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AL LADO DEL RÍO. Un relato de Pin Estela en 1978

   Hace ya muchos años, quizá veinte, unos cuantos amigos entonces adolescentes fuimos, como otras muchas veces, a merendar a casa de Lola la de Llano. Era avanzado septiembre, ya muy pasado el Acebo, y teníamos el presentimiento de que el verano iba a terminar ese día bruscamente, tapado por un cielo hosco y gris. Porque los veranos terminan así, de repente, como si la gente y las nubes se pusiesen de acuerdo para dar paso a otro tiempo más íntimo y más lento. Aquel día la lluvia se afinó haciéndose más sutil y más fría, y el aire traía desencanto, robando el pensamiento hacia amagostos de castañas y gabardinas. Para entonces las cabezas de los caminantes tendían a hundirse entre los hombros en un gesto de recogimiento, las gentes avivaban el paso y todos sabíamos que los días soleados empezarían a ser casualidades.

   El carácter alegre y trabajador de Lola la de Llano disfrazaba de buen humor lo que en el fondo era una extraordinaria bondad: su casa siempre albergaba a diversos personajes desamparados que iban a calentar la soledad de su vejez en aquella chariega suya donde se sentía un permanente aroma de comida y amistad. Allí nos recogió a nosotros aquella tarde lluviosa. En el rincón del escaño, donde hay que tener cuidado para no quemarse las puntas de los zapatos y para no lagrimear con el humo, estaba sentado un viejo aldeano de rostro noble y ojos claros que tenía el cabello blanco como la leche. Pese a su boina raída y sus madreñas, pese a su chaleco arrugado y su chaqueta de pana que nos hablaban de un hombre de la tierra, por un cierto aire indefinible el viejo nos hacía pensar que había pasado una parte de su vida en Cuba. Quizás era por su forma de hablar —una extraña mixtura de tierras muy dispares, acaso inexistentes— o quizás fuese una cierta seguridad en sí mismo que más que aplomo parecía un reto. En efecto, cada vez que el viejo hablaba, por no sé qué oscura razón, uno se sentía como insultado, empequeñecido, despreciado. Quizás sólo era debido a su mandíbula cuadrada, demasiado recia para su edad.

   Nosotros, que en aquellos años no habíamos llegado más allá de Oviedo o Villablino, le escuchábamos con respeto y con esa devoción atenta que despiertan los hombres de mundo, sobre todo para quienes piensan que los viejos son sabios por el mero hecho de ser viejos, sin tener en cuenta que también los asnos llegan a viejos sin dejar de ser asnos. Aquel anciano de mandíbula recia nos hablaba de América, de grandes soles amarillos, de mujeres bellas como espejos, de piel color castaña, de riquezas sin límite, de casas con ascensor, de flores altas como hombres, de automóviles con bañera y también de pequeños regresos a los valles de Cangas, donde la vida era más dócil, la familia más amada y los recuerdos andaban cercanos y accesibles, como los amigos de todos los días.

   Mientras el viejo conversaba y Lola asaba chorizos con vino blanco en la cocina, la lluvia continuaba cayendo afuera. De vez en cuando alguno de nosotros se levantaba hasta la galería para ver el río que murmuraba al fondo; y junto a las playas tropicales y las ciudades soleadas de América que llevábamos en la cabeza, aparecían ahora montes sombríos que la lluvia llenaba de soledad, montes oscuros y desolados bajo cortinas de agua, como si en vez de estar habitados por hombres fuesen los hombres los que estuviesen habitados por montañas. Y cuando regresábamos a la chariega frotándonos las manos con ganas de calor e intimidad, el anciano nos hablaba de los grandes ríos tropicales, de su majestuoso caudal, y nos decía: «Los nuestros sólo son regueiros». Nos habló largamente de los ríos y nos dijo que los de aquí, el río del Coto, el de Naviego e incluso el mismo río Narcea nacen de una fuente en la montaña, de un regueirín; porque son ríos pequeños; pero que los ríos de América, cuyas orillas no se divisan entre sí, son tan gigantescos porque nacen del mar, de un mar lejano que queda más alto, al otro lado, más allá. Y para convencernos decía: «Porque América tiene mar por los dos lados». Nosotros opusimos resistencia con respetuosos argumentos, alegando que todos los ríos, incluso los de América, tienen las fuentes como origen, igual que los nuestros. Pero el anciano repetía obstinadamente: «Yo estuve allí, yo mismo lo vi, nacen en el mar». Confiaba más en sus recuerdos que en su razón.

