Historia del santuario de Nuestra Señora del Acebo
Esta historia del santuario de Nuestra Señora del Acebo es un resumen de la memoria sobre el santuario hecha a petición de la Consejería de Cultura y Deporte del Principado de Asturias para tramitar su declaración como Bien de Interés Cultural, ya que pese a ser un santuario de considerable valor y fervor religioso, hasta ahora, solo cuenta con una protección ambiental.
Fray Alberto Colunga en su Historia del santuario (1909 y reeditada en 1925) escribe sobre el origen del nombre Acebo, según la leyenda y la historia. Según la primera, el nombre procede del acebo en que la imagen de la Virgen se habría aparecido a unos pastores que vivían por el entorno; sin embargo, la historia no recoge este suceso, y el nombre deriva de la sierra de los Acebales, de la que El Acebo es una prolongación. La primera advocación del santuario fue la de Nuestra Señora de las Virtudes, y después de los milagros que sucedieron en él a partir 1575 se convirtió en uno de los santuarios marianos asturianos de mayor devoción tras el de Nuestra Señora de Covadonga.
Desde los tiempos del jesuita Luis Alfonso de Carballo (Entrambasaguas, Cangas del Narcea, 1571 – Villargarcía de Campos, Valladolid, 1635) se sabe de la existencia de una pequeña ermita, situada en la cima del monte del Acebo, «sin memoria de su primera fundación», como así dice Carballo, y de la que deja constancia en su obra póstuma Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias, terminada en 1613 y publicada en Madrid en 1695. Esta primera ermita era sumamente pobre y de construcción popular; se erigía en un territorio de pastores, estaba cubierta con armadura madera y en su interior estaba la imagen de Nuestra Señora, la que hoy día se venera en el retablo mayor, la que vio y describió el propio Carballo y ante la cual sucedieron los primeros milagros, así como una cruz de palo.
Milagrosamente, por intercesión de la Virgen de El Acebo se curaron numerosas personas enfermas de los huesos, enfermedades sin remedio humano, y mujeres estériles consiguieron concebir hijos. Con estos sucesos, la Virgen de El Acebo ganó en veneración y aquella ermita olvidada, visitada ocasionalmente por los pastores que vivían en sus inmediaciones se quedó pequeña para acoger a los nuevos devotos que año tras año se iban sumando en peregrinación en busca de un nuevo milagro que les remediase de alguna enfermedad de la que no había remedio humano. En 1590 ya estaba terminada y abierta al público la nueva ermita en cuya construcción se habla de un hecho milagroso, como así narra Colunga en su Historia del santuario:
«Cuando estaban reunidos los materiales para comenzar la obra, amanecieron un día transportados a lo alto de la montaña. Los directores de la obra bajaron de nuevo los materiales y guardarlos durante la noche, pero a la mañana siguiente sucedió lo mismo, aparecieron de nuevo en la cumbre y los guardias que se habían acostado sobre las vigas y maderas dormían tranquilos en la cima del monte sin haber advertido cosa alguna hasta la tercera vez se repitió el prodigio que indicaba bien claramente ser voluntad de la Santísima Virgen que en lo más encumbrado de la montaña se le edificase su morada y así contra los primeros propósitos se hubo de construir el nuevo santuario en el mismo sitio que ocupaba la antigua ermita».
No obstante, la historia no recoge este prodigio y dice que «creciendo la devoción y las limosnas, se edificó un templo harto bueno, con su torre y colaterales, y muy proveída la sacristía de ornamentos y recados para los Oficios Divinos, y siete lámparas de plata» (CARVALLO, Antigüedades y cosas memorables, pág. 467). Su construcción coincidió con la reforma de la iglesia del monasterio de Corias (Cangas del Narcea), cuyos planos fueron trazados por uno de los grandes maestros de la arquitectura clasicista de la mitad norte peninsular, Juan del Rivero Rada (1540-1600), maestro mayor de la catedral de Salamanca, que fueron interpretados por Domingo de Argos y sus oficiales Juan del Alsar y Domingo de Biloña, que fueron los que también edificaron la ermita de El Acebo.
