«1984»
Este es el título de un conocido libro de George Orwell, pseudónimo del escritor y periodista inglés Don Eric Arthur Blair (1903-1950), quien estuvo en Cataluña durante la guerra civil apoyando al ejército de la República, aunque al final tuvo que salir por pies porque los estalinistas iban a por él.
A Orwell se le atribuye una frase que al parecer pronunció tras su precipitada salida del país y que, en mi modesta opinión, hoy está de plena actualidad a la vista de los últimos acontecimientos: “los socialistas españoles son antifascistas pero no son antitotalitarios”.
“1984”, escrita en el año 1948, es una novela política de ficción distópica que se desarrolla en el año 1984.
En ella el mundo está fraccionado en tres superpotencias: “Oceanía”, donde impera el «Ingsoc» (acrónimo del «socialismo inglés»), y que es en la que se desarrolla la novela; “Eurasia”, en el que reina el «neobolchevismo»; y “Eastasia”, donde rige la «adoración de la muerte» o «desaparición del yo». Además, hay diversas zonas del mundo que son disputadas entre las tres superpotencias, siendo estos territorios los únicos que pasan de unas manos a otras, pues el resto del mundo siempre pertenecen a su correspondiente nación.
La sociedad de “Oceanía” está dividida en tres grupos humanos: los miembros «externos» del Partido Único; los integrantes del Consejo dirigente o círculo interior del partido; y una masa de gente, a la que el Partido mantiene pobre y entretenida para que no pueda ni quiera rebelarse, denominada los “proles” (proletarios). Los primeros, los miembros «externos», constituyen la burocracia del aparato estatal (de ahí la necesidad de la estricta vigilancia): viven sometidos a un control asfixiante y a una propaganda alienante que los desmoraliza y les impide pensar críticamente.
En el país sobre el que gira la novela de Orwell existen solo cuatro ministerios, que son: el Ministerio del Amor (“Minimor”), que se ocupa de administrar los castigos y la tortura y de reeducar a los miembros del Partido, inculcando un amor férreo por el líder (el “Hermano Mayor”) y las ideologías del Partido; el Ministerio de la Paz (“Minipax”), que está al cargo de los asuntos relacionados con la guerra y el que se esfuerza para lograr que la contienda sea permanente. (Si hay guerra con otros, el país está en paz consigo mismo. Porque hay menos revueltas sociales cuando el odio y el miedo se pueden enfocar hacia fuera, como señala la psicología social); el Ministerio de la Abundancia (“Minidancia”), que es el encargado de la economía planificada y de conseguir que la gente viva siempre al borde de la subsistencia mediante un duro racionamiento; y el Ministerio de la Verdad (“Miniver”), que se dedica a manipular o destruir los documentos históricos de todo tipo (incluyendo fotografías, libros y periódicos), para conseguir que las evidencias del pasado coincidan con la versión oficial de la historia mantenida por el Estado.
El Estado orwelliano, que, como se acaba de ver, tiene un lenguaje propio, suprime todo derecho y condena a una existencia poco más que miserable, con riesgo de perder la vida, o de sufrir vejámenes espantosos, a aquellos que no demuestren suficiente fidelidad y adhesión a la causa nacional. Para ello se organizan numerosas manifestaciones, donde se requiere la participación de los miembros, gritando las consignas favorables al partido, vociferando contra los supuestos traidores y dando rienda suelta al más desaforado fanatismo. Porque solo con fervor fanático se puede escapar a la omnipresente vigilancia de la “Policía del Pensamiento”.
La organización que nos describe Orwell se caracteriza por arrestar a los ciudadanos que piensan en cosas que van en detrimento de las consignas del Partido (el crimen de pensamiento es, lógicamente, el más grave de todos los crímenes sancionados), y para hacerlo está la “Policía del Pensamiento”, que utiliza unas máquinas llamadas telepantallas, similares a los televisores pero provistos de un micrófono integrado, las cuales permiten a sus agentes escuchar y grabar las conversaciones realizadas entre las personas que se encuentran a cierta proximidad de la telepantalla.
La novela “1984” fue escrita después de la segunda guerra mundial, en la que, como todos sabemos, pulularon a sus anchas líderes populistas como Hitler, Mussolini o Stalin, por lo que Orwell la escribió como denuncia a esos populismos que buscaban, por encima de todo, darle la supremacía al líder, que él define así: “En el vértice de la pirámide se encuentra el Hermano Mayor, que es infalible y todopoderoso. Cualquier éxito, logro, victoria o descubrimiento científico, cualquier conocimiento, sabiduría, felicidad y virtud se atribuyen a su liderazgo e inspiración”.