   Acaso por defender la humillada posición de segundones en que se dejaba a nuestros ríos, o por no renunciar a nuestra lógica de escuela pública o por sentir que el viejo abusaba de su edad, nos fuimos haciendo un poco malvados y lo asaetábamos con preguntas malintencionadas de las que deducíamos que el anciano no había estado más que diez meses en Cuba con un hermano en el año 1928, que trataba de conservar con grandes esfuerzos un acento extraño más inventado que recordado, que se sentía solo y no sabía leer. Así, triste y acosado por nuestras pruebas contundentes, moviendo la boina en la cabeza sobre su pelo blanco, no tuvo más remedio que ceder y nos dijo: «Puede que tengáis razón, a lo mejor los ríos nuestros nacen también en el mar». Ya no tuvimos nada que responder, porque el misterio de los ríos era tanto que no resultaba soportable sin recurrir a la imaginación. Y para el anciano eran los ríos de su infancia, las aguas que huyen de su origen sin detenerse nunca más que brevemente en los pozos para recordar un instante y perderse luego otra vez, ya definitivamente sin memoria, en lugares desde donde nunca pueden regresar. El viaje a América del anciano había sido uno de esos pozos sombríos, con remolinos, donde se había anclado su memoria y de donde no quería salir. Pero las aguas de los ríos se van y no vuelven más. Por eso algunos piensan —quizás con razón— que lo mejor es no partir. Pero lo más probable es que tanto el origen como el final estén en el mismo sitio, en el mismo mar. Que por más que uno se aleje siempre lleva consigo y siempre regresa al lugar donde nació.

   Al final de la tarde regresábamos a Cangas caminando bajo los nogales y los castaños de la carretera, desde donde caían gotas retrasadas, grandes como manos y sutiles como lágrimas. Aquella tarde un poco triste, en la primera chariega del otoño habíamos aprendido una cosa: que América no existe, que es tan sólo la invención de un aldeano que no supo quedarse ni marchar.


José Avello Flórez
Junio, 1978

La Princesa Encantada de «La Cartuja» en Cangas de Tineo

Cangas del Narcea y La Cartuja vista desde el barrio de Santa Catalina, hacia 1901.

Este cuento ambientado en Cangas del Narcea (Asturias) y más concretamente en La Cartuja y el río Luiña, fue publicado el 3 de marzo de 1901 en El Globo n.º 9.219, que como diario liberal-demócrata, en el periodo finisecular se convertiría en cómodo refugio de la “aristocracia” de la generación del 98, según señala Gómez Aparicio, resaltando la incorporación a su redacción de Pío Baroja y Azorín. En este caso, el firmante de La Princesa Encantada es AMADER, pseudónimo del abogado cangués Ángel Martínez de Ron, a la postre, un importante colaborar de la revista La Maniega. Boletín del Tous pa Tous. Por esta revista, y más concretamente por su número 22 de septiembre-octubre de 1929 sabemos que el autor era también el propietario de La Cartuja. La noticia dice así: «Regresó a la corte, después de disfrutar durante el verano de las frescas brisas del Luiña, en su posesión de la Cartuja, don Ángel Martínez de Ron, con su señora e hijas Isabelita y Soledad.»

 

CUENTO
LA PRINCESA ENCANTADA

En la parte occidental del Principado de Asturias se halla la villa de Cangas de Tineo, situada en la confluencia de los ríos Luiña y Narcea, que se unen a su vez con el Nalón; y en la parte Sur de dicha villa, entre la carretera de Castilla y el citado río Luiña, existe una vetusta posesión, denominada «La Cartuja», rodeada de viñedos, hortalizas, prados y árboles frutales, en su generalidad manzanos, que producen óptimo fruto.

¿Que por qué se llama «La Cartuja»? Ni el caserón perteneció a aquella monástica institución, ni fue posesión de ningún padre de la Orden, ni propiedad de alguna rica hembra que dicho apodo llevara. No se ha encontrado hasta la fecha nada que justifique la denominación, a menos que la soledad, el aislamiento, el silencio y la placidez que respira aquel rincón y la presencia en él, durante la época veraniega, de algunas personas que verdaderamente desean «veranear», hayan dado motivo al bautizo. Todo allí es antiguo; pero bien conservado, y, sobre todo, confortable.

