Vivencias protagonizadas por gentes relacionadas con Cangas del Narcea.

De Las Cuadriellas de Ambres a la madrileña Puerta del Sol. El origen cangués del PSOE

Siempre decía mi amigo el abogado Mario Gómez Marcos (q.e.p.d.):
«Todo lo que ocurre en este país [España] se explica desde Cangas»
Cada vez que me ponía un ejemplo no tenía más remedio que darle la razón.
Hoy una vez más, querido Mario, te doy la razón.

 

Casa Labra, taberna tradicional madrileña ubicada en la calle Tetuan, 12 y fundada en 1860 por Juan Berdasco de Las Cuadriellas de Ambres (Cangas del Narcea). Foto: José Manuel Azcona.

Corría el año 1860 y la calle Peregrinos —a la sazón, calle Tetuán— era una de las zonas de Madrid donde la colonia asturiana estaba más asentada. Allí un buen señor, de nombre Juan Berdasco, natural de Las Cuadriellas de Ambres en el concejo asturiano de Cangas del Narcea, fundó una casa de comidas para regocijo de sus paisanos. Ese fue el germen de la vieja y popular taberna Casa Labra que, como tantas otras virtudes de la gastronomía más castiza de la capital, los madrileños se la deben a la mente de un cangués.

Aquella primitiva Casa Labra tuvo que ser trasladada pocos años después de su fundación debido a uno de los acontecimientos más relevantes en la historia de la capital de España, la reforma de la Puerta del Sol. Hasta los años sesenta del siglo XIX, la explanada de Sol no era exactamente una plaza y ocupaba más o menos la mitad de espacio que en la actualidad. La desamortización de Mendizábal propició el derribo de los históricos conventos de San Felipe y Nuestra Señora de las Victorias y la nueva Puerta del Sol se llevó por delante algunas calles aledañas, como parte de la calle Peregrinos. Así las cosas, nuestro paisano Berdasco tuvo que desplazarse unos números más abajo, hasta el 12 de la actual calle de Tetuán, para mantener su negocio.

Entrañable escena campesina en Casa Berdasco de Las Cuadriellas de Ambres, en el Partido de Sierra (Cangas del Narcea), año 1940. Foto: Del álbum familiar.

Pero este no fue el único acontecimiento histórico del que ha sido testigo la más que centenaria Casa Labra. Sin duda el más importante de todos fue el acaecido el 2 de mayo de 1879. Aquel día de primavera y festivo en Madrid, un grupo de personas que abogaban por crear una organización que defendiera y ampliara los derechos de los trabajadores, se reunió en el local de Berdasco para, mientras mantenían una comida, poner en marcha una especie de conspiración política para cambiar la situación de la clase obrera.

Y así fue como entre platos de bacalao especialidad de la casa y vino, muy probablemente de Cangas, dieciséis trabajadores de una imprenta, cuatro médicos, dos joyeros, un científico, un zapatero y un marmolista aprovecharon el aluvión de comidas sociales, que con motivo de la festividad regional del 2 de mayo se celebraban en la ciudad, para pasar desapercibidos de las fuerzas del orden público y fundar el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). No es de extrañar tanto interés en pasar inadvertidos teniendo en cuenta que en aquellos años su actividad hubiera sido considerada ilegal y que el Ministerio de la Gobernación se ubicaba entonces en la Casa del Reloj, a menos de 100 metros del negocio de Juan Berdasco.

Agrupación socialista madrileña celebrando el centenario de la fundación del partido en 1979 delante de Casa Labra.

Entre los tipógrafos se encontraba un joven gallego que tenía contacto con Paul Lafargue, teórico revolucionario marxista y médico, casado con Laura Marx, hija del pensador socialista y activista revolucionario de origen alemán Karl Marx. Este gallego no era otro que Pablo Iglesias Posse a quien sus compañeros eligieron el primer presidente de lo que habría de ser el PSOE, partido político que sería legalizado finalmente en 1881.


Los últimos de Guinea Ecuatorial eran de Cangas del Narcea. Francisco de Villarmental

Francisco de Villarmental e Higinio de Caldevilla en Guinea.

Hace algunos años, bajo el título: “Hacia el Trópico: José Fernández Rodríguez en Guinea Ecuatorial“, el escritor cangués Alfonso López Alfonso nos relataba en esta misma web la experiencia en Guinea que José le había contado desde su casa de Villacanes en el verano de 2013.

Decía entonces López Alfonso que «sería interesante estudiar cuáles fueron las causas de que unos cuantos cangueses, predominantemente del Río Naviego, pero no solo, se embarcaran con rumbo a Guinea. ¿Quién, cuándo, cómo y por qué fue el primero o los primeros?».

Seguimos sin poder dar respuesta a nada de esto, pero otro colaborador del «Tous pa Tous», esta vez, Enrique RG Santolaya, ha estado con otro de los cangueses que permaneció allí y que vivió, tanto los últimos años de la colonia, como los primeros meses del país independiente.

Guinea Ecuatorial fue un país vinculado a España que se desenvolvió como metrópolis de esta pequeña república del África negra durante cerca de dos siglos (1778-1968). Este período de soberanía hispana no aquietaría el proceso de descolonización auspiciado en el marco de un movimiento global motivado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y al aparecer un gobernador opresor, capaz de apisonar a la urbe y de paso truncar las relaciones con la vieja madre-patria.

El 12 de octubre de 1968 nacía en África un nuevo Estado con el nombre de República de Guinea Ecuatorial. Definitivamente, Guinea Ecuatorial se independizaba de España.

Tras la Independencia de Fernando Poo y el Río Muni, siete mil españoles optaron por permanecer en la recién estrenada Guinea Ecuatorial, pero, ni tan siquiera habían transcurrido seis meses, cuando apresuradamente tuvieron que renunciar a este territorio. Entre ellos, un número importante de cangueses que Enrique RG Santulaya ha bautizado como “los últimos de Guinea Ecuatorial”.



 

Federico Rubio y Galí y el tumor de cinco kilos de Antonia García de Besullo

Dr. Federico Rubio y Galí fotografiado por Franzen en su despacho (Blanco y Negro, 1 de julio de 1900)

Federico Rubio y Galí (El Puerto de Santa María, 1827 – Madrid, 1902) junto al premio Nobel Santiago Ramón y Cajal  (1852 -1934), sin lugar a dudas, son las dos personalidades más relevantes y significativas de la Medicina española del siglo XIX, no en vano en 1873 fue nombrado Miembro de Honor del Royal College of Surgeons de Londres, concediéndosele el título de Príncipe de la Cirugía.

Rubio y Galí obtuvo con inmejorables calificaciones el título de Licenciado en Medicina y Cirugía el 28 de junio de 1850. Para el ejercicio de la profesión tuvo que abonar una tasa o impuesto de 2.720 reales, cantidad que no poseía, pero a la vista de su brillante expediente académico obtuvo un permiso para pagarla a plazos. A poco de obtener el grado de Doctor trasladó su residencia de Cádiz a Sevilla y allí hizo unas oposiciones a la plaza de primer cirujano del Hospital Provincial. Pese a la superioridad de sus ejercicios, la plaza se la dieron a otro de los aspirantes, por lo que finalmente en Sevilla se dedicó al ejercicio libre de la profesión, logrando rápidamente un gran prestigio como cirujano práctico. Fue la más brillante de las figuras que, a lo largo del período 1860-1880, introdujeron en España las arriesgadas intervenciones que permitió la revolución quirúrgica. En 1860 practicó su primera ovariotomía, dos años después de que iniciara su serie Thomas Spencer Wells; en 1861, su primera histerectomía; en 1874, su primera nefrectomía; y en 1878, la primera extirpación total de la laringe, cinco años después de la efectuada por Theodor Billroth.

Además, la importancia del Doctor Rubio y Galí queda atestiguada por la cantidad de proyectos realizados y títulos acumulados desde su juventud hasta los últimos años de su vida. Entre ellos, y para lo que nos ocupa, basta destacar que en 1880 fundó el Instituto de Terapéutica Operatoria en el madrileño Hospital de la Princesa, destinado a la enseñanza de especialidades quirúrgicas que se trasladó, en 1896, a un edificio de nueva planta, en la zona de La Moncloa, que pasó a denominarse Instituto Quirúrgico Rubio, con la escuela aneja Santa Isabel de Hungría para enfermeras, una de las primeras escuelas de enfermería en Europa y la primera en España.

Y es precisamente en su libro publicado en 1882 Reseña del segundo ejercicio del Instituto de Terapéutica Operatoria del Hospital de la Princesa, donde encontramos la siguiente referencia a la evaluación preoperatoria y la intervención quirúrgica de Antonia García, natural de Besullo en el concejo de Cangas del Narcea.

 

Observación de Antonia García

Antonia García, natural de Besullo (Oviedo), de edad de cincuenta y siete años. Alta, bien conformada y algo enjuta.

Desde que pudo observarlo habían pasado tres años. Advirtió una cosa como un pan en la parte posterior de su muslo derecho. Era indolente, y así continuó hasta que, exagerándose el volumen con el discurso del tiempo, notó tirantez, molestias, y luego dificultades para andar.

Hallamos la región posterior del muslo considerablemente deformada y crecida en su volumen, doble por lo menos que el opuesto. Evidentemente, residía por bajo de la aponeurosis. No resultaba fácil distinguir si se trataba de un lipoma gigante o de un sarcoma. Diagnosticamos lo último, fundados sólo en la igual lisura que daba la tactación en todos los puntos y en su consistencia elástica.

Operamos por una sola incisión vertical desde el pliegue de la nalga hasta el espacio poplíteo, desbridando después la aponeurosis a uno y otro lado de la comisura superior. Con esto pudimos separarlo de la cara interna de la aponeurosis introduciendo la mano, despegándolo y volcándolo fuera. Nunca hemos visto tumor de tanta magnitud prestarse tan fácil. No tenía adherencias, y realmente no hubo necesidad de recurrir al bisturí más que para dilatar ampliamente la piel y la aponeurosis.

El tumor pesó cinco kilos y cincuenta gramos; era un sarcoma también de células redondas.

Ni hubo fiebre ni ningún otro accidente. La herida, tratada por el método de Lister, cicatrizó por primera intención y la enferma fue dada de alta.


Tiempo de silencio

Finales años 50. De izda. a dcha: Benito A. Castelao, Antón Arce, Manuel Gómez, Germán García ‘Cañita’.

El hombre de la boina es Cañita. Se llamaba Germán García Rodríguez pero todo Cangas lo conocía por Cañita. De él se contaba que se escapó cuando iba a ser fusilado en septiembre del 36. Unos decían que se tiró en marcha de la camioneta en la que él y otros republicanos eran conducidos al cementerio de Cangas, el lugar del fusilamiento. Otros sostenían que se escabulló justo delante del pelotón, en el mismo cementerio: que mientras los soldados cargaban los fusiles, se echó monte abajo hacia el río y logró huir y esconderse.

Cañita anduvo unos años deambulando por la parte del Coto y por Las Montañas y luego pasó a los concejos de Allande y Grandas. Sobrevivió mendigando y haciendo algunos trabajos, oculto bajo el nombre de Gervasio Iglesias. En 1942 lo detuvo una contrapartida de la Guardia Civil y acabó en la cárcel. Luego, regresó a Cangas. Se dedicaba a trabajar las huertas y se encargaba de tocar las campanas. Era un personaje popular de quien recuerdan muchos que fumaba en unas pipas que fabricaba él mismo con huesos de pollo.

Cañita aparece en esta fotografía con tres representantes de las fuerzas vivas de Cangas. Ahí están don Benito Álvarez Castelao, banquero; don Antonio Arce, abogado y ex alcalde; y don Manuel Gómez, médico.

Es una imagen que dice mucho del Cangas que sobrevivió a la Guerra Civil y de cómo tras la gran tragedia, la gente se echó el dolor a la espalda para poder seguir conviviendo. Tiempo de silencio. En esa escena apacible, cuatro hombres viven unos momentos de tranquilidad; puede ser que estén sentados a la puerta de alguna bodega, en una típica tarde de merienda. Años atrás, los cuatro han sido testigos de unos años intensos, dramáticos, de unos acontecimientos tremendos. La vida les ha regalado después, no obstante, instantes como este.

Cañita, el legendario rojo cangués que logró burlar a la muerte en el último minuto, está sentado junto a don Manuel Gómez, cuyo hijo Grato no tuvo esa suerte. Grato era un joven militante de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña. Lo fusilaron en Luarca en diciembre de 1937. Era estudiante de Medicina, tenía 27 años de edad. No hace falta escarbar mucho para comprobar que Grato no cometió ningún delito que mereciese tal castigo. Su fusilamiento fue contado en la controlada y censurada prensa franquista y ahí mismo, en la breve noticia publicada por el diario asturiano Región, se aprecia con claridad la injusticia.

Dice el periódico que Grato fue “pasado por las armas” en cumplimiento de una sentencia tras un juicio “sumarísimo de urgencia”, que “recibió los auxilios de la Religión con verdadera fe” y que “murió con ánimo sereno, arrepentido de sus pasados errores”. También que “su muerte ejemplar causó impresión a los asistentes al acto”. Y luego, como broche final: “En uno de los bolsillos de la americana se le encontró un rosario”. No hay más. Oponerse al golpe contra la legalidad republicana de quienes tenían apoyo armado de Mussolini y Hitler era un error que se pagaba muy caro.

Sentado junto al padre de Grato está don Antonio Arce. Como Cañita, también él se ha librado del paredón cuando era su destino inmediato. Líder en Cangas de la CEDA, el partido de Gil Robles, alcalde nombrado por el gobernador civil tras el fracaso de la Revolución del 34, don Antonio Arce representaba a la derecha católica canguesa cuando empezó la guerra. Fue detenido y encarcelado muy pronto, el mismo 18 de julio del 36 por la noche, como su hermano y su cuñado. Su hermano, Luis, era un comerciante vinculado a Acción Popular. Su cuñado, José Rodríguez Claret, el jefe local de Falange. Aunque estaban muy señalados como derechistas, ninguno tuvo oportunidad de sumarse o no al golpe. En diferentes fechas de julio y agosto, ellos y otros presos fueron trasladados desde Cangas a otras localidades.

En septiembre del 36, los tres se encuentran en la cárcel de Cangas de Onís, en la zona de Asturias que permanece leal a la República. Cangas del Narcea está ocupada por los rebeldes desde el 22 de agosto y allí pocos republicanos que caen en manos de los franquistas se libran de ser asesinados. Una escabechina. Es entonces, en esas semanas de represión en caliente, cuando logra escapar Cañita. Entre las numerosas víctimas, mujeres y chavales jóvenes.

La venganza no se hace esperar: el hermano y el cuñado de don Antonio y otros seis cangueses son sacados de la cárcel, en Cangas de Onís. Los trasladan a Gijón y allí los matan. Muertes injustas en respuesta a muertes injustas. Don Antonio contará más de un año después, cuando es liberado y ya está sano y salvo en su pueblo, por qué él quedó vivo. Es una escena impactante: el carcelero abre la puerta de la celda que ocupan los presos cangueses y otros; están todos sentados; a ver, dice, que vayan saliendo los que nombro; y entonces comienza a leer una lista; Santiago Castro, José Luis Ferreiro, Dionisio López, Luis Antonio Arce…; como los demás, don Antonio hace ademán de incorporarse, pero Luis, su hermano, que se ha puesto rápido en pie, lo sujeta; quieto ahí, le ordena; Luis ha percibido el equívoco, o cree haberlo notado, y decide en medio segundo; don Antonio no entiende pero su hermano le presiona en un hombro con tal determinación, no te muevas, le insiste, que se queda paralizado; le hace caso, continúa sentado. Se llevan a los ocho. Don Antonio supone que pronto volverán a por él, a por el que falta. Pero no.

Tiempo después, cuando lo han destinado en la prisión a las oficinas, don Antonio encuentra la lista y confirma el error. Como intuyó su hermano, el carcelero se saltó la “y”. Luis y Antonio Arce, dos presos, se habían convertido de ese modo en un preso: en Luis Antonio Arce. Me salvó una y griega, dijo siempre el hombre que ahora está sentado entre don Manuel Gómez y don Benito Álvarez Castelao.

Don Benito es banquero y comerciante, un hombre sobresaliente en Cangas. Seguro que también ha afrontado momentos dramáticos durante la guerra. Uno lo presencia en 1938, cuando ya han matado al hijo de don Manuel y al hermano y al cuñado de don Antonio, cuando Cañita anda escondido por los montes.

