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Desafío El Acebo: Dos retos muy exigentes y con muchos alicientes

Iván Otaiza, del club ciclista cangués ‘Tous pa Tous’, coronando el Alto del Acebo en el Desafío de 2022. Foto: Rubén Fueyo

El concejo de Cangas del Narcea acogía este sábado una nueva edición del Desafío El Acebo, prueba cicloturista de referencia nacional que ofrece la posibilidad de coronar el mítico alto asturiano. Con una climatología favorable durante toda la jornada del sábado, y picos en el termómetro que superaron los 30ºC, el evento se ponía en marcha a las 7:00 en punto de la mañana. Lo hacían a la par ambas pruebas del programa, el Gran Fondo y el Medio Fondo, dos retos muy exigentes y con muchos alicientes que ofrecer.

El Gran Fondo, con 112 kilómetros y casi 3.000 metros de desnivel positivo, es la prueba estrella. Su recorrido ofrece tres puertos: el Connio, con un 6,2% de pendiente media (del km 19 al 30); el Pozo de las Mujeres Muertas, con un 6,8% de pendiente media y 11 kilómetros de distancia; y el Acebo, meta de la carrera junto al santuario del mismo nombre que exige salvar 770 metros de subida ininterrumpida con una pendiente media del 8,19%. Casi nada.

En este desempeño el más rápido fue Diego Prieto, quien marcó un tiempo de 5h 11:53, apenas veinte segundos menos que el segundo ciclista en llegar a meta, Pedro Allande (5h 12:12). En tercer lugar lo hacía el también asturiano Miguel Ventura, con 5h 13:21. Idénticos nombres resultaron en la subida cronometrada al Alto de El Acebo, cuyos parciales fueron de 32:58, 33:37 y 34:27 para los mismos protagonistas.

En categoría femenina la gallega Eva Ortega logró entrar a meta en 5h 21:58. Mientras, Estefanía Vega lo hizo en segundo lugar con un tiempo de 5h 34:03 y la vasca Irati Ibabe en tercera con 5h 36:30. En el tramo cronometrado de ascenso a El Acebo también Eva Ortega marcó el mejor tiempo (38:30), seguida de la propia Irati Ibabe (48:11) y de Estafía Vega (49:56).

Mientras, el Medio Fondo comparte con su hermano mayor todo el recorrido excepto el último puerto. Son 101 kilómetros y 2.160 metros de desnivel positivo con meta en Cangas del Narcea.

Desafío El Acebo, organizada por el CD Básico Cangasport, es la punta reconocible de un reto que se puede disfrutar cualquier día del año por hasta seis rutas diferentes, todas debidamente señalizadas. Hablamos de unas carreteras que han visto lucirse a figuras del ciclismo como Nairo Quintana, Richard Carapaz, Fernando Escartín y hasta los propios Miguel Induráin o Perico Delgado, entre otros.

Y es que, el alto de El Acebo es un lugar carismático para los aficionados al ciclismo en el Principado de Asturias, acogiendo más de una treintena de veces el final de ‘La Vuelta a Asturias’, y siendo en 2019 final de etapa de ‘La Vuelta a España’. Entonces, el norteamericano Sepp Kuss (Jumbo-Visma) levantó los brazos como ganador en el Santuario del Acebo, en la 15ª etapa.

Ya ta el Carmen en casa

Tano Ramos

Cuando mi madre era una niña de casi diez años, allá por el principio de la década de los treinta del siglo XX, el día del Acebo subía andando muy temprano con su abuelo hasta Veigalapiedra. Allí se apostaban con su negocio. Disponían de uno o dos vasos y de un par de jarros que llenaban en una fuente no muy cercana. Cuando comenzaba a llegar la gente que caminaba hacia el Acebo, mi bisabuelo les ofrecía a todos un vaso de agua que cobraba a un perrón. Cada vez que un jarro quedaba vacío, mi madre corría con él a la fuente a reponerlo. Pasaban así buena parte de la mañana.

Años después, ya casada, mi madre iba con su cuñada Oliva a vender cintas y velas al Acebo. Otro negocio efímero. La mercancía se la proporcionaban fiada en la tienda de Evaristo Morodo. Mi padre les hizo una mesa que usaban como mostrador, con patas plegables para que fuese más cómodo acarrearla montaña arriba, cargadas también con cestas.

