió en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años. En su esquela, publicada en “La Vanguardia”, no se hace mención alguna de su profesión militar ni de sus méritos, refiriéndose sólo a sus familiares. No eran tiempos propicios para ello en la España republicana, y menos en el enrarecido ambiente de Barcelona, en la que anarquistas y comunistas y republicanos no iban a tardar en enfrentarse violentamente entre ellos. Tal vez ello mismo haya contribuido a que su recuerdo haya permanecido en un casi total olvido.

 

BIBLIOGRAFÍA y FUENTES

  • ARCHIVO GENERAL MILITAR, Segovia. Expedientes Personales. D. Faustino Ovide González.
  • MILLETT, Allan R. y MASLOWSKI,  Peter, Historia Militar de los Estados Unidos. Por la Defensa Común, San Martín, Madrid, 1986, especialmente pp.321-331 y 356-357.
  • MOLINA,  Antonio. Historia de Filipinas, ICI, Madrid, 1984, 2 vols.
  • RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón, Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica, Actas, Madrid, 1998.
  • Del mismo autor.- La caída de Manila. Estudios en torno a un informe consular, Asociación Española de Estudios del Pacifico, Madrid, 2000.
  • SASTRON,  Manuel. La insurrección en Filipinas y Guerra hispano-americana en el archipiélago, Minuesa de los Ríos, Madrid, 1901.
  • TORAL,  Juan y José. El sitio de Manila en 1898. Memorias de un voluntario, Manila, 1898

Agustín Ramón Rodríguez González (Madrid, 1955) es Licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid.

En su libro Españoles en la mar y en ultramar, editado por la editorial Sekotia de Madrid, dedica un capítulo a este modesto teniente en las Filipinas de 1898 bajo el título: El último defensor de Manila.


 

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Lagares de vino en Cangas del Narcea en 1752

Fuso y contrapeso del lagar de la bodega del Museo del Vino de Cangas

Los lagares son las máquinas de madera que se empleaban en las bodegas para apretar el magayu o bagazo y extraer el último mosto de la uva, que en Cangas del Narcea llamamos pía o pie. La pía se mezclaba con el primer vino que salía de la tina. No todos los vinicultores cangueses tenían lagar, porque era un artefacto caro, de cierto tamaño y que necesita un espacio amplio y propio; en consecuencia, los pequeños cosecheros de vino no se lo podían permitir y tenían que exprimir su magayu en lagares que no eran suyos. En las últimas décadas del siglo XIX y, sobre todo, en el siglo XX estas máquinas se sustituyeron por prensas de jaula y hierro fundido, más pequeñas y manejables que los viejos lagares, que fueron destruyéndose hasta casi desaparecer.

Detalle del fuso y el contrapeso del lagar de la bodega del Museo del Vino de Cangas

En 1752 había en el concejo de Cangas del Narcea 68 lagares para hacer vino. Lo sabemos gracias a un catastro que se hizo ese año con el fin de establecer la Única Contribución, que estaba dentro de una reforma fiscal que puso en marcha el rey Fernando VI (1713-1759) y su ministro el marqués de la Ensenada (por eso a este catastro se le llama Catastro del Marqués de la Ensenada). Para cumplir el mandato del rey todos los vecinos tenían que presentar una relación de bienes (inmuebles, tierras, ganado) y de ingresos por su producción, oficio, industria, etc. Había unas respuestas particulares de cada vecino y unas respuestas generales a un interrogatorio de 40 preguntas que tenían que responder los concejos o cotos señoriales sobre el número de habitantes, clases de cultivos y ganado, la producción, actividades comerciales e industriales, profesiones, ingresos, etc. Las respuestas particulares de los vecinos de Cangas del Narcea se destruyeron en 1809 con el incendio del archivo municipal provocado por los franceses durante la Guerra de la Independencia. Solo se conservaron en el Archivo General de Simancas las generales, que son las que utilizamos nosotros y que pueden consultarse por internet.

Prensa de jaula para vino tomada del catálogo de ‘La Maquinaria Agrícola’ de José del Río y Hesles, gran almacén de venta de instrumentos y máquinas agrícolas, Madrid, 1871

Los propietarios de esos lagares eran señores, propietarios de muchas tierras y viñas, que vivían de sus rentas, y también campesinos acomodados. El conde de Toreno tenía tres lagares: dos en la villa de Cangas y uno en Limés. El monasterio de Corias también poseía tres, pero uno estaba “arruinado”. Además, había seis personas que eran dueñas de dos lagares: Teresa de Peón, Pedro Velarde, Lorenzo Flórez de Sierra, Narciso de Sierra Pambley, Rodrigo de Sierra Jarceley y Nicolás Alfonso, y dos lagares que eran propiedad de varios vecinos.

