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En el homenaje a Marcelino Peláez; Sobre los “americanos”, un artículo de Borí de 1923

Retrato de Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, 1953)

El sábado, 10 de octubre de 2015, el Tous pa Tous descubrió una placa dedicada a la memoria de Marcelino Peláez Barreiro (Ounón, 1869 – Mar del Plata, 1953), que fue el “americano” o emigrante a América, que enriquecido allí, más ayudó a sus vecinos construyendo la escuela de su pueblo de nacimiento y dando generosas donaciones a numerosos pueblos del concejo para construir casas-escuelas y al hospital asilo de Cangas del Narcea. Aunque en los años treinta se le reconoció su generosidad, algunos de los acuerdos que tomó el Ayuntamiento para mostrar su agradecimiento no se llevó a efecto y hoy su actuación no la recuerda nadie. Por eso, el Tous pa Tous ha tomado la iniciativa de colocar esta placa en la calle Maestro Don Ibo, así como la de solicitar al actual Ayuntamiento que ponga su nombre a la plazoleta que está entre esta calle y Las Huertas.

Marcelino Peláez perteneció a ese grupo social conocido como “americanos” o “indianos”, que tuvo desde mediados del siglo XIX y hasta los años sesenta del pasado una gran relevancia en la vida social y económica de Asturias. Personas que dieron mucho dinero a sus pueblos para escuelas, carreteras, fuentes, etc., a las que se les pedía continuamente ayuda, a las que se las “chantajeaba” emocionalmente y a las que a menudo se las ensalzaba, pero también se las despreciaba.

Indianos en el pueblo, hacia 1915. El primero de pie es Gumersindo Díaz Morodo, ‘Borí’, corresponsal en Cangas de varias revistas de la colonia asturiana en Cuba.

Hemos encontrado un artículo de Gumersindo Díaz Morodo “Borí”, publicado en La Voz de Asturias el 15 de julio de 1923, en el que precisamente trata sin tapujos sobre los “americanos” y la poca consideración que recibían de sus coterráneos. Él conocía y apreciaba mucho a este colectivo. Su padre había sido un “americano”, tenía tres hermanos emigrados en Cuba y Estados Unidos de América, y él mismo había estado unos años en La Habana. Además, tenía muchos amigos emigrantes. El aprecio era reciproco, y por eso Borí fue corresponsal de Cangas del Narcea en las revistas Asturias y El Progreso de Asturias, editadas en La Habana, y representante en nuestro concejo de las dos sociedades de emigrantes de Cangas del Narcea que existían en La Habana. Él se encargaba de repartir el dinero que mandaban estas sociedades para hacer donativos a personas necesitadas, a escuelas, al asilo, etc., y él se encargaba también de informar a estas sociedades de las situaciones que precisaban de su socorro.

En esta misma web hemos publicado un articulo que Borí le dedicó a Marcelino Peláez en la revista Asturias en 1921 y que tituló: “Sembrador de cultura”.


HABLANDO DE CANGAS
LOS “AMERICANOS”

Borí

Largos años de convivencia con los cangueses que van y vienen de América me dan a conocer la triste realidad de que tanto en Cangas como en su concejo no se “conoce”, no se aprecia ni se estima como se merece al elemento “americano”.

El concepto que del “americano” tienen formado estas gentes es tan erróneo y tan… tanto, que daría grima si no provocase carcajadas. Para la mayoría, el “americano” es un “primo”, en toda la acepción de la palabra, y como a tal “primo” solo se ve en él al individuo a quien se puede explotar y engañar cándidamente. El título de “americano” es señuelo para esa mayoría de dejarse engañar y explotar.