Una mañana se presenta en su comercio la viuda de un hombre que trabajó para él en la central eléctrica del Molín y cuyo hijo Félix heredó ese empleo. Félix Ordás es uno de los milicianos socialistas cangueses más destacados. Él y otros cuatro presos acaban de fugarse de la cárcel de Cangas, donde esperaban su ejecución tras ser condenados a muerte. La represalia es inmediata. La Guardia Civil ha ido a la casa de la madre de Félix y le ha dicho: esté preparada mañana, que vendremos a por usted y sus hijos para llevarlos a un campo de concentración. La mujer ha madrugado y ha ido a intentar conseguir calcetines, camisetas, alguna ropa de abrigo.

Avisado de que está en su comercio, don Benito se ha acercado a la tienda. La mujer le explica lo sucedido. Don Benito sabe lo ocurrido dos años atrás, cuando los nacionales tomaron Cangas. Sabe que a un joven hijo de esa mujer, a Pepín, 16 años, lo detuvieron y lo mataron al día siguiente, sin más. Se teme lo peor. También sabe que cualquier auxilio a los rojos trae consecuencias, multas cuantiosas. Pero don Benito no duda. Esperanza, le dice, usted pida; lleve lo que quiera, todo lo que necesite.

Esperanza parte poco después hacia Figueras con dos hijos y tres hijas. Pasado un tiempo, regresarán a Cangas vivos. Félix, no. Cercado en una aldea de Allande, acorralado en una casa en llamas, antes de que lo detengan, se pega un tiro.

No se habla de estas historias a finales de los años cincuenta, cuando el fotógrafo captura y nos lega la imagen de estos cuatro hombres. Tampoco en los años sesenta ni en los setenta. Verano tras verano, en Cangas estallan los voladores, repiquetea el campanín de Ambasaguas y la gente canta en las bodegas y en los chigres. Todo respira placer.

Bajo el sonido de la pólvora, en el medio de cien montañas, la villa guarda silencio.

El Sanatorio Obrero de Trubia

Sanatorio Obrero de Las Cruces, Trubia (Oviedo), hacia 1906.

Por Toño HUERTA
Presidente de la Asociación por el Patrimonio Histórico Industrial de Trubia

Como muchos otros territorios, Trubia cuenta con uno de esos espacios que tienen un halo de misterio, casi mágico. Multitud de generaciones participamos de excursiones escolares a un edificio vacío, a veces incluso siniestro. Pero a nada que rasquemos veremos que es un lugar lleno de historia y vida. Abandonado durante décadas a su suerte, hoy aún podemos ver en el Alto de Las Cruces el Sanatorio Obrero.

Para hablar del Sanatorio, antes tenemos que hablar de un personaje poco conocido en Trubia y sin embargo parte esencial de su historia. Nacido en Cangas del Narcea en 1872, Mario Gómez y Gómez se licenciaría en Medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid; finalizada su licenciatura en 1897, ingresaría en el Cuerpo de Sanidad Militar, siendo destinado en agosto de ese mismo año a la Fábrica de Armas de Trubia.

Nuevos destinos le llevarían por Valladolid, Vitoria o Gijón, hasta su regreso a Trubia; desconocemos el año exacto de su nueva llegada, pero podríamos datarla en torno a 1906. En esta segunda fase “trubieca”, impulsaría y sería socio fundador del Sanatorio Obrero de Las Cruces. Nuevos destinos le harían viajar por toda España, con diversos cargos en el Ministerio de Guerra. En 1931 solicitaría el retiro anticipado del Ejército, regresando a su Cangas natal, donde fallecería al año siguiente.

Aunque realmente no estuvo mucho tiempo en Trubia, su paso por la localidad dejaría huella. Se implicaría en la vida del pueblo donde, desinteresadamente, fuera de sus obligaciones como médico militar, prestaría sus servicios tanto a la población civil como militar más necesitada. Por todo ello, la población siempre lo tendría en gran consideración y, a petición de los vecinos de Trubia, el 22 de julio de 1927 sería nombrado Hijo Adoptivo de Oviedo. Por lo tanto, la historia del Sanatorio Obrero de Las Cruces está íntimamente ligada a Mario Gómez y Gómez. Como indicábamos, él impulsaría la creación de este sanatorio que, en origen, estuvo gestionado por los propios obreros de la Fábrica de Armas, quienes en 1907 crearían la Sociedad Sanatorio Obrero; en los estatutos de la misma, localizados recientemente en el archivo de la Biblioteca de Asturias, se dice que el edificio del sanatorio es propiedad de los socios. Sin embargo, con el tiempo, y a partir de la dictadura, esos bienes pasarían a ser propiedad de la Fábrica de Armas de Trubia, quien gestionaría el sanatorio hasta su cierre en la década de 1960; habitado hasta finales de la centuria pasada, hoy se encuentra en total abandono.

Socorros mutuos

Además de la Sociedad Sanatorio Obrero, en 1911 también se crearía en Trubia la Sociedad de Socorros Mutuos “La Prevenida”. En otra ocasión hablaremos del gran movimiento asociativo que siempre existió en Trubia, parte esencial de nuestra cultura, sociedad y patrimonio. Pero por apuntar algo evidente, ¿no resulta paradójico que un edificio como el Sanatorio Obrero de Trubia, propiedad de una sociedad obrera, fuese apropiado por el Estado para, con el tiempo, dejarlo arruinarse? Quizás se deba volver a ese espíritu inicial y dejar que sea la propia comunidad la que gestione sus bienes.


Fuente: La Voz del Trubia – 20/01/2020

Ya ta el Carmen en casa

Tano Ramos

Cuando mi madre era una niña de casi diez años, allá por el principio de la década de los treinta del siglo XX, el día del Acebo subía andando muy temprano con su abuelo hasta Veigalapiedra. Allí se apostaban con su negocio. Disponían de uno o dos vasos y de un par de jarros que llenaban en una fuente no muy cercana. Cuando comenzaba a llegar la gente que caminaba hacia el Acebo, mi bisabuelo les ofrecía a todos un vaso de agua que cobraba a un perrón. Cada vez que un jarro quedaba vacío, mi madre corría con él a la fuente a reponerlo. Pasaban así buena parte de la mañana.

Años después, ya casada, mi madre iba con su cuñada Oliva a vender cintas y velas al Acebo. Otro negocio efímero. La mercancía se la proporcionaban fiada en la tienda de Evaristo Morodo. Mi padre les hizo una mesa que usaban como mostrador, con patas plegables para que fuese más cómodo acarrearla montaña arriba, cargadas también con cestas.

Subían andando al Acebo el día antes de la fiesta, siempre preocupadas por el tiempo, temerosas de que la lluvia les estropease el negocio. Una vez, de camino, le pidieron un pronóstico a un paisano. Los paisanos de los pueblos (como yo ahora gracias a la artrosis) eran entonces infalibles hombres del tiempo. El hombre miró al cielo y sentenció: “Ta farruco”. Mi tía Oliva y mi madre reían cuando evocaban cómo las sacó de dudas aquella certera respuesta.

Ya en el Acebo, pasaban la noche con otra gente y dormían en el suelo, en una pequeña casa de piedra cercana a la iglesia. Al día siguiente, muy temprano, empezaban a vender las cintas y las velas. Regresaban a Cangas por la tarde, corriendo monte abajo, y se acercaban a casa Evaristo a hacer cuentas. Recibían un trato muy ventajoso. Pagaban lo que habían vendido y devolvían sin coste alguno lo que no había tenido salida. Mi madre iba después a casa, se cambiaba y corría a coger el Alsa que la llevaba a Pola de Allande. Allí estaba mi padre, en la fiesta del Avellano, trabajando de camarero.

Hubo un tercer negocio, también efímero. En las fiestas del Carmen, mis padres y mis tíos Chali y Oliva ponían un bar en las verbenas. Hay una foto en la que los cuatro (aparece también mi tío Emilio) posan tras la barra, jóvenes y llenos de vida. Parece que están de fiesta en lugar de trabajando mientras los demás se divierten. Sobre este bar siempre evocaban una historia. Ocurrió hacia 1947, en la verbena de La Vega, el día del Carmen. Un vecino, Lache, se acercó a la barra y pidió unas bebidas. Nada extraño, salvo que mi padre observó que se las llevaba detrás de una pila de tablones. Al rato, Lache regresó a por otra ronda y también se la llevó al mismo lugar. Mi padre se lo comentó a mi madre, que era muy amiga de Lola, la mujer de Lache. Pregúntale si vuelve, resolvió mi madre. Y así fue. “Calla, calla”, respondió Lache, “que están ahí mis cuñados celebrando que se los llevan a Francia”. Sus cuñados, hermanos de Lola, eran los Manzaninos, unos cangueses republicanos que andaban escondidos por el pueblo desde el final de la guerra. La Guardia Civil los buscaba sin tregua y ellos se permitían ponerse a beber al lado del cuartel.

Por entonces, los Manzaninos llevaban unos años ocultos en las bodegas de la casa de Lola. También había permanecido allí su padre hasta que murió y lo enterraron una noche en el Monte Chorizo, muy cerca de donde había estado el cementerio de Ambasaguas. Lola le contaba a mi madre cómo cuando su padre enfermó, iba a atenderlo don Rafael el médico, republicano como ellos. Don Rafael se disfrazaba de mujer, se echaba una toquilla por encima, y bajaba desde su casa en la calle de la Fuente, de noche, como si fuese una de las canguesas que acudían a rezar a la puerta de la iglesia del Carmen.

Todas esas historias y muchas más me las contaba mi madre. Con una pasión sin medida, evocaba aquel Cangas de su niñez y su juventud como un verdadero paraíso pese a las penurias y el trabajo duro. Cangas era para ella lo mejor del mundo. Exactamente así lo expresaba. Era una canguesa del club de Carlos Graña, que escribió en 1944: “¿Qué hay superior a Cangas? ¡Solo el cielo!”.

Estos últimos años vivía en Avilés, cómoda y muy bien atendida, con la ilusión de regresar a su pueblo cada verano, donde la cuidaba con mimo su vecina Esther. “Ya ta el Carmen en casa”, decía invariablemente en junio, mientras paladeaba el viaje. Quién te lo iba a decir: a veranear a Cangas, le tomaba el pelo yo entonces, ya eres como el conde de Toreno.

Cuando era una niña, en los años veinte del siglo pasado, mi madre participaba cada verano en el recibimiento al conde de Toreno y su familia. Les aplaudía y vitoreaba cuando se asomaban al balcón del palacio, en el Mercado, y después se ponía a la cola, a recoger unos céntimos que iba dando un propio a los pobres.

El año pasado sólo permaneció en su pueblo unos días, durante el Carmen. Se agotaba enseguida, en cuanto caminaba un poco. Se dio cuenta de que ya no regresaría a su Cangas, de que ya no habría más veranos extraordinarios. Entonces comenzó a apagarse. Pero sin admitir que se había terminado esa etapa. Dos días antes de morir, a un poco más de un mes del Carmen, sorprendió a su nieta Esther con una propuesta. Le planteó hacer un viaje juntas. Pero en ese horizonte no aparecía Ambasaguas ni el Cascarín ni el Narcea ni los Bloques del Carmen ni el Acebo. En una pirueta mental defensiva, mi madre le soltó: “¡Vamos tú y yo solas a Londres!”.

(Nieves García Rodríguez nació en Cangas del Narcea el 13 de octubre de 1921 y murió en Avilés el 14 de junio de 2019)

De izquierda a derecha, Chali, Oliva, Tano, Nieves, un vecino que no tengo identificado y Emilio. En el bar de la verbena del Carmen, en 1946 o 1947

 

De Cerveiriz a Madrid para ser aguador y sereno

Aguadores de cuba o barrica en una de las fuentes reservadas al gremio en la villa de Madrid hacia 1850.

Manuel González fue un campesino del concejo de Cangas del Narcea que marchó a Madrid en torno al cambio del siglo XIX al XX para trabajar de aguador. Nació en 1885 en la aldea de Cerveiriz, perteneciente a la parroquia de Abanceña en el Río del Couto. En la capital conoció la extrema dureza del oficio de aguador de cuba, que a diferencia de otros tipos de aguador eran los que abastecían de agua a los hogares. Todavía, en las primeras décadas del siglo XX, el agua llegaba a pocos barrios madrileños, y hasta la década de los años veinte no se generalizó un sistema capaz de hacerlo subir por las cañerías hasta los pisos altos de las casas. La llegada a Madrid del agua del Canal de Isabel II, en 1858, significó el punto de partida de un ansiado y esperadísimo servicio del que no se beneficiarían muchos barrios madrileños hasta los años setenta del siglo XX.

El aguador de cuba era uno de los oficios más ingratos de Madrid. Había tres tipos de cubas: de 29, de 33 y de 48 litros. El aguador tenía treinta, cuarenta o más vecinos a los que servía una o dos cubas diarias, trasladadas desde la fuente por lo general sobre el hombro izquierdo. Manuel González, como el resto de aguadores, llevaba una herida en ese hombro que luego, abandonado el oficio, se transformaría en una cicatriz que le acompañaría de por vida. Los aguadores entraban y salían de los hogares con absoluta familiaridad, ya que volcaban las cubas sobre tinajas que solían estar en las cocinas y aseos. A su quehacer le denominaban ellos mismos “echar cubas de agua”. Poseían las llaves de las casas madrileñas, por eso las familias exigían que fueran hombres muy honrados y leales, y por eso el oficio era casi monopolio de los asturianos.

Fuente de Pontejos hacia 1904, con los largos caños metálicos para facilitar la aguada.

Formaban uno de los gremios más peculiares de Madrid, por el elevado número que conformaba y por su multitudinaria presencia en las plazas de las ciudad (a veces por centenares; con sus juegos de cartas sobre las cubas, sus cabezadas, sus riñas y sus famosas “tertulias de aguadores”). Más del 90 por ciento procedían de Asturias, y sólo un 5 por ciento de Galicia. Más de un tercio eran nacidos en el concejo de Tineo, y de Cangas del Narcea eran casi un 10 por ciento. El resto eran nacidos en otros concejos asturianos. Manuel González trabajó en la fuente de Pontejos, una de las más populares de Madrid, muy cerca de la Puerta del Sol; una fuente con cuatro caños y casi un centenar de aguadores en 1850.

Manuel González se cambió, a los diez años de estar en Madrid, a otro oficio monopolizado por los asturianos, el de sereno, donde también resultaba un requisito indispensable la honradez. Pero en este caso los serenos procedían en dos terceras partes de pueblos del concejo de Cangas del Narcea. Es decir, los de Tineo eran mayoría en el oficio de aguador y los de Cangas en el de sereno. Éste poseía también multitud de llaves de hogares y comercios y las de todos los portales madrileños. Era un oficio duro por las muchas horas de trabajo que exigía, por soportar condiciones y temperaturas extremas, por el cansancio y sueño que se sufría y por los riesgos que conllevaba la noche madrileña. Manuel tuvo su primera plaza de sereno en la calle del Olivar, próxima a la plaza de Tirso de Molina, y luego pasó a una de las calles mejor valoradas dentro del gremio, la de Preciados, repleta de comercios y en pleno centro de la capital. Y es que el sereno vivía de las propinas de los vecinos y, sobre todo, de los que les daban los dueños de comercios por su especial dedicación a la vigilancia de los mismos. Manuel, como otros serenos, entregó las llaves de las casas y portales que atendía con la llegada de la Guerra Civil, cuando se convirtió en una escena nocturna habitual que las tropas de la capital sacasen a vecinos de sus casas para “darles el paseíllo”. Manuel residía entonces en la calle Santiago, en el Madrid más antiguo, entre el Palacio Real y la Plaza Mayor.

La fuente de Lavapiés (Madrid), hacia 1870, según grabado de Francisco Pradilla y Ortiz, publicado en “La Ilustración Española y Americana”.

Manuel González, como la mayoría de asturianos que emigraron a la capital, echó raíces en Madrid, pero sin olvidarse jamás de su Cerveiriz natal, a donde se trasladaba cada verano con su mujer y con su hija, María del Rosario, que actualmente (2017) tiene 92 de años. Rosario recuerda cómo llegaban en autobús a Cangas y desde allí en carro a Cerveiriz, donde tenía que dormir en la panera. Ella y su madre regresaban a Madrid a finales del verano, incluso en octubre, como hacían la mayoría de hijas y esposas de emigrantes. En Madrid, Rosario creció jugando junto al Palacio Real, se formó –como tantas jóvenes- estudiando mecanografía y logró entrar en una empresa consolidada y con gran futuro, como era Telefónica, con un puesto de trabajo en la mismísima Gran Vía.