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Lagar del Museo del Vino de Cangas

Gracias al catastro de 1752 sabemos que estos lagares estaban hechos íntegramente con madera y se componían de “una sola viga”. En el extremo de la viga llevaban un contrapeso de piedra sujeto con un fuso o tornillo con el que se elevaba el contrapeso. Eran, sin lugar a duda, similares a los que hoy pueden verse en la bodega del Museo del Vino de Cangas o en el Museo Etnográfico de Grandas de Salime, y a otros que todavía existen en Asturias y que se empleaban para exprimir la manzana y hacer sidra, como uno que ese expone en el Museo del Pueblo de Asturias, en Gijón. Este tipo de lagar, conocido como “prensa de tornillo móvil y contrapeso”, estuvo muy extendido y está perfectamente documentado por la arqueología en época romana; los ejemplares más antiguos datan del siglo I d. C. Según Yolanda Peña Cervantes “es el tipo de prensa más extendido en el mundo romano” para elaborar aceite y vino (Torcularia. 
La producción de vino y aceite en Hispania, Tarragona, 2010).

Prensa de jaula y hierro fundido, que sustituyó a fines del siglo XIX y en el siglo XX a lo lagares de viga. Museo del Vino de Cangas.

En Cangas del Narcea en 1752, los lagares los utilizaban tanto sus propietarios para “sacar” su vino como el resto de los pequeños cosecheros que había en el concejo y que no tenían lagar. En las respuestas al Catastro del Marqués de la Ensenada se mencionan dos relaciones entre propietarios y no propietarios. Una, era el alquiler del lagar por el cual los dueños cobraban en vino; de este modo, en el coto de Corias se declara que cada uno de los lagares produce al año para sus dueños una “cuepa” de vino (31 litros) y en el coto de Cangas regulan su ganancia en ocho cañadas (31 litros) anuales, que es lo mismo que una “cuepa”.

Otra relación era la de dar gratuitamente el servicio en función de la buena vecindad y la reciprocidad, y así en las parroquias de Carballo, Bimeda, Villategil y Limés se dice lo siguiente: “atendiendo a que estos artefactos solo los tienen [sus propietarios] para pisar la uva de su cosecha, y aunque los vecinos y más interesados en la cosecha de vino no los tengan propios y usen de estos, es sin interés y por la buena correspondencia que entre sí tienen. Y no obstante para satisfacer a la intención de la pregunta, después de varias consideraciones regulan la utilidad de cada lagar en una cántara [15,64 litros] de vino, que su valor son seis reales de vellón”. Joaquín Coque Fuertes, de Obanca, todavía se acordaba a fines del siglo pasado que en su casa se apretaba el magayu de muchos vecinos y que a cambio estos ayudaban un día a cavar las viñas.

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Lagar del Museo del Vino de Cangas

No sabemos con exactitud los pueblos donde estaban los lagares en el concejo de Cangas del Narcea en 1752. Las respuestas generales del catastro mencionado solo dan el nombre de sus propietarios y en el mejor de los casos el de la parroquia donde estaban ubicados, pero no el del pueblo. Con la información disponible tenemos que destacar la existencia de dieciséis lagares en la parroquia de Tebongo, que era la mayor concentración de todo el concejo, superior a la villa, donde había siete. Asimismo, llama la atención la existencia de lagares, y en consecuencia de viñedos, en parroquias donde hoy no queda ningún rastro de su presencia, como Jarceley, San Martín de Sierra, Santiago de Sierra, Maganes, San Pedro de Culiema y Carceda.

La existencia de estos 68 lagares, así como su localización, son otro testimonio más de la extensión geográfica que llegó a tener el viñedo en el concejo de Cangas del Narcea y de su importancia económica.