Los alrededores ofrecen panoramas tan variados como hermosos, algunos de los cuales son designados por las crédulas gentes del campo como teatro de extraordinarios acontecimientos, mezcla de verosímiles y fantásticos, zurcidos quizá en las crudas noches de invierno, junto a la chimenea, al resplandor incierto de añosas leñas, entre sus crujidos y chisporroteos, y corregidos y aumentados de generación en generación.

Uno de estos acontecimientos es digno de relato.

Es el caso que, según la tradición, existió en «La Cartuja», hace muchos siglos (no se sabe cuántos) una noble y linajuda familia, compuesta de un matrimonio con un hijo y una hija, que, dada la calidad real de su procedencia, recibían estos últimos los nombres de Príncipe Rodulfo y Princesa Elena.

Constituían la familia más feliz en muchas leguas a la redonda de esta comarca, porque, además de los derechos que tenían sobre los habitantes de la región, disfrutaban pingües rentas y se hallaban rodeados de una numerosa servidumbre de ambos sexos, atenta siempre a adivinar hasta los más pequeños caprichos de sus señores para acudir con presteza a satisfacerlos.

Esto, aparte del gran cariño y afecto que se profesaban entre si los individuos que la componían viniendo con ella a completar la mayor felicidad posible en esta vida.

Pero como todas las dichas terrenas concluyen, llegó un día en que todos experimentaron la primera tristeza con la separación del príncipe Rodulfo, que, habiendo optado por la carrera de las armas, tuvo precisión de acudir a donde el deber militar le llamaba.

Pasaron años sin que Rodulfo pudiera regresar a su casa solariega; y entre tanto, ocurrió que la princesa Elena, que era un ideal de hermosura, se enamoró perdidamente, con la fuerza de los mejores años, de un gallardo mozo llamado Arcadio, que había venido a casa de su padre con un importante mensaje sobre arreglo de fronteras señoriales.

Tanto como ella, se enamoró el galán, no pudiendo resistir al esplendor de belleza de la princesa Elena. Desgraciadamente, las excelentes cualidades físicas que adornaban al mancebo no correspondían con las de su alma, y abusando de la confianza que le dispensó tan noble familia, burló a la inocente niña, abandonándola luego a su desesperación.

Este fue el segundo disgusto enormísimo que sufrió tan distinguida familia, y no pudo sustraerse de comunicar acontecimiento tan lamentable al príncipe Rodulfo, el cual, enterado del nefasto suceso, pidió reales licencias, que, obtuvo, a sus monarcas y jefes, para regresar a su país a fin de vengar y lavar con sangre la ofensa recibida.

Orgulloso por sus gloriosas victorias, que le proporcionaron las más altas distinciones y condecoraciones, se hallaba satisfecho de sí mismo, y sólo le atormentaba la sed de venganza contra el ladrón de la honra de su familia, que a manera de culebra de fuego se enroscaba en su corazón.

Inmediatamente envió un mensaje de reto al indigno seductor de la bella Elena, el cual contestó en forma aceptando el desafío, que tuvo lugar en un campo, límite de las dos regiones señoriales, y a presencia de innumerables vasallos de ambas partes.

El encuentro fue reñido y sangriento; pero como el príncipe Rodulfo se hallaba más habituado al manejo de las armas, logró tender a sus pies a su adversario, cubierto su cuerpo de innumerables heridas.

Lavada ya la ofensa, volvió el príncipe a la guerra, dejando a sus padres en el más triste desconsuelo, y sobre todo a su hermana, que sufría horriblemente la pérdida del ser amado y la ausencia de Rodulfo.

La desgraciada Elena no hallaba alivio a sus males, que la atormentaban en extremo, y vagaba desorientada por la finca de «La Cartuja», derramando abundantes lágrimas, con las que regaba todos los sitios que recorría.

Una tarde en que sentía los más acerbos dolores en su corazón, fue, sin darse cuenta, hasta un punto peñascoso, al pie del cual existe un pozo de gran profundidad, formado por una excavación en el cauce del mencionado río Luiña.

Se sentó en una peña, y con la amargura de su triste situación, contemplaba abstraída la extraordinaria cantidad de agua que tenía a su vista, sólo comparable con las lágrimas por ella vertidas, y como queriendo encontrar lenitivo a sus penas en aquel sitio, el más retirado de la posesión.