Arquitectónicamente, El Acebo es un santuario de montaña, que se caracteriza por la poca elevación de los muros y bóvedas para evitar los percances ocasionados por los fenómenos meteorológicos. La ermita es una derivación popular de la iglesia del monasterio de Corias y representa el modelo de templo quinientista asturiano: nave única con tribuna a los pies, crucero a cuyos lados se abren dos capillas (dedicadas al Santo Cristo y Santa Ana) y cabecera de testero recto, lo que proporciona una visión monofocal hacia el ábside. Como en el templo de Corias, se combina una cierta centralización (ábside, crucero, capillas y cabecera) y una longitudinalidad representada por la nave. El santuario se terminó de construir en 1609. En ese año se concluyeron las casas de novenas y del capellán. El arquitecto fue Juan del Alsar, vecino de Villaverde, en la Merindad de Trasmiera (Cantabria), que había trabajado con Argos en Corias y en la ermita.
El patronato de este nuevo santuario lo ejercía el obispo de Oviedo y aunque al monasterio de Corias creía pertenecerle su administración, lo cierto es que no era así. Llegó incluso a pleitear ante la Real Chancillería de Valladolid contra el prelado por tal motivo. Litigio que perdieron los monjes en 1613, cuando una sentencia de esta chancillería declaró al obispo único patrono del santuario, tanto en lo espiritual como en lo temporal. Junto al obispo estaba el mayordomo, que era el sacerdote de una parroquia cercana, cuya función era organizar el culto, y el sacristán que se encargaba de mantenerlo limpio y con decoro, lavaba la ropa de la imagen y reponía el vino y las hostias para la celebración de la misa; en 1690 fue sustituido por el capellán.
Desde los orígenes del santuario, allá por el siglo XIII, se veneraba la imagen de Nuestra Señora, cuya primera advocación fue la Nuestra Señora de las Virtudes, y su fiesta (la Natividad de la Virgen, el 8 de septiembre) se viene celebrando, al menos, desde la construcción de la nueva ermita, como muestra el relieve inferior del retablo de la capilla de Santa Ana, esculpido en 1598, donde se representa La Natividad de la Virgen. Con la incorporación en 1706 de la «Hermandad de Nuestra Señora de El Acebo», cuyo primer Hermano Mayor (presidente) fue el obispo de Jaén don Benito de Omaña, miembro de una de las familias más poderosas del concejo, colegial mayor de Santa Cruz de Valladolid, catedrático en esa Universidad y de la de Granada, pasando después a Roma como auditor del Tribunal de La Rota en 1701, a la Archicofradía de la Santísima Resurrección de la iglesia de Santiago de los Españoles en Roma, el santuario ya celebraba las festividades del Jueves y Viernes Santo, el Domingo de Resurrección, el Corpus Christi y las Cuarenta Horas. La refundación de la cofradía fue decisiva ya que aparte de aportar limosnas, potenció el culto a la Virgen y al Santísimo Sacramento. En algún momento llegó a tener inscritos más de 22.000 cofrades, entre los que figuran artistas y gente noble. En 1713, al pasar su administración a depender del mayordomo del santuario se fue paulatinamente extinguiendo, hecho que se consumó en el siglo XIX.
Entre 1598-1600 se realizaron los primeros retablos, lo que coincidió con una ligera recuperación económica y social de Asturias, sumergida, desde finales de la baja Edad Media, en una profunda crisis económica. En la realización de los retablos intervinieron algunos de los pintores asturianos que entraron en el mundo del retablo y de la imaginería, pintando frescos y falsos retablos. Esto llevó a Javier González Santos a denominarlos como «pintores-tallistas». Entre ellos estaban Juan Menéndez del Valle y Juan de Torres que en 1598 contrataron con los administradores del santuario tres retablos: dos para los altares colaterales de San Miguel y San José, y otro para la capilla de Santa Ana según la traza dispuesta, acaso de Domingo de Argos (GONZÁLEZ SANTOS, Los Comienzos de la escultura naturalista en Asturias, 1997, pág. 28). Poco después, en 1600, Menéndez del Valle hizo y pintó el primer retablo mayor, vendido en 1592 a la iglesia de Linares de El Acebo (COLUNGA, Historia del santuario, pág. 23), y la imagen del Santo Cristo para su capilla que se renovó en la década de 1650 con la hechura de un retablo y una nueva imagen. El artífice fue Pedro Sánchez de Agrela (San Pedro de Mor, Lugo, h. 1610 – Cudillero, 1661), autor material del retablo mayor de la colegiata de la villa de Cangas del Narcea, avecindado en dicha villa, al menos, desde 1642. La imagen es una interpretación fría del modelo naturalista de Gregorio Fernández que Sánchez de Agrela conoció indirectamente a través de uno de sus discípulos en Valladolid, el gijonés Luis Fernández de la Vega (Llantones, Gijón, 1601 – Oviedo, 1675).