Parroquia de Cangas del Narcea (7 lagares)

  • D. Fernando Queipo de Llano, conde de Toreno (2 lagares)
  • D. Pedro Velarde y Prada
  • D. José López Cañedo
  • D. José García de Quirós
  • D. José Gamoneda [y Rojas]
  • D. José Miramontes

Parroquia de San Cristóbal de Entreviñas (3 lagares)

  • D. José de Llano
  • D. Lope de Uría
  • D. José Fernández

Parroquia de Jarceley (1 lagar)

  • D. Diego de Sierra [y Salcedo, dueño de la Casa de Llamas del Mouro]

Parroquia de San Martín de Sierra (2 lagares)

  • Francisco Martínez
  • Domingo Fernández

Parroquia de Santiago de Sierra (2 lagares)

  • D. Lorenzo Flórez [de Sierra, dueño de la Casa de Nando]
  • Juan García

Parroquia de Onón (5 lagares)

  • D. Lorenzo Flórez [de Sierra, dueño de la Casa de Nando]
  • D. Francisco Caballero [y Flórez, dueño de la Casa de Fontaniella]
  • D. José Rodríguez
  • D. Antonio Queipo
  • D. Juan Menéndez

Parroquia de Maganes (1 lagar)

  • D. Francisco de Uría y Llano

Parroquia de San Pedro de Culiema (1 lagar)

  • Antonio Rodríguez

Parroquia de Tebongo (16 lagares)

  • D. Rodrigo de Sierra [y Jarceley, dueño de la Casa de Jarceley] (2 lagares)
  • D. Narciso de Sierra [Pambley, dueño de la Casa de Pambley] (2 lagares)
  • D.ª Micaela del Riego
  • D. Alonso del Llano
  • Juan Menéndez
  • Juan Rodríguez
  • Pedro Menéndez
  • Francisco Rodríguez
  • Francisco Meléndez
  • Toribio Meléndez
  • José Rodríguez
  • Bartolomé García
  • Juan de la Linde
  • Teresa de Flórez

Parroquia de Carceda (2 lagares)

  • Monasterio de San Juan de Corias (arruinado)
  • Domingo González

Parroquia de Santa Eulalia (2 lagares)

  • D. José Nicolás de Uría [Valdés]
  • D. Pedro Velarde y Prada

Parroquia de La Regla de Perandones (3 lagares)

  • Francisco Cachón (arruinado)
  • Domingo Menéndez
  • José Menéndez

Parroquia de Carballo (1 lagar)

  • D.ª Teresa de Peón, viuda de D. Manuel Flórez [Valdés, dueño de la Casa de Carballo]

Parroquia de Bimeda (2 lagares)

  • D. Ignacio Flórez
  • D. Nicolás Alfonso

Parroquia de Villategil (1 lagar)

  • D. Nicolás Alfonso

Parroquia de Limés (5 lagares)

  • D. Fernando Queipo de Llano, conde de Toreno
  • D. Miguel de Uría
  • D.ª Teresa de Peón, viuda de D. Manuel Flórez [Valdés, dueño de la Casa de Carballo]
  • D. Juan Meléndez Valdés
  • María Álvarez

Coto de Cangas (11 lagares)

Coto integrado por siete parroquias completas: Entrambasaguas, Santa Marina de Obanca, Augüera del Coto, Bergame, San Damías, Vegalagar y Las Montañas, y algunos lugares de otras cinco parroquias: Carceda, Corias (fuera de la villa), Besullo, San Cristobal y La Regla de Perandones.

  • Monasterio de San Juan de Corias (2 lagares)
  • D. Francisco de Llano y Rojas, de Santa Marina de Obanca (2 lagares)
  • D. Fernando Rodríguez, vecino de la provincia del Bierzo
  • D. Pedro Menéndez, vecino de la villa de Madrid
  • Pedro Rodríguez, vecino de San Pedro de Corias, y cinco vecinos más
  • Inocenta Coque, vecina de San Pedro de Corias
  • Hospital de San Lázaro, malatería de Retuertas
  • D. Manuel Rodríguez, cura de Orallo en el concejo de Laciana [León]
  • D. Juan Rodríguez Francos, presbítero de Bergame, y otros cuatro vecinos

Coto de Corias (3 lagares)

Este coto solo abarcaba la villa o pueblo de Corias.

  • D. Ignacio Queipo, vecino de la villa de Madrid
  • D. Salvador Fuertes, vecino del concejo de Boal
  • D. Diego Fuertes

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Algunas muestras de la escultura del siglo XVI en el suroccidente de Asturias y su prolongación en el primer cuarto del siglo XVII

Fig. 1 – Crucificado de la iglesia parroquial de Ambres, siglo XVI

En este artículo queremos dar a conocer algunas muestras de la escultura quinientista (siglo XVI) en el suroccidente de Asturias y su prolongación durante el primer cuarto del siglo XVII, sobre todo haciendo hincapié en aquellas conservadas en las iglesias y capillas palaciegas del concejo de Cangas del Narcea. Unas muestras muy poco conocidas y, por qué no decirlo, insuficientemente valoradas frente a las imágenes medievales veneradas en la mayor parte de las parroquias y que han adquirido cierto prestigio.

