Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937): el último y olvidado defensor de Manila

Faustino Ovide González (Villategil, 1863 – Barcelona, 1937), el último defensor de Manila.

Faustino Ovide González nació en 1863 en el pueblo asturiano de Villategil, del concejo de Cangas del Narcea. Herrador de oficio, se incorporó a filas en 1883, y tras cumplir el servicio militar, decidió quedarse en el Ejército. Su hoja de servicios tiene poca relevancia hasta que en 1895, y siendo ya sargento, pidió destino a Filipinas, lo que le valió el ascenso a segundo teniente.

Primero estuvo en la indómita Mindanao, pero ante la insurrección en Luzón fue destinado a Manila. Desde entonces y al frente de su sección luchó denodadamente en numerosos encuentros con los rebeldes, siempre en vanguardia o flanqueo, cuando no en operación independiente. Aquello le costó perder su caballo en una acción y ser herido de arma blanca en otra, pero le valió el ascenso a primer teniente y recibir nada menos que cuatro Cruces del Mérito Militar de primera clase con distintivo rojo. Había apresado, entre otros, un cañón y una ametralladora enemigos.

En 1898 seguía en Manila, destinado en la misma unidad que los heroicos defensores de Baler, el 2º de Cazadores. Durante el asedio de la ciudad por las tropas de Aguinaldo se volvió a destacar en la defensa de las líneas, y especialmente en la del Blocao número 14, lo que le valió una nueva Cruz Roja y la de María Cristina, entonces sólo inferior a la Laureada.

El 13 de agosto de 1898, las tropas norteamericanas iniciaron el asalto a la ciudad. El teniente Ovide estaba en reserva con su sección, pero, ordenada la retirada de los puestos de primera línea, y como en su sector fuera ésta precipitada, comprometiendo la de otras tropas adyacentes, se le ordenó volver a ocupar una posición prematuramente abandonada y aún no ocupada por el enemigo.

Sin embargo, al avanzar vio que ya la defendían tropas americanas. Sin arredrarse por ello y por la retirada general, consiguió reconquistarla, y haciéndose fuerte en ella, resistió largo tiempo los ataques enemigos hasta que al final, temiendo ser desbordado por los flancos y con una herida de bala en la boca, ordenó la retirada, que se efectuó en orden y combatiendo. Al llegar a las inmediaciones de la ciudad, se le avisó que ésta hacía tiempo que ya había capitulado, por lo que tuvo que cesar la resistencia.

Al heroico oficial y a su pequeña tropa les rindió honores hasta su enemigo, las tropas americanas del general Greene, quien felicitó a Ovide personalmente por su conducta. Fue recompensado poco después con la Gran Cruz de Carlos III, tal vez algo parcamente.

Faustino Ovide llegó a teniente coronel en 1919, retirándose seis años después. Fallece en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años.


Fuente: Revista Española de Defensa nº 127. Septiembre, 1998


Más información sobre nuestro héroe en los siguientes enlaces:

En memoria de un héroe [Faustino Ovide González]

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

Quizás para muchos aquella lejana Guerra de Cuba y Filipinas de 1898, la de las batallas de nuestros abuelos, suene a ecos lejanos extraídos del viejo libro de la Historia y tan solo siga viva en los recuerdos gracias a elocuentes frases como aquella de “más se perdió en Cuba” y otras por el estilo, tantas veces utilizadas en el lenguaje coloquial.

Lo cierto es que, en los últimos años del turbulento siglo XIX, España, casi sin querer, se vio sumida en una guerra contra una potencia, por entonces emergente y con claros afanes expansionistas, como eran los Estados Unidos de América que supuso la pérdida de los últimos vestigios del viejo Imperio español conquistado no con pocos sacrificios desde finales del lejano siglo XV.
Cuba, Puerto Rico y Filipinas constituían los últimos rescoldos de aquel amplísimo Imperio forjado, a lo largo de siglos, por la decidida acción de miles de españoles, muchos de ellos anónimos, que lograron situar a España a la cabeza de las naciones de la tierra.
1898, un año fatídico, vino a poner el epílogo a un siglo atestado de guerras y acciones de armas que abarrotan las páginas de nuestra Historia. La Guerra de las Naranjas contra portugueses; la Guerra contra los ingleses que dio al traste con la flota española en Trafalgar; la heroica de la Independencia contra Napoleón; la de emancipación en todos los frentes de los Virreinatos de Hispanoamérica; la invasión de los llamados “cien mil hijos de San Luis”; tres guerras civiles; la de África de 1859-60; la Campaña del Pacífico y junto a ellas acciones tan poco conocidas como la expedición a Dinamarca, formando parte de un ejército que defendía los intereses napoleónicos; la realizada a Italia para defender los derechos papales; la nueva anexión de Santo Domingo; la expedición a Méjico o la de la Cochinchina, jalonaron, junto a pronunciamientos, contra pronunciamientos de toda índole y movimientos cantonales, un siglo que se antoja de muy complicada comprensión y que sin duda abonó el terreno para sucesos posteriores que tuvieron como escenario el pasado siglo XX.

Y así, el final del siglo, quiso depararnos la última de las desagradables sorpresas que ponía fin, como queda dicho, al viejo Imperio en que “jamás se ponía el sol”.

Tal vez por razón de relativa proximidad o simplemente por el hecho de una mayor presencia del elemento peninsular en aquella isla, lo cierto es que la pérdida de Cuba se mantiene más fresca en nuestros recuerdos que aquella otra, coetánea, del lejano archipiélago filipino casi siempre olvidado o al menos pasado por alto.

De aquel archipiélago, conquistado definitivamente en 1564 por el insigne marino vasco Miguel López de Legazpi y bautizado así en honor a Felipe II, tan solo se recuerda, con cierta frescura, la batalla naval de Cavite y la heroica epopeya de Baler, inmortalizada en la película “Los últimos de Filipinas”. Sin embargo, en esta campaña, como en muchas otras en las que se batieron las armas de España, son muchos los testimonios de heroísmo legados para la Historia por hombres y mujeres, en muchos casos de identidad anónima y en otros conservados tan solo, para la memoria, en los polvorientos legajos de viejos y casi olvidados archivos.

Sin duda, en este último apartado, podemos incluir al protagonista del presente trabajo, el que fuera Capitán del Cuerpo de Seguridad D. Faustino Ovide González quien, con su valentía y arrojo, supo escribir una brillante página en nuestra Historia patria de finales del siglo XIX.

En agosto de 1896 estalla la insurrección tagala en Filipinas. Allí, en aquellas lejanas tierras del extremo oriente, un puñado de no más de 13.000 soldados, la mayoría indígenas, guarnecía el vasto territorio formado por el archipiélago filipino y las islas Guam, Carolinas y Marianas. Un total de 7.000 islas habitadas por 7.000.000 de almas y con muy poca presencia peninsular.

El hecho de que estallase esta insurrección puso en alerta a las autoridades españolas del archipiélago que no escatimaron esfuerzos ni celeridad en solicitar refuerzos, tanto de hombres como de medios y material, a la metrópoli; sin embargo, la prioridad en atender la guerra de Cuba, iniciada con anterioridad, impidió finalmente el envío de los efectivos necesarios, pudiendo solo remitirse unos 30.000 soldados, a todas luces insuficientes para atender un territorio extenso y complejo.

Pese a todo, como es sabido para quien conozca medianamente el devenir de esta página de la Historia, la primera fase de la Campaña concluyó con una precaria victoria para las armas de España; victoria que se vio algo más afianzada tras el pacto con el caudillo local Aguinaldo a quien se le llegó a indemnizar para que se exiliase del archipiélago, trasladándose a la colonia inglesa de Singapur.

Intereses de los Estados Unidos de un lado, derivados de sus claros deseos de expansión, y de otro el temor de las potencias occidentales a que Japón afianzase su hegemonía en la región, hicieron que la vista se desviase hacia la posesión española de gran importancia estratégica como se demostraría años más tarde.

