Tiempo de silencio
El hombre de la boina es Cañita. Se llamaba Germán García Rodríguez pero todo Cangas lo conocía por Cañita. De él se contaba que se escapó cuando iba a ser fusilado en septiembre del 36. Unos decían que se tiró en marcha de la camioneta en la que él y otros republicanos eran conducidos al cementerio de Cangas, el lugar del fusilamiento. Otros sostenían que se escabulló justo delante del pelotón, en el mismo cementerio: que mientras los soldados cargaban los fusiles, se echó monte abajo hacia el río y logró huir y esconderse.
Cañita anduvo unos años deambulando por la parte del Coto y por Las Montañas y luego pasó a los concejos de Allande y Grandas. Sobrevivió mendigando y haciendo algunos trabajos, oculto bajo el nombre de Gervasio Iglesias. En 1942 lo detuvo una contrapartida de la Guardia Civil y acabó en la cárcel. Luego, regresó a Cangas. Se dedicaba a trabajar las huertas y se encargaba de tocar las campanas. Era un personaje popular de quien recuerdan muchos que fumaba en unas pipas que fabricaba él mismo con huesos de pollo.
Cañita aparece en esta fotografía con tres representantes de las fuerzas vivas de Cangas. Ahí están don Benito Álvarez Castelao, banquero; don Antonio Arce, abogado y ex alcalde; y don Manuel Gómez, médico.
Es una imagen que dice mucho del Cangas que sobrevivió a la Guerra Civil y de cómo tras la gran tragedia, la gente se echó el dolor a la espalda para poder seguir conviviendo. Tiempo de silencio. En esa escena apacible, cuatro hombres viven unos momentos de tranquilidad; puede ser que estén sentados a la puerta de alguna bodega, en una típica tarde de merienda. Años atrás, los cuatro han sido testigos de unos años intensos, dramáticos, de unos acontecimientos tremendos. La vida les ha regalado después, no obstante, instantes como este.
Cañita, el legendario rojo cangués que logró burlar a la muerte en el último minuto, está sentado junto a don Manuel Gómez, cuyo hijo Grato no tuvo esa suerte. Grato era un joven militante de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña. Lo fusilaron en Luarca en diciembre de 1937. Era estudiante de Medicina, tenía 27 años de edad. No hace falta escarbar mucho para comprobar que Grato no cometió ningún delito que mereciese tal castigo. Su fusilamiento fue contado en la controlada y censurada prensa franquista y ahí mismo, en la breve noticia publicada por el diario asturiano Región, se aprecia con claridad la injusticia.
Dice el periódico que Grato fue “pasado por las armas” en cumplimiento de una sentencia tras un juicio “sumarísimo de urgencia”, que “recibió los auxilios de la Religión con verdadera fe” y que “murió con ánimo sereno, arrepentido de sus pasados errores”. También que “su muerte ejemplar causó impresión a los asistentes al acto”. Y luego, como broche final: “En uno de los bolsillos de la americana se le encontró un rosario”. No hay más. Oponerse al golpe contra la legalidad republicana de quienes tenían apoyo armado de Mussolini y Hitler era un error que se pagaba muy caro.
Sentado junto al padre de Grato está don Antonio Arce. Como Cañita, también él se ha librado del paredón cuando era su destino inmediato. Líder en Cangas de la CEDA, el partido de Gil Robles, alcalde nombrado por el gobernador civil tras el fracaso de la Revolución del 34, don Antonio Arce representaba a la derecha católica canguesa cuando empezó la guerra. Fue detenido y encarcelado muy pronto, el mismo 18 de julio del 36 por la noche, como su hermano y su cuñado. Su hermano, Luis, era un comerciante vinculado a Acción Popular. Su cuñado, José Rodríguez Claret, el jefe local de Falange. Aunque estaban muy señalados como derechistas, ninguno tuvo oportunidad de sumarse o no al golpe. En diferentes fechas de julio y agosto, ellos y otros presos fueron trasladados desde Cangas a otras localidades.