Madrid, calle Preciados hacia 1907

A Manuel González le debió ir económicamente bien con su plaza de sereno en la calle Preciados. Tuvo mérito, además, que la familia lograse vivir en uno de los enclaves de mayor solera de Madrid, quedando la hija empleada en una empresa tan próspera como la Telefónica.

Este texto se ha realizado a partir del libro Asturianos en Madrid: los oficios de las clases populares (Siglos XVI-XX), escrito por Juan Jiménez Mancha y editado por el Museo del Pueblo de Asturias en 2007, y con el testimonio de oral de María del Rosario González Rodríguez, recogido el 20 de enero de 2017 por José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín, cuyo texto íntegro ofrecemos a continuación.

Texto íntegro de la entrevista realizada a María del Rosario González Rodríguez

Localidad: Madrid capital (Barrio de Palacio)

Informante: María del Rosario González Rodríguez, de 92 años de edad.

Fecha de la recopilación: viernes 20 de enero de 2017.

Recopiladores: José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín.

  1. Datos familiares: nació en Madrid, calle de Santiago, 24 antiguo y 18 moderno. Hija de Manuel González ¿Collar? (Cerveiriz, concejo de Cangas del Narcea, Asturias, 1885 – Madrid, 1949) y de María de los Dolores Rodríguez, fallecida a los cinco meses de nacer Rosario. En la lápida de su madre había un retrato que besaba de niña, cuando iba al cementerio. Su padre casó en segundas nupcias, cuando ella tenía año y medio, con María…
  2. Informes sobre Cerveiriz: Cerveiriz era una aldea, ni siquiera era una aldea, era una casa sola a siete kilómetros de Cangas. En aquella casa había de todo: una panera donde guardaban el grano y los alimentos, había un lagar, había animales, y una casa muy grande. La casa estuvo habitada hasta hace poco por un pariente mío, pero ahora creo que está cerrada. Yo creo que antiguamente se debió llamar el Regueiro de Cerveiriz. Está metida en lo más hondo del camino. En la cocina, que era muy grande, había una cocina de hierro, de las que tenían tanque para el agua caliente, y mi padre la mando subir de Cangas en el carro, que también había carro en aquella casa.
  3. Informes sobre la llegada a Madrid de su padre como aguador [1]: mi padre se vino a Madrid cuando era muy joven, y se vino a Madrid sin conocer a nadie. Él vino a “echar cubas de agua” de aguador que decían entonces. En aquella época Madrid no tenía agua en las casas, y entonces estaban los aguadores que subían a las casas el agua. La subían en una cuba de metal, que yo no sé cuánto cabría en ella, pero sí sé que pesaba mucho cuando estaba llena. Y de subir las cubas de agua tenía él una cicatriz en el hombro izquierdo, que la tuvo toda su vida. Él estaba en la fuente de Pontejos, que entonces no estaba como está ahora, y cada uno tenía su demarcación, no era coger el agua y subirla donde quisieras. Estaba todo distribuido, y a mi padre le tocó ahí, en Pontejos.
  4. Informes sobre su padre y el oficio de sereno: a los diez años de estar en Madrid como aguador, como aquello era muy duro empezó a ser sereno, que había muchos serenos entonces asturianos en Madrid, y muchos eran de Cangas. Empezó primero en la calle Olivar, que sale de Magdalena y baja a Lavapiés y luego ya estuvo en la calle Preciados, y ahí estuvo mucho tiempo. Al venir la guerra, como mi padre y todos los serenos tenían por la noche las llaves de los portales, pues decidieron dejarlas en la Alcaldía del barrio, porque ya sabes que a muchos iban a buscarlos por la noche para darlos el paseo… y claro, el sereno tenía que abrir el portal, y aquello era muy comprometido.

Los serenos trabajaban sin sueldo, ganaban sólo las propinas que les daban los vecinos y trabajaban todo el año salvo que buscara un suplente. En Navidad era cuando más propinas les daban y también les daban aguinaldo, buen aguinaldo. Mi padre llevaba una especie de chuzo, de madera con una daga en la punta de arriba, cubierta con cuero, abajo era de madera y por eso sonaba cuando daban con ella en el suelo; también llevaba una gorra de plato y también como un guardapolvo, que en invierno era de más abrigo.

  1. Informes sobre su vida escolar: primero fui a una escuela nacional que había en la calle Lazo, y luego iba a una academia que la directora era francesa, que estaba en la calle San Felipe Neri, y allí iba como becada, como si dijéramos. Allí había un sacerdote que ejercía en San Ginés, y cuando había comuniones, íbamos las mayores a cantar a la iglesia. Luego, durante la guerra, iba a clases particulares a casa de una señorita, que la madre se llamaba Rosario, como yo; y aquella fue la que me encauzó, me enseñó que había que firmar siempre igual, y les dijo a mis padres que, si podían, debían darme estudios porque estaba capacitada para estudiar. Al terminar la guerra, fui a una academia de mecanografía a la calle Pontejos… y luego entré en Telefónica.
  2. Informes sobre su Guerra Civil: la guerra la pasé toda en Madrid. Ya iban a desalojar nuestra casa en la calle Santiago, porque detrás había una trinchera, pero antes acabó la guerra y ya no nos evacuaron. Una noche, me acuerdo que estaba prohibido encender luz por la noche, y una noche vieron desde abajo, en la calle Santiago, una rendija de luz, porque teníamos la luz encendida, y empezaron a decir: ¡esa luz, esa luz!, y tiraron un tiro que dio en el balcón, que allí está todavía la señal.
  3. Informes sobre su vida laboral: yo trabajé siempre en Telefónica, no tuve otro trabajo. Entré en la oficina porque no daba las medidas para los cuadros de las telefonistas, por eso entré en la oficina. Fui ascendiendo hasta llegar a ser jefe de negociado. Trabajé siempre en el edificio de Telefónica, en la Gran Vía, pero en los últimos años estuve en otro sitio, en la calle…
  4. Informes sobre su infancia: yo jugaba siempre en la Plaza de Oriente, con mis primas, jugábamos a la comba, al corro… pero yo no era muy cantarina, y no recuerdo bien. Me acuerdo que íbamos a la Puerta del Príncipe para ver si salía alguien de la Familia Real, o los políticos. Y me acuerdo también de las amas de cría, porque las familias pudientes traían mujeres de Asturias y de León, y las vestían con unos trajes de amas de cría, que eran muy vistosos y eran las que alimentaban a las criaturas.
  5. Informes sobre sus viajes a Asturias en la infancia: como el sereno no tenía sustituto, mi padre tenía que buscar una persona para poderse ir a su pueblo. Entonces nos íbamos en verano a Cerveriz, y estábamos allí la madre y yo, a lo mejor hasta octubre. Íbamos en un autobús que salía de Madrid hasta Cangas, y luego subíamos en el carro a Cerveriz. Yo me acuerdo que dormía en la panera, y una vez me caí al suelo, porque la panera está en alto.

    Autores: Juan Jiménez Mancha, José Manuel Fraile Gil y María del Pilar Fraile Agudín

Alfredo, sereno

El sereno cangués Alfredo García Martínez

Alfredo García Martínez nació en abril de 1923 en Cangas del Narcea y viajó a la capital para ser sereno, y lo fue durante 38 años. Prácticamente todos los serenos de Madrid venían de este concejo del suroccidente asturiano. Esto se debe a que las plazas de sereno las adjudicaba la Sociedad de Serenos de Madrid y los primeros venían de Cangas. El efecto llamada hizo el resto. Hermanos, primos, familiares y conocidos del concejo cangués pusieron rumbo a Madrid para ganarse la vida en las noches de la gran ciudad. Así en 1952 Alfredo empezó a trabajar de sereno en la calle Serrano y 14 años más tarde, en 1966, fue destinado al barrio Costa Fleming coincidiendo con la época más agitada de vida nocturna en sus calles.

El sereno cangués Alfredo García Martínez con unos vecinos del barrio madrileño Costa Fleming

A mediados de los años 50 los marines americanos de la base de Torrejón de Ardoz, se establecieron en modernos y sofisticados apartamentos entre el estadio Santiago Bernabéu y la Plaza de Castilla. La calle Doctor Fleming atraviesa el barrio que los vecinos bautizaron como Corea por la “invasión” de los soldados recién llegados de la guerra de ese país. Toda la zona pronto se convirtió en un hervidero de nuevas formas de vida nocturna. Los dólares, el whisky y la prostitución marcaron la calle Doctor Fleming, y aunque el régimen intentó acabar con ello, finalmente prefirió mirar hacia otro lado y mantenerlo controlado en una especie de zona cero al margen derecho de la Castellana para que no se propagara como la pólvora hacia otros lugares de Madrid.

El término Costa Fleming lo acuñó por primera vez el periodista y escritor Raúl del Pozo guiado por la relajación de costumbres y horarios. La Costa Fleming se convirtió en la zona más golfa de Madrid en la década de los 60. Muchas personalidades de la farándula se dejaban ver por aquí. Artistas, cineastas, escritores y músicos habitaban la costa en la que todo el mundo parecía estar de vacaciones. Bares y discotecas eran testigos de juergas hasta el amanecer y bacanales que inspiraron en 1973 la novela de Ángel Palomino y tres años más tarde, en 1976 la película de Jose M. Forqué: Madrid, Costa Fleming.

Alfredo García Martínez, sereno de Cangas del Narcea

Por ello resulta fácil imaginar la joven Costa Fleming de los 70. Con sus farras hasta el amanecer, el epicentro del Madrid más noctámbulo y golfo. Alfredo testigo de todo y sereno. Las fiestas yeyés con famosos, toreros, escritores, cantantes y políticos. Ex-marines americanos de Corea (hoy el edificio de Castellana 200) propensos a los puños cuando bebían de más. Amantes de una noche, borrachos de vuelta a casa, marqueses y perdedores, ilustres y derrotados. Alfredo ha sido el confidente de todos en su ronda nocturna, acudiendo a la llamada de las palmadas de los vecinos.

El sereno cangués Alfredo García Martínez

Con semblante sereno, gorra, gabardina, chuzo y silbato. De su cinturón colgaban las llaves de los portales y comercios de las calles Doctor Fleming, Félix Boix, Juan Hurtado de Mendoza y Joaquín Bau. Ha resuelto peleas de forma amigable, ha impedido asaltos y robos, incluso llegó a impedir un secuestro. Valiente, íntegro, cercano y amable. Ha acompañado a los vecinos del barrio en las madrugadas, ha velado por su seguridad, espantando a ladrones y atracadores, prestando auxilio a todo aquel que lo necesitara. Como decía el vecino ilustre, Paco Umbral en un artículo que reproducimos a continuación: “Alfredo, en la transvigilia del alba, humedece el chuzo de nostalgia de Cangas, a ver qué vida, pero aguanta bien en Madrid, que ya tiene los hijos grandes. Es el que sube a la casa de la suicida y el que le echa un ojo a la adolescente drogada y pelona que duerme en la acera”.

Sus hijos Jesús y Alfredo, que continúan trabajando hoy por este barrio madrileño, cuentan que su padre era reservado y muy discreto: “Al llegar a casa a veces nos contaba cómo había ido la noche, pero nunca daba nombres ni detalles”. No fueron pocas las noches en las que se convirtió en el héroe particular de algún vecino, pero Alfredo nunca fue de honores ni reconocimientos, un simple gracias le bastaba. Declinó una entrevista para Le Monde, un homenaje en el Ayuntamiento de Madrid, incluso algunos periodistas quisieron hacer la ronda con él, pero Alfredo era un tipo reservado que le gustaba la noche y la soledad. Amaba su trabajo, tanto que al desaparecer oficialmente la profesión de sereno en Madrid, prefirió continuar por su cuenta cobrando la voluntad. Amaba su trabajo, tanto que se jubiló con 82 años, un 11 de febrero del 2006 y sólo un año después falleció. No fue el último sereno de Madrid, parece que ese honor se lo tenía reservado a uno de sus paisanos asturianos. Parece como si Alfredo en su serenidad y discreción, tampoco quisiera ese honor para él.

El sábado 21 de diciembre de 1985 el diario EL PAÍS publicaba el siguiente artículo de Francisco Umbral bajo el título:

 

Alfredo, sereno

Alfredo es Alfredo, sereno. Tiene 62 años y representa 41. Se conoce que eso de la noche y el nocturnaje prueba bien para la cosa de la edad. Alfredo es de Cangas, a pocos kilómetros de Oviedo, y lleva treinta y tantos años de sereno en Madrid. Cuando quitaron el oficio, Alfredo siguió en lo suyo, como un navegante solitario de La verbena de la Paloma, cobrando la voluntad, más un recibito mensual de quinientas pesetas. Alfredo tiene gorra de visera, cara de sereno, un diente de oro, como tantos asturianos —¿un mimetismo del indiano aforrado en oros?—, y una parla tranquila y desganada. Es un sereno que serena.

Alfredo es un sereno que serena la noche. Cuando quitaron los serenos, digo/decía, él siguió en su barrio bien/bian, ignorante de la ley mientras la ley no venga en bable, como si hubiera leído a Hans Magnus Enzensberger, a Baudrillard, a todos los brillantes ácratas europeos de última hora. Dice HME: “Si se cumplieran estrictamente los reglamentos de tráfico, se pararía el tráfico”. Y me dice Alfredo:

—Si yo me voy de aquí, a ver qué pasa en el barrio.

De modo que ha estado muchos años de sereno único de Madrid, entre medieval y asturianín, funcionario de sí mismo, y ahora le parece una coña que vuelvan los serenos: “Unos serenos sin chuzo ni llaves ni nada, unos serenos con un spray, como las señoritas, sólo para la zona centro, como las señoritas, y autónomos. Para autónomo, yo, y eso que tengo carné del Ayuntamiento”. Alfredo, en fin, es un profesional de la noche que profesa un cierto escepticismo bable por los serenos de oposición que puedan venir.

—El personal elige y paga lo que le satisface, don Francisco.

Lo que digo, un ácrata francoprusiano, un autogestionario de la noche que lleva quince años en el mismo barrio y que ha visto a los que hacen sus necesidades entre los jardines, a los japonesitos apaisados y las Nancy Reagan de Wyoming, con trajes de noche, que vuelven del tablao de madrugá, tras haber vivido “una auténtica noche madrileña” montada para ellos solos.

Alfredo, en la transvigilia del alba, humedece el chuzo de nostalgia de Cangas, a ver qué vida, pero aguanta bien en Madrid, que ya tiene los hijos grandes. Es el que sube a la casa de la suicida y el que le echa un ojo a la adolescente drogada y pelona que duerme en la acera. “No creo yo que eso de los nuevos serenos vaya a resultar”. Es un autogestionario de la noche, sólo servil en lo justo. Es un solitario que hace su obra cuando los demás duermen. Casi como un escritor.

Superviventes; Delfina, la filandera de Cerecedo de Besullo

Delfina filando

Durante el período de autarquía desde el final de la guerra civil hasta los años cincuenta, España vivió una crisis permanente, caracterizada por una larga y profunda depresión económica, provocada por el aislamiento internacional. Ante estas condiciones las políticas económicas que se siguieron buscaban el autoabastecerse de productos nacionales sin recurrir a las importaciones de terceros países que nos tenían aislados.

Esto provocó que en los mercados faltaran la mayoría de los productos básicos. Cuando se habla con gente de aquella época todos coinciden que fue una época dura que aún teniendo dinero, no había productos en el mercado para poder comprarlos.

Esta situación nacional, provocó a nivel local, en los pueblos, otro tipo de autarquía ya que los vecinos de los pueblos intentaban autoabastecerse sin más recursos que los que la naturaleza les ponía a mano. Esta situación creó una generación de hombres y mujeres que tuvieron que vivir condiciones muy precarias, de forma espartana, con muchísimo esfuerzo y una gran imaginación para autoabastecerse del medio natural que los rodeaba.

Esquilando la oveja

Hoy se ven programas en televisión con títulos tan sugerentes, como supervivientes o supervivientes desnudos en la selva; en estos programas suelen salir personajes más o menos creíbles que intuyo tienen un equipo de cámaras al lado para grabarlos y, como es lógico suponer, ante cualquier problema que tengan los protagonistas les ayudarán con buena comunicación, con fuego, con comida, etc.

Lavando la lana

Hay otros supervivientes reales que pasaron los tiempos malos después de la guerra y que sin apoyo de ningún tipo han salido adelante produciendo su comida, sus vestidos y sus herramientas de trabajo; utilizando la imaginación y los conocimientos ancestrales para autoabastecerse de la naturaleza que los rodeaba. Este es el caso de Delfina la hilandera de casa Cascarín de Cerecedo de Besullo. Esta mujer tiene 82 años, nació en casa Xuan Díaz de Fuentes de las Montañas y se casó para el pueblo de Cerecedo.

