Alfredo, sereno
Alfredo García Martínez nació en abril de 1923 en Cangas del Narcea y viajó a la capital para ser sereno, y lo fue durante 38 años. Prácticamente todos los serenos de Madrid venían de este concejo del suroccidente asturiano. Esto se debe a que las plazas de sereno las adjudicaba la Sociedad de Serenos de Madrid y los primeros venían de Cangas. El efecto llamada hizo el resto. Hermanos, primos, familiares y conocidos del concejo cangués pusieron rumbo a Madrid para ganarse la vida en las noches de la gran ciudad. Así en 1952 Alfredo empezó a trabajar de sereno en la calle Serrano y 14 años más tarde, en 1966, fue destinado al barrio Costa Fleming coincidiendo con la época más agitada de vida nocturna en sus calles.
A mediados de los años 50 los marines americanos de la base de Torrejón de Ardoz, se establecieron en modernos y sofisticados apartamentos entre el estadio Santiago Bernabéu y la Plaza de Castilla. La calle Doctor Fleming atraviesa el barrio que los vecinos bautizaron como Corea por la “invasión” de los soldados recién llegados de la guerra de ese país. Toda la zona pronto se convirtió en un hervidero de nuevas formas de vida nocturna. Los dólares, el whisky y la prostitución marcaron la calle Doctor Fleming, y aunque el régimen intentó acabar con ello, finalmente prefirió mirar hacia otro lado y mantenerlo controlado en una especie de zona cero al margen derecho de la Castellana para que no se propagara como la pólvora hacia otros lugares de Madrid.
El término Costa Fleming lo acuñó por primera vez el periodista y escritor Raúl del Pozo guiado por la relajación de costumbres y horarios. La Costa Fleming se convirtió en la zona más golfa de Madrid en la década de los 60. Muchas personalidades de la farándula se dejaban ver por aquí. Artistas, cineastas, escritores y músicos habitaban la costa en la que todo el mundo parecía estar de vacaciones. Bares y discotecas eran testigos de juergas hasta el amanecer y bacanales que inspiraron en 1973 la novela de Ángel Palomino y tres años más tarde, en 1976 la película de Jose M. Forqué: Madrid, Costa Fleming.
Por ello resulta fácil imaginar la joven Costa Fleming de los 70. Con sus farras hasta el amanecer, el epicentro del Madrid más noctámbulo y golfo. Alfredo testigo de todo y sereno. Las fiestas yeyés con famosos, toreros, escritores, cantantes y políticos. Ex-marines americanos de Corea (hoy el edificio de Castellana 200) propensos a los puños cuando bebían de más. Amantes de una noche, borrachos de vuelta a casa, marqueses y perdedores, ilustres y derrotados. Alfredo ha sido el confidente de todos en su ronda nocturna, acudiendo a la llamada de las palmadas de los vecinos.
Con semblante sereno, gorra, gabardina, chuzo y silbato. De su cinturón colgaban las llaves de los portales y comercios de las calles Doctor Fleming, Félix Boix, Juan Hurtado de Mendoza y Joaquín Bau. Ha resuelto peleas de forma amigable, ha impedido asaltos y robos, incluso llegó a impedir un secuestro. Valiente, íntegro, cercano y amable. Ha acompañado a los vecinos del barrio en las madrugadas, ha velado por su seguridad, espantando a ladrones y atracadores, prestando auxilio a todo aquel que lo necesitara. Como decía el vecino ilustre, Paco Umbral en un artículo que reproducimos a continuación: “Alfredo, en la transvigilia del alba, humedece el chuzo de nostalgia de Cangas, a ver qué vida, pero aguanta bien en Madrid, que ya tiene los hijos grandes. Es el que sube a la casa de la suicida y el que le echa un ojo a la adolescente drogada y pelona que duerme en la acera”.