Subían andando al Acebo el día antes de la fiesta, siempre preocupadas por el tiempo, temerosas de que la lluvia les estropease el negocio. Una vez, de camino, le pidieron un pronóstico a un paisano. Los paisanos de los pueblos (como yo ahora gracias a la artrosis) eran entonces infalibles hombres del tiempo. El hombre miró al cielo y sentenció: «Ta farruco». Mi tía Oliva y mi madre reían cuando evocaban cómo las sacó de dudas aquella certera respuesta.

Ya en el Acebo, pasaban la noche con otra gente y dormían en el suelo, en una pequeña casa de piedra cercana a la iglesia. Al día siguiente, muy temprano, empezaban a vender las cintas y las velas. Regresaban a Cangas por la tarde, corriendo monte abajo, y se acercaban a casa Evaristo a hacer cuentas. Recibían un trato muy ventajoso. Pagaban lo que habían vendido y devolvían sin coste alguno lo que no había tenido salida. Mi madre iba después a casa, se cambiaba y corría a coger el Alsa que la llevaba a Pola de Allande. Allí estaba mi padre, en la fiesta del Avellano, trabajando de camarero.

Hubo un tercer negocio, también efímero. En las fiestas del Carmen, mis padres y mis tíos Chali y Oliva ponían un bar en las verbenas. Hay una foto en la que los cuatro (aparece también mi tío Emilio) posan tras la barra, jóvenes y llenos de vida. Parece que están de fiesta en lugar de trabajando mientras los demás se divierten. Sobre este bar siempre evocaban una historia. Ocurrió hacia 1947, en la verbena de La Vega, el día del Carmen. Un vecino, Lache, se acercó a la barra y pidió unas bebidas. Nada extraño, salvo que mi padre observó que se las llevaba detrás de una pila de tablones. Al rato, Lache regresó a por otra ronda y también se la llevó al mismo lugar. Mi padre se lo comentó a mi madre, que era muy amiga de Lola, la mujer de Lache. Pregúntale si vuelve, resolvió mi madre. Y así fue. «Calla, calla», respondió Lache, «que están ahí mis cuñados celebrando que se los llevan a Francia». Sus cuñados, hermanos de Lola, eran los Manzaninos, unos cangueses republicanos que andaban escondidos por el pueblo desde el final de la guerra. La Guardia Civil los buscaba sin tregua y ellos se permitían ponerse a beber al lado del cuartel.

Por entonces, los Manzaninos llevaban unos años ocultos en las bodegas de la casa de Lola. También había permanecido allí su padre hasta que murió y lo enterraron una noche en el Monte Chorizo, muy cerca de donde había estado el cementerio de Ambasaguas. Lola le contaba a mi madre cómo cuando su padre enfermó, iba a atenderlo don Rafael el médico, republicano como ellos. Don Rafael se disfrazaba de mujer, se echaba una toquilla por encima, y bajaba desde su casa en la calle de la Fuente, de noche, como si fuese una de las canguesas que acudían a rezar a la puerta de la iglesia del Carmen.

Todas esas historias y muchas más me las contaba mi madre. Con una pasión sin medida, evocaba aquel Cangas de su niñez y su juventud como un verdadero paraíso pese a las penurias y el trabajo duro. Cangas era para ella lo mejor del mundo. Exactamente así lo expresaba. Era una canguesa del club de Carlos Graña, que escribió en 1944: «¿Qué hay superior a Cangas? ¡Solo el cielo!».

Estos últimos años vivía en Avilés, cómoda y muy bien atendida, con la ilusión de regresar a su pueblo cada verano, donde la cuidaba con mimo su vecina Esther. «Ya ta el Carmen en casa», decía invariablemente en junio, mientras paladeaba el viaje. Quién te lo iba a decir: a veranear a Cangas, le tomaba el pelo yo entonces, ya eres como el conde de Toreno.

Cuando era una niña, en los años veinte del siglo pasado, mi madre participaba cada verano en el recibimiento al conde de Toreno y su familia. Les aplaudía y vitoreaba cuando se asomaban al balcón del palacio, en el Mercado, y después se ponía a la cola, a recoger unos céntimos que iba dando un propio a los pobres.