Así, tras lograr, como fue habitual en esta guerra, el interesado favor de los ingleses, utilizando contra lo dispuesto en los acuerdos internacionales las bases de Hong Kong y Singapur, los norteamericanos alistaron la llamada Escuadra de Asia al mando del Comodoro Dewey e incluso establecieron contacto con Aguinaldo y los suyos, ganándolos, al menos inicialmente, para la causa yanqui.

La Escuadra americana, compuesta por 7 buques de guerra, desplazaba un total de 19.000 Tm., disponiendo de un armamento de 53 cañones de grueso calibre, entre 203 y 127 mm, y otros 57 de menor calibraje, atacó en Cavite a la española del Almirante Montojo que alineaba un total de 10 buques – 7 cruceros y 3 cañoneros – desplazando todos ellos 14.000 Tm., pero con una potencia de fuego sensiblemente menor ya que tan solo disponía 40 piezas, de entre 160 y 90 mm de calibre, y otras 43 de calibres menores.

Un conglomerado de buques alguno de ellos de casco de madera, como el Crucero “Castilla”; otros de casco de hierro pero sin protección de ningún tipo, como los Cruceros “Reina Cristina” —buque insignia de Montojo—, “Juan de Austria” y “Antonio de Ulloa” o el Cañonero-torpedero “Marqués del Duero” y finalmente otros, protegidos, como los cañoneros, pomposamente denominados cruceros de 3ª clase, “Isla de Cuba” e “Isla de Luzón” e incluso algunos inútiles como el Crucero “Velasco”, formaban aquella Escuadra de muy escaso valor militar. Pese a todo, la mayoría de nuestros buques eran relativamente de reciente construcción, entre 1875 y 1887, si bien con un estado de conservación muy deficiente dado lo penoso de sus largas misiones de patrullaje por las costas de archipiélago y el natural desgaste sufrido con ocasión de la Campaña iniciada dos años antes.

La situación militar tampoco era mucho mejor. El Capitán General Primo de Rivera, había solicitado a Madrid el envío urgente de piezas de artillería para la defensa de la costa, material que jamás llegó. Por ello, para la defensa de Manila, principal objetivo de la Campaña, solo pudo disponer de 37 piezas, las de mayor calibre unos obuses Ordóñez de 24 cm, insuficientes para equilibrar la potencia de fuego embarcada de los americanos.

Tras la derrota de Cavite y el relevo del Capitán General, Manila quedó cercada hasta el 14 de agosto, fecha en la que capituló su Guarnición compuesta por algo más de 9.000 hombres.

Y aquí, en este instante de la historia particular de esta Campaña, surge nuestro héroe; Faustino Ovide González, un asturiano nacido en Villategil (Cangas del Narcea), el 15 de febrero de 1863 que sienta plaza, como Soldado “por su suerte” —como reza su Hoja de servicios—, el 26 de junio de 1883, siendo destinado al Regimiento de Infantería de La Reina nº 2, por aquel entonces de guarnición en Jerez de la Frontera.

A partir de aquí comienza su particular carrera militar que le lleva a varios destinos, Regimiento de Infantería de Reserva Arcos nº 18; Regimiento de Infantería Extremadura nº 15; Regimiento de Infantería Canarias nº 42 y Batallón Disciplinario de Melilla desde cuya plaza, un 15 de noviembre de 1895, salé destinado para el lejano archipiélago filipino, incorporándose en Manila, a principios del año siguiente, al Regimiento de Infantería de Línea Joló nº 73 de guarnición en aquel territorio ultramarino pero ya con las divisas de 2º Teniente logradas el 27 de julio de ese mismo año.

Implicado directamente en la campaña militar contra la sublevación tagala, participa, desde 1896 en numerosos combates, primero como Oficial destinado en la 2ª Línea del Tercio nº 20 de la Guardia Civil y más tarde como 1º Teniente del Batallón de Cazadores Expedicionario nº 2, empleo que alcanzó, por méritos de guerra, el 28 de noviembre del mencionado año 1896.

Su brillante Hoja de servicios nos acerca al historial personal de un hombre que supo afrontar con bravura su responsabilidad desde puestos de notable riesgo en una circunstancia histórica totalmente adversa. Desde noviembre de 1896 en que entra en combate no cesa su actuación en campaña hasta la definitiva pérdida del archipiélago dos años más tarde, demostrando en todas cuantas acciones participa un valor y aplomo que le hizo acreedor a alguna de las más altas condecoraciones de cuantas concedía España en aquellos años.

De las múltiples acciones de guerra en las que participó y que figuran en su Hoja de servicios, destacaremos solamente las más relevantes:

Los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre de 1896 combate, al frente de su Unidad de la Guardia Civil, en el puente de Zapote. Esta acción como, queda dicho, le valió el ascenso a 1º Teniente por méritos de guerra.

Días más tarde, concretamente el 15 de diciembre, ataca a una partida de insurrectos causándoles cinco muertos y ocupándoles abundante material y tan solo once días después, el 26, tras vadear de madrugada, con 30 hombres, el río Zapote, ataca por sorpresa un campamento enemigo, causándoles grandes bajas e interviniéndole gran cantidad de armamento y municiones de boca y guerra.

A lo largo de 1897 participa en todos los combates verificados en su sector, destinado siempre en puestos de extrema vanguardia. Destaca aquí los habidos el 11 de febrero en que, con una fuerza de 36 hombres, ataca a una numerosa partida de insurrectos a los que causa enormes bajas y pone en fuga. Tan solo cuatro días más tarde, el 15, participa en la toma de la localidad de Pamplona.

Por estos combates de febrero se le concede su primera Cruz de 1ª Clase, con distintivo rojo, al Mérito Militar. Posteriormente es recompensado con su segunda Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, también con distintivo rojo, por la toma de Pamplona acaecida, como queda dicho, dentro del conjunto de operaciones desarrolladas en el precitado mes de febrero.

El 4 de junio de ese año sufre una herida con arma blanca al hacer personalmente un prisionero durante una refriega con una partida de insurrectos seguidores de Aguinaldo.

El 7 de julio de ese mismo año de 1897 le conceden su tercera Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, con distintivo rojo, esta vez pensionada, por la toma de Bacoor y el 5 de diciembre se le recompensa con la cuarta Cruz de 1ª clase al Mérito Militar, igualmente con distintivo rojo, por los combates habidos el 22 de agosto anterior.

El 23 de agosto de 1897. Pasa destinado a Manila donde el Capitán General le asigna el mando de una columna compuesta por 180 hombres para operar en las provincias de Cavite y Laguna. En una de estas acciones logra el apresamiento de un importante cabecilla tagalo, tras el ataque que ejecuta sobre un campamento enemigo en que recupera abundante material entre el que se encuentra una ametralladora y una lantaca (pieza de artillería de avancarga de pequeño calibre originaria de la región de Malasia y ampliamente empleada por los rebeldes filipinos).

Continuando con las operaciones en días subsiguientes, logra igualmente la captura del cabecilla insurrecto, Miguel Hernández, conocido como el Rey de Pamplona y Bayanán, así como de su ayudante y de otro jefe insurrecto de nombre Jorge Soriano.

Ya en la última fase de la campaña, concretamente el 4 de junio de 1898 pasa destinado a su Compañía, asumiendo el mando en plena retirada de la Unidad hacia Manila, logrando hacerse fuerte con ella y sosteniendo durísimos combates desde una trinchera que ordenó construir y defendió hasta el siguiente 24.

El 29 de junio pasa destinado a la 5ª Compañía y se hace cargo del mando del blocao nº 14, vacante por baja de su titular, donde se defiende de los duros ataques enemigos, sufriendo e infringiendo numerosas bajas. Distinguiéndose especialmente el día 18 de julio cuando el enemigo, en abrumador mayor número, pretende tomar la posición por él defendida y que logra rechazar.

El 13 de agosto, iniciados los bombardeos por parte de los buques de la Armada norteamericana, se le ordena retirarse sobre Manila. Tras recibir la orden, de forma voluntaria, se queda al mando del último escalón donde permanece cuando se le comunica que debe recuperar una trinchera, ocupada por los norteamericanos, con el fin de proteger el repliegue de las Fuerzas propias.

