AL LADO DEL RÍO. Un relato de Pin Estela en 1978
Hace ya muchos años, quizá veinte, unos cuantos amigos entonces adolescentes fuimos, como otras muchas veces, a merendar a casa de Lola la de Llano. Era avanzado septiembre, ya muy pasado el Acebo, y teníamos el presentimiento de que el verano iba a terminar ese día bruscamente, tapado por un cielo hosco y gris. Porque los veranos terminan así, de repente, como si la gente y las nubes se pusiesen de acuerdo para dar paso a otro tiempo más íntimo y más lento. Aquel día la lluvia se afinó haciéndose más sutil y más fría, y el aire traía desencanto, robando el pensamiento hacia amagostos de castañas y gabardinas. Para entonces las cabezas de los caminantes tendían a hundirse entre los hombros en un gesto de recogimiento, las gentes avivaban el paso y todos sabíamos que los días soleados empezarían a ser casualidades.
El carácter alegre y trabajador de Lola la de Llano disfrazaba de buen humor lo que en el fondo era una extraordinaria bondad: su casa siempre albergaba a diversos personajes desamparados que iban a calentar la soledad de su vejez en aquella chariega suya donde se sentía un permanente aroma de comida y amistad. Allí nos recogió a nosotros aquella tarde lluviosa. En el rincón del escaño, donde hay que tener cuidado para no quemarse las puntas de los zapatos y para no lagrimear con el humo, estaba sentado un viejo aldeano de rostro noble y ojos claros que tenía el cabello blanco como la leche. Pese a su boina raída y sus madreñas, pese a su chaleco arrugado y su chaqueta de pana que nos hablaban de un hombre de la tierra, por un cierto aire indefinible el viejo nos hacía pensar que había pasado una parte de su vida en Cuba. Quizás era por su forma de hablar —una extraña mixtura de tierras muy dispares, acaso inexistentes— o quizás fuese una cierta seguridad en sí mismo que más que aplomo parecía un reto. En efecto, cada vez que el viejo hablaba, por no sé qué oscura razón, uno se sentía como insultado, empequeñecido, despreciado. Quizás sólo era debido a su mandíbula cuadrada, demasiado recia para su edad.
Nosotros, que en aquellos años no habíamos llegado más allá de Oviedo o Villablino, le escuchábamos con respeto y con esa devoción atenta que despiertan los hombres de mundo, sobre todo para quienes piensan que los viejos son sabios por el mero hecho de ser viejos, sin tener en cuenta que también los asnos llegan a viejos sin dejar de ser asnos. Aquel anciano de mandíbula recia nos hablaba de América, de grandes soles amarillos, de mujeres bellas como espejos, de piel color castaña, de riquezas sin límite, de casas con ascensor, de flores altas como hombres, de automóviles con bañera y también de pequeños regresos a los valles de Cangas, donde la vida era más dócil, la familia más amada y los recuerdos andaban cercanos y accesibles, como los amigos de todos los días.
Mientras el viejo conversaba y Lola asaba chorizos con vino blanco en la cocina, la lluvia continuaba cayendo afuera. De vez en cuando alguno de nosotros se levantaba hasta la galería para ver el río que murmuraba al fondo; y junto a las playas tropicales y las ciudades soleadas de América que llevábamos en la cabeza, aparecían ahora montes sombríos que la lluvia llenaba de soledad, montes oscuros y desolados bajo cortinas de agua, como si en vez de estar habitados por hombres fuesen los hombres los que estuviesen habitados por montañas. Y cuando regresábamos a la chariega frotándonos las manos con ganas de calor e intimidad, el anciano nos hablaba de los grandes ríos tropicales, de su majestuoso caudal, y nos decía: «Los nuestros sólo son regueiros». Nos habló largamente de los ríos y nos dijo que los de aquí, el río del Coto, el de Naviego e incluso el mismo río Narcea nacen de una fuente en la montaña, de un regueirín; porque son ríos pequeños; pero que los ríos de América, cuyas orillas no se divisan entre sí, son tan gigantescos porque nacen del mar, de un mar lejano que queda más alto, al otro lado, más allá. Y para convencernos decía: «Porque América tiene mar por los dos lados». Nosotros opusimos resistencia con respetuosos argumentos, alegando que todos los ríos, incluso los de América, tienen las fuentes como origen, igual que los nuestros. Pero el anciano repetía obstinadamente: «Yo estuve allí, yo mismo lo vi, nacen en el mar». Confiaba más en sus recuerdos que en su razón.
Acaso por defender la humillada posición de segundones en que se dejaba a nuestros ríos, o por no renunciar a nuestra lógica de escuela pública o por sentir que el viejo abusaba de su edad, nos fuimos haciendo un poco malvados y lo asaetábamos con preguntas malintencionadas de las que deducíamos que el anciano no había estado más que diez meses en Cuba con un hermano en el año 1928, que trataba de conservar con grandes esfuerzos un acento extraño más inventado que recordado, que se sentía solo y no sabía leer. Así, triste y acosado por nuestras pruebas contundentes, moviendo la boina en la cabeza sobre su pelo blanco, no tuvo más remedio que ceder y nos dijo: «Puede que tengáis razón, a lo mejor los ríos nuestros nacen también en el mar». Ya no tuvimos nada que responder, porque el misterio de los ríos era tanto que no resultaba soportable sin recurrir a la imaginación. Y para el anciano eran los ríos de su infancia, las aguas que huyen de su origen sin detenerse nunca más que brevemente en los pozos para recordar un instante y perderse luego otra vez, ya definitivamente sin memoria, en lugares desde donde nunca pueden regresar. El viaje a América del anciano había sido uno de esos pozos sombríos, con remolinos, donde se había anclado su memoria y de donde no quería salir. Pero las aguas de los ríos se van y no vuelven más. Por eso algunos piensan —quizás con razón— que lo mejor es no partir. Pero lo más probable es que tanto el origen como el final estén en el mismo sitio, en el mismo mar. Que por más que uno se aleje siempre lleva consigo y siempre regresa al lugar donde nació.
Al final de la tarde regresábamos a Cangas caminando bajo los nogales y los castaños de la carretera, desde donde caían gotas retrasadas, grandes como manos y sutiles como lágrimas. Aquella tarde un poco triste, en la primera chariega del otoño habíamos aprendido una cosa: que América no existe, que es tan sólo la invención de un aldeano que no supo quedarse ni marchar.
José Avello Flórez
Junio, 1978