El año pasado sólo permaneció en su pueblo unos días, durante el Carmen. Se agotaba enseguida, en cuanto caminaba un poco. Se dio cuenta de que ya no regresaría a su Cangas, de que ya no habría más veranos extraordinarios. Entonces comenzó a apagarse. Pero sin admitir que se había terminado esa etapa. Dos días antes de morir, a un poco más de un mes del Carmen, sorprendió a su nieta Esther con una propuesta. Le planteó hacer un viaje juntas. Pero en ese horizonte no aparecía Ambasaguas, ni el Cascarín, ni el Narcea, ni los Bloques del Carmen, ni el Acebo. En una pirueta mental defensiva, mi madre le soltó: «¡Vamos tú y yo solas a Londres!».

(Nieves García Rodríguez nació en Cangas del Narcea el 13 de octubre de 1921 y murió en Avilés el 14 de junio de 2019)

De izquierda a derecha, Chali, Oliva, Tano, Nieves, un vecino que no tengo identificado y Emilio. En el bar de la verbena del Carmen, en 1946 o 1947

 

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Historia del santuario de Nuestra Señora del Acebo

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Vista exterior de la iglesia del santuario de El Acebo

Esta historia del santuario de Nuestra Señora del Acebo es un resumen de la memoria sobre el santuario hecha a petición de la Consejería de Cultura y Deporte del Principado de Asturias para tramitar su declaración como Bien de Interés Cultural, ya que pese a ser un santuario de considerable valor y fervor religioso, hasta ahora, solo cuenta con una protección ambiental.

Fray Alberto Colunga en su Historia del santuario (1909 y reeditada en 1925) escribe sobre el origen del nombre Acebo, según la leyenda y la historia. Según la primera, el nombre procede del acebo en que la imagen de la Virgen se habría aparecido a unos pastores que vivían por el entorno; sin embargo, la historia no recoge este suceso, y el nombre deriva de la sierra de los Acebales, de la que El Acebo es una prolongación. La primera advocación del santuario fue la de Nuestra Señora de las Virtudes, y después de los milagros que sucedieron en él a partir 1575 se convirtió en uno de los santuarios marianos asturianos de mayor devoción tras el de Nuestra Señora de Covadonga.

Desde los tiempos del jesuita Luis Alfonso de Carballo (Entrambasaguas, Cangas del Narcea, 1571 – Villargarcía de Campos, Valladolid, 1635) se sabe de la existencia de una pequeña ermita, situada en la cima del monte del Acebo, «sin memoria de su primera fundación», como así dice Carballo, y de la que deja constancia en su obra póstuma Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias, terminada en 1613 y publicada en Madrid en 1695. Esta primera ermita era sumamente pobre y de construcción popular; se erigía en un territorio de pastores, estaba cubierta con armadura madera y en su interior estaba la imagen de Nuestra Señora, la que hoy día se venera en el retablo mayor, la que vio y describió el propio Carballo y ante la cual sucedieron los primeros milagros, así como una cruz de palo.

Vista exterior de la iglesia del santuario de El Acebo

Milagrosamente, por intercesión de la Virgen de El Acebo se curaron numerosas personas enfermas de los huesos, enfermedades sin remedio humano, y mujeres estériles consiguieron concebir hijos. Con estos sucesos, la Virgen de El Acebo ganó en veneración y aquella ermita olvidada, visitada ocasionalmente por los pastores que vivían en sus inmediaciones se quedó pequeña para acoger a los nuevos devotos que año tras año se iban sumando en peregrinación en busca de un nuevo milagro que les remediase de alguna enfermedad de la que no había remedio humano. En 1590 ya estaba terminada y abierta al público la nueva ermita en cuya construcción se habla de un hecho milagroso, como así narra Colunga en su Historia del santuario:

«Cuando estaban reunidos los materiales para comenzar la obra, amanecieron un día transportados a lo alto de la montaña. Los directores de la obra bajaron de nuevo los materiales y guardarlos durante la noche, pero a la mañana siguiente sucedió lo mismo, aparecieron de nuevo en la cumbre y los guardias que se habían acostado sobre las vigas y maderas dormían tranquilos en la cima del monte sin haber advertido cosa alguna hasta la tercera vez se repitió el prodigio que indicaba bien claramente ser voluntad de la Santísima Virgen que en lo más encumbrado de la montaña se le edificase su morada y así contra los primeros propósitos se hubo de construir el nuevo santuario en el mismo sitio que ocupaba la antigua ermita».