Recibida la orden, ataca con tal ímpetu y bravura la posición americana que logra desalojarlos, dejando en la huida varios muertos. El mismo sufre su segunda herida de guerra al recibir un balazo en el labio inferior, manteniéndose, pese a todo, al frente de su Unidad que, con un nutrido fuego de fusilería, apoya la retirada de nuestros Soldados hasta las mismísimas puertas de Manila donde recibe la orden de rendirse ya que la Plaza lo había hecho con anterioridad.

Placa de primera Clase Orden Militar de Mª Cristina creada en 1889

Concluida esta brillante acción es felicitado personalmente por el General Greene del Ejército norteamericano quien, poniéndose al frente de sus hombres, le rinde honores de guerra por su valeroso comportamiento. Por esta acción recibió, por R.O. de 19 de abril de 1899 la Cruz de 1ª clase de María Cristina y por R.O. de 24 de julio del mismo año la Cruz de Carlos III.

Repatriado a la península, pasa destinado a la Comisión liquidadora de los Cuerpos de Filipinas.

En 1900 recibe su quinta Cruz de 1ª clase del Mérito Militar, con distintivo rojo y pensionada, por las acciones derivadas de la defensa de Manila. También ese año se le concede la Medalla de la Campaña de Filipinas con los pasadores de Luzón y Mindanao.

Su vida transcurre en diferentes destinos como la Zona de Reclutamiento de Gijón, el Batallón de Cazadores de Ibiza nº 19 hasta su ascenso a Capitán, por antigüedad, que se produce el 18 de diciembre de 1906.

En estos años recibe la Medalla de Alfonso XIII; la Cruz de San Hermenegildo y la Medalla de Plata de los Sitios de Gerona.

En enero de 1911 pasa destinado, como Capitán, al Cuerpo de Seguridad de guarnición en Barcelona donde permanece hasta 1917 en que es ascendido a Comandante por antigüedad.

Destinado en Barcelona, en su Zona de Movilización, más tarde Regimiento de Infantería de Reserva Barcelona nº 32, recibe en 1916 la Placa de la Orden de San Hermenegildo.

Con fecha 31 de mayo de 1919 es ascendido al empleo de Teniente Coronel en la reserva y en 1925 pasa a la situación de retirado donde le perdemos la pista.

Lamentablemente no hemos logrado su historial como Oficial del Cuerpo de Seguridad que, a buen seguro, estará igualmente jalonado de hechos dignos de ser mencionados para evocar su recuerdo. Por lo poco que podemos descubrir en su historial militar, creemos que durante su permanencia en el Cuerpo de Seguridad tan solo estuvo destinado en Barcelona, no pudiendo precisar en las Unidades en que prestó sus servicios.

Lo cierto es que nos encontramos ante uno de esos personajes, la mayoría de las veces anónimos, que con su trabajo diario escriben, con letras de oro, las páginas más brillantes y gloriosas de los Cuerpos de los que forman parte. Tal vez, Faustino Ovide se hizo merecedor a ser recompensado con la Real y Militar Orden de San Fernando, máxima condecoración militar que se concede en España, sin embargo no fue así y su heroica estela se pierde en la nebulosa de la Historia de la que hay que rescatarlo entre legajos y libros con sabor a viejo.

Digamos, por último, que una buena iniciativa para afianzar un poco más nuestro espíritu de Cuerpo, como herederos de las tradiciones e historiales de la Policía Española, sería recuperar para la memoria colectiva cuantos hombres, integrados en nuestras filas, han sabido escribir, como Faustino Ovide, páginas de gloria para la Historia de la Patria.

COMENTARIO UNIFORMOLOGICO:

En la foto que ilustra el presente trabajo, el Capitán Faustino Ovide, aparece con uniforme del Cuerpo de Seguridad en su modalidad de invierno, de color tina oscuro, con tresillos a la granadera en sus bocamangas. El uniforme es igual que el de Infantería diferenciándose por las cifras con las iniciales del Cuerpo que lleva en cuello y frontis de la gorra, este orlado de laureles, así como por el color de las divisas, botones e hilo de las hombreras que son de color blanco, todo ello en aplicación del Reglamento de Uniformidad de 1908 y las modificaciones habidas en 1911.

En cuanto a la condecoración que luce en su pecho y que se reproduce en dibujo, se trata de la Placa de la Orden Militar de María Cristina de 1ª clase, para Oficiales. Esta Orden fue instaurada en 1889, en Ley Adicional a la Constitución del Ejército de 19 de julio de dicho año. La condecoración, que lleva en su interior la leyenda “al mérito en campaña”, constituía la segunda en importancia tras la Real y Militar Orden de San Fernando al no haberse instaurado todavía la denominada Medalla Militar. En la fecha en que le fue concedida al protagonista del presente trabajo tan solo se otorgaba a Generales, Jefes y Oficiales, 3ª, 2ª y 1ª clase respectivamente; a partir de 1913 comenzó a otorgarse a Suboficiales y no fue hasta 1925, tras su reinstauración ya que dejó de concederse entre 1918 y el año citado, en que por R.D. de 9 de julio, se concedió también a Tropa, apareciendo igualmente la figura de Cruz colectiva. Esta condecoración dejó de concederse con el advenimiento de la II República, siendo restablecida en 1937 con el nombre de Cruz de Guerra.

Esta Cruz de 1ª clase se representa mediante una Placa de ráfagas de color plata, de unos 9 cm. de diámetro, sobre las que se superpone una cruz, rodeada de laurel, y cuatro espadas que se unen en el centro, todo de bronce mate, con lises de oro en los brazos inferior y laterales y una corona real y un rectángulo, de oro brillante los dos, en el superior. Sobre la cruz un escudo rodado y cuartelado con dos castillos y dos leones, la granada entada y escusón borbónico con tres flor de lis, con bordadura azul con el lema “al mérito en campaña”.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

  • Archivo General Militar de Segovia
  • Manual del Cuerpo de Seguridad. Madrid 1908
  • Los Uniformes del Reinado de Alfonso XIII. L. Grávalos y J.L. Calvo. Quirón Ed. 2000
  • La Guerra del 98. A. Rodríguez González. Ed. Agualarga 1998
  • Buques de Guerra Españoles 1885-1971. Aguilera y Elías. Ed. San Martín 1972
  • El Buque de la Armada Española. Ed. Silex 1999
  • La Construcción Naval Militar Española 1730-1980. M. Ramírez Gabarrús. E.N. Bazán 1980

Artículo publicado en la revista Policía por José Eugenio Fernández Barallobre, Inspector (J) de la Policía Nacional desde 1979, Alférez R.H. del Cuerpo de Infantería de Marina y Diplomado en Criminología por la Universidad de Santiago de Compostela.  Es autor del blog: Una historia de la Policía Nacional.

[Faustino Ovide González] El último defensor de Manila en 1898

Capitán Faustino Ovide González (Ed. Agualarga)

La historia militar de España abunda en personajes que, protagonizando hechos de lo más encomiable, apenas han sido recordados con posterioridad a los acontecimientos. A paliar en lo posible una de estas injusticias dedicamos el presente trabajo, que nos permitirá, de paso, ofrecer algunas noticias sobre una de las campañas menos conocidas de nuestro Ejército, y la tan honrosa como heroica carrera de un hombre salido de las filas de tropa.

Unos modestos inicios

Nuestro protagonista, Don Faustino Ovide González, nació en la pequeña aldea asturiana de Villatejil, dependiente del ayuntamiento de Cangas del Narcea, el 15 de enero de 1863, siendo sus padres Don Francisco Ovide Menéndez y Doña Rosalía González Rodríguez, de bien modesta condición.

Nada sabemos de sus primeros años salvo que el 26 de junio de 1883 le corresponde ser soldado “por su  suerte”, como se decía entonces, constando entonces que se hallaba avecindado en Madrid, teniendo el oficio de herrador. El joven recluta, tras librarse por sorteo de Ultramar, fue destinado al Regimiento de Infantería de La Reina, n° 2, de guarnición en Jerez, y dentro de éste a la primera compañía del primer batallón, jurando bandera en agosto de aquel año. El 1 de junio de 1884 es ascendido a cabo segundo y el 1 de abril del 85 asciende a cabo 1°, recibiendo la licencia indefinida por Real Orden de 14 de julio. Allí hubiera acabado su servicio, de no ser porque, tras dejar correr los meses veraniegos en su pueblo natal, D. Faustino pidió y obtuvo el reingreso, contando como fecha de antigüedad desde el 1 de noviembre.