Si se trata de un emigrante de aldea, apenas regresa a su pueblo –y como a todo “americano” se le supone repleto de oro- llueven sobre él peticiones de dinero, peticiones en muchos casos dirigidas por convecinos que están en mucha mejor situación económica que el emigrante que regresa. Le piden por pedir, suponiendo que podrán quedarse bonitamente con el dinero que tantos trabajos y sudores habrá costado al emigrante. Si éste accede a esas peticiones, a tantos como crea favorecer, tantos enemigos se creará. Si se niega, entonces se procurará perseguirle y vejarle, hasta obligarle a marcharse nuevamente, para con “los suyos”, como los desengañados dicen.

Se dan también los casos de “americanos” que guiados por su amor al rincón en que nacieron regresan con intención de instalarse definitivamente en el pueblo natal. Apenas llegados, observan el abandono en que se halla todo lo que depende de la administración pública, y principalmente lo que se refiere a la enseñanza primaria, pues la experiencia les demostró que el analfabetismo es la mayor calamidad que puede afligir y aflige a los pueblos. Sus miradas y sus pensamientos se dirigen, pues, a la escuela. Si disponen de suficiente dinero, ofrecerán una cantidad, siempre bastante respetable, para la construcción de un edificio escolar, y no se fijan en que desde el momento del ofrecimiento empieza su calvario. A los mismos a quienes quieren favorecer les parecerá poco el donativo del “americano”, y pretenderán que él cargue con todo y acaso también con las contribuciones del pueblo. Y si despreciando este africanismo rural acude en demanda de apoyo al elemento oficial, le saldrá al paso, cuando no la persecución, una montaña de balduque de expedientes que le abrumará por completo. En fin, que entre todos procurarán cansarle y aburrirle, y le obligarán a renunciar a sus altruistas proyectos y a marcharse de nuevo con sus energía y su dinero a crear vida y cultura en pueblos extraños.

Así es la realidad de las relaciones que el concejo sostiene con el “americano”. En beneficio de todos, de la prosperidad y cultura de la comarca, se hace necesario un radical cambio en el modo de tratar al “americano”. Es preciso ver en el “americano” –aparte del creador de vida en el concejo con los muchos miles de pesetas que anualmente se envían de América- no al ser a quien se procure explotar, sino al portador de progreso y cultura, al hombre de sensibilidad extremada por el dolor, que responde siempre en remedio de calamidades cuando del hogar patrio se le llama. El “americano” tiene más de espiritualista que de materialista, y le duele y ofende, con dolor y ofensa que no olvida, esas continuas pretensiones de engañarle y de atacarle a los bolsillos que ve en la inmensa mayoría de sus paisanos… y familiares.

El Ayuntamiento cangués debiera ser el primero en procurar establecer lazos de no mentida fraternidad con las colonias canguesas de América. Solo en Cuba existen dos agrupaciones integradas por naturales del concejo. ¿Por qué el Ayuntamiento no ha de ponerse en relación continua y “oficial” con esos hijos ausentes, ofreciéndoseles en todo y protegiéndoles al regreso de inicuas persecuciones y castigando cualquier intento de engaño o explotación en que se quisiera hacerles victimas? Y hasta creo que no estaría mal que uno de los principales números de fiestas del verano estuviera dedicado exclusivamente a los “americanos”, cual hacen ya otros concejos asturianos que comprenden mejor que nosotros lo que el “americano” es y significa en todos los ordenes de la vida provincial.


(La Voz de Asturias, 15 de julio de 1923).


La odisea de una mujer cubana llamada Argentina, oriunda de Cangas del Narcea

Por Jorge Fernández Díaz en LA NACIÓN – Sábado 16 de enero de 2010

Argentina nació en la calle Buenos Aires, y cuando decidió escapar de Cuba y llegar contra viento y marea a un remoto aeropuerto del Cono Sur llamado Ezeiza no se resignó a cruzar las peligrosas aduanas del régimen castrista sin la Virgen de la Caridad del Cobre.