Vista del interior de la iglesia del santuario de El Acebo desde la tribuna

No obstante, la historia no recoge este prodigio y dice que «creciendo la devoción y las limosnas, se edificó un templo harto bueno, con su torre y colaterales, y muy proveída la sacristía de ornamentos y recados para los Oficios Divinos, y siete lámparas de plata» (CARVALLO, Antigüedades y cosas memorables, pág. 467). Su construcción coincidió con la reforma de la iglesia del monasterio de Corias (Cangas del Narcea), cuyos planos fueron trazados por uno de los grandes maestros de la arquitectura clasicista de la mitad norte peninsular, Juan del Rivero Rada (1540-1600), maestro mayor de la catedral de Salamanca, que fueron interpretados por Domingo de Argos y sus oficiales Juan del Alsar y Domingo de Biloña, que fueron los que también edificaron la ermita de El Acebo.

Retablo de la capilla dedicada al Santo Cristo

Arquitectónicamente, El Acebo es un santuario de montaña, que se caracteriza por la poca elevación de los muros y bóvedas para evitar los percances ocasionados por los fenómenos meteorológicos. La ermita es una derivación popular de la iglesia del monasterio de Corias y representa el modelo de templo quinientista asturiano: nave única con tribuna a los pies, crucero a cuyos lados se abren dos capillas (dedicadas al Santo Cristo y Santa Ana) y cabecera de testero recto, lo que proporciona una visión monofocal hacia el ábside. Como en el templo de Corias, se combina una cierta centralización (ábside, crucero, capillas y cabecera) y una longitudinalidad representada por la nave. El santuario se terminó de construir en 1609. En ese año se concluyeron las casas de novenas y del capellán. El arquitecto fue Juan del Alsar, vecino de Villaverde, en la Merindad de Trasmiera (Cantabria), que había trabajado con Argos en Corias y en la ermita.

El patronato de este nuevo santuario lo ejercía el obispo de Oviedo y aunque al monasterio de Corias creía pertenecerle su administración, lo cierto es que no era así. Llegó incluso a pleitear ante la Real Chancillería de Valladolid contra el prelado por tal motivo. Litigio que perdieron los monjes en 1613, cuando una sentencia de esta chancillería declaró al obispo único patrono del santuario, tanto en lo espiritual como en lo temporal. Junto al obispo estaba el mayordomo, que era el sacerdote de una parroquia cercana, cuya función era organizar el culto, y el sacristán que se encargaba de mantenerlo limpio y con decoro, lavaba la ropa de la imagen y reponía el vino y las hostias para la celebración de la misa; en 1690 fue sustituido por el capellán.

Desde los orígenes del santuario, allá por el siglo XIII, se veneraba la imagen de Nuestra Señora, cuya primera advocación fue la Nuestra Señora de las Virtudes, y su fiesta (la Natividad de la Virgen, el 8 de septiembre) se viene celebrando, al menos, desde la construcción de la nueva ermita, como muestra el relieve inferior del retablo de la capilla de Santa Ana, esculpido en 1598, donde se representa La Natividad de la Virgen. Con la incorporación en 1706 de la «Hermandad de Nuestra Señora de El Acebo», cuyo primer Hermano Mayor (presidente) fue el obispo de Jaén don Benito de Omaña, miembro de una de las familias más poderosas del concejo, colegial mayor de Santa Cruz de Valladolid, catedrático en esa Universidad y de la de Granada, pasando después a Roma como auditor del Tribunal de La Rota en 1701, a la Archicofradía de la Santísima Resurrección de la iglesia de Santiago de los Españoles en Roma, el santuario ya celebraba las festividades del Jueves y Viernes Santo, el Domingo de Resurrección, el Corpus Christi y las Cuarenta Horas. La refundación de la cofradía fue decisiva ya que aparte de aportar limosnas, potenció el culto a la Virgen y al Santísimo Sacramento. En algún momento llegó a tener inscritos más de 22.000 cofrades, entre los que figuran artistas y gente noble. En 1713, al pasar su administración a depender del mayordomo del santuario se fue paulatinamente extinguiendo, hecho que se consumó en el siglo XIX.

