Desde Lambaré a Genestoso
¿Puede un paisaje cotidiano, cercano, maravillarnos de la misma manera que Stonehenge o el Gran Cañón de Colorado? A esto viene a respondernos Cristian David López con su último libro: Los regalos del camino, publicado por la editorial asturiana Bajamar en 2024. Nacido en Lambaré (Paraguay) en 1987, emigra primero a Argentina, luego a España y durante el camino encuentra su pasión por la literatura. Coeditor y traductor de Cantos guaraníes, recuerdo de su tierra natal, y editor también de dos obras del autor cántabro Rafael Barret, ha tocado ya varios géneros literarios, desde la novela con La patria del hombre, pasando por la poesía con Permiso de residencia y el drama con Basta con tener ganas hasta el cuento infantil con Pallabres pa Martín, dedicado a su primer hijo.
En su nuevo libro el autor comparte una amalgama de pensamientos y sentimientos recogida durante numerosos viajes, realizados entre 2013 y 2024. Estos viajes, en su mayoría, los realiza acompañado de su familia: Marta, su esposa, y sus hijos Martín y Yara. La atmósfera familiar y la hermosa prosa del autor hacen de este libro casi un poemario y transportan al lector a cada rincón descrito, entre los que se encuentran algunos rincones del concejo de Cangas del Narcea.
Los lugares que el autor visita en este período de tiempo, como él mismo dice, pasan a formar parte de su vida. Como Kavafis, le da gran importancia al viaje, pues su hogar va desde su natal Lambaré hasta nuestro bucólico Genestoso.
El fragmento que se publica a continuación transcurre en esta pequeña población canguesa llamada Genestoso / Xinestosu, en la que el agua brota entre las rocas y las vacas pastan apacibles.
GENESTOSO
Sentado junto al río que baja entre rocas y musgos de las montañas, ya no escucho el canto del petirrojo, ese que nos acompañaba entre los abedules y cerezos que en esa época, abril, florecen. Junto al río escucho mejor mis pensamientos y puedo estar satisfecho. El agua, que todo lo puede, también parece transparentar, purificar mis pensamientos que empiezan a brotar y fluyen poco a poco, cada vez más. Las penas, las preocupaciones, las va llevando el agua cuesta abajo. Como el cernícalo que revolotea entre el azul, me siento libre por un momento.
Genestoso, un pueblo de montaña, por donde camina el oso, o ese animoso cuerpo al que le gusta el agua que suena. Mientras los niños juegan lanzando piedras al río, yo pastoreo mis pensamientos. Las vacas están aquí a su aire. Miran hacia las montañas. «Quieren ir p’allá», me dice una risueña paisana, «pero les falta una dosis contra la lengua azul… Pero las vacas no saben de paciencia. Suspiran y mugen por la montaña. A veces no sé si son vacas o cabras o rebecos, pero todas quieren subir».
Aquí en Genestoso no falta agua ni hierba ni sol. Un pequeño xatu mueve con el hocico una piedra plana y sale a borbollones el agua más fría que la nariz de un perro. Entonces todas se arrodillan, digo las vacas, y beben en silencio. Yara las mira y no quiere marcharse cuando le decimos que debemos dejarlas ya. Para distraerla, su hermano salta, como un gato, un pequeño muro de piedras y en un verde prado lleno de flores se pierde. Unos segundos después, aparece, convertido en un Trasgu con un mechón de hierbas en los pelos, con un gran ramo de «güelinos», que así llaman aquí al diente de león.
—Mira, Yara. Sopla este— le pide Martín y la hermana obedece.
Los vilanos van por el aire, suben y se alejan hacia el Pico Cabril, como los antiguos enamorados de Genestoso, que llevaban sus ganados a pastar en esos rincones donde florecían el amor y el brezo y ahora solo el brezo porque los pueblos se van quedando sin gente. Los vilanos son deseos que lleva el viento hacia Somiedo, que florece al otro lado del Cabril.
Mientras los niños se distraen buscando flores, yo pastoreo mis pensamientos… Genestoso, donde el agua canta y donde el agua duerme. Un pueblo entre aguas. Y piedras. Y la niebla por la mañana y la luz durante todo el día. Y los pájaros que cantan a lo lejos y tan cerca. Y el oso que busca un colmenar y el lobo que nunca se deja ver pero que deja sus huellas en la senda del caminante. Y el río que baja de la montaña como si viniese del cielo, como las luciérnagas de un paraíso secreto.
Cristian David López
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