Delfina pertenece a la generación de la posguerra y le tocó lidiar la vida con mucho esfuerzo y precariedad para salir adelante. Me cuenta Delfina como tuvo que trabajar desde niña en todas las labores de la casa, me cuenta los miedos que le provocaba la guerra en su infancia cuando venían al pueblo a llevar gente, me imagino que de ambos bandos ya que ella como era pequeña no se acuerda quiénes eran.

Preparación de la lana

Cuando le señalo a Delfina la crisis actual, ella esboza una sarcástica sonrisa y añade que si tuviéramos que vivir ahora la crisis que ella vivió, seguro que la mitad nos suicidaríamos ya que según ella, no sabemos producir nada con nuestras manos, solo sabemos consumir.

Me relata los precarios medios que se disponían para poder vivir y la mayoría se producían en la unidad familiar con productos del contorno. Las herramientas para trabajar se hacían de madera; arados, rastrillos (engazas), cestas, etc. Las verduras y las frutas se conseguían de la huerta; la carne para todo el año era de la matanza donde se trasformaba el cerdo en todo tipo de embutidos y del que se aprovechaba todo, hasta la sangre para hacer fixuelas. La grasa derretida de este animal se utilizaba para sustituir el aceite de oliva que no había en el mercado; hasta los cuernos de las vacas se reutilizaban. La lana de las ovejas y la piel de las cabras eran utilizadas para crear prendas de vestir tras sufrir una serie de procesos de transformación artesanal muy imaginativos.

Haciendo un colchón

Delfina es especialista en estos procesos de elaboración de ahí el sobrenombre de filandera de Cerecedo; esta filandera me cuenta con detalle todo el proceso artesanal de la lana, desde el esquilado de la oveja hasta la confección de las prendas de vestir según la moda del momento.

Todo empieza con el esquilado de la oveja (tosquilar), le sigue el lavado de la lana, el escarpinado (abrir la lana), el hilado (filar), torcer y devanar (presentarla en ovillos) y finalmente tejerla y golpearla en un pisón hidráulico para darle resistencia.

Con los procesos anteriores ya se podía disponer de material para confeccionar todo tipo de mantas, calcetines, colchones, carpinos, chaquetas, vestidos, etc.

Diferentes colores de la lana teñidos con elementos naturales

Todo lo anterior demuestra la dureza y el trabajo que tuvieron que soportar para sobrevivir las gentes de la generación de la posguerra. Utilizando unos medios muy limitados, consiguieron adaptarse y aprovechar de forma sostenible todo lo que la naturaleza del contorno les brindaba.

Utensilios para devanar y teñir la lana

Sophie Landrin, periodista de “Le Monde“, intentando describir la ciudad del futuro señala que la arquitectura de las futuras ciudades deben tomar la forma de los materiales de la naturaleza y serán ciudades biomiméticas; serán remansos repletos de vegetación, se abandonará lo superfluo y se alcanzará la autarquía. Resalta que es necesario luchar contra la sociedad de consumo frenético que impulsado por la publicidad nos ha hecho creer que lo superfluo es indispensable llenando nuestra basura de cosas innecesarias.

Bien, pues estos intelectuales de nueva generación, no están descubriendo nada nuevo, ya que la generación de Delfina ya experimentó con éxito algo parecido viviendo de forma sostenible con la naturaleza que los rodeaba.

Por otro lado, pienso al ver la claridad mental, la inteligencia y el estado de ánimo que tiene Delfina, pues aún trabaja la huerta, tiene gallinas, hace su propia comida y mantiene su casa totalmente impecable a la edad de 82 año, como después de tanto trabajo y penurias se puede estar al cien por cien de resistencia en esta edad tan avanzada.

Productos hechos con lana

Hay tres posibles explicaciones. La primera es evidente que puede ser Mendeliana y achacar esta virtud a una genética excepcional. La segunda puede ser Darwiniana seleccionando la vida a los más fuertes para sobrevivir y creo que la más acertada es la tercera posibilidad, que es que personas como Delfina han vivido como verdaderos supervivientes en un medio hostil, consumiendo lo mínimo, trabajando y haciendo ejercicio constantemente desde pequeños, comiendo productos elaborados por ellos mismos sin pesticidas ni colorantes. Toda la forma de vida anterior contrasta totalmente con la forma de vida de las actuales generaciones, sentadas ante una consola, haciendo ejercicio físico por medio de videojuegos y consumiendo un exceso de calorías que llevan a crear niños con obesidad.

Es admirable ver con que sabiduría utilizaba la generación de Delfina los medios para subsistir. Producían y consumían todo lo que necesitaban, cerrando el ciclo de forma sostenible con el medio ambiente. Los desperdicios se aprovechaban para alimentar los cerdos y animales de la casa produciendo la carne que se consumía para todo el año y los orgánicos se utilizaban para abonar la tierra cerrando el ciclo de producción y consumo. Los recipientes eran reutilizables, jarras de barro, cestos de madera, no se necesitaban las nefastas bolsas de plástico actuales. Las herramientas y el calzado estaban hechos de madera. Para confeccionar las prendas de vestir se aprovechaba la lana de las ovejas y la piel de las cabras, hoy esta lana se tira. Como se puede ver, todo era elaborado con conocimientos ancestrales que irremediablemente perderemos.

Madreñeiro

En el mundo actual de las telecomunicaciones, de las grandes obras de ingeniería, de los grandes adelantos en medicina donde un especialista introduce una cámara microscópica por una vena para acceder al corazón e implantar un elemento mecánico que modifique el flujo sanguíneo; con todo este conocimiento si llega a ocurrir un holocausto social, económico o de otro tipo, que nos obligue a vivir de nuevo en los tiempos de Delfina, lo más probable es que la mayoría no sepamos sobrevivir.

Si nos quitan los supermercados llenos de productos elaborados y posiblemente bastante adulterados; si nos quitan las tiendas de ropa Zara, Mango, Cortefiel, etc., la mayoría no sabría con que vestir, como poner un botón, como plantar un tomate y algunos tendrían la duda razonable de si la leche sale de la vaca o de la nevera.

Bien, esta vez no me enrollaré más y dejaré que la propia Delfina lo cuente en el vídeo que acompaño, seguro que con el entusiasmo que le pone esta activa mujer de 82 años, es más entretenido que lo que yo pueda escribir y se aprovechan mejor los matices y los pequeños detalles de la conversación que mantuve con ella en su casa de Cerecedo de Besullo.



 

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Un sereno de vanguardia en 1930

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Manuel Fernández, de Cangas del Narcea, sereno de Madrid que prestaba sus servicios en bicicleta

De manera que ¿es usted el Ramón Gómez de la Serna de la vigilancia nocturna?—le pregunto al sereno que presta sus servicios en la calle de Castelló, en el trozo comprendido entre Goya y Hermosilla.

—¿Cómo ha dicho usted?—me pregunta a su vez el aludido, que añade— Hablemos de buena fe si es que le parece.
El hijo de Cangas—porque es de un pueblecito situado cerca de Cangas de Tineo—no ha entendido mi intención o no ha querido entenderla.
Hombre original, de vanguardia y superrealista, es un poco desconfiado como todos los genios y cree yo no sé qué cosas respecto a mí y a mis intenciones.
Y yo lo admiro sinceramente. El hecho de emplear una bicicleta para prestar su servicio es de una novedad extraordinaria.
—¡El chuzo! ¡No sea usted atrasado!—me responde—. Eso casi pertenece a otra generación. ¿Para qué quiere el chuzo el hombre que desempeña su cargo en bicicleta y pronto lo desempeñará en aeroplano, cuando todas las casas sean rascacielos y le llame a uno cualquier vecino desde un vigésimo piso, pongo por caso? Estaría bonito que uno fuese a perder el tiempo y hacérselo perder a la parroquia. ¿Sabe usted inglés?
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Manuel Fernández, en su domicilio de Madrid cuidando de su bicicleta

—Yo no. ¿Y usted?—le respondo un poco aterrado. —Yo tampoco; pero lo sabré.

—¿Por qué me pregunta usted que si sé inglés? —Porque me han dicho que hay un refrán, que traducido al español quiere decir que el tiempo es algo así como cuproníquel.
—Sí, señor. Exacto.
—A ese refrán responde la idea que he tenido de utilizar la bicicleta para mi trabajo. ¡Y quién sabe si pronto tendré que recurrir al automóvil!
Es un orientador—pienso y se lo digo á Alfonsito que en aquel momento pensaba lo mismo.
—Hay que renovarse—prosigue diciéndome el sereno de vanguardia, que no sé si será lector de La Gaceta Literaria y por consiguiente admirador de los escritores que creen que hay que cambiar todo lo existente… hasta el sentido común—. Hay que renovarse no con palabras sino con hechos. ¿Cree usted que está bien que un sereno haga esperar a sus parroquianos? Tan rápida como su llamada debe ser su presencia en el sitio adonde se le requiere. Y no digamos nada cuando hay que avisar al médico, o hay que ir a la farmacia o prestar alguno de los servicios urgentes para los que nos llaman. ¿Comprende usted?
—Sí, señor.
— ¿Va usted viendo las ventajas que se obtienen con el empleo de la bicicleta para la vigilancia nocturna y para el desempeño de nuestra dificilísima y a veces salvadora misión? ¡En cuántas ocasiones la rapidez con que acude uno al lugar donde se le manda, evita una desgracia irreparable, y en cuántas ocasiones ha sido mi bicicleta—esta bicicleta que cuido como a mí mismo—la providencia de muchos de mis vecinosl
—Tiene usted razón—respondo, completamente convencido, y pregunto:
—¿Cómo se llama usted?
—Manuel Fernández.
¿Es usted irlandés? Lo digo por el apellido.
—¡Ji, ji, ji! Aunque, hablando en serio, le digo que ojalá fuera yo de uno de esos países extraños.
—¿SÍ?
—Como se lo estoy afirmando.
—No le entiendo.
—¿No ha oído usted nunca hablar del Polo Norte?
—Muchas veces.
—¿Y no sabe usted que allí, en el Polo Norte, cada noche dura seis meses?
—Eso dicen los que lo han visto.

—Pues figúrese usted la suerte que tiene el que sea sereno en el Polo. ¡Una noche de seis meses! ¡Y abriendo las puertas! Para hacerse millonario en poco menos de un año.


Publicado en la revista semanal madrileña CRÓNICA, 2 de febrero de 1930.


Pero yo no hice nada

El periodista cangués Tano Ramos durante una entrevista con motivo de la presentación de su libro `El caso Casas Viejas`

Bajo el título que nos ocupa, “Pero yo no hice nada”, incorporamos a la biblioteca digital del Tous pa Tous un relato que el periodista cangués, Tano Ramos, narra a partir de unos documentos que encontró sobre la historia de Ramón “el de la calle de Abajo”, de sus últimos meses de vida, como si el propio Ramón le hablase.

TANO RAMOS GARCÍA nació en Cangas del Narcea en 1958. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, inició su actividad periodística como reportero de agencias en Madrid y, en 1986, comenzó a trabajar para la agencia EFE en Oviedo. Al año siguiente se incorporó a la redacción del periódico LA VOZ DE ASTURIAS, de Oviedo, donde permaneció cuatro años. Volvió entonces a la agencia Efe como corresponsal y, desde 1997, trabaja en DIARIO DE CÁDIZ. En 2011 obtuvo el prestigioso Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias convocado por Tusquets Editores por El caso Casas Viejas, en donde reconstruye el levantamiento anarquista de Casas Viejas (Cádiz) en 1933 y la respuesta militar que este hecho provocó, que trajo la muerte de catorce campesinos y puso en serios aprietos al Gobierno de Manuel Azaña.


Hacia el Trópico: José Fernández Rodríguez en Guinea Ecuatorial

José Fernández Rodríguez, en su casa de Villacanes, el 26 de julio de 2013

José Fernández Rodríguez, en su casa de Villacanes, el 26 de julio de 2013

Cuentan que los bueyes tiraron tan fuerte que a Mariano Mora, de casa Castán, en el pueblo de Chía, del aragonés valle de Benasque, se le rompió el arado cuando estaba un día labrando la tierra, y agarró tal cabreo que allí dejó bueyes, arado y campo. Se fue a casa y con cuatro trapos hizo un hatillo que colocó en el extremo de un palo para descender la montaña hasta alcanzar Barcelona. Desde allí, con la ayuda de los padres claretianos con los que había estudiado, llegó a la isla de Fernando Poo, en Guinea Ecuatorial, donde se estableció fundando una empresa de cultivo y exportación de cacao y desde donde pronto comenzó a reclamar ayuda de familiares y vecinos ribagorzanos del valle de Benasque, que fueron llegando para trabajar en el cacao y la madera. Mariano Mora, por cierto, se convertiría en el primer representante de una saga, la de la casa Mora-Mallo, propietaria de algunas de las fincas más importantes de la isla y que adquiriría fama dedicándose al cultivo del cacao.
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Pepe Avello. Donde viven los amigos

Pepe Avello conversando con Alfonso López Alfonso

Pepe Avello conversando con Alfonso López Alfonso

18 Feb de 2015.- El pasado lunes fallecía en Madrid, el socio fundador del Tous pa Tous, Pepe Avello, autor de la letra del himno de nuestra asociación y el mejor escritor de Cangas del Narcea del último tercio del siglo XX. Sus familiares y gran cantidad de amigos acudieron a despedir sus restos que desde esta misma tarde descansan en su última morada en el cementerio cangués de Arayón.

Para rendir homenaje a su memoria publicamos a continuación un escrito de nuestro socio, el también escritor cangués, Alfonso López Alfonso.

Descanse en paz Pin Estela.


Pepe Avello. Donde viven los amigos

Todos sabemos que la vida, en el mejor de los casos, es un estado transitorio que no presagia nada bueno. “Mi vida es ligera, esperando el viento de la muerte, / como una pluma en el dorso de mi mano”, escribió T. S. Eliot. Sí, es la muerte tan avariciosa que vivir es ir muriendo un poco, y, en cambio, morir es no vivir en absoluto. Sin embargo, hay una frase que le gusta mucho repetir a Javier Cercas y sirve de consuelo a todo escritor: la realidad mata y la ficción salva. A José Avello Flórez, Pepe Avello, o Pin Estela, como le llamaban los que más le conocían, le ha llegado la muerte tan callando que quienes esperábamos volver a verle nos sentimos como si nos hubieran disparado por la espalda. Juega sucio la muerte, y nunca da explicaciones. “Vale más desaparecer sin huella. Desconocer el propio origen es un don precioso del que muy pocos hombres gozan”. Son palabras del personaje José Manuel Río en la novela La subversión de Beti García. Bellas palabras, cargadas de poesía y verdad literaria, esa clase de verdad que suele resultar mentira en la vida. Son palabras que escribió Pepe Avello, pero que no sirven para retratarle, porque siempre tuvo muy claro su origen y porque ha desaparecido dejando el legado literario más valioso que cangués alguno haya sido capaz de amasar de Alejandro Casona a esta parte.

Narrador ambicioso, para conseguir esto le han bastado dos novelas, publicadas con un intervalo de diecisiete años entre ambas: La subversión de Beti García, con la que fue finalista del Premio Nadal en 1983 y que se publicó en la editorial Destino al año siguiente, y Jugadores de billar, premio Villa de Madrid, editada por Alfaguara en 2001. Nacido en Cangas del Narcea en 1943, Pepe Avello fue uno de esos hombres que “hacen país”. Lo hizo desde las páginas de La subversión de Beti García, donde no cuesta identificar a la villa de Ambasaguas con Cangas y en la que aparecen, entreverados en la ficción, topónimos como el partido de Sierra, Onón, Ambres, Genestoso o Leitariegos. Para hacer país escribió la letra del himno del refundado Tous pa Tous, a la que puso música Gerardo Menéndez y cantó Joaquín Pixán. Y haciendo país nos dio a conocer a todos un puñado más de letras de canciones al publicarlas en La Maniega -en el número de septiembre-octubre de 2014-. Letras  que tenían que ver con ese mismo espíritu entre nostálgico y festivo que le llevó a escribir el himno del Tous pa Tous. “Al cruzar el Puente Roto / rompióseme el corazón, / ella bailaba con otro / abrazada en la verbena / y a mi me abrazó la pena”, comienza, evocadora e irónica, la titulada “El Puente Roto”.