Seguidamente, y coincidiendo con uno de los momentos de mayores ingresos del santuario, gracias a los censos y limosnas, se renovaron los acomodos del presbiterio. En la visita de 1687 se ordenó que Manuel de Ron (Pixán, Cangas del Narcea, h. 1645-1732), maestro ensamblador, hiciese una planta de un retablo que fuese «la obra más primorosa que hacerse pueda» para la capilla mayor de dicho santuario (COLUNGA, Ob. cit., págs. 22-24). Con ello, los administradores pretendían embellecer la ermita, acoger con decoro y suntuosidad la imagen de la Virgen y, como no, modernizarla, adaptándola al gusto artístico del momento, de un barroco decorativo que se implantó en Cangas del Narcea con la construcción, entre 1677-1679, de los retablos mayor y colaterales del monasterio de Corias, por el arquitecto Francisco González y el escultor Pedro del Valle, vecinos de la villa de Villafranca del Bierzo (León), que previamente habían trabajado en las catedrales de Santiago de Compostela, Lugo y Astorga. Ron aprendió el arte de la escultura en la fábrica de Corias y antes del retablo de El Acebo no se le conoce obra importante, solo alguna intervención en algún retablo y labores de carpintería, como los cajones que hizo en 1683 para la sacristía del santuario. Fue el retablo de El Acebo lo que le dio fama y prestigio y a partir de entonces le sobrevinieron los encargos. No obstante, su elección se fundamenta en que era un maestro que conocía el barroco decorativo, cuatro años atrás había trabajado en el santuario, haciendo los cajones de madera para la sacristía, con ello se le condonarían parte de las deudas que su padre Juan de Ron tenía contraídas con el santuario y de esta forma los administradores desembolsarían menos dinero. El retablo se comenzó en 1688 y ya estaba terminado cuatro años más tarde. El ensamblaje lo hizo Francisco Arias (doc. 1678-1693), un maestro casi ignorado del círculo de Fernández de la Vega que había trabajado como oficial en los retablos de Corias y del monasterio de San Pelayo de Oviedo. Su coste fue de 10.400 reales, cantidad declarada por el escultor Tomás de Solís, vecino de Oviedo, quien hizo la tasación. La policromía se concertó en 1700, con el dorador Juan Menéndez Acellana, vecino de la villa de Cangas, que la terminó en 1709 y recibió 13.500 reales (COLUNGA, Ob. cit., págs. 22-24). Por tanto, el retablo supuso un desembolso de 23.900 reales.
Siguiendo con la renovación de la ermita, en 1712 se hizo el púlpito [APCN: Libro de cuentas del Santuario de El Acebo (1680-1723), fol. 168v]. El maestro fue Antonio García de Agüera (doc. entre 1692-1725), vecino del barrio de El Corral, arrabal de la villa de Cangas del Narcea. Este maestro fue junto a Manuel de Ron uno de los más destacados escultores del Taller de Corias. Aunque profesó la arquitectura y la escultura, fue la carpintería la que más ingresos le proporcionó. Aparte del púlpito renovó toda la carpintería de la casa de novenas, incendiada en 1703. Entre 1714-1716 se reformó el camarín de Nuestra Señora; se hizo la ventana del presbiterio y las escaleras de acceso. Los maestros principales fueron el escultor Pedro Rodríguez Berguño (doc. entre 1705-1744), el platero Gregorio Pinos, ambos de Corias, y el dorador Francisco de Uría y Llano (doc. 1712-1764), de Cangas. Finalmente, por la misma época que la renovación del presbiterio se hizo la reja, trabajada por el rejero Juan Orejo que recibió 8.000 reales (COLUNGA, Ob. cit., pág. 18). En 1721 se compró una nueva imagen de la Virgen, conocida como «la Excusadora», para excusar y no sacar la imagen titular en las procesiones de Jueves Santo y Domingo de Resurrección. Su coste fue de 30 reales, 15 por hacerla y 15 por pintarla.