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Retablos de los altares colaterales de San Miguel y San José y de la capilla de Santa Ana

Entre 1598-1600 se realizaron los primeros retablos, lo que coincidió con una ligera recuperación económica y social de Asturias, sumergida, desde finales de la baja Edad Media, en una profunda crisis económica. En la realización de los retablos intervinieron algunos de los pintores asturianos que entraron en el mundo del retablo y de la imaginería, pintando frescos y falsos retablos. Esto llevó a Javier González Santos a denominarlos como «pintores-tallistas». Entre ellos estaban Juan Menéndez del Valle y Juan de Torres que en 1598 contrataron con los administradores del santuario tres retablos: dos para los altares colaterales de San Miguel y San José, y otro para la capilla de Santa Ana según la traza dispuesta, acaso de Domingo de Argos (GONZÁLEZ SANTOS, Los Comienzos de la escultura naturalista en Asturias, 1997, pág. 28). Poco después, en 1600, Menéndez del Valle hizo y pintó el primer retablo mayor, vendido en 1592 a la iglesia de Linares de El Acebo (COLUNGA, Historia del santuario, pág. 23), y la imagen del Santo Cristo para su capilla que se renovó en la década de 1650 con la hechura de un retablo y una nueva imagen. El artífice fue Pedro Sánchez de Agrela (San Pedro de Mor, Lugo, h. 1610 – Cudillero, 1661), autor material del retablo mayor de la colegiata de la villa de Cangas del Narcea, avecindado en dicha villa, al menos, desde 1642. La imagen es una interpretación fría del modelo naturalista de Gregorio Fernández que Sánchez de Agrela conoció indirectamente a través de uno de sus discípulos en Valladolid, el gijonés Luis Fernández de la Vega (Llantones, Gijón, 1601 – Oviedo, 1675).

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Retablo mayor

Seguidamente, y coincidiendo con uno de los momentos de mayores ingresos del santuario, gracias a los censos y limosnas, se renovaron los acomodos del presbiterio. En la visita de 1687 se ordenó que Manuel de Ron (Pixán, Cangas del Narcea, h. 1645-1732), maestro ensamblador, hiciese una planta de un retablo que fuese «la obra más primorosa que hacerse pueda» para la capilla mayor de dicho santuario (COLUNGA, Ob. cit., págs. 22-24). Con ello, los administradores pretendían embellecer la ermita, acoger con decoro y suntuosidad la imagen de la Virgen y, como no, modernizarla, adaptándola al gusto artístico del momento, de un barroco decorativo que se implantó en Cangas del Narcea con la construcción, entre 1677-1679, de los retablos mayor y colaterales del monasterio de Corias, por el arquitecto Francisco González y el escultor Pedro del Valle, vecinos de la villa de Villafranca del Bierzo (León), que previamente habían trabajado en las catedrales de Santiago de Compostela, Lugo y Astorga. Ron aprendió el arte de la escultura en la fábrica de Corias y antes del retablo de El Acebo no se le conoce obra importante, solo alguna intervención en algún retablo y labores de carpintería, como los cajones que hizo en 1683 para la sacristía del santuario. Fue el retablo de El Acebo lo que le dio fama y prestigio y a partir de entonces le sobrevinieron los encargos. No obstante, su elección se fundamenta en que era un maestro que conocía el barroco decorativo, cuatro años atrás había trabajado en el santuario, haciendo los cajones de madera para la sacristía, con ello se le condonarían parte de las deudas que su padre Juan de Ron tenía contraídas con el santuario y de esta forma los administradores desembolsarían menos dinero. El retablo se comenzó en 1688 y ya estaba terminado cuatro años más tarde. El ensamblaje lo hizo Francisco Arias (doc. 1678-1693), un maestro casi ignorado del círculo de Fernández de la Vega que había trabajado como oficial en los retablos de Corias y del monasterio de San Pelayo de Oviedo. Su coste fue de 10.400 reales, cantidad declarada por el escultor Tomás de Solís, vecino de Oviedo, quien hizo la tasación. La policromía se concertó en 1700, con el dorador Juan Menéndez Acellana, vecino de la villa de Cangas, que la terminó en 1709 y recibió 13.500 reales (COLUNGA, Ob. cit., págs. 22-24). Por tanto, el retablo supuso un desembolso de 23.900 reales.