Pepe Avello bajo la sombra del tejo de Regla de Cibea, marzo de 2014

Pepe Avello bajo la sombra del tejo de Regla de Cibea, marzo de 2014

Licenciado en Derecho, trabajó para una empresa francesa de obras públicas en Guinea Ecuatorial y allí le tocó vivir el proceso de independencia de esta antigua colonia española en 1968. Durante los primeros años setenta se instala definitivamente en Madrid, donde, mientras trabaja como directivo para una empresa de producción industrial, establece relación con gente de las letras y del cine, entre otros Marcos Ricardo Barnatán, Álvaro del Amo, Marisa Paredes o Javier Maqua. En 1973 publica el cuento “La confesión” en Papeles de Son Armadans, la revista que dirigía Camilo José Cela, y unos años más tarde, en 1978, aparece su cuento “Cómo vencer al reúma” en el libro colectivo Sueños de la razón. Cuentos y dibujos, en el que también participan algunos nombres que pronto alcanzarían notoriedad, como Luis Antonio de Villena o Pedro Almodóvar. Y en la revista venezolana Zona franca publica en 1983 el relato titulado “La violación”. Eran ensayos previos a esa gran novela totalizadora que pretendía con La subversión de Beti García –el primer borrador llegó a alcanzar las mil páginas-, que terminaría por dejarlo exhausto y desencantado durante algunos años. En los primeros ochenta también dirigió con los argentinos Santiago Sylvester y Héctor Tizón una revista literaria de vida efímera (1980-1981), como casi toda quimera de este orden. Estaciones, se titulaba, y en sus cuatro números unió la literatura latinoamericana con la que se hacía en España en esos momentos. Y es también en este tiempo cuando se vincula a la Universidad Complutense de Madrid, primero como profesor de Teoría de la Comunicación, en la Facultad de Ciencias de la Información, y después de Sociología de la Cultura, en la de Bellas Artes, hasta su jubilación en el año 2010.

A Pepe Avello, amante de la vida, sociable, amable, entrañable, no le podría pasar nunca lo que le pasa a Álvaro, ese personaje que comienza siendo el más raro y esquinado de Jugadores de billar y que acaba siendo de los pocos que se salvan. Álvaro es un hombre con esa “edad en que ya es tarde para hacer lo que antes no se hizo, ni se intentó, ni se pudo, la edad en que los anhelos y los sueños pierden verosimilitud ante la conciencia y, si se persiste ciegamente en ellos, comienzan a convertirse en torpes delirios”. Pepe Avello soñó un tipo de literatura y la llevó a cabo con ambición y sosiego, con la ambición de quien cree que ha llegado para decir algo nuevo, para establecer un discurso, y con la calma que dan la sabiduría, la experiencia y la ecuanimidad de haber vivido de manera lo bastante intensa y con la suficiente diversidad como para alcanzar a comprender buena parte de esos conflictos que azotan eternamente el alma humana.

Conocí a Pepe Avello, como tantas otras cosas que merecen la pena, a través de Juaco López Álvarez, y a finales de 2013 Cristóbal Ruitiña y yo nos reunimos con él en un hotel de Oviedo para hacerle una entrevista que se publicó en la revista Clarín a principios de 2014. Para terminar aquella entrevista le preguntamos en qué proyectos literarios ocupaba su jubilación, y nos decía que tenía una novela empezada desde hacía mucho tiempo. La novela estaba ambientada en África y el título provisional que nos dio fue La distancia. “En Guinea, si queréis que os lo resuma mucho –nos decía-, lo primero que se percibe es la distancia. Primero el país es fascinante, pero la gente es impenetrable para un europeo. Yo esa distancia cultural no la conseguí traspasar nunca”. Y en relación a ese proyecto, añadía: “Pero ya veremos, porque ya soy muy viejo, y o lo hago ahora o ya nunca”. No sé si le habrá dado tiempo a terminar aquella novela. Ojalá sí, porque me gustaría leerla.

No me resisto a meter en esta especie de improvisada elegía una escena de La subversión de Beti García, porque esa escena también tiene un tono elegiaco y porque nos hace entender que la ficción puede salvar incluso cuando mata. En esta novela aparece brevemente Conrado, un viejo limpiabotas que cuando llega la Revolución de Octubre de 1934 cree vislumbrar una nueva aurora y participa activamente en los acontecimientos de aquellos quince días que conmovieron al mundo. Derrotado, acabará huyendo junto a Beti y otros revolucionarios hacia la braña del Acebal. El cansancio y el frío terminarán por dar muerte al viejo Conrado antes de que alcancen la braña, y entre sus cosas, los compañeros encuentran un cuaderno en el que hay anotados unos versos: “Yo sé que no hay en la vida / ni amores ni amigos ciertos / así que cómo ha de haberlos / cuando uno ya está muerto”. Son palabras desengañadas, que cuadran a la perfección con el personaje de Conrado, cargadas por tanto de verdad literaria, pero que, de nuevo, no nos servirían en absoluto en esa verdad de la vida si se las quisiéramos aplicar a quien las escribió, porque si algo tuvo Pepe Avello en vida y sigue teniendo cuando ya está muerto es una inacabable ristra de amigos ciertos. Y tuvo además el valor y la elegancia de dejarnos a todos una muy valiosa lista de amigos inciertos, ficticios -José Manuel Río, Beti García, Álvaro Atienza, Floro Santerbás, Rodrigo de Almar o Manolo Arbeyo-, amigos que nos ayudan a salvarnos. Son amigos que se levantan del papel, que salen de la ficción y toman la realidad, caminan a nuestro lado y nos acompañan. Están ahí para hacernos reír, como Floro, o para hacernos temblar, como Álvaro. Están ahí, algunos orondos y risueños, otros esquinados y cortantes. Todos tan creíbles como si fueran de carne y hueso, como si por sus venas circulara la sangre que nos mantiene de pie, vivos.

Pepe Avello supo, como todo auténtico escritor, ser un fingidor, meterse en la piel de éste y aquél, auscultar la sociedad, capturar la realidad, condensarla, pasarla por su tamiz y convertirla en verdad a través de la ficción, que no otra cosa hace un novelista. En la triste verdad de la realidad, Pepe Avello está muerto, pero la verdad de sus ficciones permanece viva entre nosotros para alumbrarnos el camino, para ayudarnos a conocernos, para poner el foco sobre nuestros defectos y virtudes y hacernos algo más llevadero el enigma de vivir, para, en definitiva, hacernos mejores. A Pepe Avello le ha matado la cruel realidad, pero supo construir una obra literaria lo suficientemente consistente como para que la ficción lo salve. Ya se sabe, lo dice Javier Cercas, que la realidad mata y la ficción salva.


Doña Cloti

Doña Cloti y alumnos a principios de los años 60

Doña Cloti y alumnos a principios de los años 60

Abuelita, te has ido, pero eso no quiere decir que te vayamos a olvidar, tenlo por seguro, por eso con esta carta quiero describirte tal y como eras, mostrando los valores que nos has inculcado, tanto a nosotros, tu familia, como a los tantos y tantos alumnos a los que has dado clase. Muchas son las palabras que podría usar para definirte, pero en especial estas que voy a relatar a continuación son las más significativas para mi:

  • Sabiduría: a lo largo de los años has demostrado ser una persona sabia, todos tus consejos rara vez han caído en saco roto, demostrándose con el paso del tiempo ser los más acertados. Sabiduría no solo significa ser sabio, sino también saber discernir entre lo bueno y lo malo, tenías experiencia.
  • Presencia: has demostrado siempre saber estar en todos y cada uno de los lugares a los que has ido sin protagonismos, has sabido acudir a aquellos sitios en los que se te valoraba tal y como eras y dejar a un lado actos frívolos y triunfalistas a los que en estos tiempos estamos tan acostumbrados a ver.
  • Amor: todo lo que hacías lo hacías con amor, amor al prójimo, amor por todas la cosas que hacías, amor por lo tuyo, por lo que durante tantos años te dedicaste en cuerpo y alma a construir para llevar una vida plena de felicidad y bondad.
  • Paciencia: quizás por tu dedicación a la enseñanza, quizás por tu forma de ser, el caso es que no he conocido persona que mostrase tanta paciencia como la que tu mostraste a lo largo de la vida fuesen cuales fuesen las circunstancias. Esto es tal vez es lo que intentaremos conseguir como una de las metas de nuestra vida, saber ser paciente como tu eras.
  • Prudencia: en parte la prudencia es sabiduría, ya he escrito arriba sobre ello, pero ser prudente en la vida y diferenciar cosas buenas de malas es algo que siempre has sabido hacer y ninguna o muy pocas veces equivocarte. Doy fe.
  • Amistad: a lo largo de 90 años cultivaste unas amistades que perduraron para siempre y no dejaste de hacerlo nunca, esto creo que no es fácil aunque en estos duros momentos tengo amigos que me demuestran su amistad y eso lo valoro muchísimo, como tú me enseñaste.
  • Felicidad: no importaba cuales fuesen las circunstancias, tu siempre sonreías, siempre irradiabas una felicidad contagiosa que durante estos días todo el mundo destacaba, entre otras cosas, de ti.
  • Discreción: nunca una salida de tono, nunca una palabra más alta que otra, siempre discreta, sólo preocupándote de lo tuyo y de los tuyos.
  • Generosidad: sin límites, tu generosidad abarcaba lo material y lo humano, siempre tenías palabras de ánimo y cariño hacia todo el mundo, siempre pensando en ayudar a gente que lo estaba pasando mal, siempre nos dabas alguna propina para gasolina, tomar algo, lo que fuese, daba igual. Siempre comprando cosas pensando en los demás, siempre ayudabas a todo el mundo, daba igual que fuese de la familia o no.
  • Fe: fe en lo que hacías, fe en los tuyos y sobretodo tu fe en el Señor, fe que te llevo a peregrinar a muchos sitios, a ser catequista y de esta manera poder enseñar los principios y dogmas del catolicismo en los que tu tanto creías. Todo ello nos lo inculcaste y de una manera o de otra seguimos cultivando para en algún momento de nuestra vida poder llegar a parecernos a ti.
  • Energía: la tenías toda, daba igual la circunstancia, últimamente cogías el bastón y te ponías el mundo por montera, fuese a donde fuese, eso con 90 años realmente es digno de admiración, nos gustaría tener la misma energía que has tenido tu, complicado será, ya que estabas hecha de “otra pasta”.

Con todo esto abuelita, quiero darte las gracias por haber vivido la vida junto a ti y haber disfrutado de ti hasta el último momento. Espero estar a la altura de las circunstancias y hacer vivir a mi hija lo que tú me enseñaste y me permitiste vivir.

Descansa en paz abuelita, te quiero.


Bruno Tejón Fernández-Gayón

Tapia de Casariego, octubre de 2014


‘De Combo a Fuente del Real’, memorias de una canguesa

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Mari Luz Álvarez Lago con su libro el 13 de marzo de 2010. Foto: PAÑEDA en ‘EL COMERCIO’

Ha llegado a nosotros un libro publicado en 2010 que merece ser reseñado en el Tous pa Tous. Son las memorias de Mari Luz Álvarez Lago, nacida en 1926 en el pueblo de Combo, en el Río del Couto, en casa El Murgueiro. Mari Luz comienza sus memorias así:

“Quiero a través de esta narración mostrarles una visión de lo que fue la vida de una mujer que, como a tantas de mi época, me tocó vivir los turbulentos años antes de la guerra, la Revolución del 34 y, después, la guerra civil y la posguerra, todos estos acontecimientos con apenas diez años. Pasamos bastantes penalidades y gran dificultad para vivir, dadas las circunstancias que atravesaba España. Esa época marcó nuestra existencia de forma imborrable y al día de hoy pesan más las batallas que tuvimos que vencer y los momentos difíciles pasados, que gracias nuestra juventud, quizás la inconsciencia de los pocos años, que te hace ver las penalidades y tragedias como algo con lo que tienes que vivir y te acostumbras a ello, sin más, y lo asumías como parte de tu propia vida, salvando las dificultades y penurias, que íbamos resolviendo en nuestra lucha diaria, como gran parte de las mujeres de la España de entonces”.

Mari Luz vivió hasta los diez años en Combo. A esa edad fue a vivir con unos tíos a la parroquia de Castiello en Gijón. Se casó en 1950 y tuvo una hija. Se estableció poco después en esta ciudad en la calle Fuente del Real, en el barrio de El Llano. Aquí abrió un bar tienda, llamado “Mari Luz”, en la que daba también comidas y que atendió durante cuarenta y cinco años. Cuando escribió el libro estaba ya jubilada, pero seguía llevando una vida social muy intensa. Es del tipo de personas que no sabe estar quieta.

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Portada del libro de Mari Luz.

En Combo trabajó desde los cinco años cuidando el ganado, subiendo y bajando a la braña, y ayudando a trabajar la tierra. La vida en su casa giraba alrededor de la madre, Dolores, porque su padre, Benigno, trabajaba en Madrid de sereno y “solo volvía a Combo durante las vacaciones por el verano”. El matrimonio tuvo diez hijos, que se fueron dispersando enseguida por Oviedo, Ponferrada y Valladolid. Mari Luz cuenta en el libro la vida en Combo en aquellos años treinta: la casa, la braña, la matanza, los filandones, las fiestas, los bailes y el mucho trabajo. A los ochenta y tantos años Mari Luz escribe sobre su infancia lejana:

“Afortunadamente y a pesar de marchar para Gijón con pocos años, me sirvió mucho todo lo que aprendí en Combo, lo mismo a valerme por mi misma y ser capaz de desenvolverme por la vida, que en lo relativo a las faenas del campo, pues nunca dejé de atender nuestra finca con constancia, de la que tenemos sacado bastante provecho y aún lo seguimos sacando, pues no compramos ni patatas ni hortalizas”.

En Gijón siguió trabajando duramente, primero en casa de sus tíos, donde más que una hija adoptiva fue una “esclava doméstica, porque con diez y once años ya empecé a ir a vender a la plaza de abastos de Gijón, con la cesta en la cabeza” y también le “tocó acarrear agua desde un kilómetro con un caldero en cada mano y otro en la cabeza”. Años más tarde comprará una xarré para llevar a la Plaza del Sur la fruta, verduras, etc. En la calle Fuente del Real siguió trabajando y trabajando.

Mari Luz Álvarez Lago es sobre todo una mujer optimista, que siempre gozó de buena salud y que ha vivido con el principio vital de hacer agradable la vida a los demás.

“De Combo a Fuente del Real” es un testimonio muy interesante de la vida de una mujer trabajadora escrita por ella misma. Es de lamentar que no contemos con más memorias de esta clase para que en el futuro no olvidemos como fue la vida de muchas de las protagonistas del pasado siglo XX.


Querido Pin…

Después de esta prematura e inesperada marcha tuya, quiero reflexionar contigo esto de los recuerdos. Pretendo que los nuestros sigan siendo nuestros, antes que pasen a ser los recuerdos de otros.

Pero, ¿por dónde empezar? Hay una cosa clara, un nexo de unión a lo largo de nuestra vida que no es otro que la música. Desde muy temprana edad, ésta nos atrapó e hizo que todos nosotros fuésemos más felices, hasta tal punto de que no concebiríamos la existencia sin ella.

¿Te acuerdas en el balcón de tu antigua casa, en aquellas noches de verano con olor a magnolias, cuando ensayábamos “Verde campiña” de The Brothers Four, cuya letra en castellano traduciría más tarde José Guardiola: Verde campiña, dormida al sol, verde esperanza, ¿qué fue de nuestro amor? del valle umbrío ya el cielo no es azul, la flor se muere, porque te fuiste tú…  canción que ocupaba los sueños con la que fue el primer amor de tu vida?

Por aquella época cuando en obligada diáspora todos estábamos repartidos, Quevedo, Pin Estela en los Claretianos; Modesto, Puente, Pepe Luis, Pin Chacón, tú mismo y alguno más que ahora no me acuerdo, en los Jesuitas de Gijón, Gerardo Marcos en León con los Maristas; Nel Cuesta, en Oviedo con los Dominicos (por cierto dale un fuerte abrazo cuando lo veas) y el resto también con los Dominicos pero en Corias… estábamos esperando que llegaran las vacaciones para, además de vernos y comentar nuestras aventuras trimestrales, buscar el momento propicio para  intercambiar conocimientos sobre nuestros hallazgos guitarrísticos en un autodidactismo en el que la comunicación era casi inexistente. Solamente Marcos tenía alguna posibilidad de adquirir aquellas joyas grabadas en discos de colores: Blue Diamonds: Ramona, te cantan todos al mirar, Ramona, tus lindos ojos verde mar… otro mensaje para aquel platónico amor primero.