En septiembre del 36, los tres se encuentran en la cárcel de Cangas de Onís, en la zona de Asturias que permanece leal a la República. Cangas del Narcea está ocupada por los rebeldes desde el 22 de agosto y allí pocos republicanos que caen en manos de los franquistas se libran de ser asesinados. Una escabechina. Es entonces, en esas semanas de represión en caliente, cuando logra escapar Cañita. Entre las numerosas víctimas, mujeres y chavales jóvenes.
La venganza no se hace esperar: el hermano y el cuñado de don Antonio y otros seis cangueses son sacados de la cárcel, en Cangas de Onís. Los trasladan a Gijón y allí los matan. Muertes injustas en respuesta a muertes injustas. Don Antonio contará más de un año después, cuando es liberado y ya está sano y salvo en su pueblo, por qué él quedó vivo. Es una escena impactante: el carcelero abre la puerta de la celda que ocupan los presos cangueses y otros; están todos sentados; a ver, dice, que vayan saliendo los que nombro; y entonces comienza a leer una lista; Santiago Castro, José Luis Ferreiro, Dionisio López, Luis Antonio Arce…; como los demás, don Antonio hace ademán de incorporarse, pero Luis, su hermano, que se ha puesto rápido en pie, lo sujeta; quieto ahí, le ordena; Luis ha percibido el equívoco, o cree haberlo notado, y decide en medio segundo; don Antonio no entiende pero su hermano le presiona en un hombro con tal determinación, no te muevas, le insiste, que se queda paralizado; le hace caso, continúa sentado. Se llevan a los ocho. Don Antonio supone que pronto volverán a por él, a por el que falta. Pero no.
Tiempo después, cuando lo han destinado en la prisión a las oficinas, don Antonio encuentra la lista y confirma el error. Como intuyó su hermano, el carcelero se saltó la «y». Luis y Antonio Arce, dos presos, se habían convertido de ese modo en un preso: en Luis Antonio Arce. Me salvó una y griega, dijo siempre el hombre que ahora está sentado entre don Manuel Gómez y don Benito Álvarez Castelao.
Don Benito es banquero y comerciante, un hombre sobresaliente en Cangas. Seguro que también ha afrontado momentos dramáticos durante la guerra. Uno lo presencia en 1938, cuando ya han matado al hijo de don Manuel y al hermano y al cuñado de don Antonio, cuando Cañita anda escondido por los montes.
Una mañana se presenta en su comercio la viuda de un hombre que trabajó para él en la central eléctrica del Molín y cuyo hijo Félix heredó ese empleo. Félix Ordás es uno de los milicianos socialistas cangueses más destacados. Él y otros cuatro presos acaban de fugarse de la cárcel de Cangas, donde esperaban su ejecución tras ser condenados a muerte. La represalia es inmediata. La Guardia Civil ha ido a la casa de la madre de Félix y le ha dicho: esté preparada mañana, que vendremos a por usted y sus hijos para llevarlos a un campo de concentración. La mujer ha madrugado y ha ido a intentar conseguir calcetines, camisetas, alguna ropa de abrigo.
Avisado de que está en su comercio, don Benito se ha acercado a la tienda. La mujer le explica lo sucedido. Don Benito sabe lo ocurrido dos años atrás, cuando los nacionales tomaron Cangas. Sabe que a un joven hijo de esa mujer, a Pepín, 16 años, lo detuvieron y lo mataron al día siguiente, sin más. Se teme lo peor. También sabe que cualquier auxilio a los rojos trae consecuencias, multas cuantiosas. Pero don Benito no duda. Esperanza, le dice, usted pida; lleve lo que quiera, todo lo que necesite.
Esperanza parte poco después hacia Figueras con dos hijos y tres hijas. Pasado un tiempo, regresarán a Cangas vivos. Félix, no. Cercado en una aldea de Allande, acorralado en una casa en llamas, antes de que lo detengan, se pega un tiro.
No se habla de estas historias a finales de los años cincuenta, cuando el fotógrafo captura y nos lega la imagen de estos cuatro hombres. Tampoco en los años sesenta ni en los setenta. Verano tras verano, en Cangas estallan los voladores, repiquetea el campanín de Ambasaguas y la gente canta en las bodegas y en los chigres. Todo respira placer.
Bajo el sonido de la pólvora, en el medio de cien montañas, la villa guarda silencio.