Siguiendo con la renovación de la ermita, en 1712 se hizo el púlpito [APCN: Libro de cuentas del Santuario de El Acebo (1680-1723), fol. 168v]. El maestro fue Antonio García de Agüera (doc. entre 1692-1725), vecino del barrio de El Corral, arrabal de la villa de Cangas del Narcea. Este maestro fue junto a Manuel de Ron uno de los más destacados escultores del Taller de Corias. Aunque profesó la arquitectura y la escultura, fue la carpintería la que más ingresos le proporcionó. Aparte del púlpito renovó toda la carpintería de la casa de novenas, incendiada en 1703. Entre 1714-1716 se reformó el camarín de Nuestra Señora; se hizo la ventana del presbiterio y las escaleras de acceso. Los maestros principales fueron el escultor Pedro Rodríguez Berguño (doc. entre 1705-1744), el platero Gregorio Pinos, ambos de Corias, y el dorador Francisco de Uría y Llano (doc. 1712-1764), de Cangas. Finalmente, por la misma época que la renovación del presbiterio se hizo la reja, trabajada por el rejero Juan Orejo que recibió 8.000 reales (COLUNGA, Ob. cit., pág. 18). En 1721 se compró una nueva imagen de la Virgen, conocida como «la Excusadora», para excusar y no sacar la imagen titular en las procesiones de Jueves Santo y Domingo de Resurrección. Su coste fue de 30 reales, 15 por hacerla y 15 por pintarla.

Entre 1725 y 1780 se registra un parón en la actividad del santuario, ocasionada por un decrecimiento en su economía, consecuencia de la pérdida de censos, rentas y aportación de limosnas, sobre todo de la cofradía. En esos años se hicieron obras de mantenimiento y entre 1784-1790 se reformó la mayor parte de la ermita y de la casa de novenas. Se detectaron algunas quiebras considerables en el presbiterio y se declaró en ruina la casa de novenas. La reedificación estaba terminada en 1790 y costó 27.906 reales que tras autorizarse la venta de algunas alhajas, recaudación de limosnas y productos de las arcas, el santuario se benefició de 23.150 reales. El resto lo puso el obispo de Oviedo. Como hecho significativo y para conmemorar la reforma se pintó la parte exterior del arco de triunfo con un fresco con cortinajes y cartelas, con inscripciones alusivas a la Virgen, ornamentadas con tornapuntas y motivos arrocallados del barroco tardío.

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Interior de la iglesia del santuario de El Acebo en la actualidad

En el siglo XIX la economía del santuario fue muy menguada y tras el cese de los réditos de los censos, granos y especies, el santuario solo se mantenía con las limosnas, a lo que se sumo la venta en 1868 del terreno que rodea al santuario, incluyendo la casa de novenas y la ermita. A partir de entonces, el santuario no tuvo capellán propio y su atención y la de los devotos pasó a depender del párroco de Linares de El Acebo, don Florencio Fernández Bada. El terreno fue recuperado en 1875 por una Real Orden en la que se declaró parte integrante del culto del santuario.

Como hecho significativo, en 1828 se volvió a policromar el retablo mayor y se recompusieron todas las imágenes que estaban inservibles; en 1863 se fundió la campana pequeña de la torre cuyo recibo dio el maestro campanero Miguel del Mazo y ya en el último tercio del siglo XIX se pavimentó de nuevo el interior de la ermita, lo que supuso la pérdida de las lápidas sepulcrales de aquellos que eligieron el santuario como su lugar de enterramiento, como los Miramontes de Sorrodiles; comenzaron las obras de la cerca exterior y se reconstruyó completamente la casa de novenas.

El siglo XX fue en lo patrimonial muy negativo: se derribó el pórtico de la ermita y la casa de novenas antigua fue sustituida por la actual en 1982. A partir de esta fecha, el santuario adquirió la fisonomía que muestra hoy en día. Mantuvo, en cambio, su gran arraigo en la zona y festividad, patrona del concejo y fiesta local, celebrada cada año el 8 de setiembre. Previamente a ella, se inicia la novena. En la fiesta, los fieles presentan algunas ofrendas, se celebra una misa y la imagen de la Excusadora sale en procesión en torno al recinto del santuario.