No son muchas las muestras de escultura de los tres primeros cuartos del siglo XVI conservadas en el suroccidente de Asturias, debido a que los saqueos, deterioros de las piezas y las destrucciones ocasionadas en la Revolución de Octubre y en la Guerra Civil han acabado con gran parte de este más que interesante patrimonio.

Durante los primeros años del siglo XVI, debido a las dificultades que atravesaba nuestra región por la crisis estructural provocada por un aumento notable de población y una producción agraria baja, así como el incendio de Oviedo de 1521, la formación de talleres de artistas locales fue prácticamente inexistente (Javier González Santos, «Escultura del siglo XVI», en El Arte en Asturias a través de sus obras, La Nueva España, 1996, pág. 518). La carencia de estos talleres propició la importación de obras desde otros centros artísticos, que siempre estuvo ligada a las familias nobles con alto poder adquisitivo. En cambio, las piezas de producción local debemos de relacionarlas con la acción de humildes tallistas que tallaban pequeñas imágenes de devoción popular para el ornato de alguna iglesia o capilla. También conviene advertir que estamos en una zona eminentemente rural en donde los núcleos urbanos, idóneos para la formación de talleres, fueron prácticamente inexistentes. Solo las villas de Cangas del Narcea y Pola de Allande contaron con una población de carácter urbano. Aunque, la villa de Cangas tenía una reconocida actividad económica (sede de un feria desde el siglo XIV) no fue ajena a la crisis, y su verdadera importancia llegó hacia 1639 con la fundación de la colegiata de Santa María Magdalena por don Fernando de Valdés Llano, arzobispo de Granada y Presidente del Consejo de Castilla, y la formación de un taller escultórico capitaneado por los hermanos Pedro y Antonio Sánchez de Agrela. Por su parte, la Pola de Allande, como todo el concejo, estaba bajo el señorío de la familia Cienfuegos, bajo cuya financiación se fundó y edificó la iglesia de San Andrés para templo de la familia (proyecto que quedó desestimado en favor de la iglesia de San Tirso el Real de Oviedo donde están sepultados todos los miembros de esta familia) y la dotación de la capilla mayor con un monumental retablo que es una de las piezas más estimables de la escultura quinientista en Asturias (realizado con anterioridad a 1562, se viene atribuyendo al taller del escultor palentino Manuel Álvarez, conocedor del estilo y modelos de Alonso Berruguete, el gran escultor del manierismo castellano).

Fig. 2 – Crucificado de la iglesia de San Salvador en Grandas de Salime, siglo XVI

La escultura local fue en esta época bastante menguada. No obstante, contamos con alguna excepción. La iconografía más demandada fue la del Crucificado y la de la Virgen María. Entre los primeros debemos referirnos al Crucificado de la iglesia parroquial de Santa Eulalia de Ambres (fig. 1). La iglesia fue destruida durante la Guerra Civil, reconstruyéndose en 1983. De toda la imaginería solo se conserva el Crucificado, de tamaño natural, y uno de los mejores ejemplos de la escultura del siglo XVI en la zona. En ella se pierden todos los ecos del patetismo de los Cristos góticos, se suaviza el modelado, se alarga ligeramente el canon y se busca una serenidad propia del clasicismo. El rostro es sereno y apacible, con los ojos cerrados. El paño femoral está resuelto por unos pliegues suaves, poco profundos y tallados de manera suave y curva. Sin duda, se trata de una obra castellana del tercer cuarto del siglo XVI. Lamentablemente, ha perdido la encarnación y la policromía, y le añadieron unas potencias vulgares.

En el retablo pasional de la iglesia de San Salvador en Grandas de Salime se conserva otro Crucificado del siglo XVI (fig. 2) del que sabemos que fue policromado por el pintor lucense Antonio Fernández (doc. 1604-1607), en 1607 (Ramallo, Escultura barroca, pág. 132). Al igual que el de Ambres, es un Cristo muerto, con la lanzada en el costado, y de canon ligeramente alargado que recuerda a los esculpidos por Alonso Berruguete (h. 1490-1561) y sus imitadores, propio del último cuarto del siglo XVI. Su anatomía robusta, sobre todo en la zona abdominal, nos habla de la influencia del romanismo cultivado por Gaspar Becerra (Baeza, Jaén, 1520 – Madrid, 1568) a través de la imaginería del retablo mayor de la Catedral de Astorga realizado entre 1558-1562.