Fue en esa época cuando creamos una pequeña rondalla (Puente, Modesto, Gerardo Marcos, tú y yo) que intentara alegrar un poco las calles en tiempos señalados como en la Navidad.  Luego se sumarían a los ya citados Pacuti, César Manuel el de Pacho el Guardia –dile que no lo olvidamos–, Luis el de la peluquera, quien por cierto aparece en una foto en la cruz del Acebo que ahora circula por ahí y en la que estamos además, Nel Cuesta, Modesto Freije, Secundino y nosotros dos…bueno que me despisto, sigo con los de la “tunilla”: Miguel Ángel Quevedo, Jorge el cubano, ¡sí hombre,  te tienes que acordar! El sobrino de Concha, Avelino, José Manuel el barbero, los hermanos Suárez-Cantón… después Domingo Otero nos vestiría de tunos para rondar a nuestras queridas compañeras y musas, una de ellas está por esos campos floridos, dale muchos besinos a Olguita.

Este primer encuentro musical, (por cierto bendecido por una gran personalidad canguesa, Carlos Graña),  nos llevaría a otro nivel como era convertir en realidad la romántica idea de formar un grupo de música moderna y convertirnos en grandes figuras. Ramón Blanco fue sin duda el gran impulsor. Después traería a Miguel A. Cabanellas y a Elías Carsi, quienes reforzaron exponencialmente el grupo con ideas y técnicas “capitalinas”.

Complicado llevar una cronología porque constantemente me vienen a la memoria momentos irrepetibles.

Hay otra canción que en ti hizo mella a pesar de la diferencia generacional. Verás, te recuerdo: Confitería Rey, en la parte de atrás, aquel comedor polivalente en el que también se celebraban populares saraos y en las horas muertas de tardes vacías, largas partidas de cartas y como música de fondo en aquel antiguo y enorme “pic up” el inolvidable tango de Gardel y Lepera “Volver”, que llegaría a ser una de tus mejores creaciones…. Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…   Pepe, pasaron ya más de cincuenta.

Bueno ¡qué me dices de “Dieciséis toneladas” primero en la versión inglesa de “The Plater´s” y luego aquella más asequible para nuestras posibilidades de José Guardiola de nuevo, por cierto, ¡qué extraño era oír en la voz de un chaval, un tema con tesitura tan grave! Bueno en realidad tu voz de registro de bajo, con peculiar trémolo no dejaba indiferente a nadie, además por su versatilidad, pongo por ejemplo y como contraste tímbrico, los temas que tanto cantaste de aquel prodigio de mensajes quinceañeros y de timbre aniñado, Adamo: …Tu amor de noche me llegó y un claro día se me fue, maldigo el sol que se llevó, tus juramentos y mi fe.  También aquella otra: Mis manos en tu cintura, pero mírame con dulzor, porque tendrás la aventura de ser tú… mi mejor canción… también creabas un clima especial con “En bandolera” y también,”Inch Allah”, tus fans llegaban al paroxismo dejando al resto de Los Murciélagos, huérfanos de éxito.

Fue después tu ídolo, Joan Manuel Serrat, de quien bordaste (siempre en petit comité y con tu guitarra como único acompañamiento) el poema de Alberti: Se equivocó la paloma, se equivocaba, por ir al norte fue al sur, creyó que el trigo era agua, se equivocaba… o aquel doloroso canto de Antonio Machado al Cristo de los gitanos que siempre nos dejaba emocionados.

Sería también la canción italiana en su época de esplendor, cuando poema y música iban de la mano y la inspiración melódica, su indeleble sello: …más allá de las cosas más bellas, más allá  de las estrellas, estás tú Al di la… canción que  incorporaste a nuestras vidas, creo que el autor e intérprete era Emilio Perícoli.

Pero el verdadero bombazo vino a nuestras vidas en primer lugar de la mano de Pucho Boedo, cantante de  los “Trovadores de la Coruña”, luego sería la versión quizás más difundida en Cangas, la de Marino, “vocalista” de la “Orquesta Nopal” pero tú cogiste la antorcha para llevarla a otra dimensión, me refiero naturalmente a aquel homenaje a la figura de Gary Cooper: “Gary”: …Ya estarás cabalgando por rutas estrelladas, la serena mirada del que ve más allá… Nunca pusiste un pero ni un solo atisbo de hastío ante las miles de veces que se te demandó su discurso, siempre la interpretabas como si fuera primicia.

¿Qué me dices ahora de los lugares donde transcurría todo esto? Ya hablamos de la confitería Rey, me viene el recuerdo del cine “Toreno”, desde cuya perrera volaban hacia el patio de butacas toda suerte de objetos que perfectamente y en parábola de guerra táctica practicaban algunos líderes de las tinieblas; El Club, donde menos dormir, vivíamos bajo la tolerante mirada de nuestro Tino; El Julter, parientes tuyos, la vanguardia, la modernidad, Teresa y Julio  de  eternas sonrisas y miradas condescendientes; La sala y cine Trébol, testigos de primeras manitas, la discoteca que con gran tacto y paternalismo dirigiera El Habanero; “Los Faroles”; decía el escritor Paul Eduard: Hay otros mundos, pero están en éste,  efectivamente Cándido Reitán descubrió mundos paralelos que nos dio a conocer como la tolerancia, la confianza, despreocupación… ¿Qué decir de Casa Lola, la de Llano, quien con maternal trato nos daba cobijo a cualquier hora y donde la habilidad del Morocho se convertía en suculentas meriendas de truchas; o Casa Sotero, sidra, rana, escarceos amorosos, pantagruélicas meriendas… Avellanas en los Nogales; fiestas y más fiestas, Corias, Llano, La Regla, Besullo, El Acebo compartido con El Avellano de Pola, San Roque en Tineo, brumosa romería en la que los voladores sonaban… lejos. También trabajando en las Fiestas del Carmen bajo la dirección de Alfonso Rueda, al que te encontrarás ayudando a los demás a ser más felices, o financiando cualquier acto festivo de renombre, un abrazo para él también… y bueno,  para todos los que por ahí están y que irás encontrando.

¡Cuántos momentos felices! ¡Cuántas reuniones de amigos alrededor de una copa para hablar de temas intrascendentes, sin importarnos lo más mínimo de los posibles logros propios o ajenos! Lo importante era simplemente vernos, aunque fuesen largas las temporadas sin saber de cada cual, en el mismo instante del reencuentro aparecía el primitivo instinto, la ancestral llamada de la camada que nos impregnaría con el olor de siempre, el de nuestra infancia que seguirá en nosotros como un marchamo marcado a fuego.

¡Cuántos éxitos en todas cuantas salas tocamos! Totalmente rendida la juventud del valle de Laciana: Caboalles, Villablino, Villaseca… hasta Ponferrada, donde tanto en el Club de Tenis como en el Casino éramos recibidos con los brazos abiertos, pero también  Gijón, Luarca, Ribadesella y un larguísimo etc. fueron destinos donde hicimos felices a aquella irrepetible generación nuestra.

¡Cuántas anécdotas! Desde cantar la misa en la fiesta de Villar de Naviego… recuerdas al cura: “Ustedes son los músicos y los músicos, en este pueblo, cantan la misa” (menos mal que nuestro pasado en colegios de frailes facilitaron el compromiso, así como la buena voluntad del sacerdote)… o aquella vez que perdimos los instrumentos (mal atados en el escaso espacio del Land Rover) en el Puerto de Leitariegos, por suerte había medio metro de nieve que amortiguó la caída… o cuando una simpática paisanina, se acercó al templete improvisado donde apenas cabíamos para decirnos una de las mejores críticas: “Hay que ver, sonan como na radio”.

Viene ahora inexorable la parte que yo más temía desde el principio y que no es otra que la de la despedida, la de decirte lo huérfanos que nos has dejado a tantos y tantos amigos que te han querido y que se sintieron por ti también queridos… amigos que seguro tendrán para el resto de sus vidas el recuerdo de una persona íntegra, cordial, afectuosa, aunque a veces te costara expresarlo… un amigo, un hermano al que me permito en nombre de todos cuantos te queremos, decirte que pronto nos volveremos a ver y correremos y jugaremos a “pídola”, a “cuchi teje ojo”, a “tres marinos a la mar” y a tantas y tantas cosas… en aquel paseo con tres hileras de plátanos de sombra, a la escasa luz de las farolas escondidas entre sus hojas, donde diseñábamos incursiones a las huertas de frutales para partirnos de risa después, contando nuestra propia y novelada experiencia. ¡Hasta siempre! 


Esta carta fue escrita como un homenaje póstumo a Pepe Rengos de todos sus amigos. También se ha escrito con la finalidad de decirle adiós al amigo y enviarle un abrazo fraternal de parte de todos quienes le han querido y un agradecimiento de los que se sintieron queridos por él.

El pasado mes de agosto, se reunieron en Cangas un número importante de estas personas. La finalidad de esta reunión, a parte de volver a disfrutar de la compañía de unos con otros después de muchos años, era hacerle una especie de homenaje en vida a Pepe Rengos pero, sin que él lo supiera, ni antes, ni después. Su delicado estado de salud ya no le permitiría asistir, aunque como podemos observar en el siguiente audiovisual, estuvo presente en el recuerdo y la memoria de todos los asistentes.

Descanse en paz Pepe Rengos y a su familia, nuestro sentimiento de condolencia.


Bienvenidos a casa


Las fotos de Balito, 1930-1932

Ubaldo Menéndez Morodo, ‘Balito’, a bordo del vapor ‘Veendam’, 1930

Ubaldo Menéndez Morodo (Cangas del Narcea, 1902-1968), conocido como “Balito”, era un cangués alegre y muy sociable. Aficionado a compartir viajes y comida con sus amigos, en los años treinta fue un activo miembro de la sociedad excursionista canguesa “La Golondrina” y uno de los fundadores de la peña “El Arbolín”.

En los años veinte emigró a México, donde también estaba su hermano José. En ese país trabajó en la fábrica de papel San Rafael, localizada en el municipio de Tlalmanalco a 50 kilómetros de la ciudad de México, que en aquel tiempo era la más importante del país y de toda Hispanoamérica. En ella trabajaba de escribiente en las oficinas de la empresa. La fábrica todavía existe.

En México se aficionó a la fotografía y en aquella fábrica tomó muchas imágenes de sus compañeros de trabajo, del equipo de fútbol de la empresa, en el que él jugaba, de indios o personajes singulares, de fiestas, comidas, viajes, etc.

A comienzos de 1930 vino a Cangas a pasar unas largas vacaciones. Viajó por Asturias, Madrid y Barcelona, y también por el concejo en compañía de Mario Gómez. Hizo muchas fotografías de la villa de Cangas y de los pueblos, algunas de las cuales se publicaron en la revista La Maniega. Como buen fotógrafo aficionado captó imágenes de lugares y rincones que ningún otro fotógrafo tuvo la curiosidad de tomar. Muchas de sus fotografías de la villa pueden verse en el Álbum de fotografías del Tous pa Tous.

En junio de 1931 regresó a México y a fines del verano de 1932 estaba de vuelta en Cangas del Narcea, para no volver a salir de aquí nunca más. Se casó en este tiempo con Estefanía Avello Díaz (Cangas del Narcea, 1904-2003), la recordada “Fanía”. No tuvieron hijos.

Con la muerte de don Mario Gómez en el mes de abril de 1932, el final de La Maniega y la guerra civil, Balito perdió la afición por la fotografía. Pero de aquellos años de fotógrafo compulsivo quedaron un par de álbumes, que hoy pertenecen a la familia Menéndez Liste, en los que aparecen las fotografías de México y Cangas del Narcea, los dos mundos donde Balito fue feliz.



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La vida en Rosa

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Rosa Fernández posa con el lazo rosa símbolo de la lucha contra el cáncer de mama. Foto: Mario Rojas

Se pasan malos momentos. Pero se pasan. Y lo importante es tener la cabeza limpia, llenarla de objetivos, no permitir que la enfermedad la ocupe por completo. A Rosa Fernández (Cangas del Narcea, 1960) el cáncer de mama –hoy se celebra el Día Mundial contra la enfermedad– le ratificó a pies juntillas lo que la vida y la montaña ya le habían enseñado antes, que «hay que pelear». Y ella, acostumbrada a pegarse con alturas de pánico y nieves perpetuas, hizo cumbre aquel afortunado día de enero de 2009 cuando se encontró con un amigo ginecólogo que casi la forzó a una revisión que preveía retrasar hasta después de pasar por el Himalaya. «Lo mío fue una suerte tremenda, soy la típica que nunca tengo tiempo para ir al médico y es que además me sentía muy bien, pero me encontré a un amigo, me preguntó por las revisiones y le dije que no podía hasta final de año, que tenía unos meses muy movidos». No contento con la respuesta, el amigo insistente le marcó una cita para dos días después. Y en ese momento apareció el bulto y tras él la biopsia que confirmó los peores presagios. «Yo me marchaba a los Pirineos, y a los tres días me llamaron diciendo que me tenía que presentar en el hospital al día siguiente». Una semana después estaba en el quirófano y quince días más tarde recibía su primera sesión de radioterapia. Después llegaría también la quimio. Y más tarde, una recuperación que aún, en su caso, no está garantizada al cien por cien. «No tengo el alta total, pero casi», dice sin miedo.

En ese camino hacia la sanación, Rosa ha aprendido varias lecciones. La primera, la importancia de acudir a las revisiones. La segunda: «Hay que confiar plenamente en los médicos. Yo me despreocupé, les dije: voy a hacer lo que me digáis». Y no le ha ido nada mal. En pleno tratamiento hizo un descanso para coger fuerzas en la montaña –en Pakistán– y en lugar de lamentar no poder subir ese 2009 dos ochomiles por la falta de fuerzas, optó por no perder la forma física con otros deportes. «Empecé con la quimio y tuve que hacer cosas más pequeñas», relata. Recorrió el Camino de Santiago en bicicleta, aprendió a bucear, asumió que no podía subir ochomiles en ese momento y simplemente esperó a que pasara lo peor. Aquellas dos montañas que quedaron pendientes en 2009 no se iban a mover de su sitio. «Aquel proyecto lo pude hacer en 2011», rememora.

A ella le ayudó la montaña a superar la enfermedad y plantarle cara. Pero, sostiene, «todos tenemos nuestras montañas para salir a adelante: los niños, la familia, el trabajo…». Y todos tenemos una cabeza que es clave en la recuperación. Porque la cabeza manda seguir y Rosa Fernández todavía no ha parado de asumir nuevos retos. Dentro de nada –el 9 de enero– se va rumbo al Aconcagua junto a Indalecio Blanco, un hombre con un 60% de discapacidad motora, que subirá con ella hasta siete mil metros en favor de Mensajeros de la Paz. «Va a ser duro, sé que me va a costar», dice. Pero sabe que ha vivido experiencias mucho más duras. «El cáncer de mama hay que tomárselo como algo pasajero», advierte. Y por eso su mejor consejo es este: «Les recomiendo a otras personas que no se paren a pensarlo, que no permitan que la enfermedad ocupe todo su tiempo, que hay otras cosas, hay que marcarse objetivos, hay que seguir adelante, hay que pelear».


Fuente: EL COMERCIO, sábado 19/10/2013 

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Afrinda ‘de los nenos’

altHay días raros. Días cambiantes. Contradictorios. Días como el de hoy, que comienzan con una niebla baja que cubre por completo el valle del río Ibias, y que aclaran como por arte de magia al dejarse engullir por el túnel del Rañadoiro. Hay días raros y hay nombres inusuales. Nombres como el de Afrinda. “No sé de dónde lo sacó mi padre. Mi madre quería llamarme Florentina. Mucho más bonito. Yo no sé de dónde salió lo de Afrinda…”

Hay días raros, hay nombres inusuales y hay conspiraciones cósmicas que detienen la marcha en Vega de Rengos —La Veiga— y ponen en mi camino un rostro arrugado como un mapa, un cuerpo etéreo —pura piel sobre hueso— y una sonrisa triste que da la bienvenida e invita a quedarse. Afrinda. “¿Quiere ver la capilla de San Antonio? Pues yo la acompaño”. Inútil negarse. Y, la verdad, tampoco quiero prescindir de disfrutar de su compañía.

altYo nací en 1931. En Santa Coloma, en Allande. Me casé y tuve tres hijos. Vivíamos bien en La Pola. Mi marido trabajaba en la construcción. Pero entonces fue cuando lo de las minas en Cangas. Y mi marido ganaba bastante, pero le dijeron que podía ganar la mitad más aquí. Y nos vinimos allá arriba (San Martín de los Eiros). Eran los años 50. Pero la mina no le sentó bien. La casa donde vivíamos ni era casa ni nada. Era un cuchitril. Pasábamos mucho frío. Y mi marido enfermó de los pulmones. En la mina había mucha humedad y a él no le vino bien. Y murió. Murió con treinta y pocos años. Y me dejó sola con tres nenos pequeños.