De repente, su calenturienta imaginación hízole ver que salía de las aguas una vieja de aspecto horripilante, con la cabellera suelta y enmarañada, los ojos saltones, como queriendo salirse de sus órbitas, la boca inmensamente grande, los brazos escuálidos, y cuerpo extenuado; que montaba en una escoba que la servía de barquilla y que se le acercó, le dijo:

—Estoy enterada, Elena, de las grandes amarguras que sufrís, siendo el mayor dolor que os aflige la pérdida de vuestro Arcadio, que, a pesar de su mal comportamiento, le amáis aún. ¿No es verdad?
—Con toda mi alma, con todo mi corazón —contestó la princesa—
—Luego—prosiguió la vieja—tendríais gran contento en volverle a ver, ¿no es cierto?
—Desgraciadamente eso no es posible —replicó la princesa— porque le mató mi hermano en noble lucha y en vindicación de mi honra…
—Sí es posible —insistió la vieja— y si queréis volver a verle tan arrogante y gallardo como antes, no tenéis más que arrancar un cabello de mi cabeza.

Elena, loca con idea tan halagüeña, alucinada con el vehemente deseo de ver de nuevo a aquel a quien tanto amaba, sin reflexionar sobre el asunto, alargó su delicada y trémula mano y arrancó a la vieja el misterioso cabello que había de surtir tan maravillosos efectos.

Instantáneamente la princesa quedó convertida en una trucha, y dando un enorme salto cayó sobre las aguas, desapareciendo en ellas, en pos de la vieja, que la guiaba por aquellas inmensas profundidades.

La desaparición de la princesa causó tan hondo sentimiento a sus padres que quedaron postrados por el dolor. Pusieron en movimiento los poderosos elementos de que disponían para averiguar su paradero, sin haber conseguido el objeto deseado.

En esta situación de verdadera tristeza recibieron la fatal noticia de la muerte de su hijo, ocurrida en una colosal batalla que se había librado, y en la cual había demostrado su valor sin límites; y no pudiendo resistir a este nuevo golpe de la fatalidad que hacía tiempo les perseguía, fallecieron en el mismo día víctimas de la inmensa pena.

Muchos comentarios se hicieron en la comarca respecto a los acontecimientos ocurridos en «La Cartuja» pero donde más se fijó la atención pública, fue en el maravilloso encantamiento de la princesa Elena.

Referían las gentes que habían pasado por las inmediaciones del pozo, que desde entonces se llamó «Pozo de la Encantada», que oían a medianoche gritos y relatos que partían del fondo de las aguas. Parece ser que la princesa, en tales momentos, manifestaba lo que le había ocurrido con la vieja, y que queda ya relatado, agregando que la había llevado a un palacio de encantamiento, donde, después de cruzar soberbios y suntuosos salones, la condujo a un recinto verdaderamente maravilloso donde, en efecto, vio a Arcadio, sin que pudieran hablarse ni comunicarse sus afectos de modo alguno, siendo un verdadero tormento el que sufrían, que al parecer era la consecuencia del maligno encantamiento.

Pedía, por lo tanto, la princesa, que la libraran de aquel horrible sufrir, a fin de conseguir su desencantamiento.

Tal horror produjo en los habitantes lo relatado, que nadie se atrevía a aproximarse al «Pozo de la Encantada»; horror y verdadero miedo que no se han extinguido.

Como consecuencia de ello, los alrededores de aquel sitio estaban tan cubiertos de arbustos, zarzas y malezas, que hacían imposible penetrar hasta él.

Conocedores varios jóvenes de aquella villa de la fantástica historia, y con objeto de completarla, emprendieron el verano último grandes trabajos, con el fin de procurar a todo trance el desencantamiento de la princesa; principiaron haciendo un camino para poder llegar al misterioso sitio; luego hicieron un examen detenido para ver si hallaban algún vestigio que les sirviera de guía; y, por último, demostrando un valor nada común, puesto que la mayor parte de la gente se asustaría sólo de la idea de acercarse a dicho punto, se resolvieron a lanzarse al líquido elemento bañándose diariamente en el temido «Pozo de la Encantada», y nadando por debajo de las aguas, hicieron observaciones con todo detenimiento por el peñascoso suelo, sin que, a pesar de estos esfuerzos extraordinarios, hayan podido dar… ni con la princesa… ni con la trucha.