Fig. 3 – Cristo de La Salud, antiguo Cristo del Hospital, en la basílica de Cangas del Narcea, siglo XVI

Finalmente, en una de las capillas de la basílica de Cangas del Narcea hay otro Crucificado del último cuarto del siglo XVI (fig. 3), denominado en la actualidad Cristo de La Salud, antiguo Cristo del Hospital. Esta imagen procede de otra iglesia situada en la calle Mayor y que actualmente se usa como sala polivalente de la parroquia. Fue construida, junto al Hospital, fundación de la familia Omaña, en 1555 por don Ares de Omaña, llamado El Negro. Como los anteriores, este Crucificado esta muerto y se caracteriza por un canon excesivamente alargado. El tratamiento del paño de pureza está resuelto mediante unos pliegues curvos, suaves y poco profundos.

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Fig. 4 – Virgen con el Niño en la iglesia de Celón (Allande), siglo XVI.

De las imágenes marianas llama la atención la Virgen con el Niño (fig. 4) en el retablo mayor de la iglesia de Santa María de Celón (Allande). Es un grupo inexpresivo donde destaca la ausencia de comunicación emocional entre la Madre y el Hijo. Copia o trata de copiar la Virgen de la Luz en la Catedral de Oviedo, realizada por el escultor palentino Manuel Álvarez (Castromocho, Palencia; h. 1517 ? Valladolid, post. 1587) en 1552 (González Santos, «Escultura del siglo XVI», en El Arte en Asturias a través de sus obras, págs. 524-525). Su factura data del último tercio del siglo XVI. Fue restaurada en 1991 por el taller Arte y Oro de Gijón (limpieza, repinte y se añadió el pájaro del Niño).

Fig. 5 – Nuestra Señora con el Niño en la iglesia de Noceda de Rengos, siglo XVI

La imagen de Nuestra Señora con el Niño en la iglesia de San Esteban de Noceda de Rengos (fig. 5) es otro ejemplo de la asimilación por parte de los artistas locales del manierismo castellano. Destaca por el canon alargado y una inestabilidad propia del último cuarto del siglo XVI. Del mismo modo que en la Virgen de Celón, no se desprende ninguna comunicación emocional entre la Madre y el Hijo. Parece que sigue la iconografía de la Virgen de los Ojos Grandes de la Catedral de Lugo.

En el último cuarto del siglo XVI y durante el primer tercio del siguiente se produjo una activación de la práctica escultórica asturiana. A ello contribuyó la mejora de la situación económica de la región como resultado de la extensión del cultivo del maíz, lo que propició un aumento de la población y de las rentas agrarias (González Santos, «Escultura del siglo XVI», en El Arte en Asturias a través de sus obras, pág. 518). En el último cuarto del siglo XVI ya aparecen los primeros escultores asturianos cuya labor se propagó durante el primer cuarto del siglo XVII. El panorama artístico durante los primeros veinte años es bastante oscuro, y es difícil investigar y catalogar las escasas obras que han perdurado al paso de tiempo debido, ante todo, a la escasa documentación que ha llegado hasta nuestros días. Sí hemos de calificar con una palabra la producción en este periodo es la de diversidad, es decir una constante venida de artistas e influencias procedentes de otros ámbitos artísticos: Oviedo, Lugo, Toro, Ponferrada y Astorga. En primer lugar, la ejercida por los maestros asturianos avecindados en Oviedo y centrada en Cangas del Narcea y en la parte oriental del concejo de Tineo. En segundo lugar, la influencia del manierismo leonés que llegó al concejo de Cangas del Narcea a través del puerto de Leitariegos, que lo comunica con las comarcas leonesas de Babia y Laciana. Finalmente, los artistas procedentes de las diócesis de Lugo y Mondoñedo, sobre todo en los concejos más occidentales de la región y más próximos a Galicia, como Ibias, Grandas de Salime y Pesoz.