La dureza de aquellos días se adivina en sus manos cálidas y fuertes, desproporcionadamente grandes para un cuerpo tan frágil, unos dedos maltratados por la artrosis, por el trabajo, por una vida de miseria y sufrimiento.

alt…tres nenos pequeños. Y allí arriba hacía mucho frío. No se podía vivir. Y los nenos no podían ir a la escuela, porque había grietas en la escuela y el maestro se negó a entrar.

San Martín de los Eiros desapareció completamente hace años engullido literalmente por las galerías de las minas que horadaron despiadadamente su subsuelo. Es un pueblo fantasma del que sólo resta una panera en pie.

…entonces nos vinimos para aquí —la casa rectoral de La Veiga—. El señor cura vivía aquí y nosotros teníamos un cuarto de renta en la parte de abajo. Fueron tiempos duros. Tenía dos hijos y una hija. La hija se empeñó el padre en llamarla como yo. Afrinda. Vive en Málaga. Otro hijo murió también en la mina. Y luego está el que vive en Corias. Viene a verme todos los días. Pasa y te enseño la casa. Estoy de renta. Pero no quiero ir a vivir a un piso.

altLa casa está razonablemente ordenada y limpia. Los suelos son de tablones de castaño. Una casa rectoral, ahora ya colonizada por completo por Afrinda, sus gatos y sus humildes pertenencias.

Mi hijo tuvo que poner cristales en la galería porque no había. Aquí no paso frío. Tengo la cocina de carbón. Y mira, tengo la radio. Por la mañana la pongo y no la quito en todo el día.

La radio está desintonizada. Emite un runrún continuo en el que no se distinguen más que ruidos.

Me hace mucha compañía. A mí me gusta que venga gente. Mira. Tengo lavadora. Y cuarto de baño. Aquí vienen todos los niños del pueblo. Les gusta mucho venir. Por eso la llaman ‘la casa de los nenos’. A mí no me molestan. Me gusta que vengan.

altLa verdad es que ahora hay poca gente por aquí. En verano no están los nenos de la escuela. Mira. Antes el campo de la capilla estaba limpio y rozadito. Daba gusto verlo. Ahora nada. Las ramas de los árboles van a tirar la capilla. Y las imágenes se las llevaron para la iglesia para que no las roben. Los tiempos han cambiado mucho. Y no siempre para mejor. Yo estoy viuda. Enviudé muy joven. Mi marido enfermó de la mina…

Y Afrinda repite su tragedia vital porque el sufrimiento le ha quedado grabado a fuego en el corazón. Y en su cuerpecillo frágil y vigoroso a la vez, late un corazón roto que sólo se cura de vez en cuando con la compañía de los nenos y la conversación que actúa como válvula de escape de su añejo dolor.

Hay días raros y hay nombres inusuales como Afrinda.

Afrinda ‘de los nenos’.

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Publicado el 03/07/2013 por María del Roxo en su blog: EL LEJANO OESTE, Ibias y otros territorios

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La realidad y el deseo de Venancio García Pereira

El Muséu del Pueblu d’Asturiesalt, en su incansable labor por mantener a buen recaudo nuestro patrimonio cultural y nuestra historia, acaba de publicar Cuadros y escenas criollas de Villaguay (Argentina), escritos por el médico Venancio García Pereira en 1894. Desde el punto de vista intelectual, el libro, inédito hasta ahora, fue el pretexto para el contacto entre las dos orillas de un océano, y por tanto sale a la luz en edición de Juaco López Álvarez, director del Muséu del Pueblu d’Asturies, con la ayuda de Raúl Jaluf, responsable del Museo Histórico Municipal de Santa Rosa de Villaguay, y con textos explicativos del propio Juaco López y de Manuela Chiesa, investigadora, y Miguel Ángel Federik, abogado y poeta, ambos de ese municipio argentino de la provincia de Entre Ríos.

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Página del manuscrito de ‘Cuadros y escenas criollas de Villaguay’ de 1894

Detrás de cada hallazgo suele haber una pequeña novela, a menudo digna de contar. Juaco López visitaba en la infancia la casa de los padrinos de un hermano suyo en el barrio de El Corral, en Cangas del Narcea. Años más tarde, ya adulto y responsable del museo, recibe una llamada de unos anticuarios por un lote procedente de Cangas del Narcea. En el lote descubre unos cuantos papeles de aquellas personas que visitaba en la infancia, ya fallecidas, y entre ellos algo más: “Los documentos que más llamaron mi atención fueron dos novelas manuscritas en unos cuadernos, fechadas en Madrid en 1876, y otros tres cuadernos más pequeños con escritos realizados en Villaguay en 1894, todos ellos firmados por Venancio García Pereira”.

¿Y quién fue este hombre? Venancio García Pereira nació en el seno de una familia conservadora y profundamente religiosa en el barrio de El Corral, de la por entonces Cangas de Tineo, en 1857. En 1873, después de cursar los estudios secundarios, marchó a Madrid a estudiar Medicina, carrera que acabaría en Santiago de Compostela en 1879. Aficionado a la literatura, dejó escritas algunas novelas y empezadas otras, todo, salvo lo que se incluye en los apéndices de este libro, rigurosamente inédito. En Galicia casó con Efigenia, y en 1885, con 29 años y sin su mujer, que no lo acompañó y con la que después no tuvo ningún contacto, se fue a la República Argentina, donde durante una década, mientras se lo permitió una salud quebrantada prematuramente, ejerció de médico en Villaguay. Murió en Buenos Aires el 1 de mayo de 1896.

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Venancio García Pereira en Paraná, 1890

A Villaguay, en pleno monte de Montiel, en el corazón de la provincia de Entre Ríos, llegó Venancio para quedarse, algo sumamente extraño entre los emigrantes de su tiempo, a los que más bien movía el deseo de ganar dinero y volver a su patria. Impulsado por cierto idealismo romántico y quizá algo bohemio, un médico español, con posibilidades de ganarse bien la vida cerca de casa, se fue a un pueblo remoto, con una farmacia, un café y poco más de mil habitantes. Uno de esos pueblos que tienen algo de la mítica salvaje del western, con parroquianos procedentes de mil lugares en busca de una nueva vida y a los que nunca se les pregunta por su pasado; un pueblo con calles en construcción, casas a medio hacer y un reducido cuartucho donde se aloja la redacción del periódico local recién inaugurado. Venancio, un tipo bien original, tiene además la peculiaridad de que en este cuaderno habla de lo que le rodea. Por sus correspondencias se puede reconstruir parte de la vida de algunos emigrantes, pero estos Cuadros y escenas criollas son un texto raro para la época en España. Este médico, con la incansable curiosidad del niño, la paciencia del entomólogo y la precisión del buen novelista -Émile Zola es el único escritor que cita- se interesa por el territorio en que se ha instalado y por las gentes que lo habitan. Los observa, muchas veces desde la barrera, porque las cacerías o las domas de caballos son peligrosas para quien no está acostumbrado a ellas; anota lo que hacen, pone especial atención en el lenguaje -el cuaderno está salpicado por una cantidad considerable de palabras argentinas que el autor explica en nota-, viaja con ellos, describe el paisaje, explora el campo, aprende; y con ellos disfruta de alguna farra y asiste a un velatorio que le llama la atención por su carácter festivo. Como buen médico, se desquicia con sus supersticiones, en concreto con aquellas en que entran en juego los curanderos o la higiene poco recomendable -se comen los piojos porque creen que los libra del mal de ojo-, y como buen filántropo atiende a los pobres y aguanta estoicamente que casi todo el mundo le deba dinero por sus servicios: “Hace nueve años que trabajo y mucho; no soy rico, hay muchos que me deben la vida y casi todos dinero, y tengo dos amigos”. Como explica Juaco López, en los Cuadros y escenas criollas Venancio “se paseará por todos los distritos rurales de Villaguay, describiendo el monte, el río Gualeguay, las lagunas, los árboles y arbustos, los animales, las aves, los peces, los insectos, así como las costumbres del país: el consumo de mate, la vida en la pulpería con sus juegos y carreras de caballos, los apartes o recogida y selección del ganado, las hierras u operación de señalar y marcar el ganado, la caza y la pesca”. Y también la sociedad de Santa Rosa de Villaguay, entre la que se movió cotidianamente y con la que parecía tener una relación ambigua, mezcla de resentimiento y atracción.

La vida de todo hombre es un enorme interrogante, un enigma sin resolver, un cúmulo de contradicciones. La de éste, desde luego, no es ninguna excepción. Un hombre conservador y muy religioso escoge como profesión la medicina. Quiere el tópico decimonónico que en cada pueblo español haya dos bandos enfrentados: el del cura y los conservadores, por un lado, y el del médico o el boticario y los liberales, por otro, pero claro, éste, como todos los tópicos, solamente es verdad a medias, y Venancio tiene algo de los dos bandos. Sus ideas sobre la enseñanza no son las de la Institución Libre de Enseñanza, pero su espíritu responsable y ecuánime no quita su parte de culpa a los sacerdotes: “La caridad evangélica y la humildad cristiana son letra muerta para estos traficantes de conciencias que jamás bautizarán ni casarán a un individuo, por pobre que este sea, si antes no se agenció del dinero suficiente para entregarlo al cura por el sacramento que descarada y cínicamente le vende”.

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Placa de bronce dedicada en 1929 a Venancio García (1857 – 1896) en el Hospital de Villaguay

Un médico se fue a un pueblo pequeño y exótico al otro lado del mundo, lejos de casa, dejando en Galicia a la mujer de buena familia con la que se había casado, pero, como se deduce de alguna carta reproducida en la introducción, lo hizo con ciertas aspiraciones. Lo más probable es que esas aspiraciones no fueran profesionales. Puede que más bien fueran literarias, una manera romántica de cargarse de experiencias y tener cosas sobre las que escribir, un poco a lo Lord Byron. Pero cómo saberlo. Además, el cuaderno en el que escribió estos Cuadros y escenas criollas -el título es del editor, tomado del cuaderno- está dedicado a su cuñado, y en esa dedicatoria manifiesta que su único objetivo es procurarle un rato de distracción. Sin embargo, el último capítulo, titulado “Por las Raíces“, donde narra un viaje por el distrito de ese nombre, comienza: “No se alarmen inútilmente mis lectores”, lo que indica que en su subconsciente anidaba el deseo de tener algún lector más que su cuñado. Por último, como se deduce de una carta que Gerónima Arteaga de Montiel le envía a Dolores García, hermana de Venancio, tras el fallecimiento de éste, el médico seguramente fue un gran filántropo. Se comportó con profesionalidad y diligencia en su trabajo, atendió a los pobres y en aquel pueblo le están agradecidos -una placa en su honor da fe de ello-. Y también acogió a un niño huérfano. Pero hay una duda en el aire, y la primera en plasmar esa duda es su propia hermana, que lo había acompañado algún tiempo en Villaguay, había estado con él, se había ocupado de sus asuntos tras su muerte y debería conocer bien esos pormenores. No obstante, pregunta, y la pregunta que hace no es muy tranquilizadora: ¿No será ese niño hijo de mi hermano? La respuesta, por el contrario, le permitió vivir tranquila.

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Casa comenzada a construir por Venancio García en Villaguay en 1895, que él no vio terminada

Todos somos hojas arrastradas por el viento, y mientras nos arrastra creemos que siempre lo hará hacía adelante, en una carrera imparable y constante en la que la realidad irá acoplándose como un fino guante de piel a nuestros deseos, pero no es así. Bien contada, cualquier vida es un interesante relato, aunque algunas tienen ingredientes más propicios que otras para captar la atención del lector. La de Venancio García Pereira, con sus certezas y sus incertidumbres, sus búsquedas y sus hallazgos, sus luces y sus sombras, sus inquietudes, su amor por la naturaleza, su atención a los más necesitados, su incesante espíritu aventurero, su casa a medio construir en Villaguay, quizá metáfora de su existencia, y su temprana muerte, es de las que merecen ser contadas. Y en este libro se cuenta con la misma precisión y el mismo garbo con que él explicó las costumbres de los habitantes de “esa exigua parcela del mundo”.

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Un cangués de 136 años…

altEl 7 de junio de 1844, en el diario El Heraldo, de Madrid, aparecía una noticia en la sección “Gacetilla de la capital” que daba cuenta de la existencia de un hombre de 136 años, vecino de Madrid, que probablemente era el más longevo de Europa y del mundo. El anciano estaba sano, razonaba perfectamente y trabajaba. Para demostrar su edad exhibía su partida de bautismo. Era natural de Cangas de Tineo (desde 1927, Cangas del Narcea) y había nacido el 24 de junio, día de San Juan, de 1708. Se llamaba Manuel Collar.

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Grabado militar de la época representando a Francisco Abad Moreno, apodado El Chaleco.

Cuesta creer esta noticia, porque 136 años son muchos años para cualquiera, tanto en 1844 como en 2013. ¿Era un farsante? Es probable, porque no solo enseñaba la fe de bautismo sino que contaba hechos de la Guerra de Sucesión y se vanagloriaba de haber vivido bajo el reinado de todos los Borbones, desde Felipe V a Isabel II. En su biografía mencionaba haber sido secretario particular del conde de Fernán Núñez, Carlos de los Ríos de Rohan y Chabot (1742-1795), con el que había estado en las embajadas de España de Lisboa y París, que este conde ocupó entre los años 1778 y 1790; es decir, Collar, el secretario, tenía unos 80 años.

Más curioso era su comentario de que luchó con Chaleco durante la Guerra de la Independencia. Este fue un famoso guerrillero natural de Valdepeñas, llamado Francisco Abad Moreno (1788-1827), que durante el reinado de Fernando VII fue ahorcado por liberal. Cuando Chaleco comenzó su lucha contra el invasor francés, en 1809, Collar tenía 101 años, y hay que tener mucha imaginación para pensar que un anciano de esa edad pueda andar tirado por el monte atacando y huyendo del ejército de Napoleón.

A continuación copiamos la gacetilla que le dio a nuestro paisano un día de gloria, aunque ésta no parece que fuese muy merecida:

—De la Guía del Comercio de anteanoche copiamos el siguiente portentoso caso de longevidad:

“A propósito de lo que la prensa periódica nos ha referido estos días, de haber muerto hace poco en las cercanías de Brodhaven un hombre que contaba 122 años de edad, podemos decir tuvimos anoche el gusto de tomar el té en Madrid acompañados del Sr. D. Manuel Collar, que contará 136 años el día de San Juan, 24 del mes corriente, y cuyo estado de robustez y agilidad promete alcanzar al fin del presente siglo. Es socio y desempeña actualmente la contaduría de una empresa minera.

La relación que por él mismo nos ha sido hecha es la siguiente: Nació en Cangas de Tineo (Asturias) el 24 de junio de 1708, según la fe de bautismo que legalizada conserva en su poder. Fue estudiante en sus primeros años, estuvo casado 16 años y hoy es viudo sin hijos. Obtuvo la más alta confianza de D. Carlos de los Ríos de Rohan y Chabot, sexto conde de Fernán Núñez, en calidad de secretario particular, cuando fue embajador español en Lisboa y París, antes y después de la revolución francesa. Ha estado en Nápoles, en Roma, en Suiza y conoció personalmente en Berlín al gran Federico II. Se acuerda perfectamente del estado en que quedó España después de la guerra de sucesión entre Felipe V y el archiduque Carlos de Austria.

Su vida y costumbres han sido metódicas y puras; levantase con el sol en todo tiempo, dando enseguida un paseo fuera de casa, hace una buena comida según lo permite su regular estado de comodidades e independencia. Sus dientes están completos, excepto algunas muelas, su cabello es blanco y poco calvo, estatura regular y no grueso, buen color y aseado en su persona.

Ha conocido toda la dinastía de los Borbones, a Felipe V, Luis I, otra vez á Felipe V, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV, José Bonaparte, Fernando VII e Isabel II. Solo estuvo enfermo unos días en Lisboa con garrotillo, seis días con calenturas en París hacia el 1790 y tres meses con tercianas en Aranjuez, a donde hoy hace la apuesta de ir a pie, a pesar de la distancia de siete leguas desde la casa que habita hace cuarenta años en la parroquia de San Justo de esta corte. No fuma, tiene un buen carácter de letra, y solo para leer y escribir usa de anteojos, aunque representa en la actualidad como setenta años. Acompañó á Chaleco en varias expediciones durante la guerra contra Napoleón por los montes de Toledo.

En fin, nuestro notable compatriota se halla seguramente el primero a la cabeza de las generaciones existentes en la Europa.”