Entre 1725 y 1780 se registra un parón en la actividad del santuario, ocasionada por un decrecimiento en su economía, consecuencia de la pérdida de censos, rentas y aportación de limosnas, sobre todo de la cofradía. En esos años se hicieron obras de mantenimiento y entre 1784-1790 se reformó la mayor parte de la ermita y de la casa de novenas. Se detectaron algunas quiebras considerables en el presbiterio y se declaró en ruina la casa de novenas. La reedificación estaba terminada en 1790 y costó 27.906 reales que tras autorizarse la venta de algunas alhajas, recaudación de limosnas y productos de las arcas, el santuario se benefició de 23.150 reales. El resto lo puso el obispo de Oviedo. Como hecho significativo y para conmemorar la reforma se pintó la parte exterior del arco de triunfo con un fresco con cortinajes y cartelas, con inscripciones alusivas a la Virgen, ornamentadas con tornapuntas y motivos arrocallados del barroco tardío.
En el siglo XIX la economía del santuario fue muy menguada y tras el cese de los réditos de los censos, granos y especies, el santuario solo se mantenía con las limosnas, a lo que se sumo la venta en 1868 del terreno que rodea al santuario, incluyendo la casa de novenas y la ermita. A partir de entonces, el santuario no tuvo capellán propio y su atención y la de los devotos pasó a depender del párroco de Linares de El Acebo, don Florencio Fernández Bada. El terreno fue recuperado en 1875 por una Real Orden en la que se declaró parte integrante del culto del santuario.
Como hecho significativo, en 1828 se volvió a policromar el retablo mayor y se recompusieron todas las imágenes que estaban inservibles; en 1863 se fundió la campana pequeña de la torre cuyo recibo dio el maestro campanero Miguel del Mazo y ya en el último tercio del siglo XIX se pavimentó de nuevo el interior de la ermita, lo que supuso la pérdida de las lápidas sepulcrales de aquellos que eligieron el santuario como su lugar de enterramiento, como los Miramontes de Sorrodiles; comenzaron las obras de la cerca exterior y se reconstruyó completamente la casa de novenas.
El siglo XX fue en lo patrimonial muy negativo: se derribó el pórtico de la ermita y la casa de novenas antigua fue sustituida por la actual en 1982. A partir de esta fecha, el santuario adquirió la fisonomía que muestra hoy en día. Mantuvo, en cambio, su gran arraigo en la zona y festividad, patrona del concejo y fiesta local, celebrada cada año el 8 de setiembre. Previamente a ella, se inicia la novena. En la fiesta, los fieles presentan algunas ofrendas, se celebra una misa y la imagen de la Excusadora sale en procesión en torno al recinto del santuario.
La última pérdida patrimonial de la ermita ocurrió en 2012, cuando se desplomó el fresco del arco de triunfo, emitiéndose por ello una denuncia al Ayuntamiento de Cangas del Narcea. Se han perdido unas de las pinturas murales asturianas más significativas del último barroco.
Esto es a grandes rasgos la historia del santuario, la cual no se podría concluir sin, al menos, decir algo sobre la devoción a la Virgen. Previamente a los primeros milagros, la ermita era visitada por pastores que vivían en sus inmediaciones, pero a partir de 1575 fue aumentando la devoción, las limosnas fueron cada vez mayores y se edificó un templo nuevo. La devoción ocasionó la donación de alhajas, como la custodia regalada en 1711 por don Benito de Omaña, en la que se declara esclavo de Nuestra Señora de El Acebo (actualmente, en el Museo de la Iglesia de Oviedo), o la corona de plata sobredorada que dio en 1716 Santiago Valdés, residente en Madrid y natural de Santiago de Sierra (Cangas del Narcea). La devoción hacia la Virgen del Acebo llegó a América gracias al beneplácito de los emigrados, como don Francisco Queipo de Llano, natural de Curriellos (Cangas del Narcea) y residente en Lima (Perú), que en 1730 envió 3.004 reales de limosna, y muchas alhajas de la Virgen llevaban el nombre de algunos de estos emigrados.
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