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Fig. 6 – Retablos colaterales del santuario del Acebo, obra de Juan Menendez del Valle y Juan de Torres, 1598

Los maestros asturianos documentados procedían de Oviedo, no habiendo constancia documental de ninguno natural del concejo de Cangas del Narcea. En los albores del siglo XVII desarrollaron su actividad los denominados por Javier González Santos como los «pintores-tallistas» (Los comienzos de la escultura naturalista en Asturias, 1997, pág. 14) que pintaban ciclos murales en iglesias y falsos retablos, aparte de ello también policromaban imaginería y esta fue la manera de entrar en el mundo de la estatuaria y del retablo. En suma eran los únicos imagineros que había en Asturias en el siglo XVI. Claro ejemplo lo constituye el hecho de que en 1598, los administradores del santuario de Nuestra Señora de El Acebo (Cangas del Narcea) se ajustasen con Juan Menéndez del Valle y Juan de Torres, «pintores» y vecinos de Oviedo, para realizar tres retablos según la traza que se dispuso de antemano (fig. 6).

A Juan Menéndez también le debemos el antiguo retablo mayor del santuario de Nuestra Señora de El Acebo, hoy en día en la iglesia de Linares de El Acebo (ver el artículo en el Tous pa Tous). La actividad de estos maestros se extinguió hacia 1625. En ese momento fueron relegados por otra generación de artistas de la que formaban parte los ensambladores Francisco González Quinzanes (Oviedo, h. 1591-1602 – Oviedo, 1657), Alonso Carreño (doc. 1623-1650) y Pedro García (doc. 1623-1641), contemporáneos de Luis Fernández de la Vega (Llantones, Gijón; 1601 ? Oviedo, 1675), uno de los mejores interpretes de los modelos naturalistas de Gregorio Fernández (1576-1636) en el norte de España. Estos artistas desterraron, de manera definitiva, las formas artificiosas del manierismo castellano a favor del clasicismo herreriano que se inició con el retablo mayor del monasterio benedictino de Santa María la Real de Obona (Tineo), que ellos mismos ensamblaron y esculpieron entre 1622-1623.

Fig. 7 – Sillería del coro de la iglesia del monasterio de Corias, obra de Juan Ducete Díez, 1610

Por su parte, los artistas castellanos procedían de las actuales provincias de León y Zamora. De la primera, de Ponferrada y Astorga. De Ponferrada se documenta la presencia del ensamblador Mateo Flórez (doc. 1622-1674), responsable del desaparecido retablo en la iglesia de San Juan el Degollado de Villaláez, en 1624. De Astorga vino, en 1619, el ensamblador Antonio Ruiz (doc. 1619-1633) para realizar dos retablos para la parroquia de San Vicente en Regla de Naviego. Desde Toro (Zamora) se trasladó a Asturias el arquitecto y escultor Juan Ducete Díez (1549-1613) a trabajar en las fundaciones valdesianas: el retablo mayor de la colegiata de Santa María la Mayor de Salas y el de la capilla de la Universidad de Oviedo, en 1606. Aprovechando su presencia en Asturias y viendo los buenos resultados logrados por Ducete, el monasterio de Corias le encomendó una sillería (fig. 7) para el coro bajo de su templo monasterial cuyo contrato se firmó en el monasterio el 21 de junio de 1610.

Finalmente, en la villa zamorana de Benavente (por entonces de la diócesis de Oviedo) nació el entallador Juan de Medina Cerón (h. 1567-1646), que en 1598 ya se encontraba asentado en Oviedo, quizás avalado por el propio Ducete, donde llegó a ser el escultor más avanzado de su generación y conocedor de las premisas italianizantes del último cuarto del siglo XVI que sin duda conoció durante su aprendizaje en Castilla.

Por su parte, desde las diócesis de Lugo y Mondoñedo se trasladaron el pintor Antonio Fernández (Monforte de Lemos, Lugo, doc. 1604-1607), al que ya mencionamos al hablar del Cristo en la iglesia de Grandas de Salime, y el escultor y pintor Juan de Castro († 1633) que se estableció en Asturias en torno a 1628 para trabajar el retablo mayor de la iglesia de San Salvador de Grandas de Salime, una de las primicias de la retablística del primer tercio del siglo XVII en Asturias, y posteriormente alrededor de 1631 se trasladó a la villa de Cecos (Ibias), avalado por los Ron, para trabajar en el alhajamiento de la iglesia parroquial de Santa María (aún persiste el retablo de Nuestra Señora del Rosario, obra de su taller).