Y el amable lector se preguntará, no sin razón, ¿y a que viene todo esto? Pues lo traigo a colación porque, a la vista de lo que está pasando últimamente en España, no me extrañaría que aquí terminara implantándose un Estado de características similares al que describe George Orwell en su novela “1984”.
Desde su mansión de Galapagar, en la que, como el mismo dice sin ni siquiera sonrojarse, tiene la “suerte” de que sus hijos puedan corretear libremente por el jardín (lamentando hipócritamente que, por el contrario, la inmensa mayoría de los españoles tengan que vivir entre cuatro paredes), Don Pablo Iglesias Turrión está imponiendo, y Perico Pinocho aceptando sumisamente, decisiones inimaginables hace un par de meses por cualquier ciudadano de bien.
Ignoro por completo lo que pudo suceder en Corea del Norte, que como todos sabemos es un Estado férreamente gobernado desde el año 1946 por la familia de “Los Kim”, pero con esta salvedad no conozco ningún caso en el que una pareja conviviente haya compartido asiento en el consejo de ministros de un país, ni democrático ni dictatorial, salvo el del Sr. Iglesias Turrión y su compañera Doña Irene Montero Gil, quienes lo hacen actualmente, y sin pestañear, bajo la presidencia del irrepetible Perico Pinocho.
Pero, con independencia de este detalle tan obsceno (esta pareja se levanta anualmente, así como quien no quiere la cosa, unos emolumentos que superan con creces los 170.00,00 euros, que no es broma), lo que sucede en este país tras la llegada del COVID-19 está dando lugar a la época más denigrante de la reciente historia de España, a saber:
- retraso malicioso e irreflexivo en la adopción de medidas de reacción contra el virus, tratando de diluir la negligencia propia (más bien imprudencia) en el carácter universal de la pandemia;
- toma de decisiones absolutamente contradictorias y notoriamente ineficaces;
- boicot a la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado para que no pueda debatir sobre la gestión de la crisis del COVID-19;
- ruedas de prensa con la presencia e intervención ocasional -y a veces cómica- del tal Perico Pinocho, reuniones que se hacen además previa filtración de las preguntas de la prensa por parte de la Secretaría de Estado de Comunicación, convirtiéndolas así en simples sermones guionizados;
- arresto domiciliario masivo, con contadísimas excepciones;
- necesidad de un “salvoconducto” para acudir al trabajo;
- ausencia de control parlamentario de las decisiones del Gobierno;
- censura de la información, tratando de prohibir toda la que no proceda de “fuentes oficiales”;
- bloqueo a otras administraciones del acceso al material sanitario;
- manipulación de la realidad, con alteración permanente de todo tipo de información (hay máscaras, no hay máscaras; hay test, no hay test …) y que alcanza incluso, miserablemente, hasta al cómputo de los muertos;
- ocultación de información relevante y obligatoria a la vista de la normativa sobre contratación pública (la identidad de los intermediaros en la compra del material sanitario);
- paralización del “portal de la transparencia”, que fue creado por una ley que está en vigor;
- subvención a los medios de comunicación afines y “persecución” a los díscolos;
- manejo de las encuestas “telefónicas” (?) efectuadas por un organismo público como es el CIS;
- suspensión de prácticamente toda la función judicial;
- clausura de toda la actividad económica (con cierre de los centros de trabajo), salvo aquellas calificadas como “esenciales”;
- imposición a los sindicatos de la ley de la omertá, a pesar de los miles de trabajadores sanitarios contagiados (muchos de ellos incluso fallecidos);
- monitorización de los ciudadanos a partir de los datos sobre sus movimientos que van a suministrar las operadoras de telefonía, con la advertencia de que también se procederá al desarrollo urgente de una aplicación informática que permitirá su geolocalización;
- prohibición de los desahucios por falta de pago, instituyéndose una moratoria en el pago de las rentas, todo al margen por completo de los propietarios de los inmuebles afectados, que parecen apestados que no merecen ni ser oídos; y
- condena de todo el país a una catástrofe económica de consecuencias imprevisibles en todos los órdenes.
El Gobierno, que ya es un mono con dos pistolas, está tratando de someter impúdicamente a la ciudadanía al “pensamiento único”, como en la novela de Orwell.
En fin, un olímpico desprecio a la Constitución mediante un desmantelamiento sin parangón del Estado de Derecho y un atentado en toda regla a los más básicos derechos y libertades fundamentales que tanto costaron conseguir.
Y encima hay quien aplaude todo esto. Pero ya lo dijo el torero: “hay gente pa tó”.