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Sor Sagrario (Miravalles, Cangas del Narcea, 1919 – Santander, 2019). 70 años de pasión por el prójimo

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Sor Sagrario recogiendo La Cruz de la Victoria, distinción otorgada por el Centro Asturiano de Cantabria a la Cocina Económica de Santander en su centenario

Dicen de ella que tiene una «viveza en los ojos, un andar resuelto y una forma de hablar que apabullan a su interlocutor». Con 93 años, María del Sagrario Rodríguez Álvarez, más conocida como Sor Sagrario, tiene claro que si «volviese a nacer mil veces, mil veces sería Hija de la Caridad». La vocación y la fe de esta mujer desbordan a quien la escucha. Su mente, de una lucidez extraordinaria, le lleva a recordar con pelos y señales los motivos y las reflexiones que llevaron a una joven asturiana de 23 años a vestir el hábito y dedicar su vida a los demás.

Aunque lleva 69 años residiendo en Santander, donde trabajó en numerosas instituciones benéficas como el Hogar Cántabro o la Cocina Económica, no olvida sus raíces asturianas, con las que mantiene permanente contacto. De hecho, el Centro Asturiano de Santander, en el que participa activamente y del que es Miembro de Honor, la ha homenajeado recientemente por sus 70 años vistiendo el hábito.

Sor Sagrario nació en 1919 en el pequeño pueblo de Miravalles, de la parroquia de San Juliano de Arbas, cuando Cangas del Narcea se llamaba todavía Cangas de Tineo -cambiaría su nombre en 1927-, en el seno de una familia campesina pero con recursos. Ella, la quinta de seis hermanos, siempre tuvo claro que le gustaba «más la iglesia que las romerías». Había algo entre las Sagradas Escrituras que le «llenaba el espíritu» y que en las fiestas no pudo encontrar. Aunque también le encantaba bailar, sobre todo «el son d’arriba», la vocación fue superior en todos los sentidos.

«Desde pequeña sabía que iba a ser monja», asegura. Su vida no fue fácil, ya que «en plena Guerra Civil, el 16 de abril de 1938», murió su madre. Sagrario contaba 17 años. Esta pérdida le impactó mucho y le llevó a recordar todo lo que de ella había aprendido. «Era una santa», recuerda, y relata la constante ayuda que ofrecía a los necesitados del pueblo. «En aquella época no había Seguridad Social, así que ella acompañaba a un familiar, que era médico, y le ayudaba a preparar vendas, desinfectarlas, aplicar pomadas, cataplasmas…», explica. Y Sagrario iba con ella. «Todo eso me llamó muchísimo. Aprendí a hacer un montón de cosas que luego me sirvieron mucho», relata.

Hasta que un buen día presenció una escena en la que un grupo de Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl ayudaba a un hombre necesitado. Una escena que le «impactó» y que marcó sus futuros pasos. Aunque había estudiado mecanografía y contabilidad en Madrid, en 1941 se puso en contacto con las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl y en 1942 tomó los hábitos.

«Cristo me llamaba»

Su primer destino fue el último: Santander. Allí aprendió de la generosidad y el carácter de los cántabros, «tan similar al de los asturianos». Toda su vida se sintió «muy bien acogida» y, aunque echó de menos Asturias, nunca perdió el contacto «con la tierrina». El momento más difícil fue la separación de su padre, en 1944. Él estaba muy enfermo y ella recibió un permiso para ir a verle. Apenas llevaba dos años de monja y pudo abandonarlo todo para permanecer junto a su familia. «Me desgarró dejar a mi padre pero lo hice porque lo que cuesta es lo que vale. Cristo me llamaba», explica. Al día siguiente de su vuelta a Santander, recibió la noticia de que había muerto.

Hoy Sagrario se sorprende de los recientes retrocesos en materia social tras décadas de continuo avance y progreso. Ella, que toda su vida la ha dedicado a ayudar a los demás, ve cómo ahora aumenta sin medida el número de personas que solicitan cada día la beneficencia y que acuden a la Cocina Económica.

No obstante, su vocación no flaquea lo más mínimo y, pese a que el 23 de agosto celebrará su 94 cumpleaños, no encuentra tiempo para la jubilación. «El compromiso de una Hija de la Caridad es para toda la vida», sostiene, convencida.


Fuente: El Comercio / Autor: D. Figaredo / Gijón, 28.05.12


La inolvidable religiosa de la Cocina Económica de Santander falleció el 3 de marzo de 2019, a punto de cumplir su centenario. Su huella humana, de ilimitada generosidad hacia los demás, será indeleble. Un ejemplo a seguir. Descanse en paz.

María Luisa y su lubina al champagne

María Luisa García era natural de Besullo (Cangas del Narcea)

Por una esquela en el periódico nos enteramos de la muerte de la cocinera avilesina María Luisa García (a quien no se debe confundir, pese a la coincidencia de nombre y ocupación, con María Luisa García, la excelente cocinera de Mieres, autora de grandes «best-sellers» de la literatura coquinaria y recetaria, entre las que destaca «El arte de la cocina», uno de los libros más reeditados en Asturias de toda su historia editorial, y que continúa felizmente entre nosotros, en compañía de su Manolo, su marido y jefe de ventas; y que sea por muchos años). María Luisa García, de Avilés, que acaba de dejarnos con poco más de ochenta años, fundó con su marido Félix Loya, una de las instituciones de la alta gastronomía asturiana, el restaurante San Félix, de Avilés, situado en la antigua avenida de Lugo más tarde rebautizada como Los Telares, que alcanzó su momento de máximo esplendor en los años ochenta del pasado siglo.

Decía Brillat-Savarin, autor al que últimamente me resisto a citar, dándole la razón a Baudelaire, que lo consideraba un necio y un «fanfarrón de la abstinencia», pues a lo largo de las muchas páginas de «la fisiología del gusto», sólo le dedica al vino una frase rutinaria y absurda, de pasada (y yo desconfío de los «fanfarrones de la templanza» desde que en unas declaraciones a este periódico leí, en pleno ejercicio de precorrección política, que alguien sólo bebía agua fresca de la fuente, y, si acaso, y siempre por «imperativo social», un «culín de sidra»), algo que, sin embargo, merece ser citado: que el descubrimiento de un nuevo plato es más importante que el de una estrella. No puede decirse, con rigor, que María Luisa García haya descubierto un nuevo plato, pero sí que renovó, mantuvo y mejoró muchas muestras muy características de la cocina regional; por ejemplo, la lubina al champagne, que se hace troceando la lubina antes de cocerla en un caldo corto. Limpia de espinas y piel, se le añaden sal y una salsa de champagne, y se gratina al horno. El resultado es delicioso. Pues bien: si la aparición de un nuevo plato es más importante que la de una estrella la desaparición de una gran cocinera tiene que afectarnos más que la de toda una galaxia en la inmensidad de los espacios infinitos.

Por esto motivo, nos trasladaremos a Avilés para recordar el emporio hostelero que María Luisa García y Félix Loya crearon en la Villa del Adelantado, en una época en que La Serrana, la Cantina de Renfe y San Félix eran referencias inevitables no sólo en Asturias, sino en el norte de España. Y hasta en Madrid. Recuerdo una ocasión en que, después de haber pasado un par de meses en la Villa y Corte, tomé el tren para regresar a Asturias y continué hasta Avilés para repostar en la Cantina de la Renfe, con una sopa de marisco de primero (la hacían excelente) y un cachopo de merluza de remate. Si venimos considerando como «territorios perdidos» los de antaño, ¿no es la muerte de una persona otro territorio más perdido, sólo que más amplio, más rico, más variado, más irremediable? Además, la muerte de María Luisa García permite recordar buenos momentos del paladar.

María Luisa García era natural de Besullo, el pueblo de Alejandro Casona, en una zona recóndita de montes, en el concejo de Cangas del Narcea. Esta zona es de viandas poderosas; no sé cómo, alimentándose con ellas, pudo salir Alejandro Casona tan cursi. Se formó como cocinera en Casa Migio, de Madrid, plaza a la que fueron nativos de Cangas del Narcea, bien como serenos y como cocineros, como en este caso, y allí conoció a Félix Loya, natural de Villafrichós, el pueblo de las almendras garrapiñadas, próximo a Medina de Rioseco, donde Conrado Antón y Jesusa Pertierra establecieron el bar Asturias, que todavía continua abierto, aunque con otros dueños. Después de casarse, María Luisa regresa a Asturias, trayendo consigo a Félix, que trabaja como camarero en el restaurante Santarúa, y dos más tarde, el matrimonio realiza su primera aventura empresarial haciéndose cargo de El Barín. En 1967 se trasladan a las instalaciones del antiguo Félix, con lo que llamándose también Félix el nuevo propietario, no hubo necesidad de rebautizarlo. Eran los años dorados de Ensidesa y San Félix subió como la espuma: se convirtió en uno de los restaurantes punteros de Asturias.

San Félix, situado al borde de una carretera de mucha actividad, que hoy es sólo recuerdo, ya que el tráfico hacia Galicia ha sido sacado de la población, en los bajos de un edificio de pisos, tenía dos entradas en la fachada principal: una conducía directamente al comedor y al bar, y ambas se comunicaban por dentro. La cocina se encontraba a la izquierda, y era grande y muy bien acondicionada. El establecimiento se extendía hacia atrás, con salón de baile y salones para la celebración de bodas y banquetes. También se celebraban otro tipo de actos: por ejemplo, un concurso de cócteles, del que Armando Alvares y yo éramos miembros del jurado y estábamos sentados en la misma mesa, una mesita redonda al lado de la puerta por la que salían los camareros con sus bandejas en alto. Armando estaba elegantísimo, con un traje de muchos brillos, como los que se veían en las películas americanas de la época, y uno de los camareros, todavía no alcanzó a comprender por qué motivo, cada vez que se acercaba, dejaba caer la bandeja sobre nosotros. Nos acabó poniendo perdidos, hechos unas sopas, y oliendo a alcohol como si lo hubiéramos bebido por hectolitros. Pero no lo habíamos bebido. Lo habíamos tomado por afuera, externamente, que es lo peor manera y la menos placentera de tomar alcohol. Aclaremos, por si hay alguien mal pensado, que el camarero torpe no pertenecía al personal de San Félix, sino que procedía de uno de los establecimientos que participaban en el concurso.

El comedor era grande, fresco en verano, caldeado en invierno, libre de ruidos, con veinticuatro mesas (lo que da idea de su tamaño y dos grandes columnas, que lo dividía en dos zonas diferentes, y en esa frontera se encontraba un piano histórico, pues fue con el que se inauguró el teatro Palacio Valdés. La decoración era a base de maderas y mármoles, con cuadros de Zaldívar, una vista de San Esteban de Pravia de Nicieza y un mural de asunto marinero de Favila.

Como Félix tenía vivero propio, ofrecía marisco de quitarse el sombrero. Entre los platos destacaba el rape a la armoricana, el mero a la naranja y el lenguado San Félix, variante del «meunière». Y, naturalmente, la lubina al champagne. De las carnes, el lechazo, el solomillo al Borgoña y el rosbif con salsa Périgord. Félix Loya fue uno de los adelantados de los vinos de Valladolid en Asturias.

El tiempo pasa, y el negocio pasa a los hijos y se prolonga y extiende a los nietos. En San Félix, la casa madre, continuaron Julio, muerto el año pasado, y José, buen cocinero, buen discípulo de su madre. Miguel Loya consiguió al frente del comedor del Balneario de Salinas uno de los logros absolutos de la cocina asturiana de esta época. Su hijo Javier Loya, hijo de Miguel, nieto de María Luisa y Félix, extendió sus actividades y su buen hacer hacia Gijón, en el Piles, y en el hotel Santo Domingo de Oviedo, en cuyo restaurante De Loya mantiene las buenas formas gastronómicas familiares. María Luisa García ha muerto, pero su escuela, su sabiduría, su sangre, permanecen.

Expedición Kangchenjunga 8.586 m.

Kanchenjunga es la tercera montaña más alta del mundo, después del monte Everest y del K2

 

Por Rosa Fernández – 26/03/ 2011 

 

Hola amigos, quiero deciros que el día 1 de abril de 2011 me voy al Himalaya, a una montaña grande entre las más grandes, el Kangchenjunga.

También quiero contaros como he tomado esta decisión, para enfrentarme a este gran reto, tras las cosas que me han sucedido.

Si nos remontamos a 2009, aquel era mi año 10, tenía proyectos muy ambiciosos, pero ese mismo año me detectan el cáncer y todo cambió bruscamente: operación, tratamientos, acudir al hospital a diario…

Pero no todo se había acabado, tenia que ser mas fuerte que nunca, adaptarme a mi nueva situación y combinar entrenamientos con tratamientos.

Empecé dedicando más tiempo a hacer ejercicio y con menos intensidad. Una vez terminada la radioterapia les pedí a los médicos un paréntesis para regresar a la montaña, por un mes y medio que estuviera fuera no me iba a morir, y psicológicamente para mi cabeza era muy importante.

Llegué a la montaña con una motivación extra, aunque las condiciones climatológicas ese año fueron nefastas, no solo no conseguimos hacer cumbre ninguna expedición, sino que mi compañera de campo base se quedó en la montaña para siempre.

Lo mas importante para mí ya no era la cumbre, mi reto era el cáncer, en un escenario que solo con estar allí ya era mucho.

Regresé muy reforzada de esta dura expedición, al día siguiente de llegar continué con mis tratamientos y mis iniciativas.

Durante el verano pasado hice el camino de Santiago portando el lema “Pedaleamos por la lucha contra el cáncer”. De ahí surgió la idea de crear un club de chicas de BTT y nació “Una a una”, un club de ciclismo que está funcionando muy bien con un número considerable de socias, y que estoy segura vamos a cumplir todas las expectativas que tenemos para este año.

La canguesa Rosa Fernández Rubio cumplió 51 años el pasado mes de febrero

Con el problema económico actual las posibilidades de volver a una gran montaña se iban diluyendo y haciendo cada vez menos probables.

Por esas cosas del destino, al igual que en otras ocasiones, me encuentro un nuevo patrocinador: Cafés Toscaf, que siempre se ha distinguido por su apoyo al deporte asturiano, de forma especial al ciclismo, y goza en el mundo deportivo de un merecido prestigio como empresa comprometida.

Conocí a José Luis personalmente este año en el Criterium Ciudad de Oviedo, me ofreció su apoyo y yo le tomé por la palabra, aunque tardé un tiempo en llamarle, desde ese mismo día ya me vi con Cafés Toscaf en una montaña. José Luis me dijo que le gustaba el proyecto y que se iba a volcar conmigo, y aquí estamos hoy los dos.

Con los ánimos renovados empecé a pensar en un gran reto, dar un salto hacia adelante, quería apostar alto y no conformarme con una montaña más. He ascendido tres de las cinco más altas del mundo, como cuatro de ellas están en Nepal, mi destino preferido, ahí esta la montaña que buscaba, la tercera más alta del mundo y, en nivel de dificultad, una de las más temidas: el Kanchenjunga. En ella se quedó para siempre una mujer a la que personalmente yo admiraba muchísimo, la polaca Wanda.

Le comenté mi decisión a Nico Terrados, mi médico deportivo, quien ha influido mucho en la forma de afrontar mis dificultades. Es una persona que te estimula a exigirte a ti mismo un poco más cada día.

A finales del año pasado no me encontraba muy bien, tenía las defensas muy bajas y notaba mucho los esfuerzos; los médicos me dijeron que el tratamiento era acumulativo y que serian los peores meses. No se equivocaron. Empecé el año y mi recuperación fue progresando de forma increíble, hasta casi tener los mismos valores de antes de la operación. Físicamente, en los últimos dos meses, me encuentro muy bien, lo mismo en la bici con la que entreno casi a diario, que en la montaña.

Centrándonos en lo que va ser este gran reto, el Kangchenjunga tiene 8.586 m, serán dos meses de expedición, como novedad compartiré la montaña con Oscar Cadiach que será su tercera expedición a esta montaña, y es uno de los más destacados himalayistas españoles. Coincidí con él el año pasado en el Manaslu,  y pensamos en hacer una montaña este año. Poco a poco se fueron dando todas las circunstancias para que este proyecto saliese adelante.

Quiero dedicar esta montaña por un lado a mis patrocinadores: Feve, Helly Hansen, Instituto Asturiano de la Mujer y Cafes Toscaf, sin ellos no estaría hoy aquí, y también a la Asociación de Alpinistas Contra el Cáncer; se la dedico a todas las personas que estén sufriendo las consecuencias de esta enfermedad, con ese fin el lema de este proyecto será “LA MONTAÑA DE LA ESPERANZA”.