Frente a esto, la escultura local fue bastante pobre, por no decir inexistente. No se ha documentado la actividad de ningún artista oriundo de la zona. Sin duda, existirían meros artesanos, de modesta cualificación artística, cuya labor era atender y satisfacer una demanda orientada a las capillas de las pequeñas aldeas que, debido a sus escasos medios económicos, no podían permitirse el lujo de acudir a los talleres artísticos.

EL MAESTRO JUAN DE MEDINA CERÓN

Fig. 8 – San Mateo en la iglesia de San Vicente de Villategil, obra de Juan de Medina Cerón, 1604.

Fue Juan de Medina Cerón el maestro de mejores dotes en la Asturias del primer cuarto del siglo XVII. Aunque natural de Benavente, apartir de 1598 ya lo encontramos en Oviedo titulado como «imaxinario». Estableció infinidad de mancomunidades (compañías) con otros maestros de su misma generación, como el pintor ovetense Andrés de Muñó con el que trabajó diez largos años desde que se conviniesen en Romadonga (Gozón), en 1602. Fue Muñó quien policromó la mayor parte de los retablos e imágenes realizadas por Cerón. La primera noticia documental de este escultor en la villa de Cangas del Narcea es de 1607, cuando arrendó una casa en la calle del Puente por un año, aunque existe algún trabajo suyo previo, como la imagen de San Mateo en la iglesia de San Vicente de Villategil (fig. 8), realizada en 1604 y encargada por Mateo Meléndez el Mozo según la inscripción pintada en la peana: «este. san. mateo. m / ando. hacer. mateo / melendez el moco 1604».

Fig. 9 – Antiguo retablo mayor en la iglesia de Carceda, obra de Juan de Medina Cerón, 1609.

En 1609 realizó una de sus obras más destacadas: el antiguo retablo mayor (fig. 9) en la iglesia de Santa María de Carceda (hoy día, en la nave de la iglesia). La escritura se firmó en la villa de Cangas del Narcea el 22 de junio. En ella Cerón se ajustó con Francisco Martínez de Castrosín, mayordomo de la parroquia, para realizar un retablo en la capilla mayor, «de talla y pintura», y con una imagen que le ordenase el propio mayordomo, o sino tan solo la parte tocante a la arquitectura. A pesar del clasicismo manifiesto en el empleo de las columnas de orden dórico, con el fuste estriado y con el tercio inferior sin labrar, el frontón triangular del ático y las metopas y triglifos del primer piso, aún mantiene ciertos rasgos del manierismo, como las cabezas de querubines en el segundo friso, la decoración de los laterales del banco y la efigie del Padre Eterno del tímpano del frontón.

Fig. 10 – Retablo de la capilla de los Sierra en la iglesia de Jarceley, obra de Juan de Medina Cerón, 1611.

En 1611 realizó el retablo de la capilla de los Sierra en la iglesia de Santa María de Jarceley (fig. 10), muy influenciado por el de Carceda. Destacan sus esculturas, sobre todo el Calvario que sigue los modelos del escultor palentino Manuel Álvarez (Castromocho, Palencia, h. 1517 ? Valladolid, post. 1587), sobre todo por el Cristo del retablo del lado del evangelio de la iglesia de Villabáñez (Palencia). Seguramente, fue policromado por Andrés de Muñó con el que Cerón tenía establecida mancomunidad.

Fig. 11 – Retablito del Niño Jesús en la iglesia de Tebongo, obra de Juan de Medina Cerón, siglo XVII

Suyo también es el retablito del Niño Jesús en la iglesia de San Mamés de Tebongo (fig. 11), muy similar con lo visto en Jarceley. La imagen del Niño Jesús está ricamente estofada con motivos vegetales, obra del propio Muñó.

Pero la obra más destacada de Medina Cerón en el concejo de Cangas del Narcea es el desaparecido retablo de la capilla del licenciado Labio en la iglesia de Cibuyo, destruido en 1992 (fig 12). Se había realizado en 1612, según se dice en la carta de pago suscrita con el artista el 13 de setiembre de ese año.

Fig. 12 – Antiguo retablo de la capilla del licenciado Labio en la iglesia de Cibuyo, destruido en 1992. Obra de Juan de Medina Cerón, 1612. Fotografía de Germán Ramallo.