Alguien trató de disuadirla, puesto que se trataba de una imagen religiosa en yeso y madera de considerable tamaño que no pasaría inadvertida para los escáneres ni para la policía cubana. Estaba arriesgando la fuga con ese capricho, pero ella no quería ceder. Esa virgen española calmaba las mareas y estaba rodeada de leyendas. Argentina la envolvió amorosamente en toallas y la metió en una maleta.

El aeropuerto de La Habana estaba ese día de noviembre de 1983 tomado militarmente a raíz de la invasión de los Estados Unidos a Granada. Pero Iberia no había suspendido los vuelos, de manera que Argentina Agüera Menéndez; su esposo, Tomás, y sus dos pequeños hijos se largaron con el corazón en la boca y con lo poco que tenían y se dejaron revisar hasta los huesos por los soldados.

Argentina y Tomás eran los sospechosos de siempre: dos personas que no militaban contra la revolución, pero que tampoco la abrazaban; dos ciudadanos que por pequeñas divergencias con la política oficial habían incluso perdido sus trabajos. Pero luego de examinarles las ropas y los documentos, no tuvieron más alternativa que dejarlos pasar. Cuando la maleta con la Virgen de la Caridad del Cobre ya estaba en la cinta transportadora y se disponía a atravesar el detector de metales, ocurrió un auténtico milagro. El operador viró unos segundos para aceptar el sándwich que le acercaba un compañero y al volver la vista ya tenía en la pantalla la siguiente valija.

La Virgen ilesa descansa ahora en el living de la casa de Argentina, en el barrio porteño de Belgrano, donde 27 años más tarde la mujer me está narrando el comienzo de su odisea. Argentina tiene 70 años, y Tomás está en una clínica médica desde hace unos meses, luchando contra un tumor cerebral. Ella nació en la calle Buenos Aires, se llama Argentina y es cubana, pero sus padres eran dos asturianos de Cangas del Narcea y de Tineo. El padre había huido en 1919 de España, porque andaban reclutando muchachos para enviar a la cruenta guerra con Marruecos.

Manuel aprendió el oficio de ebanista en Cuba, llegó a manejar un taller de 26 operarios y tuvo dos hijas. Cuando nació Argentina, una chispa cayó en el aserrín y el incendio destruyó la carpintería. Hubo que empezar de nuevo, hasta que once años más tarde la desgracia volvió a suceder: un cortocircuito arrasó con todo y ya el viejo asturiano se conformó con alquilar un pequeño local dentro de un taller más grande y allí se dedicó a reparar sillas y mesas hasta que la revolución lo pasó a retiro forzoso.

La infancia de su hija fue triste. Le decían Argentina La Carpintera, y como era asmática su madre no la dejaba asistir al colegio. Al principio de una temporada se vistió sola, tomó un cuaderno y un lápiz y se presentó en la escuela 58. Nadie se dio cuenta de que no estaba ni siquiera inscripta, y sólo levantaban sospechas su gran altura para una alumna de primer grado y los nervios que la hacían vomitar. A media mañana se presentó su madre e irrumpió en la clase. «Póngase de pie, alumna -le ordenó la maestra-. ¿Conoce a esta señora?» Tímidamente, Argentina respondió: «Sí, es mi mamá, pero me quiero quedar». Su madre temía que durante una crisis asmática su hija muriera; las maestras se encargaron de convencerla y de darle garantías. Argentina finalmente se quedó y puso tanto afán en el estudio que, con ayuda de una maestra privada, hizo la primaria muy rápido. Luego iba, como correspondía, a corte y confección.

Pronto comenzó la violencia en Cuba. Desaparecían estudiantes y se formaba la resistencia. Los Agüera Menéndez rogaban que se fuera Batista y escuchaban por onda corta las proclamas desde Sierra Maestra. Cuando triunfó la revolución sintieron que había triunfado la libertad. Ese día memorable, Argentina estuvo todo el tiempo en la terraza viendo pasar la caravana de autos y banderas. Sin embargo, el viejo carpintero escuchó el primer discurso de Fidel Castro y articuló, en voz muy baja, una premonición: «Es un farsante».