El 24 de mayo de 1886 ascendió a sargento 2°, pasando al segundo batallón del mismo regimiento, con el que se traslada a Ceuta el 21 de junio de aquel año, permaneciendo en dicha plaza hasta el 7 de julio de 1888, todo ello en unos difíciles años en que menudearon los incidentes con los marroquíes, e incluso se temió  que la frágil salud del Sultán terminara haciendo inevitable una intervención militar española ante el subsiguiente caos en el país vecino.

El 25 de junio de 1888 se reengancha por segunda vez, continuando en el mismo regimiento y en sus destacamentos de Algeciras y Tarifa hasta junio de 1890.

Los años siguientes son de rápido paso por varias unidades: el Regimiento de Los Arcos n° 18, el de Extremadura n° 15 y el de Canarias n° 42, con el destino de escribiente en todos ellos, hasta su pase en noviembre de 1894, cuando apenas se han apagado los rescoldos del reciente conflicto de Melilla, al Batallón Disciplinario de esta plaza, no por sanción sino por destino regular, hasta fines de octubre de 1895.

Para entonces ya ardía la insurrección separatista en Cuba, por lo que, aprovechando los incentivos ofrecidos a los suboficiales, el sargento Ovide solicitó un tan prometedor como peligroso destino a la isla, recibiendo así el ascenso a 2° teniente por orden de 3 de octubre, a contar desde 27 de julio anterior. Gracias al ascenso y tras el preceptivo permiso, Don Faustino contrajo matrimonio el 11 del mismo en Cádiz con Doña África Blanco Lladó. Una Real Orden del día 16 dejaba sin efecto el destino anterior, cambiándolo a las mucho más lejanas Filipinas, embarcando en Barcelona el 15 de noviembre en el vapor de la Compañía Trasatlántica “Isla de Panay” y desembarcando en Manila el 14 de diciembre.

Poco imaginaba entonces el recién ascendido teniente que el archipiélago filipino iba a ser el escenario de sus hazañas, que iban a cambiar espectacularmente su hasta entonces honrosa pero tranquila y modesta carrera militar.

El Ejército y la Armada en Filipinas

Resulta sorprendente lo escaso de los recursos militares con los que España defendía de agresiones externas y mantenía el orden interno en un territorio tan extenso como era Filipinas, un archipiélago de más de siete mil islas, poblado por más de 7 millones de habitantes, de los que apenas unos pocos miles habían nacido en España. Y a ese ya extenso territorio, aún con zonas poco exploradas y menos cartografiadas, se añadían los archipiélagos de Marianas,  Carolinas y Palaos.

Para guarnecer todo aquello la fuerza real se reducía a unos 13.291 hombres, (unos 16.700 según plantillas teóricas), incluyendo todos los cuerpos, servicios e institutos armados hasta Guardia Civil y Carabineros. De ellos, sólo 4.269 eran europeos, constituyendo en general los mandos hasta suboficial y cabos inclusive, siendo la tropa y algunos sargentos y cabos indígenas. El soldado filipino era muy estimado por su sobriedad, valor y resistencia, resultando especialmente indicado para operar en aquellos territorios, selváticos y accidentados, sin resentirse del clima y de las enfermedades que diezmaban a los europeos, así como de una habilidad proverbial para la guerra anfibia a la que le obligaba la multitud de islas.

El núcleo fundamental de la fuerza estaba compuesto por siete regimientos de infantería: Legazpi, Iberia, Magallanes, Mindanao, Bisayas, Joló y Manila, con numeración respectiva y correlativa del 68 al 74. Existía además  sólo un regimiento de caballería, de Lanceros de Luzón, con un único escuadrón. La artillería constaba de un regimiento de plaza, por excepción europeo en su totalidad, aunque solía utilizarse en misiones de infantería. La artillería propiamente dicha se encomendaba a un regimiento de montaña, articulado en dos grupos de 3 baterías con seis piezas cada una. Otras unidades eran un batallón de ingenieros y diversas tropas de maestranza, Estado Mayor., etc, entre las que destacaban algunas compañías disciplinarias.

Por su parte la Armada sumaba más de tres mil hombres, con menor proporción de indígenas, salvo en los cañoneros y unidades menores, en que constituían toda la dotación salvo el mando,  oficiales y maquinistas. Los buques  en 1895 eran cinco pequeños cruceros, una veintena de cañoneros (incluidos los fluviales y lacustres), tres transportes y diversas unidades menores y auxiliares. Su papel era transcendental, no ya sólo en sus específicas misiones, sino como  transporte obligado para las tropas del Ejército en un medio insular y con escasas o nulas vías terrestres de comunicación, apoyando sus acciones con la artillería, o coadyuvando en las operaciones anfibias con los trozos de desembarco de los buques.

En suma, aunque muy profesional y preparada, una fuerza tan limitada que apenas podía cumplir misiones policiales y de mantenimiento del orden interno, lo que para las Filipinas del XIX era ya decir mucho.

En la rebelde Mindanao

Lo cierto es que aquella pequeña fuerza, aunque apenas fuera necesaria en muchas de las principales islas por la sumisión pacífica de sus habitantes, tuvo una enorme tarea en dominar las zonas refractarias a la dominación española, especialmente en el sur y oeste del archipiélago, en que una importante población musulmana basaba su modo de vida en la piratería y en la esclavitud de indígenas paganos o cristianos. Tras una lucha secular, se había conseguido pacificar Joló, y entre 1889 y 1894, los capitanes generales Weyler y Blanco habían conseguido lo propio en la gran isla de Mindanao. Y cuando aún continuaban allí las últimas operaciones, nuestro biografiado fue destinado a Iligán, prestando sus servicios en el regimiento de tropas indígenas Joló n° 73, teniendo el honor de ser designado abanderado del regimiento. Allí tuvo su bautismo de fuego, en operaciones al parecer sin mayor relevancia, pero que le hicieron acreedor al pasador de Mindanao en su medalla de campaña de Filipinas.  Pero ya en septiembre de 1896 tuvo que volver el regimiento a Manila, y con él nuestro todavía flamante teniente, ante una necesidad mucho mayor.

La insurrección tagala

Articulados en la sociedad secreta de inspiración masónica Katipunan, los tagalos de Luzón, hasta entonces fieles al dominio español, se alzaron en agosto de 1896, siguiendo el ejemplo cubano del año anterior. Las escasas tropas españolas, diseminadas en aquel enorme territorio en numerosas y pequeñas guarniciones, pronto se vieron ante una situación crítica, y en la misma Manila no había más que tres mil hombres disponibles. La insurrección, bien planeada y seguida mayoritariamente por la población indígena de muchas provincias, consiguió dominar pronto la casi totalidad de las provincias de Manila y Cavite, de donde era originario su principal líder militar, Emilio Aguinaldo, cayendo pronto en su poder incluso localidades importantes como Noveleta y Cavite Viejo, y declarándose el estado de guerra en provincias como Bulacán, Pampanga, Nueva Écija, Tarlac, La Laguna y Batangas, extendiéndose rápidamente la contienda.

Para el capitán general, D. Ramón Blanco, la situación era casi desesperada: con la mayor parte de sus escasas tropas comprometidas en la pacificación de Mindanao, y aunque, como ya hemos dicho, fueron llamadas inmediatamente, los indígenas ya no eran fiables en la nueva lucha  (muy distinta de la librada hasta entonces contra sus enemigos religiosos y étnicos: los piratas moros del sur), aunque se pudieron alistar algunos tercios de voluntarios. El propio Blanco sufrió alguna derrota personal al intentar liberar las asediadas guarniciones, lo que le desacreditó ante una opinión que ya juzgaba lentas y poco idóneas sus  reacciones a la revuelta.