Sus hijos Jesús y Alfredo, que continúan trabajando hoy por este barrio madrileño, cuentan que su padre era reservado y muy discreto: “Al llegar a casa a veces nos contaba cómo había ido la noche, pero nunca daba nombres ni detalles”. No fueron pocas las noches en las que se convirtió en el héroe particular de algún vecino, pero Alfredo nunca fue de honores ni reconocimientos, un simple gracias le bastaba. Declinó una entrevista para Le Monde, un homenaje en el Ayuntamiento de Madrid, incluso algunos periodistas quisieron hacer la ronda con él, pero Alfredo era un tipo reservado que le gustaba la noche y la soledad. Amaba su trabajo, tanto que al desaparecer oficialmente la profesión de sereno en Madrid, prefirió continuar por su cuenta cobrando la voluntad. Amaba su trabajo, tanto que se jubiló con 82 años, un 11 de febrero del 2006 y sólo un año después falleció. No fue el último sereno de Madrid, parece que ese honor se lo tenía reservado a uno de sus paisanos asturianos. Parece como si Alfredo en su serenidad y discreción, tampoco quisiera ese honor para él.
El sábado 21 de diciembre de 1985 el diario EL PAÍS publicaba el siguiente artículo de Francisco Umbral bajo el título:
Alfredo, sereno
Alfredo es Alfredo, sereno. Tiene 62 años y representa 41. Se conoce que eso de la noche y el nocturnaje prueba bien para la cosa de la edad. Alfredo es de Cangas, a pocos kilómetros de Oviedo, y lleva treinta y tantos años de sereno en Madrid. Cuando quitaron el oficio, Alfredo siguió en lo suyo, como un navegante solitario de La verbena de la Paloma, cobrando la voluntad, más un recibito mensual de quinientas pesetas. Alfredo tiene gorra de visera, cara de sereno, un diente de oro, como tantos asturianos —¿un mimetismo del indiano aforrado en oros?—, y una parla tranquila y desganada. Es un sereno que serena.
Alfredo es un sereno que serena la noche. Cuando quitaron los serenos, digo/decía, él siguió en su barrio bien/bian, ignorante de la ley mientras la ley no venga en bable, como si hubiera leído a Hans Magnus Enzensberger, a Baudrillard, a todos los brillantes ácratas europeos de última hora. Dice HME: “Si se cumplieran estrictamente los reglamentos de tráfico, se pararía el tráfico”. Y me dice Alfredo:
—Si yo me voy de aquí, a ver qué pasa en el barrio.
De modo que ha estado muchos años de sereno único de Madrid, entre medieval y asturianín, funcionario de sí mismo, y ahora le parece una coña que vuelvan los serenos: “Unos serenos sin chuzo ni llaves ni nada, unos serenos con un spray, como las señoritas, sólo para la zona centro, como las señoritas, y autónomos. Para autónomo, yo, y eso que tengo carné del Ayuntamiento”. Alfredo, en fin, es un profesional de la noche que profesa un cierto escepticismo bable por los serenos de oposición que puedan venir.
—El personal elige y paga lo que le satisface, don Francisco.
Lo que digo, un ácrata francoprusiano, un autogestionario de la noche que lleva quince años en el mismo barrio y que ha visto a los que hacen sus necesidades entre los jardines, a los japonesitos apaisados y las Nancy Reagan de Wyoming, con trajes de noche, que vuelven del tablao de madrugá, tras haber vivido “una auténtica noche madrileña” montada para ellos solos.
Alfredo, en la transvigilia del alba, humedece el chuzo de nostalgia de Cangas, a ver qué vida, pero aguanta bien en Madrid, que ya tiene los hijos grandes. Es el que sube a la casa de la suicida y el que le echa un ojo a la adolescente drogada y pelona que duerme en la acera. “No creo yo que eso de los nuevos serenos vaya a resultar”. Es un autogestionario de la noche, sólo servil en lo justo. Es un solitario que hace su obra cuando los demás duermen. Casi como un escritor.