Ramallo valoró su buena composición y plasticidad en el tratamiento de los relieves, en consonancia con las premisas italianizantes que se impusieron en España en el último tercio del siglo XVI (Escultura barroca, 1985, págs. 131-132, fig. 9). Las figuras de los relieves están envueltas por unos ropajes trabajados de manera suave y curva. El tratamiento del rostro destaca por la plasticidad de barbas y peinados, buscando los efectos de claroscuro. La policromía seguramente se deba al propio Andrés de Muñó.

OTROS MAESTRO ARTISTAS: ANTONIO RUIZ Y MATEO FLÓREZ

De los artistas foráneos es obligatorio referirse al astorgano Antonio Ruiz, que el 28 de julio de 1619 firmó, en Regla de Naviego, el contrato para realizar dos retablos en la parroquia de San Vicente de dicho lugar. Uno de ellos para colocar en una capilla adscrita a dicha parroquia, donde se veneraría la imagen de San Justo (no conservado).

Fig. 13 – Retablo en la iglesia de Regla de Naviego, obra de Antonio Ruiz, 1619.

El otro (fig. 13) con los relieves de San Antolino y San Bernardino para la iglesia parroquial. La imagen titular (San Antonio) es de factura posterior, del último tercio del siglo XVIII, en relación con la imagen de la misma advocación de la iglesia de San Salvador de Grandas de Salime, labrada por Froilan Basurto París, en 1770. Los apéndices laterales, con los relieves de San Miguel y San Juan Bautista, datan de 1605, según la inscripción grabada en el banco, y los atribuimos al escultor Medina Cerón. La policromía fue realizada por el pintor Pedro García (doc. 1620-1637), natural de León, cuya carta de pago se firmó en Cangas el 24 de mayo de 1620. Este pintor fue el mismo que doró en 1637 el primitivo retablo mayor del santuario de Nuestra Señora de Carrasconte, en el norte de León (Mayán Fernández, «El Santuario de Nuestra Señora de Carrasconte», Archivos Leoneses, nº III, 1949, pág. 41).

Finalmente, el ensamblador ponferradino Mateo Flórez realizó el retablo mayor en la iglesia de San Juan el Degollado o «de las Aguas» de Villaláez en 1624. Flórez fue uno de los máximos representantes de la escultura ponferradina de la primera mitad del siglo XVII, siendo su obra cumbre el retablo mayor de la basílica de la Encina en Ponferrada. El retablo de Villaláez fue vendido en 1974 a don Andrés Alonso Gutiérrez, anticuario, vecino de León, por 200.000 pesetas (Marcos Vallaure, «Un caso escandaloso y ejemplar: Villaláez», en Datos e informes para una política cultural en Asturias, 1980, págs. 272-279).

Con todo ello esperamos haber despertado el interés del lector por un arte, hasta ahora prácticamente desconocido, que ejemplifica la intensa religiosidad de una región sumergida en una profunda crisis económica y estructural.

En próximos artículos hablaremos con detalle sobre alguno de estos maestros y de otros que hemos documentado, y cuyo grado de actividad en esta región fue bastante menor a los aquí mencionados, como sucede con los escultores Juan Ducete y Francisco González, y los pintores Juan de Torres, Baltasar de Torres y Toribio Suárez.

Parroquia de Vil.latexil / Villategil

Vil.latexil / Villategil

♦ Casa Agustín ♦ Casa Cachón ♦ Casa Diego ♦ Casa Franciscón ♦ Casa L.lázaro ♦ Casa Mateo (desaparecida) ♦ Casa Miranda ♦ Casa Silvestre ♦ Casa Teixu (desaparecida) ♦ Casa Vaqueiro ♦ Casa Xuanín

Las Mestas

♦ Casa Alvarina ♦ Casa Antonia o Casa Antón de Antonia ♦ Casa La Benita ♦ Casa Benito ♦ Casa Gervasio ♦ Casa Luisa ♦ Casa Marrón ♦ Casa Marroncín ♦ Casa Las Mestas ♦ Casa El Parasiego ♦ Casa La Ponte ♦ Casa Romín ♦ Casa El Serrano ♦ Casa La Venta la Perra ♦ Casa Villa Cunterbun

Morzóu

♦ Casa Alfonso ♦ Casa Bautista ♦ Casa Bastián ♦ Casa Bras ♦ Casa Cadenas (hoy de Casa El Xastre) ♦ Casa Jesusa ♦ Casa Marrón ♦ Casa Nacia ♦ Casa Pepe ♦ Casa L’Oteiro ♦ Casa Roque ♦ Casa El Xastre ♦ Casa Xildo ♦ Casa Xuan Fernande Cunterbun