 

El Misterio de la Serpiente, un cómic de María José Perrón con Cangas del Narcea como protagonista

Página nº 11 del cómic ‘El Misterio de la Serpiente’

En Cangas del Narcea el verano se presentaba tranquilo para Alberto y Ana, que pasaban unos días en la casa de sus abuelos. Pero la aparición de unos manuscritos antiguos les sacará del letargo. Analizar y descifrar qué misterio esconden les llevará a recorrer las calles, monumentos, plazas y lugares emblemáticos de la villa… aunque no son los únicos interesados en averiguarlo. ¿Qué esconden los documentos? ¿Serán capaces de descifrar estos jóvenes el Misterio de la Serpiente? ¿Por qué hay otras personas interesadas en poseer los manuscritos? Estos interrogantes son los que plantea María José Perrón en el cómic titulado “El Misterio de la Serpiente”, autora del guión original y de las ilustraciones.

La autora está buscando colaboración para publicar este cómic, cuya motivación principal a la hora de crearlo ha sido rendir un homenaje a Cangas y sus gentes. Los interesados en recibir más información o en contactar con María José puede enviarnos un mensaje a EL TOUS P@ TOUS.

Página nº 13 del cómic ‘El Misterio de la Serpiente’

Página nº 16 del cómic ‘El Misterio de la Serpiente’

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El paraíso del silencio (1919)

Crónica estival publicada en el  periódico La Correspondencia de España – Madrid, domingo 7 de septiembre de 1919


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EL PARAÍSO DEL SILENCIO

Camináis con nosotros por una angosta carretera, que envidiosa del río, arrebatóle parte de su cauce para hundirse también en el profundo tajo de la montaña, y desliza su blancura al margen de las aguas, que corren a nuestra vera y salpican con sus retozos las paredes de la enorme brecha. Arriba, de la faz de la meseta herida y a los bordes del abismo, cuelgan las enredaderas silvestres, repletas de campanillas de cobalto que fortalecen su colorido con la luz del Sol; y unos pajarillos de pechuga rojiza y cenicienta, como la roca viva del acantilado, revolotean a nuestro paso, asustados quizá por la presencia de estos huéspedes inesperados.

La mañana, que está espléndida, convida a la expansión campestre, y dilátase el espíritu por estos apacibles rincones de los valles asturianos, escondidos entre los pliegues de las sierras y de las colinas, y no turbada jamás su paz infinita por las luchas humanas, aunque sean épicas las locuras y trágicas las convulsiones. La tranquilidad reina en derredor nuestro. Apoyado en el pretil de un puente, con gesto de tristeza, implora caridad un pobre anciano de blanca melena y luenga barba. A su cuidado va un rebaño de ovejas, que al trepar por los peñascos agitan sus esquilas, y llega apenas a nosotros el tintín; porque al igual de los cantares de otros pastores mozos y lejanos, es rumor moribundo en aras de la distancia.

Pasan las horas con inusitada rapidez, como diluidas en la corriente, y bien pronto nos sorprende el monasterio de San Juan de Corias, con sus interminables filas de ventanas y balcones —tantos como días tiene el año, al decir de las gentes—; con su mole inmensa de mármol y granito, que pesa sobre un área de ocho mil metros cuadrados y da la sensación de una obra de leyenda, adornada con todos los más bellos ritos que haya podido forjar la tradición cristiana.

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Monasterio de San Juan Bautista de Corias (Cangas del Narcea), hacia 1919.

Ciertamente que no caben mayor exuberancia ni prodigalidad en las galas que acumuló la Naturaleza en torno del monumento. Las aguas potables de manantiales y de arroyos, que corren presurosas entre los árboles frutales y los bosques frondosos, y la situación incomparable del edificio, que se yergue en medio de un valle salpicado de viñas y caseríos, de praderías y arbolado, aúnan el más delicioso conjunto que puedan apetecer quienes sepan gozar de la vida del campo y aprecien esos encantos en toda su intensidad.

Chirría la puerta, mientras gira perezosamente sobre su goznes, y nos franquea el paso a los claustros, que están desiertos, pero bañados por torrentes de luz, que penetra también a chorros, como haces de oro y púrpura, por las filigranas de los ventanales para dibujar caprichosas siluetas en las paredes del fondo, donde se alinean las celdas, que aparentan dormir el augusto sueño sepulcral.