La sonrisa de esa familia fue cerrándose a medida que el castrismo iba expropiando fábricas, tiendas y comercios. Intervinieron, en esa secuencia, el taller donde trabajaba Manuel, y el carpintero quedó fuera de operaciones.

Argentina consiguió un empleo en el sanatorio del Centro Asturiano, primero como mucama y después como operaria en el laboratorio industrial. Como había estudiado mecanografía y taquigrafía, los revolucionarios la pasaron luego a Admisión. Allí conoció a Tomás, que era técnico en electrocardiogramas, que se mostraba renuente al nuevo gobierno. Argentina era callada, pero Tomás decía lo que pensaba: «Esto es una mierda». Ella se fue enamorando, aunque al enterarse de que era seis años mayor que él quiso cortar relaciones. Pero el amor se impuso.

Ninguno de los dos era contrarrevolucionario, pero ambos eran católicos y querían una boda por Iglesia, algo que estaba muy mal visto en 1969: la religión es el opio de los pueblos. Caerían entonces bajo sospecha y vendrían las represalias. Argentina fue a ver al cura de la parroquia del barrio del Cerro y le explicó su anhelo: «¿Estás segura?», le preguntó el sacerdote. «Aunque sea cáseme en la sacristía», le respondió. Los compañeros de los novios recibieron la invitación. Uno de ellos la pegó en la cartelera de Las Guardias de la Milicia a modo de burla y denuncia. La ceremonia se hizo a puertas cerradas. Y los amigos no entraron al templo para no comprometerse.

Tuvieron dos hijos, y Argentina accedió, a pesar de todo, al Comité de Actividades Científicas en el sanatorio Covadonga. Una noche la gente del Comité de la Cuadra los interrogó: «¿Manuel y Tomás pertenecen al partido, están anotados en la reserva?». La cosa no pasó a mayores, pero Argentina averiguó que estaban buscando hombres para enviar a la guerra de Angola. Si no era ésa, sería cualquier otra: «Tomás, tenemos que irnos de este país -le dijo ella-. Van a llevar a nuestros hijos a la guerra». El viejo asturiano había escapado de España por la misma razón: la historia se repetía.

Tomás tenía primos en los Estados Unidos, pero emigrar parecía imposible. Así y todo, llenó una vez una planilla que repartían los norteamericanos y el Comité de la Cuadra dio aviso al sanatorio. El matrimonio fue inmediatamente expulsado. Era una situación precaria: la madre de Argentina tenía Alzheimer y el padre ya era muy anciano. A Tomás lo obligaron a barrer las calles. Y muy especialmente, los alrededores del sanatorio, para que sus ex compañeros vieran lo que les pasaba a los críticos de la causa. Cuando los ex compañeros lo veían, Tomás levantaba las manos y les gritaba: «Este es el precio de la libertad». A Argentina la enviaron a trabajar al campo, pero como era asmática y tenía certificado médico la abandonaron a su suerte.

Los miembros del Comité arrearon a los vecinos para hacerles mítines de repudio. Ya no había matices: eran directamente «gusanos», sin serlo, ante la mirada de la turba. Una noche les gritaron: «Apátridas» y «Tomás, ratón, te cambiás por un pantalón». También le gritaban «puta» a su esposa, que abrazaba temblando a sus hijos. Volvieron a los tres días, y como balbuceaban, Tomás prendió la luz de afuera y les dijo: «Les enciendo la lámpara para que puedan leer mejor los insultos que traen escritos por otros». En primera línea estaba el hijo de una vecina a quien Tomás había salvado de morir en una emergencia médica. Al día siguiente, el muchacho regresó, borracho de ron, y pidiendo perdón con los ojos llenos de lágrimas. «Vete para siempre de mi casa», le dijo Tomás, dolorido, pero inflexible.