Ante la magnitud de la rebelión y sus primeros éxitos, se reveló indispensable enviar desde España un crecido número de tropas peninsulares. Pero el país estaba ya agobiado por el  tremendo esfuerzo que debía realizar en Cuba paralelamente, y que  había exigido el envío al Caribe de casi doscientos mil hombres. Los regimientos peninsulares habían agotado sus posibilidades de movilización, por lo que hubo que crear unidades provisionales, los llamados “batallones de cazadores”, con entrenamiento y cuadros de mando improvisados, así como muy escasas tropas de artillería, caballería (un único escuadrón también provisional) e ingenieros.  Las únicas tropas regularmente organizadas y encuadradas de las que se pudo disponer, y por ello mismo las primeras en llegar como refuerzo, fueron los dos regimientos de Infantería de Marina, verdadera reserva estratégica del último imperio ultramarino español. El total de los refuerzos procedentes de España sumó 25.456 entre generales, jefes, oficiales y tropa, y ello sólo entre septiembre y diciembre de 1896, llegando posteriormente algunos otros contingentes menores, lo que supuso un último pero muy notable esfuerzo para el agotado país.

Con ellos llegaba en diciembre el esperado relevo para Blanco, el general Don Camilo García de Polavieja, que se hizo cargo de la capitanía general del archipiélago el día 13, imprimiendo desde entonces a las operaciones la actividad y el éxito que solían acompañar a aquel gran militar español.

Las primeras distinciones

Pero ya antes de la llegada de Polavieja el segundo teniente Ovide se había destacado: tras su vuelta a Manila, solicitó el pase a la Guardia Civil, figurando desde entonces en el 20° Tercio,  uno de los tres existentes en Filipinas, con un total de unos 3.500 hombres (teóricos en plantilla) incluyendo los poco más de trescientos de la Veterana, siendo indígenas en cada compañía los números, cuatro cabos y un sargento, y el resto de los mandos europeos.

De nuevo al mando de tropas casi exclusivamente indígenas, se le dio el mando de una sección que formaba parte de la segunda línea del Tercio en Las Piñas. Con ella concurrió a los combates de los días 6, 14, 18 y 28 de noviembre entre los puentes de Baucusay y Zapote, mereciendo por su comportamiento el ascenso a primer teniente. El 15 de diciembre, al hacer reconocimiento con su sección, batió una partida de insurrectos, a la que causó cinco muertos vistos y recogió varias armas de fuego y blancas. El día 26, y a las 3’30 de la madrugada, vadeó el río Zapote, línea que separaba el territorio rebelde del controlado por los españoles, y atacó por sorpresa un campamento enemigo, al que causó muchos muertos vistos y recogió buen número de armas y municiones, al que prendió luego fuego. El propio Polavieja envió un telegrama de felicitación al teniente por su audacia y por convertir su labor defensiva en una ofensiva victoriosa.

El año 97 le sorprendió en el mismo tipo de operaciones y en el mismo escenario: intentando evitar que el enemigo traspasara la línea del Zapote, y contraatacando en su territorio, rechazándole e incluso haciéndole pasar a la defensiva. El 11 de febrero, se señaló al mando de sólo 36 hombres, al rechazar y perseguir hasta los barrancos de Tong Tong a una fuerza muy superior armada incluso con algunas “lantacas”, pequeños cañones de avancarga de manufactura local. El día 15 del mismo mes, sirvió como “práctico” (guía), de la columna que atacó y tomó la localidad de Pamplona, sirviendo con su sección en la extrema vanguardia en labores de reconocimiento, lo que le valió ver confirmado su reciente ascenso. El 17, mereció la felicitación del jefe de la columna, general Galvis, por su perfecta retirada  pese a ser batido por sorpresa y a sólo cuarenta metros desde un reducto aspillerado del  enemigo.

Aquellos hechos le valieron sus dos primeras Cruces Rojas de primera clase del Mérito Militar con distintivo rojo, por reales órdenes de 27 de abril y 11 de noviembre, premiando respectivamente su papel en la toma de Pamplona, y la retirada descrita.

Nuevas distinciones

Pero aquellas cruces no serían las únicas, como pronto veremos. El 18 del mismo mes perdió su caballo en una emboscada, al conducir un convoy a Pamplona, y los combates, tanto de día como de noche, tanto destacado del resto como formando parte de la columna del general Barraquer, se suceden a diario. En una de ellos, el día 24 y tras desalojar al enemigo de sus posiciones sobre el Zapote, explotó el éxito persiguiéndole tan estrechamente que logró entrar en el pueblo de Bacoor, reconquistándole, lo que le valió su tercera Cruz Roja por orden de 7 de julio.

Su valor personal estaba más que acreditado en todos estos combates, pero por si faltaba alguna duda, resultó herido de arma blanca el 4 de junio al hacer personalmente un prisionero, tras batir a una partida enemiga. Tras una estancia en el hospital que sólo duró del 9 al 16 de aquel mes, volvió al combate.

El 22 de agosto, y al mando de 24 guardias, persiguió y derrotó por completo a una partida enemiga que había atacado el pueblo de Muntim, cogiéndole armas y haciéndole 14 muertos  en Parong Diablo. Aquello le valió su cuarta Cruz, concedida por orden de 6 de  diciembre.

Polavieja estaba más que satisfecho con la labor del teniente Ovide, por ello le llamó a Manila  al día siguiente y le dio el mando de una columna de 180 hombres (los efectivos de una compañía reforzada) para operar en la provincia de Cavite en combinación con otras. No se equivocaba el general, pues al aumentar la fuerza al mando del teniente, aumentaron los éxitos de éste, al derrotar en Palifarán una importante fuerza enemiga, a la que aparte de las bajas, capturó una lantaca y una ametralladora, así como un importante cabecilla, cayendo después en sus manos sucesivamente los llamados Miguel Hernández “Rey de Pamplona”, su ayudante y el jefe   Jorge Soriano.

Una frágil paz y una nueva guerra

Polavieja había vencido a la insurrección, a costa de unos 300 muertos y unos 1.300 heridos en las fuerzas españolas en una durísima campaña de poco más de tres meses. Sólo quedaba poner fin a la tarea exterminando las últimas y dispersas guerrillas enemigas. Pero las ya agotadas fuerzas españolas precisaban refuerzos para acabar con la insurrección, refuerzos que el general estimó en no menos de 20 batallones, algo más de 20.000 hombres. Sin embargo, en la ya agotada España nadie quiso oír hablar de un esfuerzo suplementario. Un desairado Polavieja dimitió de su puesto alegando motivos de salud, embarcando para la Península el 15 de abril de 1897, y siendo relevado en su mando por Don Fernando Primo de Rivera, al que se le encargó que terminara la contienda por medio de un pacto que ofreciese un dorado exilio a los líderes independentistas. Y ya en diciembre de 1897 el pacto, llamado de Biacnabató, fue un hecho.

Que la paz conseguida era muy frágil resultó sin embargo pronto evidente: los insurrectos sólo esperaban mejor situación para volver a la carga y la intranquilidad y los choques aislados persistieron. Pero no podemos saber lo que hubiera finalmente ocurrido pues un nuevo factor entró en juego al estallar la guerra con los Estados Unidos a fines de abril de 1898.

Como es bien sabido, la escuadra del comodoro Dewey entró en la bahía de Manila y destruyó en la mañana del 1 de mayo a la del contralmirante Montojo, fondeada ante el arsenal de Cavite, apoderándose después de esta base. La escuadra americana no disponía de fuerzas de desembarco, pero Dewey se había entrevistado poco antes con el exiliado Aguinaldo, haciéndole vagas promesas de conceder la independencia al pueblo filipino si volvía a levantar la bandera de la rebelión. Así, y poco después de la derrota de Cavite, llegó a Filipinas en un buque americano Aguinaldo, acompañado de todo su estado mayor, no tardando en reactivar la rebelión, ahora ayudada por todos los medios por los estadounidenses.