Estado anterior del interior de la iglesia del santuario del Acebo con las pinturas murales desaparecidas.

La última pérdida patrimonial de la ermita ocurrió en 2012, cuando se desplomó el fresco del arco de triunfo, emitiéndose por ello una denuncia al Ayuntamiento de Cangas del Narcea. Se han perdido unas de las pinturas murales asturianas más significativas del último barroco.

Esto es a grandes rasgos la historia del santuario, la cual no se podría concluir sin, al menos, decir algo sobre la devoción a la Virgen. Previamente a los primeros milagros, la ermita era visitada por pastores que vivían en sus inmediaciones, pero a partir de 1575 fue aumentando la devoción, las limosnas fueron cada vez mayores y se edificó un templo nuevo. La devoción ocasionó la donación de alhajas, como la custodia regalada en 1711 por don Benito de Omaña, en la que se declara esclavo de Nuestra Señora de El Acebo (actualmente, en el Museo de la Iglesia de Oviedo), o la corona de plata sobredorada que dio en 1716 Santiago Valdés, residente en Madrid y natural de Santiago de Sierra (Cangas del Narcea). La devoción hacia la Virgen del Acebo llegó a América gracias al beneplácito de los emigrados, como don Francisco Queipo de Llano, natural de Curriellos (Cangas del Narcea) y residente en Lima (Perú), que en 1730 envió 3.004 reales de limosna, y muchas alhajas de la Virgen llevaban el nombre de algunos de estos emigrados.

El Santo Cristo de El Acebo. Una escultura ignorada de Juan Menéndez del Valle

Fig. 1. Relieve del Calvario del retablo de Linares.

Este artículo forma parte de la memoria histórico-artística sobre el santuario de Nuestra Señora de El Acebo (Cangas del Narcea), realizada por el autor a petición de la Consejería de Cultura y Deporte del Principado de Asturias para la declaración del santuario como Bien de Interés Cultural, de la que próximamente haremos un breve resumen para la web del Tous pa Tous.

Santo Cristo es una imagen hasta ahora ignorada y desconocida, de la que ni siquiera el padre fray Alberto Colunga (Noreña, 1879 – Caleruega, Burgos, 1962) en su Historia del santuario, publicada por primera vez en Madrid en 1909, da noticia alguna. Es, sin duda, la pieza más sobresaliente de la producción del escultor y pintor Juan Menéndez del Valle. Se la atribuimos a este escultor tras compararla con el relieve del Calvario con la Virgen y san Juan (fig. 1) del retablo mayor de la iglesia parroquial de Santa María Magdalena de Linares de El Acebo (antiguo retablo mayor del santuario), obra del año 1600 perfectamente documentada de Menéndez del Valle (COLUNGA, Historia del santuario, 1909, pág. 23).

Fig. 2. Santo Cristo de El Acebo.

Menéndez del Valle fue uno de los artistas asturianos más destacados del primer cuarto del siglo XVII, momento en que Asturias se estaba empezando a recuperar de la crisis socio-económica que la asoló desde finales de la Baja Edad Media. Su actividad se documenta entre 1598-1621. Era natural del concejo de Llanera y vecino de Oviedo. Él fue el que inició y apadrinó la carrera artística del escultor gijonés Luis Fernández de la Vega (Llantones, Gijón, 1601 – Oviedo, 1675), el principal representante del naturalismo barroco castellano en la mitad norte peninsular, tras el casamiento de este con su hija, Isabel Menéndez, en 1616. Su obra documentada es muy escasa y de ella solo se conservan sus trabajos para el santuario de El Acebo: los retablos colaterales de San José y San Miguel y el de la capilla de Santa Ana (GONZÁLEZ SANTOS, Los comienzos de la escultura naturalista en Asturias, 1997, págs. 27-30, figs. págs. 28-29), contratados en Oviedo en 1598. Fue un artista que estableció abundantes mancomunidades con otros maestros de su generación, como Juan de Torres (doc. entre 1587-1615), Francisco González (1583-1627) y Toribio Suárez (doc. 1600-1628), por las que los maestros se comprometían a realizar conjuntamente una serie de obras. El estilo de Menéndez del Valle se caracteriza por una lejana influencia del último Renacimiento (manierismo), ejemplificado en el retablo mayor de la catedral de Astorga, realizado por Gaspar Becerra (1520-1568) a partir de 1550, con unas figuras algo desproporcionadas, inexpresivas, frías y, sobre todo, robustas, de clara influencia romanista.