Otra mujer a quien él había salvado de un infarto le consiguió una tarea menos agraviante, y después trabajó con unas monjitas. Argentina y Tomás aprendieron de un dulcero a hacer merenguitos y comenzaron a venderlos clandestinamente en su casa. Con vestidos viejos, Argentina también fabricaba peluches y payasos de tela que le compraban en una maternidad.

* * *

Tardó un tiempo largo en darse cuenta de que la solución de su vida estaba cifrada en su propio nombre. Su madre murió en 1982 y la hija quiso ubicar a tres tías que vivían en la Argentina para comunicarles la triste noticia. Jamás había hablado ni tomado contacto con esos familiares de su madre que residían en el confín de la Tierra, así que empezó por enviar una carta a España. Una cuarta tía que se había quedado en Asturias remitió la misiva original a Buenos Aires.

Las hermanas de María vivían en Mar del Plata, Villa Concepción y Paso del Rey. Todas estaban casadas y tenían hijos. Respondieron rápidamente, y allí comenzó a encenderse una luz en ese túnel tan largo y oscuro: en 13 meses consiguieron enviarle a su sobrina perdida una visa por todo un año para ella, su marido y sus hijos.

¿Pero podrían salir de Cuba? No eran militantes anticastristas, se consideraban apolíticos, pero habían quedado marcados y condenados a la miseria por haberse atrevido a lo mínimo: casarse por Iglesia, querer emigrar para buscar nuevos horizontes, pensar distinto. Las idas y venidas con los documentos eran muy complicadas, les pedían muchos trámites, y Argentina temía que ese Estado policial le abriera la correspondencia y encontrara la forma de abortarle la partida. Un día, finalmente, la citaron en Migración. Una funcionaria examinó los papeles y miró a los niños. Lo usual era interrogarlos, pero esa burócrata no lo hizo. Les selló todo y les dio una fecha para retirar los pasaportes. Argentina llegó corriendo a casa. El viejo carpintero asturiano golpeó los brazos del sillón: «Al fin», dijo. Y cuatro días después se murió.

Tras el duelo reaparecieron los miedos a una zancadilla. El Comité de la Cuadra sabía que se iban, pero creía que lo hacían a España. Quince días antes de que se marcharan, les quitaron la libreta de abastecimiento. Ahora no tenían nada para comer. Los vecinos les traían a escondidas leche en polvo y azúcar, y ánimos, porque faltaba poco. Dos días antes de partir, el Comité se presentó para clausurar la casa. Argentina y su familia tuvieron que mudarse a la casa de unos parientes y rezarle mucho a la Virgen de la Caridad del Cobre.

Fue entonces cuando llegaron al aeropuerto militarizado de La Habana, donde obligaron a Tomás a dejar en tierra todos los billetes cubanos que traía. Sólo llevaban consigo un cheque de viajero de 15 dólares, una valijita y otra maleta con la Virgen escondida. La espera en ese aeropuerto convulsionado y hostil les ponía los pelos de punta. Pensaban que a último momento, y por cualquier nimiedad, podían detenerlos. Cuando pasaron los controles y se sentaron en el Jumbo de Iberia se sintieron libres. Pero no era un vuelo directo. Llegaron a Panamá a las diez de la mañana y no había horario para el nuevo avión ni información veraz sobre lo que había ocurrido. Tomás intentó cambiar el cheque de viajero para alimentar a los niños, que estaban enloquecidos de hambre. Pero como era feriado no podía cobrarlo. Ahí estaban esos cuatro náufragos, con dos maletas y sin una moneda encima, esperando que pasaran lentamente las horas y en la sospecha de que alguien les había mentido con los pasajes o que en cualquier momento llegaría la orden de devolverlos a La Habana.

Al ver a los niños famélicos, un desconocido les ofreció salir de la zona de preembarque con ellos y darles de comer en la confitería exterior. Miraron a ese hombre calibrando si era decente o un degenerado, y al final decidieron correr el riesgo. El desconocido tomó de la mano a los chicos y se los llevó hacia la nada, y los padres se quedaron tensos, pensando que podrían no verlos más. Después de un rato interminable, el desconocido regresó con los niños y con jugos de naranja y galletas, que devoraron aliviados y agradecidos.