Para colmo de males, y en tan críticos momentos, se había producido el relevo de Primo de Rivera por el general Don Basilio Augustín, poco ducho en las realidades filipinas y que pronto se vió desbordado por los hechos: temiendo perder el control de todo Luzón, persistió en dejar al ejército repartido en numerosas pequeñas guarniciones, que no tardaron en ser aisladas unas de otras y asediadas por el enemigo, mientras que la capital y centro administrativo y militar del archipiélago, Manila, debía hacer frente a la doble amenaza de la escuadra enemiga y del ejército rebelde en mala situación. Ésta empeoró aún más al caer en manos de los insurrectos la entera provincia de Cavite, rindiéndose el general Peña con sus casi tres mil hombres tras una heroica pero deslavazada resistencia el 8 de junio, al fracasar el socorro de dos columnas salidas de la capital, con  sólo unos mil hombres en total.

La defensa de Manila

La moral en la capital era muy baja, pues sólo se disponía de unos nueve mil hombres para su defensa, que tenían que guarnecer un circuito defensivo de no menos de 15 kilómetros. El total volvía a incluir no sólo tropas del Ejército, sino de Carabineros, Guardia Civil y hasta los supervivientes de la desgraciada escuadra de Montojo,  pero además, buena parte de estos hombres eran indígenas, de dudosa fidelidad, no faltando pronto las traiciones y deserciones. Desde el 1 de junio los combates se harían incesantes.

 Para entonces el teniente Ovide había dejado la Guardia Civil y había recibido destino en el 2° batallón de cazadores (casualmente la misma unidad que formó el heroico destacamento de Baler), no tardando en participar en el primer combate serio del sitio. El 5 de junio unos cinco mil rebeldes atacaron las defensas de la capital en la zona defendida por el Tercio indígena de Bayambang, pensando que así sería más fácil la victoria. Inevitablemente, la defensa cedió, y tuvo que enviarse una columna al mando del capitán de fragata Don Juan de la Concha, comandante que había sido del crucero “Don Juan de Austria” hundido en Cavite, y formada entre otras unidades por marinería de la escuadra. En ella formaba el teniente Ovide, quien tras participar en el combate, se incorporó a la compañía de su mando, que venía retirándose ante la presión enemiga en el escenario de sus antiguas hazañas: entre Las Piñas y el río Zapote. Tomando el mando de la unidad sobre la marcha, Ovide decidió tan rápida como certeramente que la retirada podía convertirse en desastre y que no se podía perder la línea defensiva del río, por ello ordenó atrincherarse en aquel mismo lugar, rechazando los sucesivos ataques hasta el 24 de junio. Su conducta le hizo  merecedor de la ¡quinta! Cruz de Primera Clase del Mérito Militar con distintivo rojo, ahora pensionada, concedida por Real Orden de 25 de abril de 1900.

El “blockhaus” n° 14

La excesivamente amplia línea defensiva en torno a Manila, de unos 15 km de desarrollo, estaba guarnecida por sólo las dos terceras partes de los defensores, debiendo el resto atender al frente marítimo amenazado por la escuadra enemiga, mantener el orden en la ciudad (donde pronto faltaron los víveres y hasta el agua al ocupar los rebeldes los depósitos de Santolán que la surtían) y constituir una reserva para acudir a los puntos del perímetro amenazados por los más de cincuenta mil insurgentes, dotados de fusiles modernos por los americanos, de las habituales lantacas y de no pocos cañones encontrados en el arsenal de Cavite. Los atrincheramientos, debido al terreno bajo y encharcado eran simples parapetos de sacos de arena y  troncos, sufriendo mucho los soldados por el clima, tan tórrido como húmedo. Recaía así todo el peso de la defensa en quince blocaos o casas fuertes, situadas a unos mil metros uno de otro. Pero tales construcciones no estaban ideadas para aguantar el fuego de los cañones  de que disponían los asaltantes, aunque la escasa y anticuada artillería de la plaza resultó decisiva para frustrar los ataques, llenar los huecos de la línea defensiva y contrabatir las piezas enemigas. Dos de los blocaos, los números 14 y 15, pronto se hicieron tristemente famosos, pues al estar situados al final de la línea, al sur y enfrente de Cavite, principal base enemiga, debieron sufrir lo peor de los embates.

Y como parecía ya costumbre, el teniente Ovide se vio implicado en lo más recio de la pelea, al relevar  el 29 de junio al comandante del n° 14, herido en uno de los bombardeos y asaltos que continuamente sufría la fortificación. El 18 de julio el enemigo lanzó su más fuerte ataque, dispuesto a tomar la posición, llegándose al cuerpo a cuerpo por la posesión de aquel ya ruinoso blocao. El hecho le valió al teniente Ovide la concesión de la Cruz de María Cristina de primera clase por su valor y acertadas disposiciones, condecoración entonces sólo inferior a la Laureada, y que lo fue por Real Orden de 19 de abril de 1899.

El ataque norteamericano

Mientras se sucedían estos combates, empezaron a llegar las fuerzas expedicionarias americanas desde principios de julio, pronto encuadradas en una división al mando del general Anderson, articulada en dos brigadas, al mando de los generales McArthur y Greene. Aunque incluían moderna artillería de campaña y de sitio, su nivel no era muy alto, tratándose generalmente de unidades de la Guardia Nacional con algunos regimientos regulares de profesionales. Tales tropas tardaron en entrar en acción, y cuando lo hicieron no se les confió grandes tareas, indudablemente se prefería que españoles y filipinos se desgastaran mutuamente.

El 5 de agosto el general Augustín, cuyo mando había sido muy criticado, fue sustituido por el segundo jefe, Jaúdenes, pero la moral era ya muy baja en Manila, pues se sabía que la expedición de socorro del almirante Cámara había recibido órdenes de volver a España tras la derrota de la escuadra de Cervera el 3 de julio ante Santiago de Cuba y la posterior capitulación de aquella plaza. Manila parecía ya perdida y sólo se esperaba el asalto final. Pero en una cosa estaban de acuerdo españoles y americanos: en impedir que las tropas de Aguinaldo entraran en la capital, los primeros por temor a que se entregaran a la venganza y el pillaje, los segundos porque ya planeaban quedarse con el archipiélago y no querían dar mayor relieve a sus circunstanciales aliados. Así que en la mañana del 13 de agosto, las únicas tropas que atacaron fueron las de Anderson.

El plan de ataque no podía ser más sencillo: tras una preparación artillera, las tropas de infantería atacarían la línea española al sur de la ciudad, línea que sería batida de flanco y retaguardia por la escuadra americana, que poco tendría que temer de las anticuadas piezas de costa que defendían Manila. La resistencia española era prácticamente imposible en tales circunstancias y apenas quedaban opciones salvo una honrosa defensa seguida de una pronta capitulación para evitar bajas innecesarias.

La suerte, pues, estaba echada, y no parece fuera una ocasión muy propicia para lucirse, pero el teniente Ovide, consiguió de nuevo hallarse en el ojo del huracán, y dejar  constancia de su valor y decisión. Según el relato de su Hoja de Servicios, los hechos sucedieron así:

“…roto el fuego por la escuadra americana sobre nuestras líneas avanzadas y ordenada la retirada por el jefe del sector, se quedó voluntariamente mandando el último escalón. Recibida orden de recuperar una de las trincheras abandonadas al objeto de detener al enemigo y para proteger la retirada de otras fuerzas, retrocedió con treinta hombres y al observar que ya estaba ocupada por fuerzas  americanas, atacó a éstas con tal ímpetu que las obligó a abandonarlas precipitadamente, dejando varios muertos, en cuyo ataque resultó herido de bala en el labio inferior con fuerte contusión en la dentadura, siguiendo no obstante al mando de la fuerza, sosteniendo vivísimo fuego para detener al enemigo y salvar la retirada de estas fuerzas, hasta llegar próximo  a las murallas de  Manila, donde recibió orden de rendirse por haberlo efectuado y hacía ya tiempo la plaza, siendo entonces felicitado por el general americano Greene, quien puesto al frente de sus tropas le tributó los honores de la guerra”.

Creemos que los hechos se comentan por sí solos,  y pese al laconismo de la prosa oficial son altamente significativos. No sabemos si se llegó a abrir juicio contradictorio para la concesión de la Laureada, pero aquello merecía más que una nueva Cruz Roja o incluso una de María Cristina, por  tanto, y siguiendo una costumbre de la época, se le concedió la Cruz de Carlos III libre de gastos por Real Orden Circular de 22 de agosto de 1899.