Un religioso de cara angulosa, y tan pálido como la blanca estameña de los hábitos que viste, pero afable y culto, nos guía por el laberinto de pasillos, y con palabra dulce, reposada, nos explica una lección de historia local, a la par que conocemos las dependencias del convento con todas las preciadas joyas que atesora.

Fue fundado el monasterio de San Juan de Corias a principios del siglo XI y a expensas de una cuantiosa fortuna legada con tal fin a los monjes benedictinos por los condes doña Aldonza y D. Piñolo de Ximénez, quienes después de perder a todos sus hijos y la esperanza de nuevas sucesiones, hicieron testamento por el año 1044, concediendo todas sus dilatadas heredades y haciendas desde el río Duero hasta el mar Océano, y desde el río Eo hasta el Deva, para que después de la muerte de ambos se llevase a cabo su deseo.

En 1763 un incendio destruyó toda la antigua abadía, y entonces se pensó en levantar el monumental monasterio que hoy contemplamos y que habitan los frailes dominicos. Comenzadas las obras algunos años más tarde por el abad fray Isidoro Estébanez, continuaron sin interrupción hasta el 1809, que se llevaron á feliz término; largo plazo si se cuentan los meses y los años, pero no tan exagerado, si nuestra atención advierte con algún esmero el ímprobo trabajo que representa.

Hubo un día en que las risas infantiles gorjeaban por los claustros como trinos de pájaros. Decían mal con la austera tranquilidad del convento. Acaso por esto los frailes dejaron de educar gente extraña, y ya no moran en este recinto aquellos heraldos de la alegría, que en sus recreos y con su juvenil algazara inundaban de vida los patios, como si el Narcea, que lame de continuo los cimientos del coloso, desbordase sus pacíficas aguas para arrastrar todo lo arcaico y todo lo legendario, y traer en el seno de su corriente las piedras preciosas que cimentaron el orbe donde bulle todo ajetreo mundanal.

Pero en sus amplias galerías, en sus huertos poéticos, en todos sus lugares, tiene el monasterio de Corias la más inefable atracción, y desde este aislamiento, que lejos nos parecería cruel ostracismo, renegamos de la inexorabilidad de nuestro sino, porque muy fácilmente el vivido ideal de un delirio exquisito pretende naturalizarse en el imperio de la consciente realidad. En este paraíso del silencio los ruidos sociales no penetran y no turban su tranquilo bienestar; habla el alma a solas, consigo misma, y no topa otros testigos de su charla que aquellos sentimientos que procura añorar. Nuestra voz resuena en el abismo del ser, y en su místico letargo el espíritu siente nacer un mundo nuevo con imágenes e impresiones de coloración caprichosa, ajenas por completo a las plásticas concepciones del mundo real.

El monasterio de Corias, Escorial asturiano, alcázar de resignados, refugio de solitarios, es hoy paraíso de silencio en esta tierra de potentados, y cuando el quejumbroso tañido de sus campanas rasga los aires, parece estremecerse el espacio en todos los contornos, para salir de las entrañas del bosque legiones de duendes en mágico aquelarre, firmes jinetes en el indomable corcel de los tiempos y ansiosos de desandar la vida para brindarnos las desnudeces de añejas costumbres pésicas.

Todo es misterio. Los profanos visitantes nos sentimos contagiados de la frialdad de los muros, y se extravía nuestra imaginación en vagos soliloquios por la intrincada espesura del pasado, que revive al soplo de estas brisas monacales saturadas de mirra, de incienso, de laurel. Y desfilan ante nosotros las visiones, y recordamos los sueños de Arquíloco cuando dormía en la más elevada meseta de los Alpes y veíase adorado con rítmicas contorsiones por las hijas de Licambo, bajo la influencia de las nómadas…

Y pasa la tarde. Cuando salimos del convento cierra ya la noche. La luz del Sol desfallece en ámbares cloróticos, y en el terciopelo celeste tiemblan como florecillas de hielo las estrellas. Entre los crespones de las sombras se oculta ya el monasterio de Corias, pero todavía perdura en nuestro ánimo largo rato la impresión que os brindamos.

GIRALDO DE RAVIGNAC
Luarca y septiembre de 1919.