En un instante de desesperación, Tomás se lanzó sobre un empleado de Iberia. El vuelo se había suspendido, y tendrían que aguantar hasta la noche y abordar un avioncito que los llevaría a Lima. Un ataque de asma ahogó a Argentina y obligó a Tomás a salir a mendigar algo caliente. Le regalaron un café con leche y ella recuperó la respiración.

* * *

A las tres de la mañana subieron en Perú a un avión de Aerolíneas Argentinas, hicieron una escala y llegaron a Ezeiza. Habían enviado por correo una foto de la esposa de Tomás, y entonces un primo suyo, que no la había visto nunca, comenzó a gritarle en el aeropuerto: «¡Argentina, Argentina!». Había acudido toda la parentela en dos autos y una camioneta. Se abrazaron con un cariño flamante, algo confundidos por el reencuentro y por la extrañeza de la situación, y pusieron rumbo a Paso del Rey. Allí los aguardaba un asado de 12 kilos: Tomás preguntó para cuántos días era ese manjar. «Nos lo vamos a comer hoy mismo», le respondieron. Los cubanos no podían creer ese despliegue: era la comida de todo un mes. A los postres, el primo de Argentina fue certero: «Hasta aquí los trajimos; ahora depende de ustedes».

Cuando Argentina vio por televisión que Raúl Alfonsín llamaba a la reconciliación de los argentinos, y que en su discurso no había vocablos castristas tan frecuentes como «guerra» y «enemigos», sintió una paz interior que no conocía. Tomás fue pintor y mozo, puso restaurantes, se fundió y salió adelante. Y Argentina trabajó veinte años en un laboratorio. Tienen ahora un bar exitoso en Paseo Colón y Moreno, y Argentina empezó a decir que quería volver a visitar Cuba para ver a su familia. Tomás no estaba de acuerdo, pero la acompañaba con resignación en ese propósito. Regresar. Después de tanto tiempo y esfuerzo. Regresar unos días, por última vez.

Una tarde, Argentina lo vio triste en el café, y le dijo: «No te preocupes, Tomás, si no quieres volver no volvemos». Pero no era tristeza. Lo internaron ese mismo día y descubrieron que tenía un tumor alojado en el cerebro. Se lo extirparon. Perdió la voz y algunas funciones del cuerpo. Argentina está a su lado día y noche, tratando de sacarlo del pozo, en esta nueva odisea de la vida que los médicos llaman «rehabilitación».

Nos acercamos a la Virgen de la Caridad del Cobre, que tiene sobre un aparador. Veo los detalles de esa Virgen peregrina. La mirada tranquila y, a sus pies, los tres jóvenes que la adoran desde su canoa. Después miro los ojos de Argentina, acostumbrados al arte de sufrir. Hay una frase asturiana: «No tengas esperanzas y así no tendrás desilusiones». Pero esta mujer tiene la tremenda valentía de la esperanza, y estoy seguro de que no la perderá jamás.

 

El personaje
ARGENTINA AGÜERA MENENDEZ
Una cubana que llegó a Buenos Aires en busca de la libertad que le faltaba.

Quién es: tiene 70 años y vive en el barrio de Belgrano. De padres asturianos (de Cangas del Narcea y Tineo), nació en la calle Buenos Aires, de La Habana. Se enamoró de Tomás Villanueva Lozano y tuvo dos hijos. Ahora tiene también dos nietos y un bar en la avenida Paseo Colón.

Qué hizo: ella y su familia recibieron con alegría la revolución castrista, pero con el tiempo cambiaron de opinión. No eran «gusanos», pero pensaban distinto y fueron atacados por turbas, humillados, echados de sus trabajos y reducidos a la miseria.