No podemos tampoco dejar de señalar la caballerosidad de Greene, consignando de paso que las tropas a su mando eran del 18° de Infantería regular, del 1° de California, 1° de Colorado, 1° de Nebraska y 10° de Pennsylvania.

Una valoración

Como es bien sabido, el conflicto no tardó en estallar entre los norteamericanos y los filipinos, aliados sólo circunstanciales frente a España. Los norteamericanos querían controlar las islas bajo su protectorado, los filipinos querían la independencia por la que tanto habían luchado.

Y esta nueva guerra, cuando apenas había finalizado la anterior, pues de hecho muchas tropas españolas seguían esperando la evacuación y la heroica guarnición de Baler continuaba su resistencia, nos ofrece una curiosa comparación con la anterior campaña, que puede servir para establecer una valoración  de la conducta de nuestras Fuerzas Armadas, tantas veces criticadas en exceso y con poca objetividad, como correspondía al amargo clima que siguió a la derrota del 98.

Las hostilidades entre americanos y filipinos se rompieron en la noche del 4 al 5 de febrero de 1899, y se prolongaron en durísima guerra hasta el 4 de julio de 1902, es decir, nada menos que tres años y cinco meses, tras los  que y finalmente, los EE.UU. consiguieron la victoria.

Para esa contienda las fuerzas americanas dispusieron de recursos materiales y financieros sin comparación con los que dispusieron los españoles en la campaña entre 1896 y 1897: nada menos  que 400 millones de dólares (por el tratado de paz compraron Filipinas por 20 millones) se gastaron en la guerra. No hay ni que hablar de la superioridad aplastante de las fuerzas navales americanas, comparadas con la escuadra de Montojo, además la de Dewey fue reforzada con nuevos buques, parte procedente de los EE.UU., parte con los cañoneros españoles supervivientes, que fueron vendidos a los nuevos dominadores tras la evacuación del archipiélago, dado su nulo interés para nuestra Armada, con los apresados o capitulados durante la campaña o con los hundidos y reparados posteriormente.

Pero el capítulo principal fue el Ejército, obviamente, prestando servicio a lo largo del conflicto más de 125.000 soldados americanos, de los que murieron en acción 4.200 (aparte del duro tributo impuesto por las enfermedades) y resultaron gravemente heridos otros 2.800. Ni que decir tiene que estas tropas estaban mucho mejor armadas y equipadas que las españolas, especialmente con profusión de ametralladoras, armas casi desconocidas en nuestro Ejército por entonces, artillería, etc.

A ellos se unieron las tropas auxiliares filipinas a su servicio, los “exploradores” y la “polcía”, con otros casi 20.000 hombres más.

La guerra conoció una primera fase de enfrentamientos regulares, que pronto ganaron las muy superiores fuerzas americanas, pero al pasar a la guerrilla, Aguinaldo y sus hombres dieron de sí todo lo que eran capaces.

Al mando americano no le quedó otra opción sino la de recurrir a las “aldeas estratégicas”, reconcentrando la población rural en campos fortificados y vigilados para aislarla de la guerrilla. Era la misma táctica que había empleado el Capitán General de Cuba, D. Valeriano Weyler en Cuba, y que tantos reproches y hasta acusaciones de genocidio había producido en los EE.UU. siendo uno de las excusas para su intervención militar. Claro que ahora, y pese a las críticas de alguna prensa independiente, la decisión les pareció muy diferente.

El coste para el pueblo filipino fue enorme, calculándose más de 20.000 muertos  entre los combatientes filipinos, y más de 200.000 entre los civiles, tanto por represalias como por las sórdidas condiciones de los campos de reconcentración, llamados por uno de sus generales “suburbios del infierno”. Incluso se recurrió en amplias zonas a la táctica de la “tierra quemada”, incendiando viviendas y cosechas, así como matando al ganado.

Aunque se procuró “echar tierra” a atrocidades cometidas por tropas americanas, al menos en 54 ocasiones llegaron a ser juzgadas éstas por tribunales.

Y finalmente, el acosado Aguinaldo sólo pudo ser apresado gracias a un acto traicionero, aunque la lucha siguió todavía largo tiempo.

Si comparamos estos datos con los de la campaña de Polavieja   que concluyó algo después de su marcha con el pacto de Biac Na Bató, creemos que podemos formarnos una idea de las efectividades reales de las tan denostadas Fuerzas Armadas Españolas y la de las tan enaltecidas de los Estados Unidos.

Y no sólo por los medios y hombres empleados y por el tiempo necesario en alcanzar la victoria, sino incluso por las bajas de ambas partes y los sufrimientos de la población civil.

Es cierto, y sin ello cualquier comparación carecería de rigor, que las fuerzas de Aguinaldo habían ganado mucho en experiencia, organización y armamento tras la corta campaña de 1898, en que se habían incautado de mucho armamento y munición a las tropas españolas que capitularon, y absorbido a muchos profesionales indígenas de ellas que se pasaron a sus filas.

Pero, incluso contando con estos factores, resultan muy llamativos los hechos y cifras expuestos, cuya exacta valoración dejamos al lector.

Finalmente, y como hemos visto, a comienzos de 1898 se dieron por pacificados los territorios de Mindanao y Joló, cuya población musulmana era muy refractaria a cualquier tipo de dominación. La guerra reactivó aquí igualmente la rebelión, debiendo empeñarse las tropas americanas a fondo desde 1902 a 1913 para conseguir su completa victoria.

Los últimos años de un soldado

Pero debemos volver a la narración de la vida de nuestro biografiado.

Repatriado tras la paz, el teniente Ovide volvió a la oscura vida de guarnición en España, con destinos en Cataluña y Baleares, hasta su pase a la reserva en 27 de febrero de 1925 tras casi 42 años de servicios. Sufrió la pérdida de su esposa a poco de la guerra, el 23 de marzo de 1899, pero contrajo segundas nupcias el 16 de marzo de 1909 con Doña Rosa Fort Puig. En 1903 aprobó el examen para el ascenso a capitán de Infantería, pero el casi colapsado escalafón de la época le impidió alcanzarlo hasta el 18 de diciembre de 1906. Nada menos que 11 años después ascendió a comandante, aunque había sido declarado apto para el ascenso en 1912, y por fin, el 2 de junio de 1917 llegó a teniente coronel, graduación con la que se retiró ocho años después. Pese a todo, no era poca carrera en la época para alguien que había ingresado en ella desde la clase de tropa.  Aparte de las recompensas ya mencionadas, recibió la Medalla de la Campaña de Filipinas, con los pasadores de Mindanao y Luzón, la Medalla de Alfonso XIII, la de Plata de los Sitios de Gerona, y la Cruz sencilla y la Placa de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo.

Pero recompensas aparte, D. Faustino Ovide mostró unas cualidades poco comunes: casado ya y con una hija, familia que le acompañó a Filipinas, y pasada la treintena en una época en que los años pesaban más que ahora, no dudó en solicitar destino en un por entonces lejanísimo ultramar, demostrando una insólita capacidad para el mando de tropas indígenas en un escenario que debía ser para él no ya exótico, sino fuera de toda experiencia y preparación anterior y por completo extraño. Y debemos recordar que su mando de pequeñas unidades, de sección a compañía, se dio en circunstancias bien exigentes, pues se trataba de misiones independientes o tan comprometidas como la vanguardia de una columna.

Cuando estalló la guerra del 98 y ya con un enemigo muy distinto, mostró nuevas capacidades en  la heroica defensa del blocao o con la decisión que mostró frente al decisivo ataque americano, en que no dudó en contraatacar a un enemigo crecido, mientras la resistencia y la moral de lucha españolas se derrumbaban a su alrededor. Y ello por no hablar de su valor personal, acreditado con las dos heridas que recibió en combate, ninguna de las cuales le hizo abandonar el mando y la lucha, o la pérdida de su caballo. Basten para confirmarlo las felicitaciones de sus más altos superiores y hasta el caballeroso homenaje de sus propios enemigos.