Fig. 3. Detalle del Santo Cristo de El Acebo.

El Santo Cristo está en la sacristía del santuario de El Acebo (figs. 2-3). Es una talla un poco menor que el natural (sobre 110 cm aprox.), realizada en madera y policromada, que a nuestro juicio fue esculpida el mismo año que este escultor hizo los retablos de la ermita, para ornamentar la capilla del Santo Cristo, abierta en el lado del evangelio del crucero, y acaso junto a un pequeño retablo (no conservado), semejante a los colaterales, para colocar la imagen con decoro. Este conjunto, retablo e imagen, fue sustituido hacia 1650 por otro de mayor tamaño, realizado por Pedro Sánchez de Agrela (San Pedro de Mor, Lugo, h. 1610 – Cudillero, 1661), donde se venera un Crucificado que ejemplifica el estilo naturalista implantado en Cangas del Narcea en el segundo tercio del siglo XVII por Sánchez de Agrela y su taller.

Fig. 4. Cristo de Prada (o de Velarde) de la catedral de Oviedo.

Para labrar la imagen, Menéndez del Valle se inspiró en el Cristo de Prada (o de Velarde) venerado en una de las capillas del costado meridional de la catedral de Oviedo, fundada a mediados del siglo XVI por Antonio Vázquez de Prada, abad de Tuñón, quien también donó el Crucificado (fig. 4). Antonio era hijo de don Andrés Vázquez de Prada y Rubio, capitán del emperador Carlos V en la batalla de Pavía (1525), caballero de la orden de Santiago en 1528 y fundador de la casa de Prada en 1544. El sobrenombre de Velarde le viene de cuando la casa de Prada recayó en aquella, ya a mediados del siglo XVIII. El Cristo de Prada es una imagen manierista que se relaciona con el Cristo de las Injurias de la catedral de Zamora, obra del círculo de Gaspar Becerra (Baeza, Jaén, h. 1520 – Madrid, 1570). No obstante, últimamente también se viene vinculando con el escultor Arnao Palla.

Fig. 5. Cristo crucificado del relieve de San Francisco del retablo de Linares.

La imagen del Cristo de El Acebo, aunque no es tan estilizada como aquella, justifica la influencia que tuvo este modelo en los escultores asturianos del cambio de siglo: el rostro sereno, noble y apacible, con un mechón de cabello cayendo sobre su hombro derecho; una anatomía robusta, insistiendo en los músculos del abdomen; la disposición estirada de los dedos índice y corazón de las manos, y los pliegues suaves, clasicistas, del paño femoral. No obstante, Menéndez del Valle supo dotar a su imagen de una personalidad propia.

Fig. 6. Detalle del Crucificado del relieve de San Francisco del retablo de Linares.

Suyo es el tratamiento alargado de la barba, el trenzado de la corona de espinas y, sobre todo, el rizo del cabello sobre su oreja izquierda que repite exactamente en el Cristo de Linares y en el del relieve de San Francisco de Asís del mismo retablo (figs. 5-6).

La imagen de El Acebo está policromada. Presenta desconchados en las rodillas, piernas, abdomen y brazos. Destacan las tonalidades mortecinas en las magulladuras de las rodillas, pies, manos y rostro, y evidentes goterones de sangre que emanan de las heridas producidas por los clavos, corona de espinas y lanzada. Carece de postizos, cuyo uso por estas fechas en Asturias aún no estaba generalizado. La policromía es sin duda la original, acaso realizada por el mismo Menéndez del Valle.

L’Acebu: María de Fonceca

De la serie documental Camín de Cantares, presentada por el estudioso de la cultura tradicional asturiana, Xosé Antón Fernández, conocido por Xosé Ambás. En este vídeo publicamos, gracias a la colaboración de Ambás, el capítulo dedicado a L´Acebu: María de Fonceca (Cangas del Narcea).