No tiene muchos paralelos el que un simple teniente consiga no menos de siete condecoraciones por méritos de guerra en apenas año y medio  de campaña, y dos de ellas de muy alto rango. Pero, y por encima de todo, para D. Faustino Ovide González tuvo que ser un motivo de legítimo orgullo y satisfacción personal el hecho de haber sido el último y denodado defensor de Manila, rechazando al victorioso enemigo y cesando sólo la resistencia ante órdenes superiores.

Esquela publicada en el periódico «La Vanguardia», edición del sábado, 23 de enero 1937, pág. 5

Nuestro biografiado murió en Barcelona en enero de 1937, a los 73 años. En su esquela, publicada en “La Vanguardia”, no se hace mención alguna de su profesión militar ni de sus méritos, refiriéndose sólo a sus familiares. No eran tiempos propicios para ello en la España republicana, y menos en el enrarecido ambiente de Barcelona, en la que anarquistas y comunistas y republicanos no iban a tardar en enfrentarse violentamente entre ellos. Tal vez ello mismo haya contribuido a que su recuerdo haya permanecido en un casi total olvido.

 

BIBLIOGRAFÍA y FUENTES

  • ARCHIVO GENERAL MILITAR, Segovia. Expedientes Personales. D. Faustino Ovide González.
  • MILLETT, Allan R. y MASLOWSKI,  Peter, Historia Militar de los Estados Unidos. Por la Defensa Común, San Martín, Madrid, 1986, especialmente pp.321-331 y 356-357.
  • MOLINA,  Antonio. Historia de Filipinas, ICI, Madrid, 1984, 2 vols.
  • RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón, Operaciones de la guerra de 1898. Una revisión crítica, Actas, Madrid, 1998.
  • Del mismo autor.- La caída de Manila. Estudios en torno a un informe consular, Asociación Española de Estudios del Pacifico, Madrid, 2000.
  • SASTRON,  Manuel. La insurrección en Filipinas y Guerra hispano-americana en el archipiélago, Minuesa de los Ríos, Madrid, 1901.
  • TORAL,  Juan y José. El sitio de Manila en 1898. Memorias de un voluntario, Manila, 1898

Agustín Ramón Rodríguez González (Madrid, 1955) es Licenciado en Geografía e Historia y Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid.

En su libro Españoles en la mar y en ultramar, editado por la editorial Sekotia de Madrid, dedica un capítulo a este modesto teniente en las Filipinas de 1898 bajo el título: El último defensor de Manila.


 

Chapuza monumental

Obras de acondicionamiento de la carretera AS-15, Cornellana-Puerto de Cerredo. Foto: EC 04/2018

Es una chapuza, así, con todas las letras. Me refiero a las obras realizadas en el corredor del Narcea, al menos entre el cruce de La Florida (Tineo) y Cangas del Narcea. Han sido capaces de sorprenderme una vez más.

Desde que terminaron el tramo, con señalización incluida, no había pasado por ahí. Intenté encontrar la explicación para los ocho meses que tardaron en ejecutar las obras y no encontré ni una. No entiendo que para poner unos quitamiedos, raspar algún tramo de carretera o echar una capa de rodadura bien delgada tardaran todo ese tiempo. No hubo más. Bueno sí, pintaron las líneas y señalizaron.

El resultado final ha sido que han estrechado los carriles de circulación, no adecuaron ningún tramo más para poder adelantar (todo lo contrario, ahora hay menos) y encima han reducido la velocidad. La carretera está plagada de algunas señales de prohibición de más de 70, unas pocas de 60 y la mayoría de 50. Resultado: hoy se tarda lo mismo en ir desde Tineo al hospital comarcal Carmen y Severo Ochoa, en Cangas del Narcea, que de Tineo a Oviedo. Se entiende que respetando las señales, faltaría más. No exagero.

Por si esto no fuera suficiente, en algunas de las laderas al lado de la carretera quedan árboles tirados que en cualquier momento pueden caer. Hace unos días, a la altura de Villanueva y de noche, uno de ellos aterrizó en la carretera. No hubo accidentes, afortunadamente. Un pequeño detalle: esos árboles están ahí desde las nevadas de febrero. No sé si son terrenos públicos o privados, lo que sabemos es que son un peligro y ahí siguen.

La misérrima capa de rodadura va a durar poco. Será antideslizante y lo que quieran, pero en algunos tramos tiene ondulaciones, se notan. El invierno que se avecina, como sea un poco duro, será su test de calidad. ¡Ah! por favor, si tienen que pasar las quitanieves… ¡cuidadín!, no profundicen mucho que nos dejarán sin la capa asfáltica que tanto nos costó en tiempo, cabreos y dinero.

Son incapaces de mantener la red de carreteras que tenemos, ¡cómo para hablar de mejorarlas! De las autovías a Ponferrada y Canero no les hablo, me da la risa, y del Plan Especial para los concejos del Suroccidente Asturiano menos, que me descojono.


M. Santiago Pérez Fernández es Director de la Casa de Cultura «Conde de Campomanes» y Coordinador de la Red de Bibliotecas Municipales de Tineo. Artículo publicado en el diario La Nueva España, 24/10/2018.


Despacito

Carretera AS-15. Foto: Francisco Álvarez

Antiguamente, para diseñar una nueva carretera, soltaban un burro y la hacían siguiendo el camino que tomaba. Y, si no disponían de un burro, contrataban a un ingeniero. No aseguro que sea cierto, pero, si lo es, el departamento del Principado responsable de la AS-15 no va necesitar sacar a oposición plazas de ingeniero en mucho tiempo. La AS-15, para aquellos que no lo sepan, es la carretera que enlaza Cangas del Narcea con el centro de la región y debería venir en el mapa pintada con color rojo de vergüenza salpicado de puntos negros de muerte.

Recientemente, bien porque había aparecido en demasiadas noticias luctuosas en los medios, bien porque se aproximan elecciones, decidieron hacer algo al respecto. Pero no sean ilusos, no analizaron puntos conflictivos, eliminaron curvas peligrosas o rectificaron peraltes. Ésta sigue siendo la Asturias de Tini Areces, la de las chapuzas, las obras con sobrecostes millonarios y las inauguraciones con pinchos de tortilla baratos. Se limitaron a aplicar una somera capa de asfalto tapando la sangre fresca, para que dure hasta después de las votaciones y el que venga detrás que arree.

Eso no solventó los problemas de seguridad; pero ahí tenían otra solución de las suyas: prohibir los adelantamientos y limitar la velocidad. Después de todo, la pintura blanca y las señales son baratas. Así, después del arreglo, el trayecto a Oviedo se ha alargado en veinte minutos; cuatro arreglos más como éste y llegaremos antes por el monte a caballo. Este apaño, evidentemente, no reducirá el número de accidentes, al contrario, aumentarán. Respetar todas esas limitaciones se convertirá en un imposible ejercicio de paciencia. Incluso aquellos conductores más prudentes y respetuosos acabarán por cansarse y pasarse las señales por ahí y, donde antes sólo había unos pocos incumplidores, ahora habrá muchos. Es lo que sucede cuando se dictan normas injustas y ridículas. Eso sí, las multas aumentarán de manera considerable y hay que recaudar para mantener a tantos genios. Los que mandan viajan en coche oficial y su tiempo lo pagamos nosotros.

Antonio Ochoa es socio del Tous pa Tous y autor del blog Entre montañas en el diario El Comercio.


Moal (Cangas del Narcea), Pueblo Ejemplar de Asturias 2018 – RTPA

Programa especial de Radiotelevisión del Principado de Asturias (RTPA) con motivo de la visita de los Reyes de España a Moal (Cangas del Narcea), el 20 de octubre de 2018, para hacer entrega del premio Pueblo Ejemplar de Asturias 2018, un día después de entregar en Oviedo los premios Princesa de Asturias.

Participa como comentarista José Antonio Alonso Rodríguez (Jose de Mingo), natural de Moal, autor del blog: «Moal Puerta de Muniellos» y socio del Tous pa Tous, Sociedad Canguesa de Amantes del País.



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